II. Los rusos reaccionan

El 23 de julio, Nikola Pašić, el primer ministro serbio, se encontraba lejos de las elecciones de Belgrado; convirtió en costumbre el apartarse de la capital en momentos de crisis, quizá no accidentalmente. En su ausencia, el ultimátum austríaco lo recibió el ministro de Economía serbio, el doctor Laza Paču. Se desató una actividad febril. Apis, uno de los principales responsables de la crisis, acudió a casa de su cuñado, Živan Živanović, y le advirtió con seriedad: «La situación es muy grave. Austria ha enviado un ultimátum, la noticia ha llegado a Rusia y se han dado órdenes de movilización»[25]. Živanović, como tantos otros, escoltó apresuradamente a su familia a la seguridad temporal del campo.

El embajador ruso, el atroz Nikolai Hartwig, había fallecido repentinamente de un ataque al corazón el 10 de julio; su asistente, Vasily Strandman, se vio al cargo de la misión, que estaba dotada de una plantilla modesta. Strandman reclutó a su esposa y a Lyudmila Nikolaevna, hija de Hartwig, para que lo ayudasen a cifrar la enorme montaña de telegramas que debían enviar a Sazonov en San Petersburgo; formaban una curiosa instantánea de diplomacia casera. A última hora, ya de noche, estaban enfrascados en esta tarea cuando un sirviente entró para informar de que Alejandro, el príncipe regente de veintiséis años, esperaba abajo para analizar el ultimátum. El ruso dijo al joven, visiblemente emocionado: «Los términos son muy estrictos y ofrecen pocas esperanzas de un final pacífico». Strandman añadió que, a menos que pudieran aceptarlo en su totalidad, Serbia debía prepararse para la guerra. El príncipe estuvo de acuerdo y, a continuación preguntó, sin ambages: «¿Qué hará Rusia?». Strandman respondió: «No puedo decir nada, porque San Petersburgo aún no ha visto el ultimátum y no tengo instrucciones». «Cierto, pero ¿qué opinión le merece, a título personal?». Strandman dijo que le parecía sumamente probable que Rusia ofreciera protección a Serbia. Entonces Alejandro quiso saber: «¿Qué deberíamos hacer ahora?». El ruso le instó a telegrafiar al zar[26].

El príncipe, que había estudiado en Rusia, guardó silencio un momento y luego añadió: «Sí, mi padre el rey mandará un telegrama». Strandman le rogó: «Vos mismo debéis comunicar [al zar] lo sucedido, ofrecerle vuestra valoración de la situación y pedir ayuda. Deberíais firmar vos, mejor que el rey». Alejandro preguntó, en tono cortante, por qué; a lo que Strandman respondió: «Porque a vos, el zar os conoce y os ama, mientras que al rey Pedro apenas lo conoce». Siguieron conversando acerca de la signatura durante unos minutos más. Strandman propuso mandar copia del mensaje al rey Víctor Manuel de Italia, casado con la tía de Alejandro. También aceptó mandar un cable a San Petersburgo, sin tardanza, para pedir 120 000 rifles y otro equipamiento militar que los serbios necesitaban con urgencia; anteriormente, los rusos no habían acertado a mandar nunca las remesas de armas prometidas.

La Europa occidental y sus líderes fueron lentos a la hora de encarar el ultimátum austríaco con la urgencia que requería. El presidente y el primer ministro de Francia se hallaban en el mar. Raymond Recouly, de Le Figaro, comentó que, en París, los primeros indicios de la gravedad de la crisis no le llegaron a través de los ministros o los diplomáticos, sino de los periodistas financieros[27]. Antes de que los austríacos pasasen a la acción, entre el 12 y el 15 de julio, en las bolsas de Viena y Budapest se desató una actividad frenética, provocada probablemente por información privilegiada. «Todo el mundo lo vende todo por cualquier precio que pueda obtener», le dijo a Recouly el editor de economía de Le Figaro[28]. Las bolsas no hicieron caso de la falsa ilusión de algunas cancillerías, que defendían la voluntad de moderación de Austria-Hungría: esperaban la guerra.

Por todo el imperio de los Habsburgo y en Serbia, muchos millones de personas contenían el aliento. Una maestra de Graz escribió el 23 de julio: «Nadie podía pensar o hablar de nada más»[29]. En Serbia vivían una estación exuberante: los jardines estaban llenos de rosas, claveles, alhelíes, jazmines, lilas y las penetrantes fragancias del tilo y la acacia. Los campesinos acudían a Belgrado y otras ciudades desde los pueblos del alrededor, muchos en compañía de sus familias, para vender en la calle huevos duros, licor de ciruela, queso o pan. Al atardecer, los jóvenes se reunían para cantar canciones, ante los ancianos, ya canosos, que los contemplaban en silencio. En la capital serbia, la doctora Slavka Mihajlović escribió al enterarse en su hospital de la noticia del ultimátum: «Nos quedamos atónitos. Cruzamos la mirada unos con otros, aterrados, pero debemos volver al trabajo… Contábamos con que las relaciones entre Austria y Serbia se tornarían más tensas, pero no esperábamos un ultimátum… Toda la ciudad está conmocionada. Las calles y los cafés se llenan de gente nerviosa… No ha pasado un año desde que nuestra pequeña Serbia salió de dos sangrientas guerras, con Turquía y Bulgaria. Algunos heridos yacen aún en el hospital. ¿Tendremos que ver más derramamiento de sangre y más tragedias?»[30].

La crisis de julio entró en su fase última el día 24, cuando en las cancillerías europeas se conocieron los términos del ultimátum austríaco. Sazonov dijo inmediatamente: «C’est la guerre européenne». Comentó al zar que los austríacos jamás habrían osado actuar así sin contar con la garantía de Alemania. La respuesta de Nicolás fue cauta, pero convocó un consejo de ministros que se reuniría aquel mismo día, algo más tarde. Luego, Sazonov recibió a sir George Buchanan, que insistió en dejar tiempo a la diplomacia. Paléologue, como era de esperar, siguió abogando por la línea dura. Lo que acaeció en San Petersburgo durante los siguientes cuatro días aseguró que el conflicto en ciernes no quedara confinado a los Balcanes.

Todos los planes operativos de 1914 eran complejos, y el de los rusos, más que ningún otro, debido a las grandes distancias materiales. Cada soldado movilizado por el zar debía recorrer una media de más de 1100 kilómetros hasta llegar a su regimiento, frente a los 300 kilómetros de media de los alemanes. La red ferroviaria estratégica necesitaba que el llamamiento a las armas se hiciera con un plazo de doce días y, en cualquier caso, la concentración de las tropas rusas se realizaría con mucha más lentitud que la alemana. Al cabo de una hora de haber recibido el ultimátum, Sazonov ordenó que el ejército se pusiera en pie de guerra. Aquel mismo día, 24 horas más tarde, el ministro de Economía Peter Bark ordenó a los funcionarios del Ministerio de Exteriores que dispusieran la repatriación de 100 millones de rublos de los fondos estatales depositados en Berlín.

La determinación belicista de Austria y el respaldo del «cheque en blanco» alemán fueron anteriores a cualquier respuesta que diera la Entente. Durante una crisis balcánica previa, en el invierno de 1912-1913, Rusia adoptó las mismas precauciones militares que activó el 24 de julio de 1914, sin que ello desencadenase hostilidades. A menos que San Petersburgo propusiera consentir la invasión austríaca de Serbia, las órdenes inmediatas de alerta al ejército ruso no suponían entusiasmo por provocar una catástrofe europea, sino prudencia. Hubo, sin embargo, un nuevo factor crucial. En 1912-1913, Alemania no había apoyado la línea dura de los austríacos en los Balcanes, pues carecía de algunos elementos clave en su propia preparación militar: el puente del Rin en Remagen, el puente de Karwendel por el cual la artillería pesada austríaca podría desplazarse hacia el norte, el canal de Kiel y un nuevo presupuesto para el ejército. Ahora todos aquellos enlaces estaban terminados: la maquinaria de Moltke estaba casi perfectamente engrasada. San Petersburgo y el resto de Europa sabían que, si Rusia movía pieza, casi con toda certeza Alemania respondería. Sazonov afirmaba que la movilización no era una declaración de guerra que el ejército del zar podía estar preparado durante semanas, sin necesidad de pasar a la acción, como había sucedido en la crisis anterior. Pero la política alemana era distinta e inequívoca: si el ejército del káiser se reunía, era para marchar.

La reunión del consejo de ministros ruso del 24 de julio duró dos horas. Sazonov hizo hincapié en los preparativos de guerra en Berlín —que probablemente exageró— y el infeliz pasado, en el que las concesiones rusas a la fortaleza de Austria o Alemania fueron tratadas como síntomas de debilidad. Sostuvo que había llegado el momento de plantarse; dejar caer a Serbia constituía una traición intolerable. Los dos ministros de servicio, Vladimir Sukhomlinov e Igor Grigorovich, dijeron que, si bien el programa de rearme nacional aún estaba incompleto, la marina y el ejército de tierra estaban preparados para el combate. Sus contribuciones fueron importantes: si hubieran ofrecido un discurso más prudente —o quizá más realista—, tal vez Rusia se habría replegado.

Por inverosímil que parezca, visto desde el extranjero, las intervenciones de mayor peso fueron las del ministro de Agricultura. Alexander Krivoshein era un hombre hábil, dado a politiquear en la corte, con una extensa red de contactos. Afirmó que «la opinión pública no entendería por qué, en un momento crítico que afectaba a intereses vitales de Rusia, el gobierno imperial se mostraba reticente a actuar con audacia»[31]. Sin desdeñar los riesgos, creía que la conciliación sería un error. El zar sostuvo una larga conversación privada con su tío, el gran duque Nicolás, que estaba al mando del distrito militar de San Petersburgo. Se desconoce el contenido del encuentro, pero probablemente el gran duque expresó su confianza tanto en el respaldo de Francia como en la fuerza de su ejército: había quedado muy impresionado por una visita realizada en 1912, durante la cual observó a los soldados de Joffre. Además, él y su hermano Pedro estaban casados con dos hermanas, hijas del rey de Montenegro, cuya apasionada influencia se utilizó para apremiar a los rusos a combatir a los austríacos hasta el último aliento.

El zar seguía profundamente consternado ante la perspectiva de un conflicto que, bien lo sabía, podría destruir a su dinastía. El 24 de julio señaló, pensativo: «Cuando [la guerra] haya estallado, será difícil de parar». Sin embargo, consintió en iniciar los preliminares de la movilización. En su esfuerzo por interpretar el papel de gobernante de una gran potencia —condición que Rusia a duras penas podía reivindicar—, Nicolás no actuó de modo innoble o con malicia, pero sí precipitadamente. Emuló a Francisco José al fijar el rumbo hacia la destrucción de un régimen: el suyo propio.

Aquella tarde, Sazonov dijo al embajador serbio que Rusia protegería la independencia de su país. No se ofreció ningún «cheque en blanco» a Belgrado; al contrario, insistió en que aceptase la mayoría de los términos del ultimátum austríaco. Pero su compromiso resultó decisivo a la hora de convencer al gobierno serbio de que rechazase parte de las demandas de Viena: sin Rusia, la única opción era la rendición absoluta. Sazonov tenía confianza en que su país contaría con Francia, aunque no ponía grandes esperanzas en el apoyo británico; señaló con pesar que todos los periódicos ingleses, salvo The Times, respaldaban a Austria en la crisis. En Gran Bretaña, mucha gente —algunos, desde sus cargos públicos— se mostraba totalmente reacia a una intervención rusa. Simpatizaban con los austríacos en su visión de Serbia como un genuino incordio balcánico.

Aquel día, mientras Europa contenía la respiración a la espera de la respuesta serbia al ultimátum de Viena, una violenta tempestad sacudió la Europa central. Se contaba que, fuera del Parlamento de Budapest, se vio tambalearse la estatua de Gyula Andrássy, uno de los arquitectos de la monarquía dual. Los ciudadanos, asustados, comentaban entre ellos que sus antepasados consideraban aquellos sucesos como un presagio. Pero un funcionario del Ministerio de Economía, Lajos Thalloczy, se preguntaba en su diario: «¿Para quién?». Aquella tarde, multitudes inquietas se congregaron en las calles de Berlín, pero al anochecer todavía no se disponía de más noticias.

Al día siguiente, el sábado 25, la maestra alemana Gertrud Schädla describió en su diario cómo su familia se abalanzó sobre el periódico de la mañana, ansiosa por conocer las últimas noticias[32]. Escribió: «Pese al peligro de vernos arrastrados a una guerra, la gente aplaude la postura de fuerza de Austria. El asesinato de la pareja ducal exige un castigo severo». Como deferencia a la gravedad de la situación internacional, se canceló la feria local de tiro, aunque ya se habían levantado las casetas y los tiovivos. Mientras tanto, Belgrado se abarrotaba de personas preocupadas que cuchicheaban en las calles, en las puertas de los jardines y en cafés como El Zar Ruso. Se abalanzaban sobre cada nueva edición del periódico con la misma ansiedad que en casa de Gertrud Schädla. Corría el rumor —bastante fidedigno— de que había tropas austríacas reuniéndose en la frontera, pero aún no imperaba el pánico: los serbios, con su infinita capacidad para engañarse a sí mismos, se aferraban a la creencia de que, de algún modo, el destino los dejaría al margen.

La tarde del 25, la socialdemocracia alemana organizó protestas contra la guerra. Bethmann rechazó las peticiones conservadoras de prohibir las reuniones, pero decretó que debían celebrarse en una sala y mantenerse fuera de las calles. Más de cien mil personas participaron en concentraciones por todo el país, en las que los líderes del Partido Socialdemócrata proclamaban que Austria estaba buscando una pelea a la que Alemania no debía unirse.

A todos los políticos les resulta difícil encarar con convicción más de una urgencia al mismo tiempo. Esto explica en buena parte por qué el gobierno británico acometió la situación europea con tanta lentitud. Hasta la última semana de julio, el pensamiento de los ministros principales estaba centrado en la crisis del Ulster, con exclusión de casi todo lo demás. El primer ministro, Herbert Asquith, solo mencionó los asesinatos en una ocasión, casi inmediatamente después de los sucesos, en sus cartas privadas a Venetia Stanley; y no volvió a hablar de ello hasta el 24 de julio. Durante aquellos días, una conocida húngara de Lloyd George se puso en contacto con él y lo arengó acerca de la imprudente despreocupación con que los británicos afrontaban las repercusiones de Sarajevo; adujo que si la cólera de Austria no se calmaba, la guerra sería inevitable[33]. El canciller no quedó muy convencido y más tarde se arrepentiría de ello. Un editorial de The Times del 3 de julio se titulaba «Esfuerzos para la paz», pero en referencia al Ulster, no a Europa. Se creía que el Reino Unido estaba a punto de entrar en una guerra civil, en la que los protestantes del Ulster se enfrentarían al gobierno de los liberales. Los rebeldes contaban con el apasionado apoyo no solo del Partido Conservador, sino también de gran parte de la aristocracia británica y muchos oficiales del ejército.

En una época en la que todas las naciones europeas medían el poder según la extensión de los imperios, los imperialistas veían peligrar la grandeza británica si se permitía la secesión de su otra isla. La crisis del Ulster cayó sobre una sociedad que ya había recibido el impacto de las luchas industriales: en los sectores de la construcción se vivió un cierre patronal prolongado, además de conflictos en las minas, el ferrocarril y la industria de la ingeniería. En un discurso de julio, Lloyd George advirtió que la crisis industrial y la irlandesa eran, por igual, «las más graves a las que un gobierno ha tenido que enfrentarse desde hace siglos». No exageraba. Se anunciaba un enfrentamiento constitucional histórico, como reconoció el rey Jorge V cuando convocó una reunión de los partidos enfrentados en el palacio de Buckingham con la intención de buscar una vía conciliatoria.

Otro editorial, también de The Times, que rezaba «El rey y la crisis», del 20 de julio, hacía referencia al Ulster. La pasión católica se intensificaba a la par que la protestante: el martes 21, el Manchester Guardian informaba de que se oía gritar a un grupo de fusileros de Dublín que volvían del campamento de instrucción: «¡Tendremos un Home Rule, cueste lo que cueste!» y «¡De nuevo, una nación!». En The Economist, una carta de un lector se preguntaba qué sucedería con la precipitada afirmación pública de lord Roberts —por la que, en apoyo de los simpatizantes de la orden de Orange en el ejército, proclamaba que se debía permitir a los soldados actuar libremente, según su conciencia—, si los nacionalistas irlandeses vestidos con el uniforme caqui británico reclamaban ese derecho. Se vivieron escenas extraordinarias cuando los más destacados partidarios de la autonomía irlandesa, Redmon y Dillon, caminaban en dirección al palacio de Buckingham para asistir a la reunión con el rey: varios miembros de la guardia irlandesa, ataviados con sus uniformes, los vitorearon a su paso.

El 22 de julio, el Ulster seguía copando las columnas de The Times, aunque el periódico admitía que la creciente tensión entre Austria-Hungría y Serbia se había «agravado de forma que no cabía ignorarla»; aunque «no tenemos ningún deseo de exagerar el peligro… una percepción objetiva de su magnitud podría colocar a las potencias en situación de conjurarlo antes de que sea demasiado tarde». Para The Times, era tan evidente que la guerra amenazaría la existencia misma de Austria-Hungría que abrigaba toda esperanza de que el emperador actuase «de forma razonable». En la tarde del 24 de julio, Asquith se vio obligado a comunicar a la Cámara de los Comunes que la reunión irlandesa del rey había concluido sin acuerdo. El gabinete se sumió en una polémica acerca de los futuros límites de los seis condados del Ulster que quedarían excluidos de la ejecución inmediata del Home Rule; fue una concesión que los rebeldes protestantes consiguieron a punta de pistola. Pero luego, el ministro de Exteriores, sir Edward Grey, informó a sus colegas de las draconianas condiciones del ultimátum austríaco a Serbia. Winston Churchill ha descrito con unas frases imperecederas cómo «los distritos de Fermanagh y Tyrone se iban desvaneciendo otra vez tras la brumas y borrascas de Irlanda, y una extraña luz empezó a caer de inmediato y, cada vez con más intensidad, a iluminar el mapa de Europa»[34].

Pero aquella noche, pocos ingleses se fueron a la cama previendo que el drama balcánico tendría consecuencias para ellos. Como la guerra europea acabó desbancando la crisis irlandesa y provocó que el gobierno aplazara la ejecución del Home Rule, primero mientras durase el conflicto y luego de manera indefinida —porque en 1921 fue sustituido por la partición e independencia de Irlanda—, hoy se suelen subestimar los odios salvajes y la magnitud de la amenaza a la estructura política de Gran Bretaña. El embrollo del Ulster también influyó significativamente en la actitud de Berlín: los líderes alemanes vieron a los británicos inmersos en problemas nacionales y supusieron que una nación tan preocupada y dividida no podría amenazar sus objetivos.

El día 25, The Times reconocía por primera vez la gravedad de la situación, al afirmar —aunque solo fuera en un editorial de segundo plano— que, a menos que Austria-Hungría moderase su actitud hacia Serbia, «nos hallamos al borde de la guerra, y de una guerra cargada de peligros incalculables para las grandes potencias… Austria-Hungría deja que un pequeño y temperamental reino balcánico decida, a las pocas horas de haber recibido el aviso, si habrá o no una tercera guerra balcánica; en esta ocasión, una guerra balcánica en la que una de las grandes potencias participará como actor principal desde un principio». Se hizo notar muchas veces que si Austria hubiera estado verdaderamente interesada en evitar el conflicto, su ultimátum habría concedido a Serbia un lapso de respuesta de más de cuarenta y ocho horas para permitir el trabajo diplomático.

Pero el público británico aún seguía fijándose más en cuestiones nacionales triviales, como el «incordio de las bocinas», que tantas discusiones suscitó entre las cartas al director de The Times. El 24 de julio, Asquith aún se refirió a los Balcanes, en carta a Venetia Stanley, en un tono que seguía mostrando una indiferencia olímpica, aunque la preocupación iba aumentando lentamente: «Rusia intenta arrastrarnos a entrar… Lo curioso es que en muchos puntos, si no en todos, Austria tiene razón, y Serbia no; pero los austríacos vienen a ser el pueblo más estúpido de Europa… y proceden de un modo tan brutal que harán que muchos crean que se trata del caso de una gran potencia que abusa sin miramientos de una pequeña. Sea como sea, estamos en la situación más peligrosa de los últimos cuarenta años y quizá, por azar, haya sido positiva al dejar en segundo plano la escabrosa estampa de una “guerra civil” en el Ulster»[35]. Asquith le dijo al arzobispo de Canterbury que los serbios se merecían «una buena tunda». Durante la tarde del 25 de julio, presidió una fiesta diplomática al aire libre, en el 10 de Downing Street, en la que una orquesta de cuerda tocaba mientras el embajador alemán se codeaba con el serbio, y los Lloyd George se mezclaban con distintos pares.

En la noche de aquel mismo sábado, el ministro de Justicia, sir John Simon, presidió una reunión de los liberales de Birmingham en Altrincham. Les dijo: «Hemos estado tan ocupados con nuestros propios asuntos políticos que algunos quizá no hayamos percibido la gravedad de la situación que amenaza el continente europeo… Decidamos que el papel que representará este país… de principio a fin, será el de mediador, con el único deseo de fomentar relaciones mejores y más pacíficas». Es comprensible que muchos europeos, tanto aliados como enemigos, se distanciasen de aquellas pretensiones de superioridad moral.

En el anuncio de prensa de los festejos sociales de la inminente Semana de Regatas de Cowes, se decía que «el príncipe Enrique de Prusia iba a estar entre los invitados, pero en este momento le resulta imposible abandonar Alemania, debido a la crisis, aunque lo hará más adelante en caso de que la situación mejore». Walter Cunliffe, gobernador del Banco de Inglaterra, quiso tranquilizar a sus huéspedes en Inverewe, en las Highlands escocesas, diciendo que una gran guerra era imposible porque «los alemanes carecen de crédito». El financiero sir Ernest Cassell ofreció las mismas garantías en la fastuosa reunión veraniega de Mrs. George Keppel al otro lado del Canal, en la Casa Clingendaal, cerca de La Haya: no había fondos para financiar un conflicto general europeo[36]. Sin embargo, una joven de la fiesta declaró que ella debía regresar a casa. Violet Asquith quería estar con su padre, en Downing Street. Algunos jóvenes siguieron su ejemplo. Lord Lascelles, de la guardia de granaderos, le dijo a su amigo lord Castlerosse: «Mejor que volvamos». Condujeron hasta la costa y allí tomaron un barco a Inglaterra, junto con otros compatriotas con la misma inquietud.

Justo antes de que, a las 6 de la tarde del día 25, expirase el plazo fijado por Austria, el primer ministro envió personalmente la respuesta de Serbia al barón Giesl. Pašić, consciente de la solemnidad del momento, adoptó una expresión de triste gravedad. Comunicó al austríaco, en un alemán imperfecto: «Hemos aceptado parte de sus demandas; en cuanto al resto, depositamos nuestras esperanzas en su lealtad y caballerosidad como general austríaco. Con usted, siempre hemos estado muy satisfechos». Los serbios aceptaban la totalidad de las duras condiciones austríacas, salvo la exigencia de concederles autoridad sobre su mismo suelo. Cuando en la Europa occidental conocieron la respuesta, algunos se engañaron brevemente, pensando que se había evitado una guerra. «La gente está aliviada y al mismo tiempo descontenta, al saber que Serbia cede», escribió André Gide[37]. Pero Viena no fingió desear un final pacífico: fuera cual fuera la respuesta serbia, el barón Giesl había recibido instrucciones de trasladarse a la frontera, hasta Zemun, en el tren de las 18.30.

La noticia de que el ultimátum no había sido aceptado en su totalidad provocó una explosión de frívolo regocijo en Viena, donde hubo muchedumbres en las calles hasta la madrugada. Recientemente se ha sugerido que el serbio Nikola Pašić también estaba secretamente entusiasmado con una guerra que comprometería a Rusia en apoyo de las ambiciones paneslavas de Serbia; aunque es muy poco probable, vuelve a ser algo no demostrado e imposible de demostrar. Pero los serbios sabían que su respuesta no satisfaría a Viena, y cuatro horas antes, a las 2 de la tarde, ya habían dictado sus propias órdenes de movilización. Aquella noche, el funcionario del gobierno Jovan Žujović, ahora de uniforme, subió a un tren que llevaba al Estado Mayor hacia el este, a la zona de concentración del ejército, mientras su hermano, médico, se presentaba en el hospital de campo de una división[38]. Tras dos conflictos recientes y una movilización, los serbios estaban más acostumbrados a aquellas rutinas que ningún otro país europeo. Pero su ejército no se había vuelto a pertrechar después de la segunda guerra balcánica, y el gobierno era consciente del desabastecimiento de los arsenales: una razón más para dudar de que Pašić recibiera las hostilidades con agrado.

A la mañana siguiente, Berchtold informó a su emperador —falsamente— de que los serbios habían disparado contra vapores austríacos en el Danubio. El viejo Francisco José firmó sin demora la orden de movilización del imperio al tiempo que pronunciaba un enigmático: Also doch! («¡Después de todo!»). Desde el comienzo de la crisis, sus ministros habían debatido seriamente tan solo dos asuntos: las medidas diplomáticas para asegurarse el apoyo alemán y los aspectos prácticos del desmembramiento de Serbia tras su conquista. Belgrado, la única ciudad importante del país, quedaría anexionada al imperio de los Habsburgo, junto con algunos territorios adicionales. Ofrecerían otras porciones a Rumanía, Bulgaria, Grecia y Montenegro, para reconciliarlos con la nueva administración. De este modo, Serbia dejaría de estorbar al mundo y el movimiento paneslavo quedaría privado de su principal motor. Tanto Austria como Alemania mintieron repetidamente sobre estas intenciones, asegurando a los rusos y al mundo que el gobierno Habsburgo no tenía planes de imponer cambios territoriales sobre Serbia.

El conde István Burián escribió que «a lo largo y ancho de Europa, nuestros pasos retumban como una tempestad que verdaderamente decidirá nuestro destino». Theodor Wolff, editor del Berliner Tageblatt, afirmaba que la respuesta cada vez más desenfrenada ante la aparición de cada edición especial en las calles de la capital no reflejaba solo el ansia de noticias, sino también el hecho de que ningún hombre quería estar solo y el deseo de compartir sus temores con los demás: «De repente, la multitud se pone en marcha. Aparecen un par de furgonetas de reparto, que una muchedumbre toma al asalto. Algunos sostienen un papel blanco, otros miran por encima del hombro… La gente se queda en sus coches o carruajes, permanece en la calle, observa, espera alguna certeza… Jamás antes se había leído tanto en la calle… Todo el mundo lo hace; las floristas de delante del café Kranzler muestran la misma ansiedad que la elegante dama del interior del café».

Una edición especial de las 9.30 de la noche del 25 de julio informaba de que los serbios habían rechazado el ultimátum de Viena. Unas pocas personas se alegraron; la mayoría, simplemente, se fue a casa. Pero una multitud de personas se congregaron frente a las embajadas austríaca e italiana, vociferando consignas patrióticas: «¡Abajo Serbia!». Los nacionalistas cantaban ante el despacho del canciller. Las orquestas de los cafés tocaban Deutschland über alles. Según Wolff, «la música se elevaba sublime al cielo», seguida del himno austríaco Gott erhalte Franz den Kaiser. Kurt Riezler escribió: «Por la tarde y durante el domingo, la gente cantaba. El canciller está muy emocionado, profundamente conmovido y fortalecido, sobre todo desde que llegan noticias [de estas muestras de emoción popular] desde todas partes del imperio. Entre la gente [hay] una gran urgencia, aunque confusa, por actuar, el anhelo de que un gran movimiento… se eleve por una gran causa, para demostrar las capacidades propias»[39].

Joffre, el jefe del Estado Mayor y comandante en jefe de Francia, encontró a los políticos civiles nerviosos, como cabía esperar, haciendo frente a una gran crisis mientras el presidente y el primer ministro se hallaban en el extranjero. El general comunicó a Messimy, el ministro de Guerra, que estaba preparado para dirigir una movilización en su ausencia: «Monsieur le Ministre, si tenemos que ir a la guerra, así lo haremos». Messimy respondió emocionado: «¡Bravo!»[40]. El 25 de julio, sin consultar a Joffre, el ministro telegrafió una orden a todos los altos cargos del ejército que estaban de permiso para que regresasen a sus unidades; eso provocó una irritación general que le recordó que, para tomar esas medidas, existía un orden previsto que él se había saltado. Aquella noche, el servicio de inteligencia francés supo que los oficiales alemanes en Suiza habían recibido órdenes de volver de permiso; estaban situando a la guardia en puentes clave por todo el imperio del káiser[41]. Pese a todo, se decidió no llamar a los soldados franceses que estaban de vacaciones, pues a muchos se los necesitaba en sus pueblos para la cosecha.

En Londres, sir Edward Grey aún abrigaba una falsa esperanza del todo infundada, aunque difícilmente innoble: que Alemania utilizaría su influencia sobre Viena para impedir que una disputa balcánica tomara las proporciones de un conflicto europeo general. Pero aquella noche del día 25, el jefe del Departamento de Oriente y Occidente del Foreign Office, sir Eyre Crowe, advirtió de la gravedad de la situación. Escribió que en ese momento todo giraba en torno de una cuestión vital, la de «si Alemania está o no decidida a librar esta guerra ahora»; e insistió en que la vía con más probabilidades de evitar el desastre era que Gran Bretaña dejase claro que no permanecería neutral en un conflicto que implicaba a Francia y Rusia. Pero en aquel momento no había ninguna posibilidad de que el gabinete o la Cámara de los Comunes refrendase ningún compromiso parecido aunque Grey lo hubiera pedido, cosa que tampoco hizo.

Ahora Europa ya tenía una guerra: solo faltaba determinar la magnitud del conflicto. Todo dependía de Rusia. Jules Cambon, el embajador francés en Berlín, habló con su homólogo belga: «Hoy, el destino de Francia y el mantenimiento de la paz en Europa dependen de una voluntad extranjera, la del zar. ¿Qué decidirá? ¿Con que asesoramiento? Si se decanta por la guerra, Francia, la víctima de su alianza, seguirá el destino de su aliada en los campos de batalla»[42]. Se daba por seguro que Serbia no se habría atrevido a rechazar siquiera una parte del ultimátum de Austria de no contar con el respaldo ruso. A la 1 de la madrugada del 26 de julio, San Petersburgo impuso la ley marcial en la Rusia polaca. Más tarde, aquel mismo día, se dictaron órdenes cruciales de premovilización. El ejército necesitaba 15 días para poder presentar batalla, y un mes para el pleno despliegue; por lo tanto, cada hora contaba. Sazonov quería solo una movilización parcial; Rusia había tomado la misma medida en 1912 sin generar una guerra. Parecía prudente no provocar directamente a los alemanes y, por lo tanto, abstenerse de activar las tropas del distrito de Varsovia, las más cercanas a su frontera. Pero cuando Danilov, el alto mando de operaciones, regresó aquel mismo día del Cáucaso, explicó al ministro de Exteriores que una movilización restringida representaría un impedimento fundamental para todo el proceso.

En el mismo día 26, el ministro de Asuntos Internos dictó una orden que prohibía la publicación o mención pública de información relativa a las fuerzas armadas, amparándose en los términos de las leyes rusas sobre la traición[43]. Se informó de que los faros y luces de navegación se estaban apagando en todas las aguas rusas, salvo en los mares interiores, el Caspio y el de Azov. La base naval de Sebastopol quedó cerrada a los barcos, y los navíos rusos en el mar recibieron órdenes de detener las transmisiones radiofónicas. Se pusieron en marcha una serie de restricciones a nivel nacional, que empezaban con una orden de cierre de todos los restaurantes de San Petersburgo a partir de las 10 de la noche. Al día siguiente, todos los austríacos y alemanes en suelo ruso recibieron órdenes de arreglar sus asuntos y abandonar el país de inmediato[44]. A partir del día 27, también la navegación en el mar del Norte tuvo aviso de que cualquier embarcación que circulase por la costa durante las horas de oscuridad corría el riesgo de que se le disparase.

Los soldados empezaron a movilizarse. Fuera de Moscú, los húsares de Sumskoi cambiaron los ejercicios por los barracones, donde herraron de nuevo a los caballos, repartieron los uniformes de campaña y revisaron el equipo y los arneses. Los hombres guardaron sus posesiones personales en baúles etiquetados con su nombre y la dirección de sus parientes más próximos. Enviaron la plata de la sala de oficiales al Banco Estatal, para guardarla en lugar seguro, y los apreciados estandartes del regimiento se entregaron al museo[45]. El agregado militar serbio en Berlín señaló que él había viajado por Alemania el 26 y el 27 de julio sin observar ninguna actividad de naturaleza bélica, pero al cruzar a territorio ruso «notamos que se estaban tomando medidas propias de una movilización a gran escala»[46]. Cuando sir George Buchanan preguntó a Sazonov por las idas y venidas de los militares rusos, el ministro de Exteriores respondió en tono tranquilizador que con ello solo se respondía a las turbulencias industriales en curso. El embajador, sin embargo, no tenía la menor duda de que el ejército se preparaba para la guerra. Aquel día, el 26 de julio, Grey expuso al príncipe Lichnowsky, el embajador alemán en Londres, la solución que Gran Bretaña proponía para la crisis: una cumbre de los cuatro países. Berlín la descartó de inmediato, en la creencia de que una reunión semejante tendría que condenar a Austria. Una prueba más de que Alemania no tuvo interés en lograr una solución diplomática.

Durante los últimos días de julio, el peso del tráfico enviado de un gobierno a otro inundó el sistema internacional de comunicaciones, relativamente primitivo, de modo que hubo cables vitales sometidos a un retraso crónico. Solo una parte menor de los mensajes del gobierno se transmitían a través de la radio diplomática: la mayoría se confiaban a la red telegráfica comercial. Los detalles de la movilización en Rusia tardaron en llegar al gobierno francés, por ejemplo, porque cada mensaje que salía de su embajada en San Petersburgo debía recorrer más de tres kilómetros antes de llegar a la oficina del telégrafo público. Los descodificadores de mensajes del Foreign Office —tan solo cuatro— estaban desbordados; trabajaban por parejas, y mientras uno leía en voz alta los grupos, otro los transcribía en formato de correo postal; todo se hacía sin recurrir a la taquigrafía. Como el envío de grupos mayores era más caro, se esforzaban por ser lacónicos, en bien de la economía. Una vez terminado, el mensaje se ensobraba y un mensajero lo llevaba a la oficina postal central de Londres, en la calle Strand, para su transmisión[47].

Los civiles alemanes eran cada vez más conscientes de que quizá tendrían que luchar. La perspectiva consternó a los socialistas y emocionó a los conservadores. Wilhelm Kaisen era un yesero de veintisiete años, de Bremen, socialdemócrata convencido. El día 26 de julio escribió a su novia Helene contándole la repugnancia que le provocaba aquel panorama europeo: «Guerra: estas letras contienen un océano de sangre y horror tan atroz que su contemplación nos provoca estremecimientos»[48]. Kaisen tenía muchas esperanzas de que la Internacional Socialista interviniese para impedir el conflicto. Si no lo conseguía, él preveía un motín entre los soldados, sobre todo «cuando la mortífera aviación liberase la perdición desde el cielo». Por toda Europa, a lo largo del último fin de semana de julio, los temores de que estallase la tormenta dieron lugar a decenas de miles de bodas apresuradas. En la pequeña localidad de Linden, cerca de Hannover, la Oficina del Registro casó a 46 parejas antes de cerrar por fin a las 11 de la noche del domingo. En el propio Hannover, fueron 200 las parejas que se unieron en matrimonio.

En una fecha anterior del mismo 1914, el almirante Tirpitz le había dicho a un diplomático, con dudosa veracidad, que los ingleses controlaban sus periódicos mucho mejor que los alemanes. «Pese a vuestra “libertad de prensa”, en cuanto recibís una directriz de vuestro gobierno, toda vuestra prensa nacional se muestra unánime con respecto a las cuestiones que no atañen directamente a su política interior»[49]. Por el contrario, los periódicos alemanes, decía el almirante con desdén, eran «cargueros a demanda», cada uno de los cuales representaba el parecer de su pequeño grupo. Había 3000 cabeceras, 50 de ellas en Berlín. Ahora, el Berlin Post pedía que Austria se quedara sola y tomase el rumbo que quisiera. El Rheinisch-Westfälische Zeitung decía el 24 de julio: «No estamos obligados a respaldar las guerras de agresión de los Habsburgo». Vorwärts, una publicación socialdemócrata, declaró con desdén el 27 de julio que «solo los adolescentes inmaduros podrían sentirse atraídos por una aventura guerrera que ha de convertir Europa en un matadero que apestará a sangre y descomposición»[50].

Por el contrario, en Friburgo, el boletín semioficial de la ciudad, el Freiburger Tageblatt, afirmaba que la guerra austríaca que se cernía sobre Serbia «se ha apoderado por completo de nuestra ciudad. Toda nuestra vida se ha desarrollado como si nosotros mismos tuviéramos que desenvainar la espada; entre las familias, en las tiendas y en las plazas públicas, en las calles, en los tranvías. Son sentimientos verdaderamente elevados, arraigados en el auténtico patriotismo alemán». El Freiburger Zeitung dijo que «una oleada del más elevado entusiasmo patriota cae en cascada, como un torrente de primavera, por toda la ciudad»[51]. Hasta los periódicos socialistas más pacifistas afirmaban que, si la guerra llegaba a Alemania, la clase obrera lucharía uniéndose a la defensa de la patria. Una derrota alemana sería «impensable, horrible… no deseamos que nuestras mujeres e hijos sean víctimas de la bestialidad de los cosacos»[52].

Un periodista liberal escribió el 26 de julio en el Weser-Zeitung: «No podemos permitir que Austria sucumba, porque entonces nosotros mismos estaríamos amenazados con terminar sometidos al gigantesco coloso ruso, con su barbarie. Ahora debemos batallar para asegurarnos nuestra propia libertad y paz. La tormenta del este y el oeste será terrible, pero se impondrán la pericia, el coraje y los sacrificios de nuestro ejército. Todo alemán sentirá el glorioso deber de demostrar que es digno de nuestros antepasados [que lucharon] en Leipzig y Sedán». Pero hasta el más estridente editorialista esperaba que Francia y Gran Bretaña permanecieran neutrales, dejando que Alemania dirigiese la atención militar exclusivamente sobre Rusia. El gobierno de Berlín, en uno de sus ataques de moderación, apremió a los austríacos a movilizar, en un principio, solo las fuerzas precisas para Serbia.

Pero el 26 de julio, Jules Cambon advirtió a Jagow, el ministro de Exteriores alemán, que en esta ocasión los británicos no permanecerían neutrales, a diferencia de lo sucedido en 1870. Jagow se encogió de hombros: «Usted tiene su información y nosotros la nuestra, que es completamente distinta. Nosotros confiamos en la neutralidad británica»[53]. Cambon fue de los que luego consideró siempre que este momento representó un malentendido crucial; creía que si los alemanes hubieran sabido que Gran Bretaña lucharía, no se habrían arriesgado a entrar en guerra. Sin embargo, su opinión parece equivocada. En Alemania, los responsables de las decisiones —Moltke el primero— llevaban mucho tiempo sopesando esta posibilidad, e incluso probabilidad, de una intervención británica; y la descartaron por considerarla irrelevante. El resultado de una lucha continental lo decidiría el choque de grandes ejércitos, en lo cual la contribución de las tropas británicas sería, por fuerza, minúscula, y la de su armada, irrelevante.

En aquel momento, además, la mayor parte de la clase dirigente británica permanecía indiferente al destino de Serbia y se mostraba netamente hostil a la intervención. El embajador inglés en París, sir Francis Bertie, escribió el 27 de julio: «Parece increíble que el gobierno ruso vaya a sumir a Europa en la guerra solo para hacerse el protector de los serbios»[54]. Muchas personas influyentes dudaban del acierto de destrozar la paz europea para salvar un país escuálido, como Serbia.

Mientras tanto, Berchtold, en Viena, decidió que ya era urgente iniciar la acción militar: escribió con aprensión que «no era imposible que la Triple Entente aún tratase de dar con una solución pacífica al conflicto, a menos que una declaración de guerra creara una situación más definida»[55]. Desde Berlín, sin que Bethmann lo supiera, Moltke envió un mensaje a Viena, apremiando a culminar la movilización militar y rechazando la mediación; pero los austríacos no lo descifraron y leyeron hasta haberse comprometido ya con la invasión. A las 11 de la mañana del martes 28 de julio, sentado ante el escritorio de su estudio en Bad Ischl, el emperador Francisco José firmaba una declaración de guerra, el documento que acabaría siendo la sentencia de muerte de su propio imperio.

Aquella tarde, a primera hora, el telégrafo llevó una copia de esta misiva a las oficinas provisionales del Ministerio de Asuntos Exteriores serbio, en Niš. Al principio, los funcionarios creyeron que se trataba de un engaño. Uno de ellos, Milan Stojadinović, escribió más tarde: «Tenía una forma muy inusual, en aquella época en que la etiqueta de este tipo de cosas se consideraba aún importante»[56]. Aunque el lenguaje era rudo y seco, carente de toda diplomacia, al final los serbios decidieron que el telegrama tenía que ser auténtico. Uno de ellos se lo llevó calle abajo, a la cafetería Europa, donde el primer ministro estaba comiendo con Strandman, el enviado en funciones de Rusia.

El líder serbio, objeto de todas las miradas, leyó las escuetas palabras. Luego se santiguó, pasó el fatal documento a su compañero ruso, se levantó y se dirigió a la concurrencia: «Austria nos ha declarado la guerra. La nuestra es una causa justa. Dios nos ayudará». Otro funcionario del Ministerio de Exteriores entró precipitadamente para informar de que otra comunicación de redacción parecida acababa de llegar al alto mando del ejército en Kragujevac. Al poco, llegó un mensaje de San Petersburgo para Strandman, a quien se le encargó entregarlo personalmente a Pašić. Con la firma del zar, declaraba que, si bien Rusia deseaba la paz, no permanecería indiferente a la suerte de Serbia. Después de leerlo, Pašić se santiguó una vez más y dijo, con reverencia y teatralidad: «Señor, gran zar ruso misericordioso»[57].

En París, sin embargo, la sensación del día 28 no fue la declaración de guerra austríaca, sino la absolución de madame de Caillaux, que había reconocido ser autora del asesinato de Gaston Calmette. En medio de la admiración y la sorpresa mundiales, un jurado decidió que la cobertura ofrecida por Le Figaro de su relación con su actual marido, cuando aún eran amantes, justificaba que a ojos de ella la acción no resultase desmedida. Y mientras tanto, los líderes franceses seguían casi incomunicados en su crucero por el Báltico. El viaje se había convertido en una pesadilla: Poincaré y Viviani se vieron obligados a continuar con el intercambio de cortesías en Estocolmo y una ruta marítima aparentemente interminable, mientras las nubes de guerra barrían Europa occidental. Muchos de los mensajes radiofónicos que les llegaron el día 26 no se pudieron descifrar. El presidente y el primer ministro mantuvieron algunas conversaciones tensas, en torno de la crisis. Poincaré escribió: «M. Viviani y yo siempre volvemos sobre lo mismo: ¿Qué quiere Austria? ¿Qué quiere Alemania?».

Aun cuando la contribución del presidente francés a la crisis fuera más significativa de lo que luego él mismo quiso admitir, no pudo haber disfrutado de dar vueltas por el Báltico mientras en Europa el fuego prendía y destellaba. En París, Joffre y los militares franceses se sentían muy frustrados a consecuencia de la parálisis política. El general escribió, enfadado: «La preocupación principal [de los ministros]… era no realizar ningún movimiento que pudiera interpretarse de ningún otro modo, salvo como respuesta a las iniciativas alemanas. Esta actitud tímida se debía, en gran medida, a que los jefes del gobierno no estuvieran presentes»[58]. El día 28 Joffre quedó horrorizado cuando a Messimy, tras un retraso «incomprensible» de una semana, le llegó un despacho enviado por Cambon el día 21, desde Berlín, en el que se le comunicaba que Alemania había puesto en marcha las medidas de premovilización. El embajador exageraba la situación, pero ahora los franceses creyeron que las fuerzas de Moltke llevaban una semana de ventaja en los preparativos y aun así Messimy seguía sin querer actuar en ausencia de Viviani.

La cautela del ministro de Guerra era prudente, pero la sulfurada cólera de Joffre pone de relieve la urgencia con la que, en Francia, Rusia y Alemania, los militares se estaban abriendo paso a empujones hacia el centro del escenario. La guerra se aproximaba y todos los comandantes en jefe tenían pavor a las consecuencias si el enemigo estaba preparado para atacar el primero. De este modo, cada uno de ellos empezó a presionar a sus respectivos líderes políticos. Los jefes del Estado Mayor ruso lamentaron la indecisión del zar ante el presidente de la Duma. La carrera armamentística europea y los planes de contingencia militar no fueron los responsables de la guerra; se trataba más de síntomas que de causas. En los últimos días de julio de 1914, sin embargo, los generales empujaron a los gobiernos hacia el abismo: sabían que ellos cargarían con las culpas si su nación perdía en el campo de batalla la mortal partida de movimientos rápidos, pero discretos, que ahora jugaban.

El día 27, Poincaré y Viviani supieron que la prensa francesa había sido terriblemente crítica con su ausencia de París. Los dos hombres decidieron apresurar el regreso; repostaron en Copenhague y llegaron a Dunkerque según lo previsto, a primera hora de la mañana del 29 de julio. Los alemanes no habían cesado de interferir en las comunicaciones de radio entre París, San Petersburgo y Berlín, pero es difícil creer que este engorro alterara los resultados. Los rusos estaban decididos a reaccionar al asalto de Austria sobre Serbia. El gobierno francés se había comprometido a respaldarlos, sabedor de que, si había guerra, los alemanes atacarían primero a Francia. La potente estación de radio de la Torre Eiffel permitió que el agregado militar ruso mantuviera contacto con San Petersburgo en el transcurso de la crisis, por encima de las interferencias alemanas. El crucero por el Báltico de Poincaré y Viviani tuvo, probablemente, muy poca influencia —quizá ninguna— en el desarrollo de la historia. El presidente apostó por una política de «firmeza» con Alemania; es probable que, en la crisis de julio, hubiera hecho que su país apoyara a Rusia aunque no hubiera habido una reunión con Sazonov en San Petersburgo.

En Francia, mucha gente reconoció la creciente probabilidad de acabar en el campo de batalla. El día 26 de junio se vivieron escenas de intensa emoción en las calles de París: la gente vitoreaba las apariciones de las bandas militares habituales en los fines de semana; algunos manifestantes quemaron una bandera de los Habsburgo frente a la embajada austríaca. La mayoría de los ciudadanos se enfrentaba a la perspectiva de la guerra sin entusiasmo, pero con una abrumadora resignación, y culpaban de todo a Alemania. Cuando el impresor Louis Derenne dejó su trabajo en Orleans, oyó que la multitud chillaba: «Mort aux boches!», sin pensar que, hasta la fecha, los principales agentes de la crisis no habían sido los alemanes, sino los austríacos[59]. «Nos estamos preparando para entrar en un largo túnel, lleno de sangre y oscuridad», escribió André Gide[60]. El gobierno no dio señales públicas claras de sus intenciones hasta que Poincaré y Viviani llegaron a la capital, el día 29, pero en general se suponía que, si Rusia luchaba, también lo haría Francia.

Joffre, por iniciativa propia, había comunicado a los rusos el día 27 que podían esperar pleno apoyo de su país. Tanto el jefe del Estado Mayor como Messimy, el ministro de Guerra, urgieron a Rusia a acelerar su movilización y desplegarse lo antes posible contra Alemania. Sabían que el plan de guerra alemán necesitaba un ataque inmediato en Occidente. Para la seguridad de Francia, era vital que los rusos creasen lo más pronto posible una «amenaza potencial», de modo que Moltke se viera obligado a dividir sus fuerzas. En París, las prisas por acaparar oro desataron el pánico en la Bolsa. En el país galo, igual que en toda Europa, el descenso del crédito estaba provocando una enorme crisis financiera que solo se paliaba con la intervención de los gobiernos. La gente paseaba por los bulevares y se apiñaba en los cafés y restaurantes, no tanto en busca de refrescos como de noticias y compañía.

En Berlín, en la tarde del martes 28 de julio, varios miles de personas de barrios obreros marcharon hacia el centro de la ciudad coreando tonadas socialistas y gritando: «¡Abajo la guerra!» y «¡Larga vida a la democracia!». La policía montada, con las espadas desenvainadas, les impidió entrar a las calles principales, aunque hacia las 10 de la noche un millar de personas consiguió romper la barrera y llegar al paseo Unter den Linden. En las aceras, los transeúntes mostraban su desaprobación cantando las enardecedoras Wacht am Rhein y Heil dir im Siegerkranz. Media hora más tarde, la policía inició la carga y despejó la calle, en medio de los aplausos de los clientes, con tazas de chocolate en la mano, en los balcones del café Bauer y el café Kranzler.

Se arrestó a 28 personas por cantar consignas antibélicas y, de esta manera, «alterar el orden público». La prensa derechista hizo su agosto en la mañana siguiente, denunciando a los manifestantes como «una turba» y a quienes se significaban en contra de la guerra como «traidores». Algunos historiadores apuntan la posibilidad de que hubiera más alemanes en las manifestaciones en contra de la guerra que a favor de ella, cosa que bien podría ser cierta. Pero en el modo en que el káiser, Moltke y Bethmann llevaron las cosas no influyeron en nada las muestras de disconformidad, que, según consideraron —y con acierto—, cesarían cuando la nación se viera en un compromiso. Y había muchos menos alemanes en las protestas contra la guerra que cuatro años antes, cuando en las calles se exigió la reforma del voto prusiano.

El primer movimiento estratégico importante de Gran Bretaña tuvo lugar el domingo 26 de julio, cuando estaba previsto que la flota de las aguas territoriales de la Marina Real se dispersase tras un ensayo de movilización. El personal del Daily Mail de Northcliffe creyó que aquel día estaban llevando a cabo algún cometido por la iniciativa del primer lord del Almirantazgo. En medio de la crisis inminente, telegrafiaron a su señoría a su residencia vacacional de Norfolk: «Winston Churchill, Pear Tree Cottage, Overstrand: AUSTRIA DECLARA GUERRA SERBIA, FLOTA ALEMANA SE CONCENTRA, ROGAMOS VERIFICACIÓN FLOTA BRITÁNICA DESMOVILIZADA: DAILY MAIL». Este mensaje se le entregó a Churchill en una playa cercana. Jamás respondió, pero al cabo de una hora habló por teléfono con el primer Lord del Mar, el príncipe Louis de Battenberg, y cogió el tren de la tarde de vuelta a Londres. Entrada la noche, se dictó orden de cancelar la dispersión de la flota, que dos días después fue enviada a la base de guerra de Scapa Flow, en las islas Orcadas[61]. Paul Cambon dijo más adelante que Churchill prestó un gran servicio a Francia al apoyar con tanto entusiasmo la intervención y ordenar no desmovilizar la flota, «algo que nosotros [los franceses] jamás hemos reconocido lo suficiente»[62].

Sin embargo, entre los británicos en general aún no se respiraba un clima de peligro inminente. Asquith escribió a Venetia Stanley el día 28: «Ayer tuvimos una reunión ministerial… básicamente para hablar de la guerra y de la paz. Me temo que el experimento de Grey, de organizar una reunión à quatre, no saldrá bien, porque los alemanes se niegan a participar. La única esperanza real es que Austria y Rusia lleguen a un entendimiento entre ellas. Pero por el momento, no parece que las cosas vayan bien y probablemente Winston se está animando». Churchill adoptó una postura descaradamente cínica, reproduciendo el ánimo que movía la política en Berlín: «Si la guerra era inevitable, aquella era la oportunidad más favorable, con mucho, y la única que aglutinaría a Francia, Rusia y a nosotros mismos». Ese mismo día escribió a su esposa Clementine: «Mi querida y bella [esposa]: todo tiende a la catástrofe y el hundimiento. Estoy interesado, preparado y contento»[63]. Asquith terminó su carta del 28 de julio a Venetia Stanley con una nota de trivialidad: «Está siendo una tarde de poca actividad en la Cámara, así que haré que Violet les dé la paliza a una o dos personas para que vengan a cenar a casa y a jugar al bridge». El primer ministro no mostraba más agitación la tarde siguiente, la del día 29: «Acabo de terminar un consejo del ejército… Bastante interesante, porque le permite a uno darse cuenta de cuáles son los primeros pasos en una guerra real».

Algunos utilizaron el conflicto en ciernes como oportunidad para sacar beneficio. La Cotton Powder Company, cuya impresionante placa de cobre anunciaba la sede de Kent como «fabricantes de cordita, pólvora de algodón, explosivos detonantes, señales de socorro, detonadores, etc.», escribió al ministro de Guerra serbio el 29 de julio. Su compañía le ofrecía un suministro de 10 000 granadas de fusil que eran «parte de un contrato de 80 000 que estamos produciendo para otro gobierno extranjero… Este pedido sigue a otro, ya cerrado, de 25 000 unidades, que se han utilizado en hostilidades reales con los resultados más satisfactorios… Hay 10 000 unidades empaquetadas y dispuestas para el envío, que podemos mandarles en veinticuatro horas. Si lo desea, la misma granada puede lanzarse con la mano para combates a corta distancia». Se desconoce si Belgrado realizó o no este pedido, pero, desde luego, no se podía acusar a la Cotton Powder Company de ser una empresa británica con poca iniciativa[64].

En la tarde del 28 de julio, el servicio de inteligencia militar ruso informó de que se estaban movilizando las tres cuartas partes del ejército austríaco, doce cuerpos del total de dieciséis; muchos más soldados de los que Viena necesitaba para enfrentarse a Serbia. Aunque el zar aún no había firmado la orden, aquella noche el jefe del Estado Mayor de Rusia telegrafió a los oficiales de alto rango de todos los distritos militares, advirtiéndoles de que «el 30 de julio será proclamado el primer día de nuestra movilización general»[65]. El zar cedió a las presiones de Sazonov y aceptó que la movilización general comenzara al día siguiente. Desde el 24 de julio, los rusos habían ultimado preparativos militares por delante de cualquier otro país, salvo Austria y Serbia; pero toda decisión de Rusia se hacía sobre el telón de fondo de la determinación austríaca de aplastar a los serbios por la fuerza. Las esperanzas de paz se desplomaron en San Petersburgo el 29 de julio, cuando llegó la noticia de que los austríacos habían empezado a bombardear Belgrado.

Políticos y diplomáticos rusos se unieron en el convencimiento de que debían luchar. Aquel día, el jefe de la misión diplomática en Sofía, A. A. Savinsky, un hombre por lo general moderado, dijo que si el país cedía, «nuestro prestigio en el mundo eslavo y en los Balcanes se extinguirá para no volver»[66]. Aleksandr Giers dijo en Constantinopla que, si Rusia bajaba la cabeza, Turquía y los Balcanes pasarían indefectiblemente al campo de las potencias centrales. Otro diplomático, Nikolai de Basily, replicó con dignidad a un amigo —el agregado militar austríaco— que advertía de una catástrofe nacional si el zar iba a la guerra: «Comete un grave error de cálculo al suponer que el miedo a la revolución impedirá que Rusia cumpla su deber como nación»[67].

Bethmann Hollweg advertía ahora a San Petersburgo de que, a menos que Rusia detuviera sus preparativos, Alemania se movilizaría. Este mensaje reforzó la convicción de Sazonov de que el enfrentamiento armado era inevitable, pero hizo que el zar vacilase de nuevo. Había recibido un mensaje personal del káiser; en respuesta, insistió en que Rusia debía dar un paso atrás —aunque fuera una medida inútil— y volver a la movilización parcial. Pero Sazonov no cejó. Al día siguiente, el 30 de julio, a las 5 de la tarde, pese a lamentar el «enviar a miles y miles de hombres a la muerte», Nicolás firmó una orden de movilización general que se haría efectiva a la mañana siguiente.

Aquella tarde, muchas unidades del ejército ruso recibieron una alerta telefónica indicándoles que esperasen la llegada de un correo con instrucciones secretas. A los húsares de Sumskoi se les ordenó que estuvieran preparados para marchar, a las treinta y seis horas, hacia la frontera de Polonia con Prusia oriental, mientras el regimiento de granaderos que compartía el cuartel con ellos, a las afueras de Moscú, se encaminaría a la frontera austríaca. Se entregó a los soldados raciones de comida enlatada de emergencia. El corneta Sokolov señaló que tenían fecha de 1904, pero eso no frenó el interés de los soldados. Para vergüenza de los oficiales húsares, al cabo de una hora los barracones estaban sembrados de latas vacías. «¡Eran como niños!», escribió un exasperado Vladimir Littauer[68]. Comparaba aquel comportamiento con el de los rezagados alemanes, a los que apresaron más adelante, algunos a punto de morir de hambre. Los soldados del káiser eran tan disciplinados que, a falta de órdenes, ningún hombre había tocado sus raciones de emergencia.

Después de que un último tren de civiles cruzase la frontera desde Prusia oriental a Rusia, el día 30 de julio[69], un pasajero ruso que hasta entonces había permanecido en silencio estalló en una serie de locuaces expresiones de frustración por no haber tenido una bomba que lanzar a las vías férreas del puente de Dirschau; y manifestó su alegría porque sus guardias aún llevasen el uniforme de gala en lugar de la ropa de campaña, porque eso indicaba que esos «cerdos de los alemanes» aún no estaban preparados. Los líderes rusos comprendieron que se estaban metiendo en una aventura que excedía las fuerzas del país. Es bastante improbable que se hubieran atrevido a actuar en contra de las potencias centrales de 1914 sin tener garantizado el respaldo francés. Tanto en lo diplomático como en lo militar, quizá habrían hecho mejor retrasando la movilización hasta que el ejército austríaco hubiera iniciado su invasión de Serbia. Pero quienes tomaban las decisiones en San Petersburgo, y especialmente Sazonov, alimentaban el miedo a que, por culpa de su retraso, Alemania les pudiera tomar la delantera. Las mentiras de Rusia con respecto a su modelo exacto de movilización acabaron siendo prácticamente irrelevantes en el resultado europeo. Toda vez que San Petersburgo tomó la determinación de emprender acciones militares del tipo que fuera contra Austria, era indudable que Alemania respondería.

Los rusos no pusieron gran empeño en ocultar sus amplios preparativos. En la noche del 29 de julio el zar comunicó al káiser, sin ningún empacho, en una de sus conversaciones personales «de Nicky a Willy»: «Las medidas militares que ahora entran en vigor se decidieron hace cinco días, por motivos defensivos, teniendo en cuenta los preparativos de Austria»[70]. Aquellos que han atribuido a Austria la responsabilidad principal de la guerra se ven obligados a tomar como base el mismo argumento que el káiser en julio de 1914: que el zar debería haber mantenido una paz europea más extensa permitiendo que Austria librase una guerra menor para aplastar a Serbia. Cabe defenderlo así, pero parece fundamental reconocer sus términos antes que intentar presentar una acusación espuria, según la cual los rusos serían culpables de duplicidad. Las fechas más importantes de la crisis de julio fueron los días 23 de julio, cuando Austria explicitó su compromiso de destruir Serbia, y el 24, cuando Rusia empezó a tomar medidas activas en respuesta. A menos que haya pruebas evidentes de que el gobierno serbio estaba complicado en la trama para asesinar a Francisco Fernando, o bien de que Rusia tenía conocimiento previo del atentado, la implicación del zar en contra del intento de extinguir Serbia parece justificada. La razón que más podía invitar a Nicolás a contenerse no tenía que ver, sin duda, con la legitimidad de la actuación rusa, sino con la cautela ante la amenaza que la beligerancia representaba para su propio sistema de gobierno.