III. Los alemanes se ponen en marcha

La única perspectiva insostenible, con respecto a la crisis de julio, es que la guerra fue la consecuencia de una serie de accidentes. Al contrario: los líderes de todas las grandes potencias creían estar actuando de forma racional, persiguiendo unos objetivos coherentes y alcanzables. No obstante, aún pervive un gran enigma sobre quién ejercía la autoridad en Alemania: ¿quién estaba al mando? A lo largo del decenio precedente, la gobernanza de la nación se había tornado cada vez más disfuncional, aun cuando su poder económico aumentaba. Una nueva generación de políticos electos, muchos de ellos socialistas, peleaba por el acceso al poder fuera de los palacios aún dominados por las botas de espuelas de una autocracia muy militarizada. El káiser se había convertido en el símbolo del nacionalismo autoritario del país, más que en un gobernante ejecutivo, pero siguió llevando a cabo intervenciones erráticas. A su alrededor, personalidades, instituciones y grupos políticos rivales competían por el control. La fuerza militar terrestre y la naval siempre estaban en desacuerdo. El Estado Mayor apenas hablaba con el ministro de la Guerra. Cada cierto tiempo, los estados que formaban el imperio iban afirmando su autonomía frente a Berlín.

Un autor alemán predijo en 1910 que, durante el período de tensión política y militar que antecede a cualquier conflicto, «la prensa y sus instrumentos clave, el telégrafo y el teléfono, ejercerán una enorme influencia, que puede ser para bien o para mal»[71]. Moltke estaba de acuerdo. Por grande que fuera el poder del ejército, el jefe del Estado Mayor reconocía que, para convencer a millones de civiles reclutados de que se comprometieran en un conflicto del siglo XX, la causa debía contar con el apoyo popular. Según anotó un oficial prusiano en 1908, «Moltke me ha dicho que se había terminado la época de las guerras de gabinete y que una guerra que el pueblo alemán no quisiera o no entendiera, y por tanto no gozase de sus simpatías, resultaría un asunto muy peligroso. Si… la gente creía que se había invocado la guerra con frivolidad y esta no tenía más objetivo que sacar de apuros a las clases dirigentes, entonces deberíamos empezar por disparar contra nuestros propios súbditos»[72]. Esto explica en buena parte que Alemania rechazase unirse a Austria durante las guerras balcánicas previas y enseña por qué, en julio de 1914, Moltke consideró imprescindible asegurarse de que, en Alemania, el pueblo se considerase una víctima amenazada y no un agresor. La crisis europea se solapaba con las turbulencias nacionales. El descontento laboral, manifiesto a través de las frecuentes huelgas, alarmaba al gobierno de Berlín tanto como otros problemas similares despertaban, en Gran Bretaña, Francia y Rusia, el miedo a la inestabilidad social.

Es difícil evaluar la conducta del káiser, porque cambiaba de opinión muy a menudo. Las anotaciones garabateadas en los documentos de Estado ponen de relieve su irremediable falta de comedimiento: «¡Se engaña usted, señor Sazonov!», «¡Maldición!», «¡No!», «¡No es él quien debe decidir!», «¡Una terrible muestra de la insolencia británica!». El signo de exclamación era su herramienta de gobierno predilecta. Cuando Guillermo retomaba la vía de la prudencia, siempre llegaba demasiado tarde para deshacer el mal causado por su imprudencia, aún más habitual. Se cuenta que el 5 de julio le dijo a Bethmann: «Debemos utilizar todos los recursos para evitar que la controversia austro-serbia crezca hasta convertirse en un conflicto internacional». Pero al día siguiente otorgó a Viena el «cheque en blanco».

El 27 de julio, al regresar de su recreo en aguas de Noruega para leer la humilde respuesta de Serbia al ultimátum de Viena, su primera reacción fue anunciar que a su juicio ya no había «razones para una guerra». Pero ese mismo día, Bethmann comunicó al embajador alemán en Austria: «Debe parecer que solo hemos entrado en guerra porque nos han obligado a ello»[73]. El general Erich von Falkenhayn, el ministro de Guerra prusiano, se reunió con el káiser y Moltke el día 27 y luego anotó: «Ahora se ha decidido resolverlo con la guerra, sin atender al coste». Tres días después, el 30 de julio, el general bávaro Krafft von Dellmensingen escribió en su diario: «El káiser desea la paz, sin reservas, y su esposa trabaja en esa dirección con todas sus fuerzas. Él desea, incluso, influir sobre Austria e impedir que vaya más allá. ¡Sería el peor de los desastres! ¡Perderíamos todo el crédito como aliados!»[74].

Pero, para entonces, aquellos rumores de la corte llevaban ya dos días invalidados. El 28 de julio, el káiser había dicho: «La bola que ha echado a rodar ya no se puede detener», y al parecer lo decía en serio. Quizá cabría comparar su errático proceder con el de un actor aficionado que se esfuerza por representar el papel del monarca en una obra histórica de Shakespeare. Guillermo ponía empeño en estar a la altura del resto del grupo, en representar el papel de emperador, pero sin comprender qué le exigía el puesto: siempre entraba a destiempo o pronunciaba los versos equivocados.

Pero si a principios de julio la política alemana se había mostrado vacilante, ahora el avance hacia la guerra había cogido impulso. El día 29, en Berlín, Falkenhayn trató de forzar el ritmo y declaró que había pasado ya el momento de las mentiras; Alemania no podía seguir esperando a que Rusia diera el paso, sino que debía movilizarse. A Bethmann y Moltke les preocupaba que, a nivel nacional, se les viera ir por detrás de Rusia en lugar de a la cabeza, pero sabían que el momento se acercaba. Tenían preparado un ultimátum para Bélgica, que era neutral, exigiendo para las tropas alemanas el derecho de paso por su territorio. Después Bethmann cometió un error diplomático garrafal. En un momento en que el sentimiento británico se mostraba vacilante, envió una oferta a sir Edward Grey: ¿Se comprometería Gran Bretaña a permanecer neutral, si se le garantizaba que Alemania respetaría la integridad territorial belga y francesa? Este intento de chantaje, que demostraba a las claras la voluntad alemana de atacar por el oeste, desató la indignación en Londres. «Hay algo grosero, casi infantil, en la diplomacia alemana», escribió Asquith con desdén[75]. Grey respondió secamente que Gran Bretaña no podía, bajo ninguna circunstancia, contemplar una propuesta tan vergonzosa.

Las noticias de Londres provocaron en Guillermo y Bethmann una breve crisis de nervios durante la noche del 29 de julio. Era evidente que estaban dirigiendo a su país hacia el mayor enfrentamiento armado de la historia, y que era poco probable que los británicos se mantuvieran neutrales. De repente, el káiser propuso que los austríacos se conformaran con ocupar Belgrado hasta que se cumplieran sus condiciones. A las 2.55 de la madrugada del día 30, Bethmann telegrafió a Viena urgiendo la aceptación de la mediación diplomática. Sin embargo, cuando su mensaje llegó a Berchtold, la movilización austríaca ya había comenzado; y ese mismo día también se recibió el telegrama de Moltke que instaba al imperio a rechazar la mediación y desplegar su ejército contra Rusia, antes que contra Serbia. De este modo, el jefe del Estado Mayor dejó claro que antes de tener conocimiento de la plena movilización rusa, estaba personalmente implicado en una guerra más amplia y dispuesto a ejercer su influencia en la esfera diplomática de un modo que superaba, con mucho, el habitual de un jefe de Estado Mayor del ejército. Al leer aquellos mensajes contradictorios, Berchtold preguntó a Conrad: «¿Quién gobierna en Berlín, Moltke o Bethmann?»[76]. Los austríacos se encogieron de hombros, en sentido figurado y quizá también literal; luego continuaron con la movilización y bombardearon Belgrado.

En cualquier caso, la respuesta a la pregunta de Berchtold era ahora: Moltke. Bethmann no volvió a intentar frenar la insistencia del jefe del Estado Mayor en que la marcha hacia la guerra debía seguir su curso. Más aún, el canciller no tardaría en abogar por unos objetivos de guerra de más amplio alcance, encaminados explícitamente a asegurar el dominio de Alemania sobre Europa. Aunque el káiser y Bethmann estuvieron dándole vueltas a la cuestión durante el mes de julio, nunca se decidieron a adoptar la única medida que, probablemente, habría evitado el desastre: retirar el apoyo alemán a la invasión austríaca de Serbia. En los últimos días del mes, Moltke y Falkenhayn reafirmaron los imperativos militares —y la primacía del ejército a la hora de tomar decisiones, ahora que la guerra era inevitable— de un modo que no admitía discusión. Guillermo, como su canciller, carecía de la fuerza necesaria para permitir que lo viesen en retirada cuando sus generales insistían en que era su deber someterse al juicio del combate. En un ocasión, Falkenhayn había presionado para que se mantuvieran los duelos como medio de resolución de disputas personales entre oficiales, mencionando su importancia «para el honor del ejército». Ahora, con idéntico ánimo, acalló secamente las tardías vacilaciones del káiser: «Le recordé que ya no estaba al mando de estos asuntos».

Moltke se convirtió en la personalidad crucial en los últimos movimientos de Alemania. El ejército era la institución más poderosa del país y él lo dirigía. Parte de la acusación histórica contra el jefe del Estado Mayor es que, aun siendo discutible la crítica de que había defendido la guerra desde el principio, sí refrendó esa vía en un momento en que también abrigaba serias dudas acerca de las implicaciones de la contienda y las perspectivas de éxito alemanas. Si ya fue suficientemente horrible que un hombre tan estúpido como Conrad hubiera deseado el Apocalipsis, parece aún más vil que uno de la inteligencia de Moltke fuera cómplice del resultado. La explicación más plausible, respaldada por su ulterior conducta en pleno estrés bélico, es que, como el káiser, el jefe del Estado Mayor era un hombre fundamentalmente débil que trataba de hacerse pasar por alguien fuerte. En Viena y en Berlín por igual —así como también en San Petersburgo y París, aunque en menor medida— se respiraba un ansia fatal de enfrentamiento, de decisión, después de toda una década de crisis inconclusas.

Muchos militares alemanes, además de sus políticos conservadores, creyeron que la guerra les ofrecía la posibilidad de invertir la marea socialdemócrata, que consideraban como una amenaza para la grandeza nacional y su propia autoridad. Los generales también veían que, transcurridos dos o tres años, una vez fortalecida la capacidad rusa, se desvanecerían las últimas esperanzas alemanas de alcanzar la visión mística de Schlieffen: aplastar a Francia antes de poner rumbo al este. La disuasión estaba condenada al fracaso, interviniese o no Gran Bretaña en la lucha, porque los alemanes tenían pleno convencimiento de que en 1914 sus oportunidades de derrotar a cualquier combinación de la Entente eran mejores que en ningún otro momento futuro. Berlín solo quería asegurarse de que el zar cargaba con el descrédito de iniciar la movilización y de la potente respuesta militar del káiser.

Los belgas reconocieron, repentinamente, el peligro al que se enfrentaba su país. El barón de Gaiffier d’Hestroy, el director político del Ministerio de Exteriores belga, estaba de vacaciones con su familia en la Engadina y recibió órdenes de apurar el regreso; partió hacia Bruselas el 29 de julio. Descubrió que los alemanes, o los austro-húngaros, ya habían requisado muchos trenes para el movimiento de tropas; solo un encuentro casual le otorgó una plaza de regreso en el carruaje privado de un industrial belga, con el que llegó a Bruselas en la mañana del día 30.

Aquel día, sir Francis Bertie escribió, no poco erróneamente, pero en un estilo que reflejaba el estado de ánimo en París: «Las cosas penden de la balanza de la paz y de la guerra. Nos ven como el factor decisivo. Los italianos sugieren que tanto ellos como nosotros debemos mantenernos al margen. ¡Mal negocio para los franceses! Le he escrito a Grey que aquí sienten que la paz entre las potencias depende de Inglaterra, y que si ella se declara solidaire con Francia y Rusia, no habrá guerra, porque Alemania no correrá el riesgo de ver cómo los británicos bloquean sus vías marítimas de suministro»[77]. En la tarde del 30 de julio, se supo que a los franceses que intentaban cruzar a pie la frontera con Alemania se les impedía hacerlo, a la vez que se detenía a los coches e incluso a las locomotoras con las mismas intenciones; las líneas telefónicas habían sido cortadas.

La gente se reunía en toda Francia para comentar las noticias. En las pequeñas fábricas de Beaurepaire, en Isère, el trabajo se interrumpió; las calles se llenaron de una multitud solemne, que hablaba de la crisis con una honda gravedad, antes que con emoción. Según contaba un hombre de la localidad, «era como un funeral. Parecía que nuestra pequeña ciudad estaba de luto»[78]. El 30 de julio, en Alemania, un millar de clientes de la Caja de Ahorros Municipal de Friburgo vació sus cuentas, lo cual obligó a restringir las retiradas de dinero; y hubo colas similares a las puertas de la mayoría de los bancos europeos. Muchos tenderos se negaban a aceptar pagos en papel moneda, mientras otros cerraron sus puertas. En El Havre, los camareros advertían a los clientes, antes de que pidieran, que solo aceptarían pagos en oro, en lugar de los billetes de banco.

Quedaban aún unas pocas rachas de optimismo: en la tarde del día 30, en el patio del palacio Borbón, los periodistas se apelotonaron alrededor de M. Malvy, del Ministerio de Exteriores, quien les habló de nuevos contactos entre San Petersburgo, Berlín y Viena. «Tan pronto como los diplomáticos inicien las conversaciones, podremos esperar un acuerdo», dijo[79]. Pero aquella noche, a una hora ya tardía, mientras Raymond Recouly escribía su columna de Le Figaro, un colega irrumpió en su despacho y gritó: «Henri de Rothschild está abajo. Ha cenado con un importante funcionario del Ministerio de Exteriores que le ha dicho que la guerra era una cuestión de días, quizá de horas incluso»[80]. Al poco, apareció una amiga y preguntó al periodista si debería cancelar unas vacaciones motorizadas que pensaba hacer en Bélgica la semana siguiente. Sin dudarlo, Recouly respondió: «Si está usted decidida a conducir, mejor váyase hacia Biarritz o Marsella».

En la tarde del día 30, Moltke ya no quería seguir esperando a que los rusos anunciasen su movilización. Le dijo a Bethmann que Alemania debía actuar. Los dos acordaron que, con independencia de lo que hiciera el zar, Alemania proclamaría su propia movilización al mediodía del día siguiente, el 31. Pocos minutos antes de cumplirse este plazo, los alemanes supieron —con gran alivio— que San Petersburgo había anunciado su propio movimiento. De este modo, Berlín podría ir a la guerra habiendo logrado su objetivo diplomático fundamental: ver cómo los rusos se convertían en los primeros, después de Austria, en desenvainar la espada. Después de una «declaración de peligro de guerra» oficial (Zustand der dröhenden Kriegsgefahr, una definición legal) el día 31, el ejército empezó a patrullar de inmediato las fronteras alemanas. Se produjeron algunos cruces sin autorización, por parte de las tropas de ambos bandos, sobre todo en Alsacia. Los zapadores alemanes volaron un puente ferroviario próximo a Illfurt, al dar crédito a una información falsa según la cual los franceses estaban cerca. No obstante, hasta el 3 de agosto Berlín no autorizó formalmente a sus soldados a invadir el territorio francés[81].

Después de que el káiser firmase la orden de movilización de Alemania —a las 5 de la tarde del día 1 de agosto, en la Sternensaal o Sala de las Estrellas de su palacio de Berlín—, con su habitual intuición para realizar el movimiento erróneo, ordenó que sirvieran champán en su suite. El general bávaro Von Wenninger visitó al ministro de Guerra prusiano, al poco de llegar la noticia de la movilización rusa: «Rostros sonrientes en todas partes, la gente se da la mano por los pasillos, se felicitan mutuamente por haber saltado la zanja». Rusia había actuado como Wenninger, Moltke, Falkenhayn y sus camaradas habían confesado desear ardientemente: cuando Alemania adoptó medidas de premovilización el 31 de julio, los únicos temores que manifestaron tenían que ver con que quizá Francia no quisiera seguir su ejemplo y, de esa forma, se negara a caer en la trampa. Guillermo despreciaba a los franceses por ser «una raza femenina, no varonil como los anglosajones o los teutones», y esto, sin duda, influía en su falta de aprensión a la hora de guerrear contra ellos.

Aquel día se produjo aún otra crisis interna en Berlín: Moltke había abandonado el palacio tras la ceremonia del decreto de movilización, cuando llegó un telegrama para el káiser, de Lichnowsky, desde Londres. Afirmaba que Grey había prometido que Gran Bretaña permanecería neutral y garantizaría la neutralidad francesa si Alemania se abstenía de atacar Francia. Guillermo estaba exultante. Avisaron a Moltke para decirle que ya solo tenía que luchar en el este. Siguió una conversación histórica: el jefe del Estado Mayor, consternado, dijo que los planes de movilización no podían alterarse; semejante trastorno no mandaría a un ejército al campo de batalla, sino una turbamulta. Le escandalizaba que Guillermo pretendiera entrometerse cuando la diplomacia ya había tocado a su fin; ahora, la cuestión era librar una guerra, y era su responsabilidad.

Pronto se aclaró que el despacho de Lichnowsky era la consecuencia de un absurdo malentendido en cuanto a la posición británica. Los franceses se estaban movilizando y Alemania tenía su guerra de dos frentes. Pero la conversación con Guillermo tuvo un impacto devastador en Moltke. Este regresó a las dependencias del Estado Mayor iracundo, con el rostro moteado de un rojo violento. Se dirigió a su ayudante: «Quiero librar una guerra contra los franceses y los rusos, pero no contra esa clase de káiser»[82]. Su esposa testificó más adelante que, a su entender, había sufrido una leve apoplejía. La salud de Moltke ya era frágil, y sus nervios, inestables. Ahora, al borde de la colisión de ejércitos que tanto había contribuido a provocar, se apreciaban las primeras señales de una debilidad física y moral que, pasadas seis semanas, lo habría destruido.

La movilización alemana se acompañó de una declaración de guerra contra Rusia, seis días antes de que los austríacos les imitaran. Un estudiante bávaro de catorce años, Heinrich Himmler, escribió en su diario el 1 de agosto: «Juegos en el jardín por la mañana. Por la tarde también. 7.30, Alemania declara la guerra a Rusia»[83]. Se informó a Francia de que solo podrían aceptar su neutralidad a condición de que rindiera sus fortalezas de frontera ante Alemania «como muestra de sinceridad». Bethmann se enfureció al verse marginado por los militares. Fue un oficial del Estado Mayor, el comandante Hans von Haeften, quien preparó la declaración que el káiser pronunciaría ante el pueblo alemán. El canciller y el general siempre habían dejado traslucir un resentimiento y disgusto mutuo. A partir de entonces, su animosidad se hizo manifiesta. La tarde del 1 de agosto, la multitud vitoreaba al káiser cuando bajó en coche desde Potsdam, cruzando el Unter den Linden berlinés, vestido con el uniforme completo de un coracero de la guardia. Guillermo mostró un gran entusiasmo: «Impera una maravillosa confianza… unanimidad y determinación». El periodista Theodor Wolff, un espectador, comentó a propósito del entusiasmo de la multitud ante la aparición del káiser: «Era un día caluroso y soleado. En el aire cálido se notaba ya un bochornoso aliento febril y olor a sangre»[84]. Un periódico de derechas relataba que, tras el paso de Guillermo, se apreciaba «en la multitud un ánimo de pureza espiritual digno del momento». Los desconocidos se daban apretones de manos entre ellos.

La movilización rusa resolvió un problema político fundamental para Moltke. Los socialdemócratas alemanes bien podrían haber continuado oponiéndose a la guerra, de haberse considerado que su país era el primero en mover las piezas. En esta situación, aunque el gobierno ya se había comprometido en secreto con la marcha, Berlín podía afirmar que Alemania solo respondía a la iniciativa rusa; se preparaba para defender al Reich de la agresión eslava. El almirante Müller escribió el 1 de agosto: «El estado de ánimo es excelente. El gobierno ha sabido presentarnos muy bien como los agredidos»[85]. Después de caer, Moltke escribió a un colega, mariscal de campo: «Es horrible verse condenado a la inactividad en esta guerra que he preparado e iniciado»[86]. Tampoco estaba solo en el círculo de alemanes importantes que confesaban sin reparos su responsabilidad de los horrores que ahora se ordenaban. El ministro de Exteriores Gottlieb Jagow explicó más tarde a una amiga que estaba obsesionado con el hecho de que Alemania había «querido la guerra» que luego fue tan mal[87]. En 1916, el magnate naviero Albert Ballin rehusó encontrarse con Jagow porque «no quería tener nada que ver con un hombre que ostentaba la responsabilidad de todo este desastre y de las muertes de tantos centenares de miles de hombres».

Wilhelm von Stumm, un estrecho colaborador de Jagow, le dijo a Theodor Wolff en febrero de 1915: «Hemos ido asumiendo la idea de que al final acabaríamos en guerra con Rusia… Si la guerra no hubiera empezado ahora, la habríamos librado dos años después, en peores condiciones… Nadie podría haber previsto que, en el terreno militar, no todo saldría como habíamos imaginado»[88]. El príncipe Von Bülow, antiguo canciller, culpó a Bethmann Hollweg por haber concedido a Austria el «cheque en blanco» el 5 de julio; no sugería que Alemania hubiera buscado la guerra, pero sí afirmó que el canciller debería haber insistido en consultar previamente sobre las condiciones del ultimátum de Viena a Belgrado, y reprobó asimismo que Berlín hubiera rechazado la propuesta de una reunión diplomática, lanzada desde Gran Bretaña.

Durante los dos días anteriores y posteriores a la movilización, el estado de ánimo de la opinión pública alemana se tornó menos eufórico. El 31 de julio un periodista del Frankfurter Zeitung refería: «Pesa una notable gravedad sobre todo, una tranquilidad y una paz alarmantes… En sus silenciosas habitaciones, las esposas y las jóvenes se sientan alimentando sombríos pensamientos respecto al futuro inmediato… un gran miedo a cosas terribles, a lo que pueda pasar». El socialdemócrata Wilhelm Heberlein dijo que, en Hamburgo, la noticia de la movilización se recibió con pesimismo: «La mayoría de la gente estaba deprimida, como si esperase ser decapitada al día siguiente»[89]. El Hamburger Echo decía que, en la tarde del 1 de agosto, «el bullicioso ánimo que habían provocado unos pocos locos irreflexivos durante los primeros días de la semana ha ido desapareciendo… pocas veces se oye en la calle una risa alegre».

Aquel día, Gertrud Schädla visitó varias veces el centro de la localidad de Verden para recabar las últimas noticias, hasta que finalmente vio, a las 6 de la tarde, la orden de movilización. Describió así la mezcla de sentimientos de su comunidad: «Estábamos medio felices porque nuestro gobierno se ha conducido con nobleza y rigor, y medio llorosos por el miedo al futuro»[90]. Luego añadió: «Ahora, todos nuestros miedos se han hecho realidad, cosas que parecían al mismo tiempo demasiado posibles y aun así imposibles… Nuestros enemigos nos atormentan despiadadamente en el este, el oeste y el norte. ¡Ahora verán que nosotros respondemos!… Nosotros no queríamos la guerra. Si la hubiéramos querido, ¡podríamos haberla tenido diez veces a lo largo de estos cuarenta y tres años de paz!»[91]. El domingo 2 de agosto, la policía de Berlín advirtió de algunas manifestaciones de entusiasmo un tanto extrañas, como por ejemplo la multitud que se apelotonaba ante el coche del káiser. Por primera vez, los soldados que custodiaban los edificios públicos aparecieron vestidos de color gris campaña. Desde el mismísimo inicio de la lucha, Alemania se convirtió en la primera potencia que caracterizó el conflicto como una cuestión que superaba los límites europeos; como una guerra mundial, una Weltkrieg.

Cuando Alemania empezó a movilizarse, sir Francis Bertie fue a visitar al primer ministro francés, en París, y lo encontró «en un estado de muchos nervios… Evidentemente, los alemanes quieren precipitar los acontecimientos antes de que los rusos puedan estar preparados»[92]. Francia iba ahora dos días por detrás de Alemania en sus preparativos militares: Joffre transmitió al gobierno que cada retraso adicional de veinticuatro horas significaba, posiblemente, perder hasta 20 kilómetros más de territorio francés cuando comenzase la ofensiva de Moltke. Algunos socialistas seguían acérrimamente opuestos a la guerra, pero se hacía caso omiso de sus gestos por la paz. El prefecto regional de Isère se contaba entre los muchos oficiales que desautorizaron las protestas públicas; prohibió una manifestación socialista antibélica, el 31 de julio, en Vienne. Los sindicatos locales planearon otra concentración para el 2 de agosto, en Grenoble, pero se retiraron cuando comprendieron que recibirían muy poco apoyo de las bases y, al final, la convocatoria se acabaría anulando.

Jean Jaurès, el gran líder socialista francés, subió a un taxi para que le llevara a un restaurante de París, en la noche del 31 de julio, y se quejaba amargamente a su compañero de viaje porque la frenética conducción del chófer acabaría costándoles la vida. «No creas», le respondió el otro, en tono burlón; «como todos los conductores parisinos, este es un buen socialista y buen sindicalista»[93]. No fue la velocidad temeraria lo que mató a Jaurès aquella noche, sin embargo; fue un fanático trastornado que le disparó por la espalda mientras él cenaba. Este asesinato provocó una oleada de horror y estupefacción en toda Europa, mucho más exaltada que la que engendró la muerte de Francisco Fernando. A Jaurès se lo reconocía internacionalmente como un gigante de la política. Le Temps lamentaba que hubiera desaparecido «justo en el momento en que… su oratoria iba a convertirse en un arma de defensa nacional»[94].

Raymond Recouly escribió, a propósito de aquella noche del 31 de julio: «Al salir del periódico con un amigo, hacia la una de la noche, en la esquina de la rue Drouot, oímos a lo lejos el sonoro repiqueteo de un escuadrón de caballería. Los cafés se cerraban en ese momento, pero aún quedaba mucha gente. Los cascos resonaron aún más fuerte en los adoquines. Una voz chilló: “¡Aquí vienen los cuirassiers!”. Fue como si una descarga eléctrica recorriese la multitud. Se abrieron las ventanas de todos los pisos; la gente se subía a los bancos, a las mesas de los cafés; un taxista corpulento trepó al techo de su vehículo, aún a riesgo de romperlo. Justo detrás de un grupo de niños y jóvenes, apareció la caballería. Vestidos de campaña, con los cascos puestos, imponentes con sus largas capas, llenaban la vía. Un formidable clamor estalló en todas las bocas: “Vive la France! Vive l’armée!”. El taxista del techo del automóvil parecía frenético; chillaba más fuerte que todos los demás, lanzando su gorra al aire y agitando los brazos»[95].

Aquella noche, más tarde, un recadero de Le Temps que estaba delante de la oficina central de correos, en el boulevard des Italiens, vio cómo colgaban la orden de movilización. Justo antes de las 4 de la mañana del 1 de agosto, entró corriendo en el despacho del director del periódico al tiempo que vociferaba: «C’est affiché!». Todo el personal se precipitó a la calle para verlo con sus propios ojos. Una multitud se congregó ante una de las ventanas de la oficina de correos para leer la pequeña hoja azul; la de Rusia era de color lila. «Movilización no es guerra», había repetido el primer ministro Viviani al firmar la orden[96]. Pero como dijo Raymond Recouly, «nadie le creía. Si no era guerra, era en cualquier caso algo igualmente terrible»[97]. El ejército francés tenía instrucciones de no acercarse a menos de diez kilómetros de las fronteras alemana o belga, para asegurarse de que la ignominia derivada de la agresión territorial recayera plenamente sobre Berlín.

Cuando las tropas francesas empezaron a congregarse, sir Francis Bertie escribió: «La población está muy tranquila. Hoy aquí se oye: “Vive l’Anglaterre!”; quizá mañana sea “perfide Albion”. Tenía que haber cenado en la villa de Edmond de Rothschild en Boulogne-sur-Seine; pero la cita fue en París, porque todos sus caballos y automóviles habían sido requisados. Su cupé eléctrico no puede salir de la enceinte [el perímetro urbano]; ningún automóvil puede hacerlo sin un permiso especial. Nuestros cuatro lacayos han partido para incorporarse inmediatamente a sus regimientos, y el ayudante del mayordomo nos dejó hace diez días; otros tres hombres se han unido a la bandera. He pedido que me dejasen conservar al chófer francés»[98]. Hubo manifestaciones violentas contra negocios propiedad de alemanes, como la fábrica de elaboración de alimentos Maggi, que cobró una especial virulencia porque los pequeños productores de leche franceses consideraban al gigante una amenaza comercial. Las tiendas alemanas y austríacas sufrían saqueos en los que la policía se mantenía al margen. Viviani dijo ante la Cámara de los Diputados: «Alemania no tiene nada que reprocharnos. Se está atacando la independencia, la dignidad y la seguridad que la Triple Entente ha garantizado en beneficio de Europa». Sus palabras recibieron un estruendoso aplauso.

La novelista estadounidense Edith Wharton, que residía en Francia, había pasado el mes de julio en la península ibérica y las Baleares. Regresó a París el 1 de agosto y tuvo que abandonar sus planes de viajar a Inglaterra para el resto del verano: «Todo parecía extraño, ominoso e irreal, como el resplandor amarillo que precede a una tormenta. Había momentos en los que me sentía como si hubiera muerto para despertar en un mundo desconocido. Y así era»[99].