Aunque en el imperio de los Habsburgo se vivieron pocas muestras de duelo sincero por Francisco Fernando, después de su asesinato la cólera de Austria contra sus perpetradores era manifiesta. A Joven Avakumović, un abogado serbio de renombre y político de la oposición liberal, le estaban enseñando sus habitaciones en el hotel tirolés donde iba a comenzar sus vacaciones con la familia cuando el portero le entregó un periódico en el que se anunciaban los asesinatos de Sarajevo[1]. Con un gesto de gravedad, comunicó a su esposa e hija que estas nuevas tendrían sin duda consecuencias importantes para su país. Aquella noche, tras la cena, oyó en el salón las conjeturas de otros huéspedes, que insistían en que Serbia estaba implicada en los asesinatos y debían exigírsele responsabilidades: «Me fijé, sobre todo, en un hombre bien vestido y bien educado, que hablaba con mucha dureza y estaba sentado con otros tres en la mesa contigua a la nuestra. Declaraba en voz alta: “Serbia es culpable, debe ser castigada”; y los otros tres afirmaban: “¡Es cierto!”… Luego supe, por el portero, que aquel hombre era un funcionario del Ministerio de Exteriores»[2].
En Viena, a los asesinos de Sarajevo primero los calificaron de «bosnios», luego, simplemente, de «serbios». Hubo violentas manifestaciones antiserbias por todo el imperio. En Sarajevo destrozaron el hotel Europa, propiedad de unos serbios, junto con la escuela serbia; el cónsul alemán escribió que la ciudad estaba viviendo «su propia matanza de San Bartolomé». El 30 de junio, en Viena, una multitud de unos doscientos estudiantes se manifestó frente a la embajada serbia. Gritaban: «¡Abajo Serbia! ¡Larga vida a Austria! ¡Viva los Habsburgo!», y quemaron la bandera que odiaban[3]. Escenas como aquella se repitieron a lo largo de los días posteriores.
El chargé austríaco en Belgrado, Wilhelm von Stork, informó enojado a Viena el 30 de junio: «En las calles y en los cafés se respira júbilo por nuestra tragedia; ven en ella la mano de Dios y un castigo justificado por todo el daño que Austria-Hungría le ha hecho siempre a Serbia». La prensa opositora de Serbia, con una indiferencia pasmosa hacia los intereses y la reputación de su país, aplaudió el asesinato del archiduque. Cuando el estudiante Jovan Dinić corrió a la plaza principal de Belgrado para hablar de la noticia con sus amigos, se sorprendió al verlos pontificando, no entre susurros conmocionados, sino con estridencia jubilosa. Un joven prometedor, aspirante a abogado, proclamaba que las maniobras militares austríacas en Bosnia habían sido una provocación intolerable y una amenaza directa a todos los serbios y que ahora los serbios de Bosnia «saltarían por encima del fuego» junto con la nación serbia[4]. Los malentendidos intensificaban el rencor: ese mismo 30 de junio, la ciudad fronteriza de Metalka, en Montenegro, estaba engalanada con banderas, y los ultrajados austríacos interpretaron que sus vecinos celebraban el asesinato de Francisco Fernando. Hasta al cabo de una semana no supieron que Metalka había estado conmemorando el aniversario del príncipe heredero de Montenegro. Austria integraba estas provocaciones imaginarias e irrelevantes en el mismo marco que la auténtica y grave acción del asesinato archiducal.
En todo conflicto con más de dos beligerantes, los participantes cuentan con distinta motivación para decidirse a entrar en el combate; en el caso de 1914, esto se cumplió a la perfección. La toma de decisiones de siete gobiernos se vio influida por miedos y ambiciones muy diversas. Aunque siguieron enfrentamientos en muchos lugares del mundo, y sobre todo en Europa, y las naciones en guerra profesaban alianzas comunes, sin duda no se movían por una lógica común. Austria tomó la decisión casi inmediata de responder al asesinato de Francisco Fernando con la invasión de Serbia, no porque a sus líderes les importasen un rábano las personas del asesinado archiduque y su molesta esposa, sino porque los asesinatos representaban la mejor justificación de que jamás dispondrían para pasar cuentas con un vecino terriblemente conflictivo.
Los gobernantes del imperio de los Habsburgo llegaron a la convicción de que la acción militar era la única forma de superar sus problemas, no solo con Serbia, sino también con el resto de sus propios pueblos en estado de agitación. El ministro de Economía, Leon von Biliński, dijo después: «Nos decidimos por la guerra bastante pronto»[5]. El agregado militar de Viena en Belgrado informó de que los asesinatos habían sido planeados y organizados por el jefe de la inteligencia serbia. Los gobernantes de Austria coincidieron en que esto representaba una declaración de guerra, aunque Viena no disponía de más pruebas para vincular a los conspiradores con la monarquía serbia o el gobierno electo que los historiadores modernos. El ministro de Guerra, Alexander von Krobatin, y el general Oskar Potiorek, comandante en jefe de Bosnia-Herzegovina, exigieron por igual la acción militar. Berchtold, al que sus compañeros tildaban con frecuencia de indeciso, demostró en este caso una resolución prematura. El 30 de junio habló, en privado, de la necesidad de «ajustar definitivamente las cuentas» con Serbia.
Berchtold estaba rodeado de un grupo de jóvenes diplomáticos —el conde Janós de Forgách, el barón Alexander von Musulin, el conde Alexander de Hoyos— convencidos de que una política de exteriores firme y expansionista era la mejor cura para las enfermedades nacionales del imperio. Forgách fue un primer motor en el compromiso de aplastar a Serbia. Hoyos fue el responsable de asegurarse el apoyo de Alemania; puso de manifiesto la temeridad imperante en Viena al decir: «Para nosotros, es irrelevante si de todo esto se deriva una guerra mundial». Musulin redactó los borradores de los comunicados cruciales: era un «parlanchín impetuoso» que más tarde se enorgullecía de haber sido «el hombre que provocó la guerra»[6].
El emperador Francisco José escribió personalmente al káiser Guillermo diciéndole: «Vuestra Majestad también estará convencido, tras los terribles sucesos de Bosnia, de que no cabe pensar en una conciliación [pacífica] del conflicto entre nosotros y Serbia». El 4 de julio, Berchtold despachó a Hoyos a Berlín, donde en adelante el diplomático sostuvo una serie de reuniones con Guillermo y sus consejeros, en las que se le prometió el apoyo incondicional de Alemania para cualquier medida que Austria decidiera adoptar; lo que más adelante se haría famoso como el «cheque en blanco», puntal de la atribución a Alemania de la responsabilidad de la primera guerra mundial. En la tarde del 5 de julio, el enviado austríaco informó de que el káiser pensaba que, «si realmente considerásemos necesaria la acción militar contra Serbia, le parecería lamentable que no aprovechásemos la ventaja del momento actual, que desde nuestro punto de vista es favorable»[7].
Los alemanes instaron a los austríacos a forzar la paz, negando a los serbios el tiempo de conseguir apoyo militar o diplomático; querían que Viena se enfrentase a San Petersburgo con un hecho consumado con rapidez: las tropas imperiales ocuparían la capital serbia. Cuando Hoyos regresó a su país, Arthur Zimmermann, el vicesecretario de Estado alemán, consideraba que las probabilidades de conflicto entre Austria y Serbia rozaban el 90%. Durante las semanas posteriores al ultimátum de Viena, los alemanes trinaban ante la lentitud austríaca. Bethmann, el canciller, demostró ser vulnerable a los momentos de pánico. Kurt Riezler, su principal asesor y secretario confidencial, escribió en su diario el 6 de julio, manifestando su consternación ante un escenario que inquietaba un tanto a su señor: «Una acción contra Serbia puede engendrar una guerra mundial. De una guerra, independientemente del resultado, el canciller espera una revolución de todo lo existente… Vanas esperanzas generalizadas, una densa niebla sobre el pueblo. Lo mismo en toda Europa. El futuro es de Rusia, que… va cayendo sobre nosotros como una pesadilla cada día más rotunda».
Riezler intentó tranquilizar a Bethmann, sugiriéndole que tal vez pudieran imponerse a Serbia por la sola vía diplomática, y luego añadió, alentador: «Si la guerra ha de venir y el velo [de la amistad que enmascara la enemistad fundamental entre los pueblos] ha de caer, entonces todo el Volk avanzará, guiado por una sensación de peligro y urgencia. La victoria es la liberación»[8]. Los líderes políticos alemanes entraron en la crisis de julio en medio de esta clase de reflexiones y fantasías wagnerianas. En esta etapa, Bethmann y el káiser protagonizaron el grueso de las conversaciones celebradas en representación de su país. Aunque Moltke aseguró a Guillermo que el ejército estaba preparado para luchar en cualquier momento, algunos historiadores afirman que no se le consultó directamente antes de ofrecer a Austria las garantías cruciales.
Tras el regreso de Hoyos a Viena, los líderes alemanes se comportaron con una despreocupación que, a juicio de los teóricos de la conspiración, no era sino teatro. Bethmann pasó casi todo el resto del mes en su finca de Hohenfinow, en el Oder, aunque realizó discretas visitas a Berlín durante las cuales consultó con los militares. Moltke se fue a Karlsbad, a una cura —la segunda de ese año— de donde no regresó hasta el 25 de julio, justo a tiempo para el enfrentamiento entre Viena y Belgrado. El káiser zarpó el 6 de julio en su crucero anual en yate por el mar del Norte, que no terminó hasta el 27. Los oficiales de mayor rango, como el ministro prusiano de Guerra, Erich von Falkenhayn, se fueron de vacaciones; a los periódicos se los instó a no provocar deliberadamente a los franceses.
Aunque algunos especialistas consideran que esto demuestra que hubo un engaño orquestado, es más probable que, en aquel momento, los alemanes creyeran sinceramente que la guerra austro-serbia que habían ordenado podía ser local, aunque se mostraban pesimistas con respecto al elevado riesgo de que no fuera así. El contraalmirante Albert Hopman, observador sagaz e informado, escribió en su diario el 6 de julio: «En mi opinión, la situación nos es bastante favorable; tan favorable que un estadista firme y resuelto la aprovecharía al máximo»[9]. A lo largo de las semanas posteriores, Hopman insistió en su parecer, ampliamente compartido en Berlín, de que Alemania podría conseguir, y a un coste bajo, un importante beneficio diplomático de la crisis de los Balcanes. El 16 de julio escribió: «Personalmente, no creo que la guerra se vaya a enredar»; y de nuevo el día 21: «Europa no peleará por Serbia»[10].
En Viena, el día 7, Berchtold comunicó al consejo de ministros austríaco que Alemania ofrecía un respaldo incondicional a unas medidas drásticas, «incluso si nuestras operaciones contra Serbia ocasionan la gran guerra». Ese día, el barón Wladimar Giesl, el enviado austríaco en Belgrado, regresó a su puesto, tras las consultas celebradas en Viena, con claras instrucciones del ministro de Exteriores: «Sea como sea que los serbios reaccionen al ultimátum [que entonces se estaba redactando], debéis romper las relaciones y debe concluir en guerra»[11]. Solo el ministro-presidente de Hungría, el conde István Tisza, lamentó la amenaza de «la terrible calamidad de una guerra europea» y aconsejó precaución. Comentó al conde Julius Andrássy que la culpa de las acciones del grupito sin escrúpulos que asesinó al archiduque no debía pagarlas toda una nación y mantuvo su postura hasta mediados de julio.
Por el contrario, el jefe del Estado Mayor del ejército austríaco, Conrad, exigía una acción agresiva. Una vez terminado el conflicto, el conde Hoyos escribió: «Hoy nadie puede imaginar hasta qué punto la fe en el poder de Alemania, en la invencibilidad del ejército alemán, determinó nuestro pensamiento y cuán seguros estábamos todos de que Alemania ganaría fácilmente la guerra contra Francia [borrado en el original] nos brindaría la mayor garantía de seguridad si de nuestra acción contra Serbia se derivaba una guerra europea»[12].
Muchos militares austríacos no solo vivían tranquilos ante la posibilidad de provocar una guerra contra el oso ruso, sino que contemplaban esta confrontación como una contribución indispensable para eliminar la amenaza paneslavista. Wolfgang Heller, un oficial del Estado Mayor, anotó en su diario el 24 de julio que confiaba en que Serbia rechazaría el ultimátum de Viena; y solo le preocupaba que los rusos no mordieran el anzuelo: «No se puede alcanzar el verdadero éxito a menos que podamos ejecutar el Kriegsfall R [el plan para combatir a Rusia]. Solo se podrá encontrar una solución al problema [eslavo] si Serbia y Montenegro dejan de existir como estados independientes. Sería inútil ir a la guerra contra Serbia sin haberse resuelto a erradicarla del mapa; una campaña de las llamadas “punitivas” [Strafexpedition], sería inútil, un desperdicio de balas; el problema eslavo del sur debe resolverse por la vía radical, de modo que todos los eslavos del sur estén unidos bajo la bandera de los Habsburgo»[13]. Eran opiniones habituales entre los nobles, generales, políticos y diplomáticos austríacos.
Se ordenó, pues, una guerra austro-serbia. Pero el conflicto regional balcánico ¿estaba condenado a convertirse en una catástrofe europea general? ¿Merecía Serbia que la salvasen del destino que Austria y Alemania habían decretado para ella? La irresponsabilidad del comportamiento serbio es casi indiscutible, pero a la vista de las pruebas parece exagerado tachar al país de «estado canalla» y merecedor de su propia destrucción. Resulta mucho menos extraño que el imperio de los Habsburgo, en el estado febril que le provocaban sus propias debilidades y vulnerabilidades, decidiera iniciar una guerra para castigar a Apis y sus compatriotas, que el hecho de que su vecina, la gran y pujante Alemania, se arriesgase a un enfrentamiento general para un objetivo marginal.
Parece haber varias explicaciones. En primer lugar, los gobernantes alemanes, como tantos hombres de su generación, aceptaban la vía bélica como un medio natural para conseguir las ambiciones nacionales y ejercer el poder: a lo largo del siglo XIX, Prusia la había explotado de forma rentable en tres ocasiones. Georg Müller, el jefe del gabinete naval de Guillermo, le dijo a su señor en 1911: «La guerra no es el peor demonio», y esta creencia era común en el pensamiento de Berlín[14]. El káiser y sus principales asesores subestimaron la magnitud de la supremacía que su país estaba alcanzando gracias a su habilidad económica e industrial, sin necesidad de batallar contra nadie. Se equivocaron terriblemente al suponer que solo podían asegurarse la hegemonía europea mediante el despliegue de las armas en los campos de batalla.
Pero, en aquella época, la paranoia era un rasgo característico de la psique alemana: la convicción de que la posición estratégica nacional, lejos de fortalecerse progresivamente, perdía fuerza con el ascenso del socialismo en el país y la capacidad militar de la Entente en el extranjero. Muchos banqueros e industriales alemanes estaban seguros, enfermizamente, de que las democracias occidentales estaban resueltas a estrangular el comercio alemán. En un principio, el embajador de Berlín en Viena trató de calmar la belicosidad austríaca, pero el káiser garabateó en sus informes: «¿Quién le ha autorizado a hacer tal cosa? ¡Es una terrible estupidez!». Los alemanes sabían que, casi con toda seguridad, el zar echaría su manto protector sobre Serbia; se había comprometido a hacerlo así. Pero Moltke y Bethmann Hollweg rozaban la obsesión al considerar que Rusia suponía para ellos una amenaza existencial; y si había que luchar contra el ejército de Nicolás, mejor hacerlo pronto que tarde. El 20 de mayo de 1914, en el compartimento en que viajaban de Potsdam a Berlín, el jefe del Estado Mayor le dijo al ministro de Exteriores Jagow que, en pocos años, Rusia lideraría la carrera armamentística. Si el precio de adelantarse a aquella superioridad implicaba también enfrentarse con Francia, aliada de Rusia —según Moltke daba por sentado—, el Estado Mayor se había preparado meticulosamente para aquella posibilidad y tenía plena confianza en la victoria.
Por naturaleza, Bethmann era un funcionario del gobierno, más que un líder. Lloyd George se refirió más adelante a algunas conversaciones que había sostenido con él en 1908, en una visita a Alemania en la que estudió su ley de seguros sanitarios: «Una personalidad atractiva, pero no deslumbrante… un burócrata inteligente, trabajador y sumamente razonable, pero no me ha dado la impresión de haber conocido a un hombre con poder para, tal vez, algún día alterar el destino». Bethmann también era un indeciso, sobre todo en lo relativo a los méritos rivales de la paz y la guerra. En 1912 regresó alarmado de una visita a Rusia, ante las pruebas de su creciente poderío; y al año siguiente se le oyó defender un enfrentamiento preventivo. En 1913 sermoneó al Reichstag acerca de la «inevitable lucha» que se avecinaba entre eslavos y teutones, y advirtió a Viena de que Rusia sin duda se uniría a cualquier conflicto entre Austria y Serbia. En sus mejores momentos, sin embargo, el canciller reconoció los peligros que implicaba un enfrentamiento armado. El 4 de junio de 1914 le dijo al embajador bávaro que los conservadores que imaginaban que, mediante un conflicto, reafirmarían su propio poder nacional aplastando a los odiados socialistas, estaban en un error: «Una guerra mundial, con sus incalculables ramificaciones, fortalecerá la democracia social, que canta las virtudes de la paz». La guerra podría cobrarse fácilmente, añadió, el trono de varios soberanos.
El aislamiento personal de Bethmann no mejoró su criterio. Su esposa falleció en mayo de 1914, tras una larga enfermedad, y él pasaba sus ratos libres entregado a la lectura de Platón en griego. A nivel político, había perdido casi todas las amistades, sobre todo en el Reichstag. Moltke no tenía tiempo para Bethmann, cuya carrera ya solo dependía del káiser, su patrón. Al principio, el canciller vio en la crisis de julio la oportunidad de restaurar su autoridad y su reputación personal, asestando un golpe diplomático a las potencias centrales. Fue uno de los principales responsables de incitar al káiser a apoyar a Austria, y fue muy selectivo con el tráfico de telegramas que mostraba a su jefe, para preservar la firmeza de su decisión. Creía que Alemania debía perseguir el rumbo elegido sin temor a la eventual respuesta de San Petersburgo.
Formando un equipo entrelazado, Bethmann, el káiser y Moltke adoptaron las decisiones cruciales. Alemania alentaba enérgicamente a Austria a atacar a Serbia, y los tres actores principales de Berlín no intentaron controlar los sucesos de modo que se evitase una calamidad mayor. Ahí radica su culpabilidad por lo que ocurrió a continuación. Parece erróneo afirmar que entraron en la crisis de julio empeñados en precipitar un conflicto europeo general, pero el omnipresente fatalismo alemán con respecto al resultado contribuyó, en gran medida, a que así sucediera. El líder socialdemócrata August Bebel, héroe de millones de trabajadores, pronunció una apasionada advertencia tras la crisis de Agadir en 1911: «Todas las naciones seguirán armándose para la guerra hasta que llegue el día en que uno u otro diga: “Vale más un final terrible que un horror sin final”. [Un país también podría decir:] “Si nos retrasamos más, seremos los más débiles en lugar de los más fuertes”. Entonces, sucederá la catástrofe; se desatarán en Europa los grandes planes de movilización, por los cuales entre 16 y 18 millones de hombres, los mejores de muchas naciones, armados con los mejores instrumentos letales, tomarán el campo unos contra otros. Se acerca el Götterdämmerung del mundo burgués».
Thomas Mann escribió que los intelectuales alemanes cantaban las alabanzas de la guerra «como en una competición mutua, con profunda pasión, como si ellos y el pueblo, cuya voz representan, no vieran nada mejor, nada más bello que combatir a muchos enemigos»[15]. Algunos conservadores quedaron impresionados con un superventas de 1912, escrito por el general Friedrich von Bernhardi: Alemania y la próxima guerra. Allí se promulgaba el «deber [alemán] de hacer la guerra… La guerra es una necesidad biológica de primer orden… Sin la guerra, las razas inferiores o decadentes obstruirían fácilmente el desarrollo de elementos sanos y en crecimiento, a lo que seguiría una decadencia universal… El poder otorga el derecho a conquistar u ocupar». Bernhardi fue destituido por Moltke, que lo tachó de «perfecto soñador», pero el libro no pasó en absoluto desapercibido en Gran Bretaña, donde sir Arthur Conan Doyle y H. G. Wells se contaron entre quienes manifestaron su repugnancia[*1]. Quizá la opinión pública británica estuviera empañada por el hecho de que su propia nación ya había llevado a cabo todas las conquistas y ocupaciones que necesitaba.
El fatalismo con respecto a la inevitabilidad o la conveniencia del conflicto era aún más evidente en el imperio de los Habsburgo. En marzo de 1914, la influyente publicación militar Danzer’s Armee-Zeitung declaró que la situación internacional raras veces se había antojado más grave. Las constantes guerras balcánicas, a las que se habían añadido, en 1911, la invasión y la colonización de Libia por parte de Italia, eran claramente los pasos previos «a la gran conflagración que nos aguarda sin remedio. Vemos que la carrera armamentística ya no es una forma de mantener el equilibrio de poder, como ha sucedido durante décadas, sino que se ha convertido en un preparativo desenfrenado y abierto hacia un conflicto que puede empezar mañana o pasado mañana». El Danzer’s señalaba que a Rusia aún le faltaban algunos años para completar la red estratégica de ferrocarril, indispensable para agilizar la movilización; por ello, una guerra anticipada resultaría «inconveniente para nuestros enemigos». Esto llevó al escritor a sostener que, en beneficio de los grandes intereses de Austria y sus aliados, se debería proceder al ataque antes de perder la iniciativa: «Hoy, el equilibrio es bastante favorable, pero solo Dios sabe si mañana estaremos igual. Más pronto o más tarde, deberá realizarse el sacrificio de una sangrienta hecatombe, así que aprovechemos el momento. Tenemos las fuerzas; ¡solo falta la decisión!»[16].
El 14 de julio, el conde Berchtold presidió una importante reunión en la que se decidirían los siguientes pasos del imperio. Conrad puso sobre la mesa la cuestión del calendario: dado que movilizar a los reservistas en medio de la cosecha amenazaba con causar dificultades económicas, él prefería retrasar la guerra hasta el 12 de agosto. El ministro de Exteriores rechazó el aplazamiento. «La situación diplomática no resistirá tanto», comunicó al jefe del ejército, refiriéndose a que la presión de la Entente podía acabar obligándolos a mantener la paz. Se comunicó al embajador alemán que el equipo de Berchtold trabajaba en la redacción de un ultimátum para Belgrado, pensado para que fuera rechazado.
La Europa occidental prestó muy poca atención a la última tanda de discusiones balcánicas. Una nota en la página de sociedad y corte de The Times del 3 de julio decía: «El problema del servicio doméstico es uno de los más graves del presente. Con la idea de colaborar a su resolución, hace unos meses The Times inició un plan mediante el cual damas expertas prestaban su ayuda a otras damas para que estas consiguieran sirvientes capaces y de confianza». El día 16, el periódico abordaba la situación europea en un segundo editorial, insistiendo en que Serbia debía abrir voluntariamente una investigación sobre el asesinato de Francisco Fernando. Concluía, en tono displicente, que ni la fuerza ni la amenaza de recurrir a esta podrían representar un papel provechoso en la diplomacia entre Austria-Hungría y Serbia: «Cualquier intento de encararla así representaría un nuevo peligro para la paz europea y esto, estamos seguros, lo perciben claramente el emperador y sus consejeros más sagaces». Dos días después, la página de noticias internacionales de The Times estaba encabezada por una información sobre México; la única noticia europea se titulaba «La amenaza serbia». El 17 de julio, Lloyd George comunicó a un público de empresarios londinenses que «aunque en los asuntos exteriores nunca se consigue un cielo totalmente azul», parecía que algunas nubes empezaban a escampar. Reafirmó su confianza en que los problemas de Europa terminarían pronto. Desde un principio, a los políticos y los periódicos británicos —preocupados, en cualquier caso, por la crisis del Ulster— les costaba creer que los agravios de Austria contra Serbia merecieran una guerra.
Francia, que atravesaba un período de inestabilidad política crónica tras vivir siete cambios de gobierno entre 1911 y 1914, estaba inmersa en sus escabrosos asuntos nacionales, entre los que destacaba el juicio de Henriette, esposa de Joseph Caillaux, por haber asesinado a tiros al editor de Le Figaro, Gaston Calmette. El presidente, Raymond Poincaré, junto con René Viviani, su primer ministro temporal, zarparon de Dunkerque a primera hora de la mañana del 16 de julio, a bordo del acorazado France, en viaje de visita oficial a Rusia. Ambos aseveraron emprender la ruta como unas vacaciones; según dijo más adelante Poincaré, «navega[mos] bajo la ilusión de la paz»[17]. El servicio de radio del barco era rudimentario y, a lo largo de los días pasados en el mar, se vieron casi incomunicados: «Una espesa niebla cae sobre las olas, como si quisiera ocultar las costas europeas».
El día 20, el grupo francés llegó al embarcadero del palacio de Peterhof, donde los recibieron la familia imperial y varios ministros de Nicolás II. Maurice Paléologue, el embajador francés, afirmó que había oído decir al zar, mientras esperaba para recibir a sus huéspedes franceses: «No me puedo creer que [el káiser] quiera la guerra… Si usted lo conociera como yo… ¡Cuánta teatralidad [hay] en su pose! Para nosotros, ahora resulta aún más importante poder contar con Inglaterra en caso de emergencia. A menos que Alemania haya perdido la cabeza por completo, jamás atacará a Rusia, Francia e Inglaterra juntas»[18]. Tras las cortesías iniciales, Poincaré preguntó su opinión sobre los asesinatos de Sarajevo a Sergei Sazonov. Según las memorias del presidente, el ministro de Exteriores se mostró displicente, y los mensajes de la embajada francesa en Viena, advirtiendo de que parecía probable que los austríacos tomasen medidas drásticas, no se reenviaron a San Petersburgo hasta al cabo de unos días. En el banquete que se celebró a continuación, Paléologue, que estaba cada vez más eufórico y emocionado conforme avanzaba el viaje, escribió: «Recordaré durante mucho tiempo la deslumbrante exhibición de joyas en los hombros de las mujeres… una fantástica sucesión de diamantes, perlas, rubíes, zafiros, esmeraldas, topacios, berilos»[19]. Allí hubo un último florecer de la serena autocomplacencia de la clase dominante de la vieja Europa.
René Viviani encarnaba la idea que un inglés podía tener de un francés de teatro: locuaz, imprevisible, impulsivo y sujeto a accesos de grosería extrema. Durante el viaje a Rusia, estaba claro que tenía la cabeza más puesta en las cuestiones nacionales que en las internacionales: temía que, en el circo del juicio a madame de Caillaux, aparecieran pruebas embarazosas para él; y estaba nervioso por su querida, una actriz de la Comédie Française. Cuando llegaron mensajes de París, Poincaré se fue impacientando por saber todo lo referido a la crisis europea, pero Viviani solo parecía preocuparse por los cotilleos de la capital. Afirmó que la cuestión serbia acabaría resolviéndose, sin duda alguna, de modo que no había razones para apresurar la vuelta a casa.
Poincaré, apasionado defensor de la Entente, dirigió las conversaciones con los rusos y en su diario hizo constar una justificación personal muy teatral: «He asumido las responsabilidades de Viviani. Me temo que es un indeciso y un pusilánime». Paléologue señaló: «Era Poincaré el que llevaba la iniciativa. Al poco ya se ocupaba de todas las conversaciones, y el zar solo asentía dando su conformidad, si bien su apariencia general parecía demostrar una aprobación sincera. Irradiaba simpatía y confianza»[20]. El embajador era un testigo poco fiable, pero acertaba en cuanto al ánimo distendido de las conversaciones.
Es terriblemente difícil evaluar esta «cumbre franco-rusa» —tal como se la denominaría hoy—, porque no hubo actas ni se conservan muchos documentos estatales relevantes. Las memorias redactadas por algunos de los actores principales son elusivas, y quizá incluso directamente falsas, con respecto a lo acontecido. Poincaré y Sazonov afirmaron, por igual, haber hablado de generalidades porque no tenían noticia del inminente ultimátum austríaco a Serbia. Esto bien podría ser falso, ya que los rusos habían logrado descodificar el tráfico diplomático de Viena. El Estado Mayor zarista conocía bien los planes de los Habsburgo y sus maniobras: el coronel homosexual Alfred Redl, que era jefe del servicio de inteligencia austríaco —hasta que se quitó la vida, en 1913— era solo el más famoso de una red de agentes a sueldo de San Petersburgo. Los rusos tenían menos información sobre Alemania, aunque abrigaban pocas dudas con respecto a sus planes de guerra, con la gran maniobra envolvente por el oeste, tras comprarle a un espía, por 10 000 rublos, el informe sobre los simulacros de combate del ejército alemán en 1905.
Es probable que las delegaciones rusa y francesa sostuvieran intensos debates sobre la crisis de los Balcanes y asumieran una línea dura. Poincaré creía que los alemanes iban de farol: «Cada vez que hemos adoptado una postura de conciliación con Alemania, ella se ha aprovechado; en cambio, siempre que nos hemos mostrado firmes, ha cedido»[21]. La firmeza, que se consideraba una virtud, influyó poderosamente en el comportamiento de todas las potencias en julio de 1914. Algunos historiadores creen que, en San Petersburgo, Poincaré fortaleció la determinación belicista de Sazonov; «una triste pataleta», a juicio de Robert Vansittart, del Foreign Office británico[22]. Durante un banquete de estado en la embajada francesa, el ministro de Exteriores habló con el presidente en unos términos que reflejaban, a la inversa, las palabras de Conrad: afirmó que, si la crisis empeoraba, a Rusia le resultaría muy dificultoso llevar a cabo una movilización durante la cosecha. El hecho de que el francés reconociera en sus memorias haber sostenido una conversación acerca de tal contingencia sugiere que él y Sazonov ya creían que la situación balcánica era más grave de lo que luego admitieron.
Pero es fácil aceptar que Francia y Rusia acordaron coordinar una respuesta firme al ultimátum austríaco a Serbia, que llegaba a contemplar incluso una movilización preventiva de los rusos, como la que había tenido lugar en la última crisis balcánica, sin que esto los condene por haber precipitado una guerra europea. Sin duda, el zar no estaba en absoluto entusiasmado con aquel enfrentamiento, y sus generales sabían que su posición militar, con respecto a Alemania, sería mucho más fuerte en 1916. Los embajadores de Rusia en París, Viena y Berlín, junto con el general Yuri Danilov —el jefe de operaciones del ejército, un hombre de fuerte personalidad—, se ausentaron de sus puestos hasta que se planteó el ultimátum austríaco, el 24 de julio; otra indicación más de que San Petersburgo no preveía las hostilidades. De estas reuniones, todo lo que sabemos con seguridad es que el zar propuso realizar una visita a Francia en 1915. Ascendiendo por el Neva, en una zona de hermosos paisajes, el grupo franco-prusiano pasó ante astilleros en los que se construían buques de guerra, pero los trabajadores estaban en huelga. Nicolás apuntó que era obra de agitadores alemanes, que pretendían arruinar la visita estatal, pero Poincaré se encogió de hombros: «Simples conjeturas».
El día 21, el grupo del presidente recibió a todos los embajadores destinados en San Petersburgo, ataviados con sus bombachos y sus soberbios uniformes recamados en oro, e intercambió palabras banales con la mayoría de ellos. El enviado alemán comentó que, entrado el verano, ansiaba visitar junto con su familia francesa el país galo. El británico sir George Buchanan —«frío, lento y extremadamente cortés», en palabras del presidente— demostró cierta alarma ante la situación europea y sugirió que Viena y San Petersburgo abrieran una vía de diálogo directa. Poincaré respondió que eso sería tomar una dirección muy peligrosa, y escribió en su diario: «Esta conversación me ha dejado pesimista». El conde Friedrich Szapáry, el embajador imperial, perturbó mucho más al presidente francés, que escribió: «Da la impresión de que Austria-Hungría quiere hacer extensiva a toda Serbia la responsabilidad del crimen cometido [en Sarajevo] y probablemente desea humillar a su pequeño vecino. Si no digo nada, supondrá que Francia da su aprobación a una iniciativa violenta. Replico entonces que Serbia tiene amigos en Rusia que quedarían atónitos ante esta información, y que tal sorpresa sería compartida en todas partes».
Paléologue recordaba a Szapáry diciendo fríamente a Poincaré: «¡Monsieur le Président, no podemos admitir que un gobierno extranjero permita que en sus territorios se tramen conjuras contra nuestro sistema de gobierno!»[23]. Se supone que el presidente insistió en que todas las potencias europeas debían mostrar cautela, añadiendo: «Con un poco de buena voluntad, este asunto serbio es fácil de resolver. Pero con la misma facilidad puede convertirse en algo crítico. Serbia tiene muy buenos amigos en el pueblo ruso. Y Rusia tiene un aliado: Francia. ¡Podemos temer muchas complicaciones!». Szapáry hizo una reverencia y se fue sin pronunciar una palabra más. Poincaré le dijo a Viviani y a Paléologue, según este último: «No estoy satisfecho con esta conversación. Desde luego, el embajador ha recibido instrucciones de no decir nada… Austria nos esconde un coup de théâtre. Sazonov debe mantenerse firme, y nosotros, respaldarle». Es una versión falseada, pero es probable que reproduzca el tono de lo que se dijo.
Llegó un telegrama desde París, en el que se comunicaba que Alemania ofrecía su respaldo a Austria-Hungría. Viviani y Poincaré afirmaron haber coincidido en que parecía un farol, para aumentar la presión sobre los serbios; pero los líderes franceses empezaban a sentirse alarmados ante la poca y tardía información que llegaba desde París. Al poco, los alemanes empezaron a interferir en parte de los mensajes radiofónicos de la diplomacia francesa. El mero hecho de que Berlín adoptase tales medidas en la crisis de julio, al lado de su sistemática falsedad en los contactos con las otras potencias, sitúa al país bajo una luz poco agradable. Si Alemania deseaba de verdad un final pacífico, difícilmente lo promovería aislando a los líderes franceses de los acontecimientos en marcha o mintiendo sobre lo que ellos mismos sabían.
El día 23, Poincaré ofreció una cena bajo un entoldado, en el alcázar del France, que se estropeó cuando una fuerte tempestad empapó a la emperatriz y a sus hijas. El presidente se irritó porque la armada francesa había demostrado muy poca imaginación y elegancia en la preparación de la velada. La cena, a todas luces, necesitaba de un toque femenino. Pero la delegación francesa abandonó San Petersburgo, unas horas después, con la certeza de que la visita había sido un éxito y habiendo ratificado el compromiso francés con Rusia. De hecho, es posible que la visible incomodidad de Viviani se viera alimentada por el temor de no saber hasta dónde llegaría su presidente con las promesas de apoyo, aunque, una vez más, carecemos de pruebas al respecto. Poincaré conjeturó, más adelante, que el empeño alemán de aislarlo de la información durante aquellos días críticos se debió al miedo de que, de otro modo, Rusia y Francia pudieran haber planteado una iniciativa de paz creíble. No es muy verosímil; pero es un hecho constatado que los austríacos demoraron la presentación del ultimátum contra Serbia hasta estar seguros de que el grupo presidencial francés se había hecho a la mar y navegaba cada vez más lejos de las costas rusas. Hasta el día siguiente, en efecto, Poincaré y Viviani no empezaron a recibir, en fragmentos sucesivos, el texto del documento austríaco definitivo.
Por asombroso que parezca, entre el 14 y el 25 de julio, los dos hombres no recibieron ningún despacho de la misión francesa en Belgrado, porque el plenipotenciario estaba enfermo[24]. Entre tanto, en San Petersburgo, Paléologue seguía recomendando «firmeza» a Sazonov. En aquellos tiempos, los embajadores eran personas importantes, en su calidad de intermediarios y, a veces, de protagonistas. Paléologue era una personalidad imprevisible, que no temía la guerra porque creía que la balanza militar se inclinaba ahora del lado de Rusia y Francia. Pese a todo, sigue siendo difícil de entender por qué la cumbre de San Petersburgo debe condenarse como un episodio maligno y conspirador, tal como pretenden hacer creer algunas voces, aun careciendo de las pruebas necesarias.
Sin duda, entre Rusia y Alemania existía una competencia feroz por el control de los Dardanelos y el acceso al mar del Norte, pero esta última cuestión solo influyó en los acontecimientos de 1914 porque había intensificado la animosidad y las sospechas entre ambas naciones. El imperio zarista tenía motivos más poderosos que cualquier otra nación en Europa para retrasar el enfrentamiento. En San Petersburgo, durante el mes de julio, las dos potencias de la Entente no conversaron en torno de una iniciativa militar propia, sino sobre cómo se debía reaccionar a un iniciativa austríaca que, a todas luces, tenía muchas probabilidades de contar con el respaldo alemán. Nunca fue verosímil que Rusia consintiera en la eliminación de Serbia, ni que París dejase a San Petersburgo sin apoyo. Esto lo sabían tanto los austríacos como los alemanes, pero no se dejaron amedrentar porque se creían capaces de vencer la contienda.
Austria tomó la decisión definitiva de invadir Serbia, haciendo caso omiso de la respuesta que Belgrado diera a las exigencias de Viena, en una reunión secreta en la residencia de Berchtold, el día 19 de julio. El conde Tisza, el único que antes había disentido, se había reconciliado con la línea del ministro de Exteriores; en Hungría, la opinión pública se había vuelto tan febrilmente antiserbia como en Austria. El barón Musulin, responsable de la redacción del ultimátum austríaco a Serbia, dijo más adelante con orgullo que él lo había «esculpido y pulido como una piedra preciosa» para «asombrar al mundo con la elocuencia de su acusación». El día anterior a su entrega se mandó una copia a Berlín, que el gobierno alemán no trató de enmendar o suavizar y que, más adelante, afirmaría en falso no haber visto antes de su presentación.
El documento presentado a Belgrado a las 6 de la tarde del 23 de julio denunciaba a Serbia por fomentar el terrorismo y el asesinato en el imperio de los Habsburgo. Las acusaciones contenidas en el ultimátum, referidas a la participación de la Mano Negra en la trama de Sarajevo, eran válidas en su mayoría. Pero las cláusulas 5 y 6, en las que los austríacos exigían que se les otorgara poder para investigar y arbitrar en suelo serbio, representaban una rendición de la soberanía que ninguna nación podía aceptar; Viena no esperaba que Serbia lo hiciera. El misil de Berchtold se había lanzado y estaba en pleno vuelo.