IV. Los británicos deciden

Ahora, toda Europa aguardaba la actuación del gobierno de Asquith. En Viena, Alexander Freud escribió a su hermano Sigmund, sin dar crédito a la idea de que los británicos pudieran entrar en la guerra junto a Rusia, pues, a su juicio, «un pueblo civilizado no escoge el bando de los bárbaros»[100]. A muchos alemanes también les costaba comprender la amenaza de la beligerancia británica en una lucha que, a su juicio, no era de la incumbencia de Albión. Richard Stumpf, un marinero de la flota de alta mar alemana, manifestó su disgusto porque tan solo dos semanas después de que una escuadra de la Marina Real británica fuese recibida con toda clase de honores amistosos en la Regata de Kiel, su país tenía que pensar en sumarse a las hostilidades: «Se hace duro pensar que [el comportamiento británico] se debe en realidad a los celos; que la culpa la tiene la maldita envidia comercial»[101]. Los alemanes retrasaron hasta el 3 de agosto su declaración de guerra contra Francia, con la esperanza de proteger la neutralidad británica. El káiser continuó pensando que era plausible, porque había quedado absurdamente impresionado por una conversación que, tiempo atrás, había sostenido su hermano con el rey Jorge V: el príncipe Enrique regresó de Londres informando de que el monarca garantizaba que su país permanecería ajeno a cualquier conflicto europeo. Guillermo pensó que Gran Bretaña tendría la prudencia de atenerse a ello en cualquier circunstancia, puesto que, tal como observó inteligentemente, «los acorazados no tienen ruedas».

Un turista de viaje por Francia escribió: «Nadie que no estuviera en París en aquella época puede llegar a darse cuenta de la intensa angustia de los franceses durante esos días de esperar al pronunciamiento inglés»[102]. Las intenciones del gobierno de Asquith seguían siendo marcadamente inciertas. Un editorial de The Times del 29 de julio elogiaba la generosidad del país: «Tenemos un interés constante y una política que, por tradición, mantiene el equilibrio de poderes en Europa»; en cuanto a la Entente con Francia, «debemos mantenernos fieles en el futuro, pase lo que pase». Los franceses, no obstante, se exasperaban con aquellas misericordiosas expresiones de buena voluntad; lo único que ansiaban saber era si el ejército británico lucharía en su bando. Y en aquel momento, la respuesta era que no.

Grey, Churchill y Asquith querían que Gran Bretaña se mantuviera firme junto con los otros miembros de la Entente: ya el 29 de julio, el ministro de Exteriores amenazó en privado con dimitir si el gobierno no seguía aquella vía. El primer lord del Almirantazgo se enfrentó y engatusó a su amigo el ministro de Economía para que venciese la persistente renuencia de Lloyd George a ver a Gran Bretaña implicada en un conflicto continental. Churchill sugirió, de forma absurda, que la participación no tenía que suponer un gran coste: «Juntos podemos llevar a cabo una amplia política social… La guerra naval será barata». Pero cuando Rusia se movilizó, la mayoría de los británicos se resistió a la idea de que su país debía seguir tal ejemplo. El Daily News afirmó rotundamente el 29 de julio: «El esfuerzo más efectivo que podemos hacer por la paz es dejar claro que no se sacrificará una sola vida británica a favor de la hegemonía de Rusia en el mundo eslavo». El Partido Laborista calibró la posibilidad de pedir a los sindicatos que convocaran una huelga general si Asquith intentaba unirse a la lucha. «Europa entera en armas», rezaba un titular del Daily Mail del 30 de julio, como si describiera sucesos remotos; dos días más tarde, titulaba: «Europa a la deriva hacia el desastre». En una cena del 31 de julio, el conde de Benckendorff, el embajador ruso, le contaba al escritor Maurice Baring que tanto él como el enviado francés tenían el sombrío convencimiento de que Inglaterra no lucharía[103].

El periódico de izquierdas Daily Chronicle aplaudía el 31 de julio la ausencia de patriotismo popular: «Muy positiva y, en comparación con lo que vivimos hace un tiempo, muy sorprendente es la ausencia total de sentimientos antigermánicos. En los últimos años hemos hecho un gran trabajo para reabrir los ojos británicos a nuestra comunión de intereses con el gran pueblo cuya civilización es, en muchas formas, la más afín a la nuestra en Europa; y la sola idea de un conflicto ruinoso entre nosotros parece aún más desagradable ahora que, quizá, hace una generación». Aquel día, el Manchester Guardian se convirtió en el primer periódico británico que sugería la posibilidad de que Inglaterra se viera obligada a combatir si Francia era atacada. Sin embargo, también descartaba cualquier posibilidad de que Alemania invadiese Bélgica, porque una acción semejante violaría el tratado europeo de 1839, que garantizaba la neutralidad belga y había sido firmado tanto por Berlín como por Londres.

Un soldado de los Royal Welch Fusiliers [reales fusileros galeses] se despertó en su cuartel de la ciudad de Dorchester, en Dorset, a las 6 de la mañana del soleado viernes 31 de julio, con la música de la banda del regimiento que interpretaba la alegre canción I Do Like to be Beside the Seaside. Pero muchos británicos reconocían ya que el conflicto estaba muy cerca de sus costas. Norman Macleod, un secretario particular del almirante, estaba «bastante preocupado (1) porque [estoy] totalmente en co[ntr]a de la idea de la guerra y (2) por temor a una crisis financiera y económica; la gente compraba alimentos para acaparar. El tipo de interés subió al 10%… creía que estos problemas pondrían límites al patriotismo». Una delegación de la City londinense se puso en contacto con el ministro de Economía para exponer que «el único medio de salvar el mundo era que su propio país permaneciera fuera del conflicto, para poder seguir siendo el gran mercado, el árbitro económico del mundo». El 1 de agosto, el Daily News publicaba un artículo de su director, A. G. Gardiner, titulado: «¿Por qué no debemos combatir?». El autor preguntaba: «¿En qué parte del ancho mundo chocan nuestros intereses con Alemania? En ninguna parte. Con Rusia tenemos conflictos potenciales por todo el sureste de Europa y el sur de Asia». Después de que el gabinete se reuniera aquel sábado, Paul Cambon le dijo a Grey —en francés, por mediación de un intérprete, pues en las conversaciones oficiales se limitaba por sistema a emplear su propia lengua— que rechazaba rotundamente comunicar su resolución a París, «o, mejor dicho, la falta [de resolución]»[104].

Muchos británicos creían que la responsabilidad de la pesadilla en ciernes recaía en Belgrado y San Petersburgo. The Economist advirtió que «la provocación iniciada por Serbia la ha continuado Rusia. Si se desata una gran guerra, la movilización rusa será su causa directa. Y nos tememos que los venenosos artículos de The Times hayan alimentado las esperanzas del zar con respecto al apoyo británico»[105]. En una carta al director de Josef Redlich, un lector vienés de The Economist, se decía: «En todo el territorio austríaco, sin distinción de partidos, la opinión pública palpita con esta pregunta: “¿Cuánto tiempo tolerará Austria un concepto de buena vecindad como el que impera en Serbia?”». Nueve distinguidos académicos de Cambridge escribieron a The Times: «Consideramos a Alemania una nación que lidera el camino en las artes y las ciencias, y todos hemos aprendido y aprendemos de los estudiosos alemanes. Una guerra contra ellos, en interés de Serbia y Rusia, sería un pecado contra la civilización. Si, desafortunadamente, a causa de unas honrosas obligaciones nos vemos implicados en la guerra, el patriotismo podrá acallar nuestras bocas, pero en esta coyuntura consideramos justificada la protesta, por nuestra parte, al vernos arrastrados a una lucha contra una nación tan semejante a la nuestra».

Aquella noche del 1 de agosto, Grey cenó con su secretario particular en el Club Brooks, de la calle de St. James; tras levantarse de la mesa, estuvieron jugando juntos al billar. Mientras tanto, el primer ministro se retiró a la cama con sensación de agravio: la crisis le había obligado a cancelar un fin de semana campestre en compañía de Venetia Stanley, el objeto de su obsesión amorosa, por más que no consumada, durante 26 años. «Puedo decir, sinceramente, que jamás he sufrido una decepción más amarga», le escribió Asquith[106]. Afirmaba tener algunos problemas para sumirse en la inconsciencia, «pero realmente no he dormido mal, en este ir y venir medio sonámbulo; gracias a Dios, me ha acompañado una imagen de ti, que me ha dado calma y paz». Las prolíficas y compulsivamente indiscretas cartas del primer ministro británico a Stanley no ayudaron mucho a mejorar su reputación, pero sí suponen una fuente impagable para comprender su pensamiento.

Los más destacados periódicos de izquierdas —el Daily Chronicle, el Daily News y el Manchester Guardian— seguían mostrando una fuerte oposición a la intervención británica, pero la actitud del gobierno se iba afianzando en sentido contrario. El domingo 2 de agosto, Asquith desayunó con el embajador alemán y advirtió al exaltado Lichnowsky de las nefastas consecuencias que tendría que el ejército de su país cumpliera con su amenaza de marchar a través de una Bélgica neutral. Delante de Downing Street y Whitehall se formaron multitudes entre las que se veía, por primera vez, muchos rostros ansiosos. El líder conservador Bonar Law escribió al primer ministro prometiéndole el apoyo de su partido a una declaración de guerra británica; era una misiva destinada a apresurar tal resultado.

El gabinete se reunió y, a través de Grey, supo que la flota francesa se había movilizado. Francia, les dijo, contaba ahora con Gran Bretaña para proteger el Canal y el mar del Norte, tras haber concentrado sus fuerzas en el Mediterráneo, de acuerdo con el pacto secreto firmado en las conversaciones navales anglo-francesas de 1912. Algunos ministros quedaron asombrados —confundidos, de hecho— al saber por primera vez de la existencia de este trascendental compromiso. Pero el gabinete acordó, con distintos grados de reticencia, honrar las condiciones y desplegar buques de guerra que protegieran la costa norte de Francia. De inmediato, los alemanes prometieron mantenerse fuera del Canal a cambio de la neutralidad británica; pero cuando Paul Cambon supo del compromiso de la Marina Real, se animó: «Esta era la decisión que yo esperaba… Un gran país no puede hacer la guerra a medias. Desde el momento en que decidió combatir en el mar, estaba destinado sin remedio a que así fuera también en tierra»[107].

El gabinete, sin embargo, seguía rechazando la propuesta. Aquella tarde del 2 de agosto, sir John French, jefe del Estado Mayor imperial (hasta que dimitiera, en marzo, a raíz del motín de Curragh) realizó una extraña llamada telefónica: buscaba orientación acerca de las intenciones militares del gobierno, no en los ministros sino en George Riddell, el dueño del News of the World. El pequeño mariscal de campo preguntó a Riddell si, en caso de guerra, se enviaría una fuerza expedicionaria a Francia, y quién estaría al mando. Riddell trasladó la consulta al gobierno. Lloyd George respondió que French debía presentarse personalmente en Downing Street a las 10 de la mañana del día siguiente[108]. Pero cuando acudió, se le dijo que aún no había posibilidad de que Gran Bretaña mandase un ejército al continente.

Ahora Bélgica se había convertido en el centro de la atención inglesa. A las 3 de la tarde del 2 de agosto, el vicecónsul belga en Colonia llegó al Ministerio de Exteriores, en Bruselas, e informó de que desde las 6 de la mañana de aquel mismo día había estado viendo trenes que salían de las estaciones de la ciudad del Rin cada 3 o 4 minutos, atestados de soldados: no se dirigían hacia Francia, sino hacia Aix-la-Chapelle y la frontera belga[109]. Cuando se añadió que las tropas alemanas habían entrado en Luxemburgo y se esperaba una invasión inminente de Bélgica, el ministro de Exteriores Jean Davignon le dijo, emocionado, a su colega el barón Gaiffier: «Vayamos a misa y ofrezcamos plegarias por nuestro propio país. ¡Jamás las ha necesitado tanto!»[110].

En noviembre de 1913, el rey Alberto había visitado Berlín, donde recibió una sombría advertencia del káiser y Moltke: «Sería aconsejable que los países pequeños, como Bélgica, se pusieran del lado del fuerte, siempre que quieran conservar su independencia»[111]. El 2 de agosto, el monarca belga tuvo que enfrentarse al significado de esta amenaza: Alemania exigió sumariamente que se diera a su ejército derecho de paso por el país. Los franceses no estaban seguros de cómo respondería el gobierno de Bruselas; creían que amplias zonas de Bélgica se mostrarían germanófilas. La decisión de rechazar la solicitud de Berlín fue personal, de Alberto, en tanto que rey y comandante en jefe de las fuerzas armadas, pero contó con el abrumador respaldo de todo su pueblo.

«La respuesta [al ultimátum de Berlín] era muy fácil de redactar», dijo el barón Gaiffier. «Solo teníamos que trasladar al papel, en lenguaje claro, los sentimientos que nos movían a cada uno de nosotros. Estábamos seguros de interpretar correctamente las opiniones de todo el país»[112]. Pero aquella tarde de domingo, aunque el gobierno belga era consciente de lo peor, en Bruselas el ánimo aún conservaba cierta inocencia, sobre todo entre los ciudadanos más humildes. Al terminar aquel radiante día de verano, un numeroso grupo de paseantes que habían salido a caminar en los campos de alrededor regresaban ya a la ciudad, muchos de ellos cantando y con grandes ramos de flores.

Gran Bretaña se encontraba entre los garantes de la neutralidad belga, según el tratado europeo de 1839, firmado al poco de que el país se separase de Holanda. A última hora del día 2 de agosto, los alemanes advirtieron al gobierno británico de su intención de marchar a través del país del rey Alberto, con o sin su consentimiento. A las 7 de la mañana del día siguiente, se transmitió a Berlín que Bélgica rechazaba el ultimátum. Al publicarse la noticia, Bruselas se convirtió en un mar de banderas tricolor. La mayoría de los alemanes contempló este gesto de desafío con una lástima despectiva. «¡Ay, pobres necios!», repetía sin cesar el consejero de la legación alemana, mientras contemplaba las calles repletas de símbolos nacionales. «¡Ay, pobres necios! ¿Por qué no se apartan del camino de la apisonadora? No queremos hacerles daño, pero si se quedan en nuestro camino, los aplastaremos. ¡Ay, pobres necios!»[113].

Algunas veces se ha sugerido que al pueblo del rey Alberto le habría ido mejor si el monarca se hubiera plegado a lo inevitable y hubiera otorgado paso libre al ejército alemán. Pero ¿por qué debería haberlo hecho, él o el gobernante de cualquier otra nación soberana? A lo largo de la historia moderna, las grandes democracias han considerado con frecuencia que proteger a los pequeños estados frente a la agresión suponía un imperativo moral. En 1914, la fuerza mayor influía en los acontecimientos mucho más que la ley internacional. Pero la mayoría del pueblo británico entendió, junto con el gobierno, que la invasión alemana de Bélgica representaba una afrenta a la moralidad, así como al orden europeo. Irónicamente, desde el momento en que los alemanes se decidieron a violar la neutralidad belga —como llevaban haciendo en secreto durante una década—, habría sido mejor para ellos jugarse el todo por el todo y atacar sin ultimátum. El lapso de tiempo transcurrido entre la amenaza y el asalto permitió al rey Alberto congregar a su pueblo y a la opinión extranjera, además de preparar la resistencia. Los belgas organizaron un programa de demolición de túneles ferroviarios extremadamente efectivo, que limitó los movimientos en tren del enemigo a través de su país durante los meses siguientes.

Hoy, los defensores del proceder alemán alegan —como sostuvo entonces el gobierno de Berlín— que si el ejército del káiser no hubiera violado la neutralidad belga, lo habrían hecho rápidamente los aliados. La única prueba que respalda esta afirmación es que los británicos debatieron sobre un posible bloqueo de Amberes como paso hacia Alemania, una contingencia superada por los acontecimientos; del mismo modo, previnieron a los franceses contra la transgresión de la territorialidad belga y Joffre asintió. Hasta entonces, Alemania había sido la ganadora indiscutible, a expensas de Rusia, en el juego de manipular los sucesos para evitar una imagen de agresor directo. Moltke perdió tal condición, sin embargo, en el mismo momento en que sus ejércitos cruzaron la frontera belga. Bismarck había advertido a sus compatriotas contra esta acción, precisamente porque previó el impacto que tendría en la opinión pública extranjera. El asalto sobre Bélgica cayó como una bendición para aquellos miembros del gobierno de Asquith que ya estaban convencidos de que Gran Bretaña tenía que entrar en la guerra europea. Sin Bélgica, el país habría entrado dividido en el conflicto (de haber llegado a entrar). Moltke cometió un error de cálculo crucial: estaba tan convencido de que Gran Bretaña también combatiría, que no consideró el hecho de que la neutralidad belga pudiera influir de tal modo en este resultado, hacia un lado o hacia el otro. Estaba muy equivocado. La imagen de mártir del rey Alberto y su pueblo hizo que se sumaran a la causa de la guerra millones de británicos que hasta entonces se habían opuesto a ella.

No hubo pocas ironías en la prisa de Gran Bretaña por abrazar a «la valerosa y pequeña Bélgica». Durante la guerra de los bóers, el país de Alberto había adoptado una posición fervientemente antibritánica. El deplorable récord de inhumanidad que Bélgica ostentaba como potencia colonial en el Congo solo quedó superado por el de Alemania en el África suroccidental. Los soldados franceses y británicos contemplaban al ejército belga con desprecio y tenían a sus oficiales por dandis demasiado aficionados a las poses[114]. Además, a lo largo del mes anterior, la prensa católica belga había prestado un fuerte respaldo al derecho de Austria-Hungría a emprender acciones militares contra Serbia. El periódico L’Express, de Lieja, denunció la entente franco-rusa como «la pesadilla de todos aquellos que en su corazón aspiran a un futuro de libertad, democracia y civilización… [es] una alianza contra natura»[115].

No importaba. En Londres, unos pocos ministros aún se aferraban a la creencia de que el solo paso del ejército alemán no debería constituir un casus belli. Pero la mayoría del pueblo británico reconocía en esto, por fin, una certeza moral, en medio de un mar de confusiones balcánicas y europeas. La noche del domingo 2 de agosto llegó un telegrama para Grey, mientras este cenaba con Haldane, advirtiéndole de que la acción germánica contra Bélgica era inminente. Los dos hombres se dirigieron sin demora a Downing Street, donde apartaron a Asquith de su círculo de invitados personales. Le comentaron la noticia y solicitaron su autorización para movilizar al ejército. Haldane se ofreció voluntario para ocupar temporalmente el puesto de ministro de la Guerra, ya que era obvio que Asquith estaría demasiado ocupado para seguir desempeñando tal función. El primer ministro dio su conformidad a ambas propuestas.

En la mañana del lunes 3 de agosto, un día en que los bancos británicos estaban cerrados, The Times declaró: «Europa será el escenario de la guerra más terrible jamás vista desde la caída del Imperio Romano… la culpa ha de recaer principalmente sobre Alemania. Podría haber contenido la plaga si en Viena hubiese optado por hablar como lo hace cuando actúa en serio. Ha preferido no hacerlo». Whitehall, bañado por un sol brillante, se hizo impracticable al tránsito; tan compacta era la expectante multitud. A las 11 de la mañana, se informó al gabinete de la decisión del rey Alberto de Bélgica, que había optado por ofrecer resistencia, pero los ministros todavía debatían. Dos de ellos, sir John Simon y lord Beauchamp, anunciaron que dimitirían antes de ser cómplices de la participación británica en la guerra. Pero Lloyd George, una figura clave, superó por fin sus reservas personales y apostó por combatir. Un colega liberal lamentaba, decepcionado, que el canciller «carecía de fe en sus convicciones». Probablemente, la decisión se explique porque en Lloyd George pesó más el temor político a dividir el gobierno y el Partido Liberal —lo cual supondría una ventaja para el Partido Conservador— que el fervor hacia la causa de la Entente. Asquith telefoneó a Dover para detener a lord Kitchener, el más eminente de los militares británicos, que estaba a punto de partir hacia Egipto. El primer ministro pidió al mariscal de campo que regresase a Londres; era probable que lo necesitasen.

Aquella mañana, George Lambert, el lord civil del Almirantazgo, desconocedor de los trascendentales sucesos de última hora, comentó al secretario financiero: «Espero que el gabinete deje de dar vueltas y se decida por una cosa u otra». El otro responsable, que, según palabras de un testigo, «parecía muy pálido y nervioso, a diferencia del sábado», respondió: «Creo que ya han decidido»[116]. Pero la población británica seguía muy dividida. Aún con las noticias de Bélgica, el funcionario público Norman Macleod escribió el 3 de agosto: «Muy descontento con el giro de los acontecimientos; peligro de compromisos diplomáticos secretos que forzarán al pueblo a la guerra, ciegamente; de no ser por las razones económicas, habría renunciado a [mi] puesto»[117]. Sir George Riddell, dueño del News of the World, le habló a Lloyd George de su «sentimiento de intensa exasperación… a la vista de un gobierno que se embarca en la guerra». Guy Fleetwood-Wilson protestó en la columna de las cartas al director de The Times: «Escribo como “hombre de la calle”. Sin duda, soy desacostumbradamente corto de entendederas, porque por mi vida que no puedo entender por qué este país ha de verse arrastrado a esta guerra». Serbia, a su juicio, «no merece la vida de un solo granadero británico».

Pero por toda Gran Bretaña, las instalaciones militares estaban recibiendo la orden de movilización. El capitán Maurice Festing, de la real infantería de marina británica, estaba ansioso por recibir la llamada mientras jugaba un partido de críquet en el arsenal del cuerpo, a las afueras de Deal: había anotado 66 not out y acababa de ver cumplida su anhelada ilusión de lanzar una bola por la ventana del comedor de los sargentos[118]. El coronel de los fusileros galeses estaba cenando en una fiesta cuando se presentó un ordenanza con un mensaje; los invitados estaban casi seguros del contenido de la misiva, pero se impuso la etiqueta y el mensajero permaneció a la espera, hasta que la cena hubo terminado y las damas se habían retirado ya. Entonces se le permitió entregar el telegrama de movilización del regimiento.

Gran Bretaña fue la única gran potencia que debatió en el Parlamento su entrada en la guerra. A las 3 de la tarde de aquel 3 de agosto, Grey, visiblemente tenso y agotado, se puso en pie en la Cámara de los Comunes para pronunciar la primera declaración formal del gobierno en relación con la crisis. No era un gran orador, y el tiempo de gracia que podría haber dedicado a prepararse el discurso se lo había robado el príncipe Lichnowsky, que fue a su despacho a presentar un último y vano ruego con la intención de que Gran Bretaña no considerara el paso de las tropas alemanas por un pequeño rincón de Bélgica como un casus belli. Fue la última reunión de aquellos dos hombres.

La sala de la Cámara estaba repleta, igual que la tribuna diplomática y la reservada a los visitantes. Asquith se mantuvo impávido mientras Grey invitaba a la Cámara a considerar la crisis desde el punto de vista de «los intereses británicos, el honor británico y la obligación británica». El ministro de Exteriores habló a los parlamentarios sobre el acuerdo naval secreto con Francia y sobre cómo el gobierno había llegado a la conclusión de que no debía permitirse que los alemanes bombardeasen libremente la costa norte, tan próxima a Gran Bretaña. Los tories vitoreaban, mientras los liberales permanecían sentados, muchos de ellos nada convencidos. En ese momento, Grey, que había discurseado sin especial entusiasmo acerca de los intereses británicos y sus rutas comerciales, proyectó repentinamente una pasión inaudita en él, para describir la violación de la neutralidad belga. «¿Acaso este país podría permanecer inmóvil mientras contempla el más espantoso crimen que jamás haya manchado el rostro de la historia, convirtiéndose así en partícipe del pecado?».

Volvió al consabido —y fundamental— tema del gobierno británico desde hacía siglos: el equilibrio de poder en Europa. Gran Bretaña, dijo, debe tomar cartas «contra el engrandecimiento desmesurado de cualquier potencia, sea la que sea». Transcurridos setenta y cinco minutos, concluyó con una perorata teatral y un llamamiento: «Ni por un segundo creo que, si nos mantenemos al margen de esta guerra, cuando llegue su fin seamos capaces de deshacer lo que haya sucedido… impedir que toda la Europa occidental que hoy tenemos frente a nosotros caiga bajo el dominio de una sola potencia… eso supondría sacrificar nuestro respeto, buen nombre y reputación ante el mundo, y comportaría las consecuencias más serias y graves».

Esta última afirmación se ha convertido, en el siglo pasado, en el centro de todas las discusiones al respecto de si Gran Bretaña debería haber entrado, o no, en la primera guerra mundial. Los Comunes, aquella tarde, recibieron sus palabras con una aclamación apabullante. Fue porque Grey, a lo largo de sus veintinueve años como parlamentario, se había dado a conocer como un hombre compulsivamente taciturno; por ello, la elocuencia exhibida en esta ocasión logró un efecto muy llamativo. Simon y Beauchamp, tras oírlo hablar, presentaron su dimisión. El ánimo del Partido Liberal, instintivamente pacifista, experimentó un giro radical a favor de la guerra, aunque nunca se invitó al Parlamento a votar sobre el paso definitivo.

«¿Qué pasará ahora?», le preguntó Churchill a Grey, mientras ambos salían de la Cámara. El ministro de Exteriores le dijo que enviarían un ultimátum a Berlín, solicitando que Alemania se retirase de Bélgica en veinticuatro horas. Sir Francis Bertie escribió: «El discurso de Grey… fue espléndido y [en París] ha generado mucha más satisfacción de lo que yo esperaba. Alemania estaba decidida a hacer la guerra, e hizo cuanto pudo para que nosotros nos abstuviéramos de participar en la lucha»[119]. Jules Cambon dijo, al terminarse el conflicto: «Fuimos extraordinariamente afortunados de que el Partido Liberal británico estuviera en el gobierno. Si hubiera estado en la oposición, quizá la intervención británica habría tardado más en llegar»[120]. Probablemente, estaba en lo cierto; si un gobierno conservador hubiera querido combatir, los liberales no le habrían prestado su apoyo, en modo alguno. El espíritu de contradicción habría pesado demasiado, como sucedió con dos miembros menores del gabinete —lord Morley y John Burns— que también presentaron su dimisión.

Aquella noche, a pesar de todos los dramas sucedidos durante el día, persistía la incertidumbre con respecto a qué medidas militares prácticas adoptaría Gran Bretaña. El ministro de Exteriores demostró una ingenuidad asombrosa —y perjudicó gravemente su reputación ante la posteridad— cuando comunicó a los Comunes que, siendo Gran Bretaña una potencia naval, al entrar en guerra «sufriremos, pero poco más de lo que sufriríamos si nos quedásemos al margen». Como en el gobierno aún persistían aquellas ilusiones vanas, ningún ministro autorizó el envío inmediato de ningún ejército al continente. Estas evasivas exasperaban a los militares, que sabían que cada hora contaba, en lo relativo a organizar una Fuerza Expedicionaria Británica y transportarla al continente antes de que el gigante alemán hubiera entrado en Francia y Bélgica.

Coudourier de Chassigne, el corresponsal de Le Figaro en Londres, llamó a Tom Clarke, redactor de noticias del Daily Mail, a la caza de novedades: «¿Irán ustedes en ayuda de Francia?», preguntó con urgencia[121]. «Sé que toda la nación británica está con nosotros, pero este gobierno suyo, con su maldito “esperemos a ver”, ¿cuándo se moverá? Pronto será demasiado tarde. Es terrible… ¿No pueden hacer nada lord Northcliffe y el Daily Mail?». Un anciano francés miraba un póster colgado en el exterior de las oficinas de un periódico de Niza y decía con disgusto: «L’Anglaterre se dégage! C’est ignoble[122]. A primera hora de la tarde de aquel 3 de agosto, el embajador alemán en París habló con René Viviani y le leyó en voz alta una declaración de guerra, cuya fuerza moral quedaba perjudicada por las mentiras que contenía. El documento afirmaba que la aviación francesa había bombardeado Núremberg y Karlsruhe y había sobrevolado Bélgica, violando su neutralidad. Viviani negó los cargos y luego los dos hombres se saludaron en silencio y partieron. El general Joffre se despidió formalmente de Poincaré antes de partir hacia el cuartel general desde donde, en los meses siguientes, ejercería un poder más absoluto que cualquier otro comandante nacional.

Justo después de las 8 de la mañana del 4 de agosto, las primeras tropas alemanas cruzaron la frontera belga en Gemmerich, a unos 50 kilómetros de Lieja. Los gendarmes belgas hicieron un gesto vano, pero cargado de significado, al disparar sobre ellos antes de poner pies en polvorosa. A mediodía, el rey Alberto solicitó formalmente ayuda a Gran Bretaña, como garante de la neutralidad belga. Luego, ataviado con el uniforme de batalla, cabalgó al frente de una reducida comitiva de carruajes; en uno de ellos viajaban su esposa e hijos, en dirección al edificio parlamentario de Bruselas. Tras desmontar y adentrarse en la sala, creó un momento de teatralidad inigualable al lanzar al auditorio la pregunta: «Caballeros, ¿están decididos irrevocablemente a preservar intactos los sagrados bienes que nos legaron nuestros antepasados?». Todos los presentes se alzaron como un solo hombre y gritaron: «Oui! Oui! Oui!».

En Berlín, el káiser convocó a los diputados del Reichstag a su palacio. Los recibió con el casco puesto y todo el uniforme militar, flanqueado por un Bethmann ataviado con las ropas de los dragones de la guardia. No habló de Bélgica; en su lugar dijo que la guerra había sido una provocación serbia con el respaldo de Rusia: «Desenvainamos la espada con la conciencia clara y las manos limpias». Su discurso arrancó un embravecido aplauso. En cambio, cuando Bethmann se dirigió luego al Reichstag, demostró una franqueza que más tarde Tirpitz tachó de locura: «Nuestra invasión de Bélgica es contraria a la ley internacional, pero este error que ahora cometemos», reconoció, sin tapujos, «lo convertiremos en un acierto al alcanzar nuestros objetivos militares». Los socialdemócratas aplaudieron con tanto entusiasmo como los conservadores.

Asquith y Grey fueron vitoreados por multitudes en Whitehall, mientras iban y venían apresuradamente de la Cámara de los Comunes, el 4 de agosto. El primer ministro escribió a Venetia Stanley: «Winston, que a todo le ha puesto sus pinturas de guerra, espera con ansia un combate naval a primera hora de la mañana… Todo esto me colma de tristeza». Aquella tarde, se leyó ante los Comunes la proclama de movilización del rey Jorge V, tras lo cual Asquith repitió ante la Cámara el ultimátum británico a Alemania, que exigía una respuesta antes de la medianoche; las 11, en el horario de Londres. La última parte del documento no se envió hasta las 7 de la tarde, después de que Grey tuviera noticia de que las fuerzas del káiser habían entrado en territorio belga. Cuando Bethmann lo recibió, a través del embajador británico, afirmó que «la sangre me hervía ante esta hipócrita insistencia con Bélgica, que no era el motivo por el que Inglaterra había entrado en la guerra». El canciller arengó a sir Edward Goschen, culpabilizando a Gran Bretaña de la guerra y lo que se derivaría de ella, y terminaba: «Todo por una palabra —“neutralidad”—, solo por un trozo de papel». La frase pasó a la historia. Una gran cantidad de alemanes manifestaron que, a sus ojos, la intervención británica era una traición.

En Londres, al caer la noche, el gabinete se reunió una vez más, y tuvo noticia de que Alemania ya se consideraba en guerra con Gran Bretaña. Tras el ulterior debate, se sentaron todos juntos en la sala del consejo de Downing Street, esperando las campanadas. Cuando el Big Ben hizo tañer la primera de las 11, el gobierno supo lo peor. Veinte minutos más tarde, se enviaba al ejército británico el telegrama de guerra, en un lenguaje claro. Norman Macleod percibió, en las veinticuatro horas previas un «extraordinario cambio en el sentir popular, contrario hasta el lunes, en todo caso, a la guerra —con la “Liga de la Neutralidad” por delante—, pero el rechazo alemán a respetar la neutralidad de Bélgica lo destruyó por completo»[123]. Observó «otro cambio notable. El viernes y el sábado se había desatado el pánico en la City y la gente se precipitaba a acaparar alimentos. [El lunes] había una sensación de absoluta confianza en el gobierno; jamás he visto nada parecido, desde luego no en la época de la guerra de los bóers».

En el comedor de oficiales de la Marina Real en Chatham, en la noche del 4 de agosto un camarero entregó un telegrama al comandante del cuerpo, que lo leyó en voz alta: «Empiezan de inmediato las hostilidades contra Alemania»[124]. Los oficiales allí reunidos recibieron la noticia con aplausos; muchos de ellos habrían muerto antes de un año. A los dominios y colonias británicas —la India, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, principalmente— no se les llegó a consultar siquiera la decisión de entrar en combate: sus gobernadores generales recibieron nuevas proclamaciones de su autoridad, en las que se les comunicaba que estaban en guerra con Alemania, al lado de la madre patria. Solo se alzaron a presentar objeciones unas pocas voces de los bóers. Uno de ellos, Jacobus Deventer, reunió a su comando y telegrafió a su antiguo general, Louis Botha, el por entonces primer ministro de Sudáfrica: «Todos mis burgueses armados, montados y dispuestos. ¿Contra quién luchamos: británicos o alemanes?». Al final aceptó la orden de unirse a una fuerza que se reunía para invadir la zona alemana del suroeste de África, aunque otros prepararon una efímera rebelión antibritánica.

Fueron muchos los europeos que, aun siendo hombres inteligentes y cultos, no alcanzaron a percibir la gravedad del rumbo de los acontecimientos en el que se habían implicado. Lo resaltan los comentarios de los líderes británicos que expresaron su gratitud porque la guerra hubiera salvado al país de una sangrienta confrontación en Irlanda. En el discurso que Grey pronunció el 3 de agosto en la Cámara de los Comunes, hizo un aparte que rozaba lo frívolo: «Me gustaría decir algo: el único punto de luz en una situación tan atroz es Irlanda». Sir William Birdwood, secretario del gobierno de la India, escribió: «Menuda suerte ha sido esta guerra para lo de Irlanda; ha impedido una guerra civil y, para cuando se haya terminado, quizá estemos todos ya hartos de luchar»[125].

Ramsay MacDonald, que dimitió de la dirección del Partido Laborista cuando sus seguidores —igual que sus homólogos alemanes— decidieron votar a favor de los créditos de guerra, obtuvo algunos vítores al afirmar en los Comunes que Gran Bretaña debería haber permanecido neutral, aunque cuando siguió adelante y reivindicó que «en lo más profundo de nuestros corazones, creemos que eso [habría sido lo] correcto, y solo esto es coherente con el honor de este país y las tradiciones del partido que ahora gobierna», recibió por respuesta unas risitas burlonas que los testigos más sensibles juzgaron impropias. El señor Ponsonby, parlamentario por Stirling Burghs, dijo que «estábamos al borde de una gran guerra y él odiaba ver a la gente embarcándose en ella tranquilamente», lo cual despertó algunas voces de aprobación. Otro parlamentario, el señor Wedgwood, dijo que esta no iba a ser «una de nuestras queridas guerras del siglo XVIII… sino que se trata de preservar la civilización que ha costado siglos levantar». Quizá el comentario más sabio, aunque en la época cosechó pocos aplausos, fuera otro de Ramsay MacDonald: «Ninguna guerra empieza siendo impopular».

Durante los últimos días de la crisis, muchos de los hombres más importantes —los principales en sus naciones, los más poderosos del mundo— vivieron momentos que los dejaron encogidos. Entrevieron el horror de las consecuencias del rumbo que estaban adoptando y miraron hacia atrás, por encima de sus hombros, anhelantes. Así sucedió en el caso del káiser, de Bethmann o del zar Nicolás; pero no pasó lo mismo, según parece, con los austríacos, con Moltke o con Sazonov. Los franceses demostraban un pesimismo asombroso con respecto a la necesidad de apoyar a Rusia, aunque solo fuera porque estaban convencidos —casi seguro, con razón— de que el ejército alemán acabaría cayendo de todos modos sobre Francia, en tanto que miembro de la Entente. Los británicos, dejando aparte a unos pocos embravecidos como Churchill, tenían menos ganas de entrar en guerra, pero entendían que la violación de Bélgica justificaba unirse a la contienda. Como Gran Bretaña era una de las grandes potencias, creían que, cuando estaban en juego grandes cosas, el país tenía que representar un gran papel.

Durante los últimos días de paz, Vernon Kell, director del servicio de seguridad británico MI5, permaneció todo el tiempo en su despacho de Watergate House, organizando el arresto de los agentes alemanes conocidos. Aunque su incipiente organización contaba solo con diecisiete personas, había trabado lazos útiles con los jefes de policía de los condados: entre el 3 y el 16 de agosto se realizaron 22 arrestos. Algunos espías huyeron al estilo de Walter Rimann, un profesor de lengua de Hull que cogió el ferry de Zeebrugge. Se cree que otros pocos pasaron inadvertidos, pero de ser así, contribuyeron en poco al esfuerzo bélico alemán.

Muchos de los apresados pudieron ser identificados gracias a que se interceptó su correspondencia con el servicio de inteligencia alemán, el Nachrichten-Abteilung, mediante una orden del Ministerio del Interior; un sistema que fomentó Winston Churchill. El káiser se enfureció ante la incompetencia de sus jefes de espionaje. Gustav Steinhauer, el maestro de ceremonias de la red británica, contaba que Guillermo había preguntado: «¿Estoy rodeado de imbéciles? ¿Quién es el responsable?»[126]. La inteligencia militar alemana había centrado sus esfuerzos, exclusivamente, en Francia, y dejó que la marina se ocupase de Gran Bretaña. Steinhauer, que solía viajar allí en el período prebélico, había reclutado a los agentes principalmente por la vía de escribir cartas no solicitadas a expatriados alemanes; su «cartero» más activo era Karl Ernst, un barbero de Pentonville, que se acercaba a los marineros en busca de información. En Gran Bretaña, la inteligencia alemana de la época de guerra no llegó a recuperarse de la redada de 1914: incluso el 21 de agosto, Berlín aún desconocía que había zarpado hacia Francia una Fuerza Expedicionaria Británica.

Mientras tanto, Bernard Shaw telegrafió a su traductor alemán: «USTED Y YO EN GUERRA, EL ABSURDO NO PUEDE IR MÁS ALLÁ. MIS MÁS AMISTOSOS DESEOS CON USTED EN TODA CIRCUNSTANCIA». Lord Northcliffe habló con su antiguo corresponsal en Viena, Wickham Steed: «¡Bien! ¡Ya llegó!». Steed respondió: «¡Sí, gracias a Dios!»[127]. El recuerdo de la reina Victoria hizo que muchos rusos se refiriesen a Inglaterra como Anglichanka, la mujer inglesa. Un campesino dijo en agosto de 1914 que «estaba contento de que Anglichanka estuviera con Rusia, porque en primer lugar era lista y ayudaría; en segundo lugar, si creía que las cosas iban mal con Rusia, era buena y ayudaría; en tercer lugar, llegado el momento de restablecer la paz, era decidida y no cedería»[128].

Fran Šuklje era un famoso sabio esloveno, que en 1914 contaba sesenta y cinco años. El 4 agosto, este súbdito involuntario de los Habsburgo estaba sentado bajo los árboles del conocido jardín de Stembur en Kandija, cuando leyó la noticia de la declaración de guerra británica. Comunicó al pequeño grupo de discípulos que estaban junto a él: «Daréis gracias a Dios si esta guerra ha terminado antes de tres años»[129]. Sus palabras pronto se difundieron entre sus conciudadanos, «cuyo unánime parecer era que me había vuelto loco. Daban por cierto un final en tres semanas, tres meses a lo sumo». En Berlín, Frederick Wiles, del Daily Mail, describió algunas escenas en la embajada británica aquel día: «Al darse cuenta de lo que se les venía encima, los alemanes se volvieron bárbaros iracundos… Piedras, llaves, palos, cuchillos, paraguas; y cualquier cosa que pudiera lanzarse pasaba a toda velocidad a través de las destrozadas ventanas».

Durante un partido de tenis en Inglaterra, el escritor Jerome K. Jerome expresó «alivio y gratitud… Temía tanto que Grey acabase cediendo en el último momento… Tenía mis dudas sobre Asquith. No creía que el viejo tuviera agallas… Gracias a Dios, no tendremos que leer “Fabricado en Alemania” hasta de aquí un tiempo». La noche del 4 de agosto, mientras una multitud inconsciente gritaba y cantaba delante del palacio de Buckingham, Maurice Baring observaba a un borracho que, vestido de gala, arengaba a los transeúntes desde el techo de un taxi en Trafalgar Square[130].

Aun después de haberse declarado la guerra seguía habiendo disidentes enardecidos. El 5 de agosto, August C. P. Scott declaró en el Manchester Guardian: «Por medio de algún contrato secreto, Inglaterra está técnicamente comprometida a sus propias espaldas con la ruinosa locura de participar en la violenta apuesta de la guerra entre dos ligas militaristas… Será una guerra en la que arriesgaremos todo aquello de lo que estamos orgullosos y en la que no obtendremos nada… Un día, lo lamentaremos». Muchos británicos creen, en el siglo XXI, que Scott tenía razón, sobre todo conociendo el horror de la experiencia posterior, pero también porque no están convencidos de que fuera necesario resistirse con las armas a la Alemania del káiser, a cualquier precio.

¿Habría actuado de otro modo alguna de las potencias de la Entente de haber sabido lo profundamente implicado que estaba el ejército serbio —que no el gobierno— en el asesinato de Francisco Fernando? Es casi seguro que no, porque no era esa la razón que llevó a actuar a Austria y Alemania, o a sus contrincantes. Los rusos, sencillamente, consideraban que la extinción de un pequeño estado eslavo era un castigo excesivo e intolerable por el crimen de Princip y, para el caso, de Apis. A menos que Francia hubiera declarado su neutralidad sin tardanza y hubiera rendido sus fronteras como Alemania le pedía, su alianza con Rusia habría provocado el ataque de Moltke contra los países del oeste. A los británicos, el inminente destino de Serbia los dejaba completamente indiferentes y solo actuaron en respuesta a la violación germánica de la neutralidad belga y la amenaza sobre Francia. Los distintos participantes en lo que pronto se convertiría en la Gran Guerra tenían motivos muy diversos para luchar, y objetivos con pocos elementos en común. Tres conflictos —el de los Balcanes, por las cuestiones de la Europa del Este; la lucha continental que debía determinar si el dominio alemán se impondría; y, por último, el desafío de los alemanes al control general de los ingleses en el campo naval— se metamorfosearon en uno solo de carácter global. Otras cuestiones, la mayoría relativas al acaparamiento de tierras, quedarían en segundo plano cuando otras naciones —en especial, Japón, Turquía e Italia— se unieran a la lucha.

A lo largo del siglo pasado, en Gran Bretaña muchas personas sostuvieron que el precio por participar en la guerra había sido tan demoledor que ningún propósito podía justificarlo razonablemente; bastante gente culpó a sir Edward Grey por desear la implicación inglesa. Pero, sabiendo que Alemania estaba decidida a dominar Europa y conociendo las consecuencias probables de tal hegemonía para Gran Bretaña, ¿habría actuado el ministro de Exteriores de forma responsable si no hubiera dado ningún paso para evitar semejante resultado?

Lloyd George, en sus memorias, propone un argumento más popular contra el conflicto, al echar la culpa a los militares, a los que odiaba: «De no haber sido por el celo profesional y la prisa con que los militares pusieron en marcha los planes que ya habían acordado de antemano entre ellos, las negociaciones entre gobiernos, que para entonces apenas habían comenzado, podrían haber seguido adelante y se podría haber evitado la guerra; probablemente, se habría conseguido». Se trata de un absurdo. Lo que sucedió no fue «una guerra por accidente», sino una guerra mal pensada por parte de los austríacos y con el respaldo de los alemanes.

Hoy, como en 1914, cualquier juicio sobre la necesidad de que Gran Bretaña entrase en guerra está influido, forzosamente, por la valoración del carácter del imperio del káiser Guillermo II. Parece frívolo sugerir, como hacen unos pocos sensacionalistas modernos, que la victoria alemana solo habría creado, con cincuenta años de anticipación, una entidad semejante a la Unión Europea. Aunque el régimen del káiser no puede equipararse con el de los nazis, sus políticas difícilmente pueden calificarse de ilustradas. Su objetivo era dominar; por la vía pacífica, si era posible, pero en caso contrario recurrirían a la guerra. La paranoia alemana hizo que ellos mismos interpretasen como un acto hostil cualquier tentativa de revisar o cuestionar su firmeza a nivel internacional. Además, durante la crisis de julio, tanto ellos como los austríacos mintieron sistemáticamente con respecto a sus intenciones y sus acciones. Por el contrario, fueran cuales fueran los defectos del proceder inglés, el gobierno de Asquith siempre contó lo que a su juicio era la verdad, tanto a sus aliados como a sus futuros enemigos.

El currículum del Kaiserreich en el extranjero era inhumano incluso para lo habitual en la época. Autorizó primero, y aplaudió después, el genocidio de los pueblos herero y namaqua, en el África suroccidental alemana, en 1904-1907; una barbaridad que superaba con mucho cualquier desmán colonial de los británicos. El comportamiento alemán durante la invasión de Bélgica y Francia en 1914, incluidas las masacres de civiles a gran escala aprobadas desde los altos mandos, no puede compararse con el de la segunda guerra mundial, porque no hubo intención genocida; pero proyectaron una imagen profundamente perturbadora del carácter del régimen que aspiraba a gobernar Europa.

Parece un error suponer que la neutralidad en 1914 habría supuesto un final feliz para el Imperio Británico. Los instintos autoritarios e inquisitivos del liderazgo alemán difícilmente se habrían moderado con un triunfo en el campo de batalla. El régimen del káiser no entró en la guerra con un gran plan de dominación mundial, pero sin duda sus líderes exigirían un jugoso botín como recompensa por la victoria que anticipaban. Bethmann Hollweg preparó una lista personal de peticiones el 9 de septiembre de 1914, cuando Berlín veía la victoria al alcance de la mano. «El objetivo de la guerra —escribió— es conseguir garantías [de seguridad], del este al oeste, para el futuro próximo, mediante el debilitamiento de nuestros adversarios.»[131]

Francia tendría que ceder a Alemania los depósitos de hierro de Briey; Belfort; una franja costera desde Dunkerque a Boulogne; la vertiente oeste del macizo de los Vosgos. Derruirían sus fortalezas fronterizas. Tal como había pasado en 1870, el monto de las indemnizaciones que deberían pagar sería suficiente como para asegurarse de que «Francia es incapaz de gastar considerables sumas en armamento durante los próximos dieciocho o veinte años». En cuanto a otros lugares, Luxemburgo quedaría anexionado de inmediato; Bélgica y Holanda se convertirían en estados vasallos; las fronteras rusas se encogerían drásticamente; se crearía un extenso imperio colonial creado en el África central y una unión económica alemana que se extendería desde Escandinavia hasta Turquía.

Georges-Henri Soutou ha sostenido convincentemente que Bethmann jamás habló tan en serio con respecto a sus exigencias territoriales —se esforzó por convencer al káiser para que dejase de pedir la anexión de Bélgica— como de la intención de imponer una unión aduanera en el continente[132]. Pero fuesen cuales fueran los medios que Berlín se proponía emplear, el objetivo era indudable; en palabras de Soutou, «está claro que la unión aduanera debe, de este modo, posibilitar el control de Alemania sobre Europa»[133]. Aunque otros líderes alemanes preparasen listas de deseos distintas, todos daban por seguro que la guerra no podría terminar sin que su nación recibiera lo que juzgaba como recompensas financieras y territoriales «adecuadas». Una vez derrotados sus únicos rivales importantes en el continente, era poco creíble que Alemania se contentase luego con firmar un generoso acuerdo con una Gran Bretaña neutral o consentir su control general del mar.

Al gabinete de Asquith se lo suele acusar de opacidad en las cuestiones europeas, estratégicas (entre 1906 y 1914) y tácticas (durante la crisis de julio). Aunque Gran Bretaña se convirtió en miembro de la Triple Entente, las capitales europeas, Londres incluida, seguían sin saber si el país se uniría a la guerra de Europa. Pero los británicos tenían poco poder a la hora de controlar los acontecimientos. Aunque los alemanes preferían no combatir contra ellos, en Berlín se los consideraba un elemento marginal en un combate armado entre fuerzas continentales. Solo si Gran Bretaña hubiera seguido el camino, inaceptable a nivel nacional, de crear un gran ejército permanente, podría haber sido capaz de representar un papel disuasorio eficaz en 1914. El error más grave de Gran Bretaña fue suponer que el país podría conservar su querido equilibrio de poderes en el continente sin un grueso de soldados creíble en apoyo de la diplomacia. Pero fracasar en el reclutamiento de un ejército difícilmente puede considerarse igual a sembrar la guerra por doquier.

El argumento de que Gran Bretaña debería haber declarado antes de la crisis de 1914 su decisión de participar en cualquier enfrentamiento franco-ruso con Alemania ignora la naturaleza de las democracias y la obligada prudencia en el arte de gobernar. Ningún gobierno podría haber conseguido el apoyo del Parlamento en un compromiso indefinido de participar en un conflicto europeo, pasando por alto las circunstancias de su evolución; y no hay ninguna razón por la que debiera haberlo hecho. Si en julio de 1914 Asquith hubiera ofrecido apoyo incondicional a Francia y Rusia, habría sido culpable de la misma temeridad —el «cheque en blanco»— que con justicia condenó a Alemania por su conducta hacia Austria-Hungría y, en menor medida, a Francia también por su compromiso con Rusia.

Gran Bretaña apreciaba el statu quo y estaba comprometida con la paz, porque aún parecía ir a la cabeza del mundo. El gobierno de Asquith sentía cierta incomodidad con Rusia y con las locuras que su gobierno era capaz de cometer; no tenía ningún deseo de alimentar la belicosidad francesa. Su única opción racional en la década anterior a la guerra como en julio de 1914, era demostrar buena voluntad a sus aliados y un respaldo provisional, cuyo alcance y naturaleza dependerían de los sucesos y los acontecimientos exactos. El fracaso de esta política es evidente: cuando Gran Bretaña intentó acercarse a las obligaciones europeas, especialmente a la Entente, fue suficiente para implicarla en el mayor conflicto de la historia, pero no para prevenir tamaño desastre. Pese a todo, se hace difícil imaginar ninguna otra vía diplomática alternativa para Gran Bretaña antes de la guerra, capaz de conseguir el respaldo político en el país y de convencer a Alemania de que el riesgo de la guerra era inaceptable.

Quienes defienden que el conflicto general se habría podido evitar después, incluso, de que Austria declarase la guerra a Serbia, y quienes colocan a Rusia en el puesto de responsabilidad por lo que pasó después, dan a entender que Austria y su garante alemán deberían haber obtenido el consentimiento para actuar a punta de pistola en los Balcanes, en Bélgica y de hecho por toda Europa. Solo el ultimátum alemán a Bélgica permitió que los partidarios de la guerra en el gabinete consiguieran el mandato. En ocasiones se dice que fue un mero pretexto, puesto que Grey, Churchill y varios colegas ya se habían decantado por la beligerancia aun antes de que apareciera el problema de Bélgica. Pero sigue siendo improbable que hubieran conseguido su objetivo sin la violación de la neutralidad belga. No parece innoble ni absurdo que buena parte de la Cámara de los Comunes y del pueblo británico se aferrase a esto como casus belli, a la vez que rehuían entrar en guerra en apoyo de Serbia o solo para cumplir el mal definido compromiso con la Triple Entente. Aunque se absuelva a Alemania de seguir un plan que desencadenase una guerra europea general en 1914, sigue pareciendo que merece casi toda la culpa porque tuvo la capacidad de impedirla y no la utilizó.

El 3 de agosto, el káiser comunicó a sus ordenanzas que sacasen el uniforme gris de campaña, las botas de caña alta, los guantes marrones y un casco sin plumas para su discurso ante el Reichstag al día siguiente. Luego decidió que se terciaba un espectáculo aún más espléndido. Decidió aparecer vestido de gala, acompañado de todo oficial de alta graduación disponible en Berlín, engalanado con sus medallas y fajines. En todo su esplendor como caudillo supremo de Alemania, al día siguiente se dirigió con gran emoción a la concurrencia: «Desde lo más hondo de mi corazón, les agradezco sus muestras de amor y lealtad. En la lucha que se avecina, no veo más partidos en mi Volk: Ich kenne keine Parteien mehr, ich kenne nur Deutsche (“Entre nosotros solo hay alemanes”)». En aquel momento Guillermo viviría unas pocas semanas jubilosas de la gloria militar con la que siempre había soñado. En adelante, sin embargo, las sombras se cernerían sobre él y sobre Europa.