II. Planes de batalla

Muchos europeos anticiparon, con distinto grado de entusiasmo, que más pronto o más tarde sus dos alianzas rivales llegarían a las manos. Lejos de considerarla un imposible, la guerra continental se consideraba una salida de lo más probable —y en modo alguno intolerable— a las tensiones internacionales. Europa contaba con veinte millones de soldados regulares y reservistas, y cada país desarrolló planes para todos los posibles despliegues. Todas las partes se proponían atacar. Las ordenanzas del servicio de campaña del ejército británico, de 1909, cuyo borrador se debía en gran medida a la mano de sir Douglas Haig, afirmaban: «Un éxito decisivo en la batalla solo puede alcanzarse mediante una vigorosa ofensiva». En febrero de 1914, el servicio de la inteligencia militar rusa entregó a su gobierno dos memorandos alemanes en los que se analizaba la necesidad de preparar a la opinión pública para una guerra en dos frentes. Italia, el tercer miembro de la Triple Alianza, estaba comprometida teóricamente con Austria y Alemania, lo que significaba que los franceses debían disponer tropas no solo para enfrentarse a los alemanes, sino también para defender su frontera sureste. Todas las potencias europeas, sin embargo —e incluso los propios italianos— tenían sus reservas con respecto a la actitud de Italia en caso de guerra. Algo sí parecía claro: el gobierno de Roma acabaría apoyando a cualquier potencia que prometiera consentirle sus ambiciones de expansión territorial.

En Alemania, el jefe del Estado Mayor Helmuth von Moltke heredó en 1906 de su predecesor, Alfred von Schlieffen, el plan para un grandioso avance arrollador por el norte de Francia, rodeando París, que aplastara al ejército francés antes de dirigirse contra Rusia. Durante el siglo pasado, el punto de vista de Schlieffen ha estado en el centro de todos los debates acerca de si Alemania podría haber ganado la guerra en 1914. La confianza de los dirigentes germanos en que podían iniciar un conflicto europeo general, y salir victoriosos del intento, radicaba por entero en el concepto de Schlieffen o, para ser más exactos, en la modificación que Moltke introdujo.

Al káiser le gustaba fingir que gobernaba Alemania y, en ocasiones, así lo hacía; el canciller al que había nombrado, el liberal-conservador Bethmann Hollweg, ejerció una influencia variable, mientras se esforzaba por manejar un Reichstag cada día más hostil. Pero la figura individual más poderosa en el imperio de Guillermo fue Moltke, quien controlaba la maquinaria militar más formidable de toda Europa. Era un general fuera de lo común, un seguidor de la Ciencia Cristiana, que tocaba el violonchelo y era presa de una profunda melancolía: lo apodaban der traurige Julius, «el triste Julio». En su vida eran evidentes la devoción hacia su esposa y la fascinación por la vida después de la muerte, el espiritismo y lo oculto, que ella alentaba. Moltke creía que ocupaba la posición más honorable sobre la Tierra. Ni él ni su ejército respondían ante ningún político; solo ante el káiser.

El Alto Estado Mayor, que funcionaba bajo su dirección, era la institución más respetada de Alemania. La formaban 625 oficiales que trabajaban en un edificio de la Königsplatz de Berlín, donde Moltke y su familia ocupaban un piso. Había una seguridad muy estricta: no disponían de secretarias u oficinistas y todos los borradores de documentos eran obra de oficiales del Estado Mayor. Cuando el servicio de limpieza se marchaba, cada mañana, ninguna mujer entraba en el edificio, salvo Eliza Moltke y su sirvienta. Cada año, cuando se preparaba un nuevo plan de movilización, se procedía a una meticulosa destrucción de las copias de la versión superflua. El rendimiento del Estado Mayor debía poco a la tecnología: no tenían coches; hasta el influyente Departamento Ferroviario contaba con una sola mecanógrafa; las llamadas de teléfono urgentes se realizaban desde una única cabina situada en el pasillo. No había cantina y la mayoría de los oficiales se traía el almuerzo de casa, para comer en sus escritorios a lo largo de una jornada laboral de entre doce y catorce horas. A todos los miembros del Estado Mayor se les había enseñado a pensar en sí mismos como parte de una élite sagrada, sujeta a unas reglas sociales que se observaban escrupulosamente: ningún hombre, por ejemplo, entraría en un bar frecuentado por socialistas.

El propio Moltke trataba de proyectar una impresión de fuerza personal que pronto se demostraría ilusoria, pero ejerció una influencia crucial en el camino hacia la guerra. Era un hombre de gran inteligencia y formación cultural, que ascendió gracias a una estrecha relación con el káiser que comenzó cuando era auxiliar de su tío, «el Gran Moltke», vencedor contra Francia en 1870-1871. Guillermo consideró que el sobrino del héroe resultaba agradable y se aferró a la convicción de que el genio del viejo tenía que haber pasado a la próxima generación. Pero la decisión de nombrar a Helmuth jefe del Estado Mayor fue controvertida; para algunos, incluso escandalosa. Uno de los antiguos instructores militares de Moltke escribió: «Este hombre podría ser un desastre»[56]. La elección de Guillermo derivaba, por supuesto, de su relación personal: a su juicio, el general le ofrecía una compañía y un trato agradables, requisito esencial de los cortesanos a lo largo de los tiempos. Moltke había demostrado ser un oficial competente sin dar pruebas de genio militar ni, de hecho, haber tenido mucha oportunidad de darlas.

Fue irónico que, después de 1890, el viejo Moltke sostuviera que, a partir de entonces, el destino de Europa debería decidirse por la vía diplomática y no en el campo de batalla: consideraba que la guerra había dejado de ser útil para Alemania. Pero a partir de 1906, su sobrino —de mucho menos talento— manifestó que, a su juicio, el concepto de la gran maniobra envolvente de Schlieffen posibilitaría que Alemania se hiciera con el dominio de Europa. En febrero de 1913, Moltke le dijo al jefe del Estado Mayor austríaco, Conrad Hötzendorf: «El destino de Austria, definitivamente, no se decidirá en el río Bug, sino en el Sena»[57]. Se convenció de que la nueva tecnología —los globos y los vehículos a motor— favorecería el control, muy centralizado, que los ejércitos alemanes tenían sobre el campo de batalla. Otros oficiales de alta graduación se mostraron mucho más escépticos. Karl von Einem, sobre todo, advirtió de las dificultades que podía entrañar dirigir los movimientos de casi tres millones de hombres y las probables limitaciones de unos reservistas en mala forma y mal entrenados; y anticipó —con acierto— que el épico avance por tierras francesas se vería frenado por una pérdida progresiva de impulso.

Pese a todo, Moltke siguió siendo, si no un entusiasta, al menos un fatalista con respecto a lo inexorable de la guerra con Rusia y Francia. En octubre de 1912, a sus sesenta y cuatro años, dijo: «Si la guerra viene, espero que llegue pronto, antes de que yo sea demasiado viejo para afrontar las cosas satisfactoriamente». Comunicó al káiser que tenía confianza en vencer rápidamente en una campaña decisiva, y repitió el comentario en los comienzos de la crisis de julio de 1914. El colosal enigma del jefe del Estado Mayor es que, mientras tanto, en privado abrigaba dudas y temores que estallarían de forma repentina y espectacular cuando llegara el conflicto. La parte racional de su naturaleza le decía que un gran choque entre las grandes potencias tendría que ser prolongado y duro, no rápido y fácil. En una ocasión comentó al káiser: «La próxima guerra será una guerra nacional. No se resolverá mediante una batalla decisiva, sino en una contienda larga y agotadora con un enemigo que no caerá vencido hasta que se quebrante por completo su fuerza nacional… una guerra que agotará por completo a nuestro propio pueblo, aún si vencemos».

Pero su propia conducta en los años anteriores a 1914 desdecía de esta cautela prudente. Moltke aceptaba la perspectiva de una gran colisión europea con una firmeza que prevalecía cuando a veces otros —Bethmann y el káiser— flaqueaban. El alto mando alemán sucumbió a una enfermedad común entre los militares de máxima graduación de muchas nacionalidades y épocas: deseaba demostrar a su gobierno y al pueblo que sus carísimas fuerzas armadas podían llevar a cabo sus fantasías. Moltke se describió a sí mismo, ante el príncipe Von Bülow, con palabras famosas (quizá de triste fama): «No me falta coraje personal, pero no alcanzo a decidir con rapidez; soy demasiado reflexivo, demasiado escrupuloso o, si lo prefiere, demasiado consciente para esa clase de puesto. No tengo capacidad para arriesgarlo todo en una sola tirada». Pero, en contra de esta profesión de conocimiento personal, ansiaba conseguir la victoria para así mostrarse merecedor de una responsabilidad para la cual casi nadie, entre sus pares, lo consideraba apto. Esto requería una movilización y concentración de las fuerzas asombrosamente rápidas; el despliegue de una pequeña fuerza dilatoria, para contener a los rusos, mientras la fuerza abrumadora de la nación conquistaba Francia en una campaña de solo cuarenta días, para luego volverse hacia el este.

Los planes de Austria-Hungría eran más flexibles —caóticos, de hecho—, porque el imperio no podía saber con certeza si combatiría contra Serbia en solitario (como deseaba) o si se enfrentaría a un segundo frente en su frontera de Galizia con la Polonia rusa. Muchas figuras extrañas se disputaban la atención en el escenario europeo de 1914, pero Conrad Hötzendorf destacaba entre ellos. Churchill lo describió como un «oficial oscuro, pequeño, frágil y delgado, con ojos penetrantes y expresivos en el rostro de un ascético»[58]. Cuesta imaginar a un hombre menos apropiado para su papel: era un incompetente de marca mayor, pero también un imperialista radical que ansiaba que los Habsburgo dominasen el Adriático, el Mediterráneo oriental, los Balcanes y el norte de África. Cumplía a la perfección la sentencia del viejo Moltke acerca de la clase de oficial más peligrosa: unía a la estupidez una gran energía. Su mujer había muerto un decenio atrás y compartía casa con su madre. En los últimos tiempos se había enamorado de Virginie von Reininghaus, esposa de un magnate de la cerveza, que acabó por convertirse en una obsesión. Llegó a convencerse de que si conseguía llevar a Austria a una gran victoria militar, cabalgaría sobre una ola de gloria personal y convencería a su Gina de que se divorciase de su marido y se casase con él. Así, le escribió para confiarle la esperanza de «una guerra de la que podré volver coronado con el éxito que me permitirá romper todas las barreras que se alzan entre nosotros… y reclamarte como mi amadísima esposa».

Desde 1906, Conrad había estado exigiendo una acción militar contra Serbia. En los diecisiete meses transcurridos entre el 1 de enero de 1913 y el 1 de junio de 1914, el jefe del Estado Mayor instó veintiséis veces a su gobierno a entrar en guerra. El día de San Valentín de 1914 escribió a Moltke para insistir en que Austria necesitaba con urgencia «romper el anillo que una vez más amenaza con encerrarnos». Para Conrad —como para Berchtold, de hecho—, la muerte del archiduque ofrecía una excusa caída del cielo para la guerra, más que una justificación. Tras ser testigo de la reducción del Imperio Otomano, humillado por unas naciones balcánicas jóvenes y firmes durante los conflictos regionales de los tres años anteriores, Conrad creyó que Sarajevo ofrecía a Austria su última oportunidad de escapar del mismo destino, al destruir la amenaza de un eslavismo autoritario encarnado en Serbia. Dijo: «Una monarquía tan antigua y un ejército tan antiguo [como los Habsburgo] no pueden perecer sin gloria»[59].

Berchtold, el ministro de Exteriores austríaco, caracterizó la política de Conrad en julio de 1914 como de «guerra, guerra, guerra». Ansioso por borrar la vergüenza de la derrota austríaca en 1866 ante los prusianos, el general lamentaba «esta estúpida paz que no hace más que arrastrarse». Tan fuertes eran sus ansias de enfrentamiento militar que apenas prestó atención a las cuestiones prácticas. Durante años, el ejército de tierra de Austria había ido acumulando moho y quedando por detrás de sus vecinos. El Parlamento se resistía a subir los impuestos necesarios para aumentar el presupuesto y la armada se llevaba buena parte del dinero disponible. Aunque la industria austríaca producía buen armamento —sobre todo, la artillería pesada y el fusil M95—, el ejército carecía de dinero para comprarlo en cantidad adecuada.

Entre el batiburrillo de minorías étnicas que conformaban el imperio, había muchos desafectos. Según las cifras de 1911, en cada millar de soldados austro-húngaros había un promedio de 267 alemanes, 233 húngaros, 135 checos, 85 polacos, 81 ucranios, 67 croatas y serbios, 54 rumanos, 38 eslovacos, 26 eslovenos y 14 italianos. En los cuerpos de oficiales, por el contrario, el 76,1% eran alemanes, el 10,7% eran húngaros y el 5,2%, checos. En proporción con la población respectiva, los alemanes tenían tres veces más oficiales de los que les corresponderían; los húngaros, la mitad; y los eslavos, una décima parte[60]. El ejército austríaco se gestionaba, por lo tanto, al estilo colonial, con muchos fusileros eslavos capitaneados por alemanes, más o menos como los oficiales británicos dirigían su ejército indio. De todas las potencias europeas, Austria era la menos preparada para responder a sus propias pretensiones en el campo de batalla. Conrad dio por sentado, simplemente, que si Rusia intervenía en interés de Serbia, los alemanes aguantarían la presión.

Viena había instado a Berlín a adoptar una política dura con respecto a los serbios. Ya en 1912, Guillermo y Moltke aseguraron a Francisco Fernando y Conrad que «podían contar con el pleno apoyo de Alemania en toda circunstancia», lo que algunos historiadores han dado en llamar «el primer cheque en blanco». Berlín tampoco guardó en secreto su compromiso: el 28 de noviembre, el secretario de Estado, Alfred von Kiderlen-Waechter, dijo ante el Reichstag: «Si Austria se ve obligada, por la razón que sea, a combatir por su posición de gran potencia, nosotros debemos estar a su lado». Bethmann Hollweg se hizo eco de este mensaje el 2 de diciembre, al afirmar que si Rusia atacaba a los austríacos por reafirmar sus legítimos intereses en los Balcanes, «entonces nosotros lucharemos por el mantenimiento de nuestra propia posición en Europa, en defensa de nuestro propio futuro y seguridad».

Desde que se supo de la existencia de una reunión entre el káiser y sus caudillos —a la que no asistieron Bethmann ni el ministro de Exteriores, Gottlieb von Jagow—, celebrada en el Palacio Real el 8 de diciembre de 1912, fue objeto de una atención viva y sostenida durante dos generaciones. Guillermo y los principales generales y almirantes de Alemania debatieron sobre la insistencia de Haldane en que Gran Bretaña estaba comprometida con preservar el equilibrio de potencias en el continente. Aunque no había actas, inmediatamente después Georg Müller, jefe del gabinete naval de Guillermo, anotó en su diario que Moltke había dicho: «Guerra, cuanto antes, mejor». El almirante añadió, de su propia cosecha: «No saca las conclusiones lógicas de esto, que es plantear un ultimátum a Rusia o a Francia, o a ambas, lo cual desataría la guerra teniendo la razón de nuestro lado»[61].

Otras tres fuentes confirman el relato de Müller, incluida la del plenipotenciario militar de Sajonia en Berlín, que el día 11 escribió a su propio ministro de Guerra: «Su Excelencia Von Moltke quiere la guerra… Su Excelencia Von Tirpitz, en cambio, preferiría que llegase transcurrido un año, cuando estén a punto el canal [de Kiel] y la base de submarinos de Heligoland»[62]. Después de la reunión del 8 de diciembre, los líderes alemanes acordaron que debía ponerse en marcha una campaña de prensa con la que preparar a la nación para el combate con Rusia, aunque no sucedió así. Müller escribió a Bethmann para informarle de las conclusiones de la reunión. Aunque seamos prudentes al valorar la importancia del Comité de Guerra de 1912 y rechacemos la tesis más oscura de Fischer, según la cual Alemania, a partir de entonces, encaminó su política a precipitar un conflicto general en Europa, el testimonio de la posterior conducta alemana nos muestra un Berlín asombrosamente tranquilo ante la posibilidad de semejante resultado. Los líderes nacionales tenían la confianza de que podrían imponerse, a condición de que el enfrentamiento se produjera antes de que el rearme ruso estuviera terminado, en 1916. Müller se sintió en la obligación de informar al káiser de que algunos oficiales de rango superior estaban tan convencidos de la inminencia de la guerra que habían convertido en oro sus posesiones personales de efectivo y acciones de bolsa.

Más tarde pareció que, en ocasiones, Bethmann flaqueaba. Por ejemplo, en junio de 1913 dijo: «Ya estoy cansado de la guerra y la retórica belicista y los eternos armamentos. Ya es hora de que las grandes naciones se calmen y prosigan con un trabajo pacífico. De otro modo, sin duda se producirá una explosión que nadie quiere y que hará daño a todo el mundo». Sin embargo, el canciller representó un papel destacado a la hora de fortalecer la maquinaria bélica alemana. En una conversación con el mariscal de campo Wilhelm von der Goltz, le dijo al viejo soldado e intelectual militar que podía garantizar el apoyo del Reichstag a cualquier solicitud de financiación militar. Goltz respondió que, en ese caso, sería mejor que el ejército se apresurase a presentar su lista de la compra. En efecto, dijo el canciller; pero si pide usted mucho dinero, habrá que verlo usándolo con prontitud, atacando. A Goltz le pareció muy bien. Entonces Bethmann añadió, en un momento de duda característico: «Pero incluso Bismarck evitó una guerra preventiva en el año [18]75». Era plenamente consciente de que el Canciller de Hierro, en la última etapa de su vida, había insistido en que Alemania debía dejar de combatir. Goltz replicó desdeñoso que, para Bismarck, era fácil tomar aquel camino, después de haber ganado ya tres guerras. Bethmann se convirtió en el principal impulsor de la solicitud parlamentaria del astronómico presupuesto militar de 1913, que incrementó radicalmente las fuerzas armadas del país.

Mientras tanto, Moltke era solo el más destacado de los militares alemanes de relieve que, durante los diecinueve meses transcurridos entre el Comité de Guerra de diciembre de 1912 y el estallido del conflicto, en agosto de 1914, mostró un insaciable apetito por una confrontación europea. En mayo de este último año, el conde y general Georg von Waldersee, intendente general del ejército imperial, escribió un memorando optimista acerca de las perspectivas estratégicas a corto plazo, pero sombrío con respecto al futuro a largo plazo: «Alemania no tiene razones para esperar un ataque en el futuro inmediato, pero… no solo carece absolutamente de razones para esquivar el conflicto sino que, más que eso, la probabilidad de alcanzar una victoria rápida en una gran guerra europea sigue siendo hoy muy favorable a Alemania, y también a la Triple Alianza. Pronto, sin embargo, ya no será así»[63]. Disponemos de muchas más pruebas documentales para respaldar el argumento de que los líderes alemanes deseaban una guerra en 1914 que para defender cualquiera de los escenarios alternativos que se han propuesto en los últimos años.

La Triple Entente tenía en común con la Triple Alianza el hecho de que solo dos de sus miembros estaban firmemente comprometidos a combatir juntos. Representaba una manifestación de buena voluntad y una posible colaboración militar, en modo alguno segura: algo más firme entre Francia y Rusia, algo menos por parte de Gran Bretaña. Los rusos siempre supieron que ellos tendrían que lidiar cualquier posible guerra desde el expuesto saliente de Polonia, vulnerable por el norte y el oeste ante Alemania, y por la parte sur ante los Habsburgo. Desde el punto de vista ruso, la carrera del despliegue de las fuerzas tras la movilización era una carrera para salvar Polonia; su principal prioridad era asegurar las fronteras polacas.

Ya en 1900 habían tomado la decisión de lanzar ofensivas simultáneas contra los alemanes en Prusia oriental y contra los austríacos en Galizia. Aunque en 1905 manifestaron ciertas dudas a este respecto, en 1912 habían renovado el compromiso y, en adelante, lo sostuvieron: se sentían muy atraídos por la idea de conquistar la Galizia de los Habsburgo y, de este modo, hacerse con una nueva y fuerte frontera montañosa, en los Cárpatos. Tenían dos planes alternativos. El primero, el «Plan G», respondía a la improbable contingencia de que los alemanes desplegasen el grueso de su ejército en el este. El segundo —el que se ejecutó en 1914— era el «Plan A». Requería que dos ejércitos se adentraran en Prusia oriental, como prolegómeno a la invasión de Alemania como tal. Mientras tanto, otros tres ejércitos lanzarían la ofensiva principal contra los austríacos, obligándolos a retirarse a los Cárpatos.

Francia pensaba enfrentarse a Alemania de acuerdo con su «Plan XVII». Joffre lo había perfeccionado, pero era mucho menos detallado que las disposiciones de Moltke. Allí donde Schlieffen bosquejó un proyecto de una colosal invasión de Francia, el Estado Mayor francés solo esbozó varias operaciones contra el ejército alemán, aunque estas presuponían un posterior avance por el interior del reino del káiser. El Plan XVII trataba ante todo de la logística precisa para concentrar las fuerzas tras la frontera, y no contaba ni con una agenda de operaciones, ni con la definición de objetivos territoriales explícitos. Mucho más importantes que el plan eran los valores y la doctrina que fomentaba con fervor mesiánico el jefe del Estado Mayor. «El ejército francés», decían sus Ordenanzas de 1913, obra de Joffre, «retomando sus tradiciones, en lo sucesivo solo reconocerá la ley de la ofensiva». La mejor fuente de Berlín en París, «el Agente 17», un boulevardier austríaco llamado barón Schluga von Tastenfeld, que conseguía mucha de su información moviéndose por los grandes salones, informó a Moltke —con acierto— de que probablemente Joffre invertiría el mayor esfuerzo en las Ardenas, por el centro del frente.

El jefe del Estado Mayor francés era un técnico, no un intelectual. Siempre fue una persona seria; de niño lo apodaron le père Joffre («el papá Joffre»). Los servicios de inteligencia alemanes lo describían como un hombre esforzado y responsable, pero demasiado lento y torpe para responder con eficacia ante una iniciativa tan espectacular como la maniobra envolvente de Schlieffen. Sin embargo, los políticos franceses lo consideraban adecuado porque —a diferencia de muchos de sus colegas— Joffre carecía de ambiciones políticas personales. Su franqueza, por otra parte, también les parecía refrescante. Cuenta la leyenda que Joseph Caillaux, el líder francés durante la crisis de Agadir, preguntó al jefe del Estado Mayor, entonces recién nombrado: «General, dicen que Napoleón solo libraba una guerra si creía que las probabilidades de victoria estaban 70 a 30 a su favor. ¿Tenemos ese 70 a 30?». Joffre respondió con laconismo: «Non, monsieur le premier ministre».

Fuera cierto o no que el jefe del Estado Mayor adoptara una postura tan cauta en 1911, a partir de entonces demostró más confianza. Joffre creía que, con Rusia como compañera, el ejército francés poseía las fuerzas y, sobre todo, el espíritu necesario para derrotar a los alemanes. Equivocó el cálculo cometiendo un error común a todos los militares europeos de 1914, al poner una fe exagerada en el poder del coraje humano. Los franceses lo llamaban cran —«agallas»— y élan vital. La instrucción hacía hincapié en la importancia absoluta de la voluntad de ganar. El ejército francés se equipó con un gran número de sus soberbios soixante-quinze —cañones de campaña de repetición, de 75 milímetros—, pero descuidó los obuses y la artillería pesada, que consideraba irrelevantes para su doctrina de ataque. Los acontecimientos demostrarían que los 75 milímetros y las agallas eran medios insuficientes para la guerra; pero en el verano de 1914, Joffre y la mayoría de sus colegas creían lo contrario.

En cuanto a la valoración francesa de las intenciones de Alemania, los oficiales de inteligencia del Deuxième Bureau infravaloraron sobremanera el global de las fuerzas del ejército alemán, porque no previeron que Moltke desplegaría sus formaciones de reserva al lado de las regulares; también creyeron que enviaría veintidós divisiones en contra de los rusos, cuando en realidad solo destinó once. Acertaron al creer que los alemanes tratarían de llevar a cabo una maniobra envolvente, pero al errar en el cálculo de las fuerzas enemigas, equivocaron en una medida garrafal su ámbito geográfico. Supusieron que los alemanes solo pasarían por una esquina de Bélgica, en lugar de barrer todo el país. Joffre calculó que las concentraciones alemanas en el norte y el sur debilitarían el centro de Moltke hasta hacerlo vulnerable a la ofensiva francesa. En esto, anduvo muy equivocado.

Los comandantes de ambos bandos subestimaron terriblemente a sus contrincantes. Los complejos planes rivales de movilización y despliegue no fueron la causa del conflicto de 1914, pero las grandes potencias habrían tenido muchas menos ganas de ir a la guerra si sus jefes militares hubieran reconocido la debilidad fundamental de su doctrina ofensiva. En las valoraciones de todos los países tuvieron mucho peso los éxitos de las ofensivas japonesas de 1905 contra las ametralladoras rusas. Concluyeron que esta experiencia demostraba que, con un espíritu lo suficientemente elevado, podrían imponerse a la tecnología moderna.

Algunos entusiastas patriotas británicos, a principios del verano de 1914, esperaban con ilusión el mes de junio del año siguiente, cuando se conmemoraría el centenario de la batalla de Waterloo; y propusieron usar aquella ocasión para celebrar que, durante todo un siglo, ningún ejército británico había derramado su sangre en la Europa occidental[64]. Sin embargo, se habían preparado prudentes planificaciones de contingencia para volver a hacerlo. Los ejércitos británico y francés habían iniciado conversaciones entre los estados mayores en 1906, y al año siguiente Gran Bretaña había firmado un acuerdo con Rusia. Los rusos, sin embargo, pusieron en tela de juicio la buena voluntad de su nuevo amigo cuando, en 1912, un astillero británico empezó a construir dos buques de guerra para los turcos, lo cual suponía una amenaza mortal para los dominios del zar en el mar Negro. Cuando San Petersburgo expuso su desconfianza, el Foreign Office respondió despreocupadamente que no podía inmiscuirse en los contratos comerciales privados. Además, una misión naval británica prestaba su ayuda a la flota otomana al mismo tiempo que Liman von Sanders adiestraba al ejército turco.

En una ocasión, en 1908, en una cena de Bethmann Hollweg con Lloyd George, el canciller alemán empezó a dar voces, agitando las manos mientras denunciaba el «anillo de acero» que sus enemigos estaban creando alrededor de su país: «Inglaterra abraza a Francia. Traba amistad con Rusia. Pero no es porque se amen entre ustedes, ¡es porque odian a Alemania!»[65]. Bethmann se equivocaba. La adhesión de Gran Bretaña a la Entente vino dada no tanto por el entusiasmo de abrazar a Rusia y Francia como aliadas o socias contra el káiser, como por la voluntad británica de reducir el número de sus enemigos. Cada vez se veía más claro, al menos en Whitehall, que el vasto imperio del que tan orgullosos se sentían amenazaba con convertirse en una carga estratégica y económica, en lugar de ser una fuente de riqueza. El poder ruso en el Asia central, y el Gran Juego que se derivó, no se podía contrarrestar sin un enorme gasto y esfuerzo. La disputa entre Gran Bretaña y Francia por Fashoda, en el Alto Nilo, en 1898, había vuelto a despertar enemistades y celos viscerales. La evolución que se dio durante la primera década del siglo XX no fue tanto una triple entente en la que Gran Bretaña ansiaba comprometerse, sino dos procesos de distensión paralelos.

Sazonov, en San Petersburgo, sabía lo mucho que Francia y su propio país necesitaban a Gran Bretaña. El 31 de diciembre de 1913 escribió: «Ambas potencias [Francia y Rusia] apenas son capaces de asestar un golpe mortal a Alemania, ni siquiera en caso de éxito en el campo de batalla, que siempre es algo incierto. Sin embargo, una lucha en la que participase Gran Bretaña podría ser fatal para Alemania»[66]. Por esto, el ministro de Exteriores estaba enfurecido ante la «política vacilante y retraída» de Londres, que a su juicio suponía un obstáculo crucial para la disuasión. No obstante, Gran Bretaña seguía mostrando un entusiasmo tibio por Rusia. Para muchos demócratas convencidos, resultaba violento que su país tuviera que relacionarse con una autocracia absolutista y, aún peor, con sus clientes balcánicos. En París, a las puertas del clímax de la crisis de julio de 1914, Raymond Recouly, de Le Figaro, se encontró con sir Francis Bertie, el embajador británico, a punto de entrar en el Quai d’Orsay. El inglés, apodado «el Toro» por sus colegas, mostró su preocupación por la situación de Europa y dijo: «¿Confía usted en los rusos? ¡Nosotros, no del todo!». Añadió: «Y lo mismo diría de los serbios. Por eso nuestro país no se sentirá cómodo si tiene que batallar en la misma guerra que rusos y serbios»[67]. Además, en Gran Bretaña, mucha gente —sobre todo la de más edad— mostraba muy poco entusiasmo ante la perspectiva de entrar en un conflicto en el mismo bando que Francia. En 1914, cuando sus colegas del Partido Conservador dieron la bienvenida a la Entente, lord Rosebery dijo, enojado: «Todos ustedes están en un error. ¡Al final, esto significa la guerra contra Alemania!»[68]. La anciana lady Londesborough, sobrina nieta de Wellington, comentó a Osbert Sitwell en 1914: «¡No me asustan los alemanes, sino los franceses!»[69].

La desconfianza era mutua. Uno de los principales motivos por los que el presidente Poincaré estaba resuelto a unirse a Rusia como aliada militar era su temor de que, en el momento preciso, Gran Bretaña no estuviera prestando su apoyo al ejército francés. Mientras que Francia y Rusia habían firmado un tratado bilateral y estaban comprometidas a prestarse apoyo mutuo en caso de ataque, Gran Bretaña no era partidaria de mantener un pacto tan estrecho, sino más bien de dar muestra de buenas intenciones y establecer conversaciones entre los estados mayores de tierra y la marina. La primera deliberación acerca de una eventual fuerza expedicionaria a Francia tuvo lugar en diciembre de 1908. Más adelante, el 23 de agosto de 1911, un subcomité del Comité Imperial de Defensa, en el que estaban presentes lord Asquith y Churchill, trató extensamente la posibilidad de que Gran Bretaña se viera obligada a intervenir en caso de guerra en Europa. Un historiador moderno ha sugerido que esta reunión «preparó el terreno para una confrontación militar entre Gran Bretaña y Alemania». Parece muy exagerado: nadie sabía mejor que Asquith lo renuentes que se podían mostrar su propio partido y el Parlamento a la hora de refrendar la participación del país en un conflicto europeo.

Tras la reunión del Comité de Defensa, el primer ministro protestó, alegando que «todas las cuestiones sobre qué medidas se adoptarán han estado y deben seguir estando reservadas a la decisión del gabinete, y queda muy lejos de la función de los oficiales de la marina o el ejército emitir un juicio anticipado sobre tales asuntos». La opinión contemporánea de un exasperado oficial superior del Estado Mayor británico —Henry Wilson— era que «aún no había un acuerdo definitivo con Francia, sobre entrar con ella; nada salvo una autorización emitida a regañadientes por nuestro gob[ernador] al Estado Mayor, sobre la teoría de una posible cooperación»[70]. Esto parece bastante cierto. El jefe del Foreign Office, sir Arthur Nicolson, recordó al ministro de Exteriores, en agosto de 1914, que «usted le ha prometido una y otra vez a M. Cambon [el embajador francés] que, si el agresor era Alemania, usted estaría al lado de Francia». Grey replicó de un modo que justificaba todo prejuicio francés con respecto a la duplicidad anglosajona: «Sí, pero no tiene nada por escrito»[71].

Un cronista reciente de esta época ha sugerido que los generales y ministros de Asquith se entregaron a «una entusiasta planificación bélica» tras la reunión de 1911[72]. Sin duda, se tomaron medidas preventivas y, a partir de aquel año, se fueron trazando planes; por ejemplo, los edificios donde la Universidad de Oxford celebraba sus exámenes se eligieron para uso hospitalario. Pero parece irrazonable calificar estas medidas de «entusiastas». Lo que resultó extraordinario en la elaboración de las políticas británicas durante la evolución de la Entente —y se reflejó en las actitudes sostenidas en la reunión del Comité Imperial de Defensa en 1911— fue que el gobierno reconociera la posibilidad de participar en una guerra continental, al tiempo que proponía contribuir a ello con un ejército ridículamente reducido. Winston Churchill escribió más adelante que, siendo un joven oficial de caballería en la década de 1890, él y los de su clase eran tan conscientes de la insignificancia del ejército británico en comparación con los continentales que «ningún teniente patriotero u oficial comefuego del Estado Mayor… ni siquiera en sus momentos más optimistas, habría creído que se mandaría de nuevo a nuestro pequeño ejército a Europa»[73]. Quince años después, aunque Haldane había reformado la estructura del ejército, seguía siendo pequeño, para lo habitual en el continente. La previsión del presupuesto militar de 1913 no mencionaba ningún papel importante en un conflicto europeo. A la supuesta Fuerza Expedicionaria se le dio este nombre porque nadie sabía en qué zona del extranjero podrían desplegarla; quizá en la India, en África o en el Medio Oriente.

He aquí una manifestación de una enorme e histórica locura inglesa, repetida a lo largo de muchos siglos, incluido el XXI: adoptar una estrategia de gestos, asignando pequeñas fuerzas como garantía de buenas intenciones, y a la vez haciendo caso omiso de la flagrante insuficiencia para los objetivos militares en cuestión. A partir de 1907, lord Northcliffe había estado haciendo campaña a favor del alistamiento en su Daily Mail, para crear un ejército británico de un tamaño equiparable a la grandeza del imperio; pero su cruzada recibió poco apoyo. La acusación más grave contra el gobierno de Asquith, y en concreto contra el ministro de Exteriores, sir Edward Grey, es que desarrollaron una política sensata al admitir la posibilidad de que Gran Bretaña no pudiera permanecer neutral en el caso de una guerra general en Europa, porque la hegemonía alemana en el continente representaría un resultado intolerable; pero rehusaron tomar las medidas prácticas adecuadas para participar en una batalla de aquellas características.

Se suele retratar a Grey como un personaje amable y civilizado que en 1914 lamentó que estallara la guerra con una elocuencia poco habitual, y que escribió buenos libros sobre observación de aves y pesca con mosca. Viudo, a sus cincuenta y dos años, sus asuntos personales estaban menos vacíos de lo que suponía la mayoría de sus contemporáneos. Tuvo una vida amorosa muy animada, aunque también mucho más discreta que la de su colega Lloyd George; el último biógrafo de Grey identifica a dos hijos ilegítimos[74]. Algunos de sus contemporáneos lo despreciaban. Sir Eyre Crowe, un funcionario del Foreign Office reputado por su falta de moderación, calificó a Grey de «tonto incapaz, inútil y pusilánime». El habitual carácter taciturno del ministro de Exteriores hizo que Lloyd George, por ejemplo, llegase a la conclusión de que valía menos de lo que se pensaba y que su economía con las palabras no reflejaba un carácter fuerte, sino débil. Grey no hablaba lenguas extranjeras y le disgustaba el extranjero. Pese a ser un hombre muy inteligente, también era intolerante y presa de violentos cambios de ánimo.

Pero entre 1905 y 1916, dirigió la política de exteriores británica como si fuera su dominio privado. Lloyd George escribió: «Durante los ocho años anteriores a la guerra, el gobierno dedicó una parte ridículamente pequeña de su tiempo a considerar las cuestiones extranjeras»[75]. La actitud del gobierno de Asquith ante estos asuntos, como ante las otras potencias europeas, reflejaba un sumo engreimiento moral que se manifestaba en una condescendencia que ofendía especialmente a los alemanes. El embajador francés en Londres, Paul Cambon, observó con sarcasmo que nada complacía más a un inglés que descubrir que los intereses de Inglaterra coincidían con los de la humanidad en general: «Y allí donde esa confluencia no existe, hace cuanto puede para generarla». En una cena en la que estaban presentes varios miembros del gobierno, lord Northcliffe afirmó con desprecio que los editores de periódicos británicos estaban mejor informados de los asuntos exteriores que cualquier ministro del gabinete[76]. El canciller afirmó del titular de Exteriores: «Sir Edward Grey pertenece a la clase que, por herencia y tradición, espera encontrar un lugar en la judicatura para sentarse a juzgar a sus semejantes desde lo alto, antes incluso de haber tenido oportunidad de familiarizarse con los trabajos y padecimientos de la humanidad»[77].

Esta era una pulla característicamente desagradable, pero Henry Wilson escribió, tras sus conversaciones con los ministros, en 1911, acerca de los escenarios de conflicto, que no le impresionaba «la comprensión de la situación por parte de Grey y Haldane [a la sazón, ministro de Guerra], siendo Grey con mucho el más ignorante y descuidado de ambos, pues no solo no tenía idea de lo que significaba la guerra, sino que me dio la impresión de que ni siquiera quería saberlo… un hombre débil, vanidoso e ignorante, indigno para el cargo de ministro de Exteriores de cualquier país más grande que Portugal»[78]. Bernard Shaw odiaba a Grey por ser un «Junker de la cabeza a los pies… [con] un gusto personal por la mendacidad»[79], una acusación relacionada con una brutal respuesta británica a una disputa de 1906 en un pueblo egipcio sobre el derecho de los oficiales al tiro al pichón.

Aunque se tratara de una hipérbole de Shaw, la diplomacia secreta de Grey era sin duda prepotente, como todo el manejo británico de las cuestiones extranjeras en aquella época. En agosto de 1904, lord Percy —en nombre del gobierno, entonces conservador— respondió con magnificencia patricia a una pregunta en los Comunes, acerca del acuerdo anglo-francés recién cerrado: «La especulación y conjetura con respecto a la existencia o no existencia de cláusulas secretas en los tratados internacionales es un privilegio público, cuya conservación depende de la reticencia oficial». Pero Asquith escribió a Grey el 5 de septiembre de 1911, advirtiéndole sobre los peligros del diálogo que el ministro de Exteriores había autorizado entre los estados mayores francés y británico: «Mi querido Grey, conversaciones como las celebradas entre el general Joffre y el coronel Fairholme me parecen bastante peligrosas, sobre todo la parte relativa a la posible ayuda británica. No se debe alentar a los franceses, en las circunstancias actuales, a realizar sus planes basándose en supuestos de esta naturaleza. Suyo afectísimo, H[erbert] H[enry] A[squith]».

Pese a todo, el primer ministro, ante las graves dificultades que vivía en su propia nación, prácticamente dio a Grey carta blanca en los asuntos del extranjero. El ministro de Exteriores se sentía capacitado para ofrecer a los franceses garantías de un probable respaldo británico en caso de guerra, sin consultar al pleno del gabinete o a la Cámara de los Comunes, en un procedimiento incompatible con la noción moderna o incluso contemporánea de la gobernanza democrática; y, posiblemente, sin parangón hasta la connivencia —aún menos justificable— de los gobiernos inglés y francés para invadir Egipto en 1956. Grey actuó en secreto porque sabía que no conseguiría un mandato parlamentario. Durante la crisis de julio, su voluntad personal de que Gran Bretaña luchase en el bando de Francia iba muy por delante de la de la mayoría de sus colegas en el gobierno o de la opinión pública.

Sin embargo, se hace difícil defender la teoría de que Grey tuvo gran parte de la responsabilidad de la guerra porque ni supo hablar con franqueza al pueblo británico durante los últimos años de paz, ni tampoco acertó a advertir explícitamente a Berlín de que Gran Bretaña no permanecería neutral. Los alemanes, en el rumbo adoptado en 1914, ya contaban con la intervención británica y concedían escasa importancia a la posible participación de un ejército al que despreciaban. Tampoco se dejaron intimidar por el riesgo económico que podía suponer el absoluto dominio británico de la marina mercante a nivel mundial, y su capacidad para imponer un bloqueo, porque su intención era alcanzar una victoria rápida. Probablemente, ninguna acción que el gobierno de Asquith hubiera podido acometer habría logrado evitar la guerra en 1914, aunque es cierto que otro ministro de Exteriores quizá hubiera adoptado otra perspectiva acerca de la participación británica.

La Fuerza Expedicionaria Británica (FEB) prevista iba bien pertrechada, en relación con su tamaño, pero su insuficiencia numérica reflejaba una reticencia a gastar mucho dinero en soldados, cuando la Marina Real estaba absorbiendo una cuarta parte del presupuesto estatal. Henry Wilson, quien fuera director de operaciones militares entre 1910 y 1914, hablaba de «nuestro pequeño y curioso ejército»[80], y sostenía con desdén que en el continente no había ningún problema militar que pudiera saldarse adecuadamente con la respuesta de las exiguas seis divisiones británicas. Pero el gobierno no estaba dispuesto a consentir más y su política era un reflejo del sentir popular. Los ingleses querían y valoraban a los marinos; en cambio, tanto las fuerzas regulares como las territoriales contaban con menos reclutas de los necesarios; el entusiasmo por el servicio militar era especialmente bajo entre los habitantes del campo y los galeses.

Wilson representó un papel crucial a la hora de establecer una relación militar con Francia mucho más estrecha de lo que la mayoría de los soldados británicos quería, o el gabinete sabía. Era un orador brillante, de convicciones imprevisibles y a menudo temerarias, que suspendió cinco veces los exámenes de ingreso a la academia militar. Fue, durante mucho tiempo, defensor del reclutamiento y hablaba de los voluntarios a tiempo parcial de la Fuerza Territorial como «los mejores hombres de Inglaterra, y los más patriotas, porque están intentando hacer algo»[81]. En 1910, siendo comandante de la escuela militar del Ejército Británico, defendió la probabilidad de una guerra europea y sostuvo que, para Gran Bretaña, la única opción prudente era aliarse con Francia en contra de los alemanes. Un estudiante se aventuró a discutírselo, alegando que solo «una estupidez inconcebible por parte de los hombres de Estado» podría precipitar una conflagración general. Wilson le respondió con sorna: «¡Ja, ja, ja! ¡Una estupidez inconcebible es precisamente lo que se va a encontrar!»[82]. Lord Esher escribió más tarde que Wilson enviaba a sus pupilos de vuelta a las formaciones «con la sensación de que [la guerra europea] era un cataclismo inminente»[83]. El primer ministro se lo describió a Venetia Stanley como «un rufián ponzoñoso pero astuto»[84]; no son palabras poco acertadas. Era un intrigante desprovisto de vergüenza, que se entrometía en todo hasta el punto de ofrecer apoyo a la amenaza de rebelión de los protestantes del Ulster. Pero gracias a él, casi en exclusiva, el ejército británico tenía planes preparados para enviar una fuerza expedicionaria al continente, lo que se conoció como el plan «W. F.» (with France, «con Francia»).

En 1911, Wilson consiguió que Grey aceptara desarrollar, junto con las compañías ferroviarias de Gran Bretaña, un programa para trasladar a las unidades hasta los puertos, en caso de guerra, y se fijaran unos horarios adecuados. Aquel año, a finales de julio, Lloyd George pronunció en la Mansion House[*2] un discurso en el que presentaba a Inglaterra al lado de Francia, sin lugar a dudas, en cualquier disputa con Alemania; y Wilson se convirtió en el instrumento más señero de Inglaterra en los preparativos que debían permitir cumplir con tal compromiso. A lo largo de 1913, realizó siete visitas a Francia, y en las conversaciones con Joffre y su Estado Mayor prometió 150 000 hombres para el decimotercer día después de la movilización, que se concentrarían entre Arrás, San Quintín y Cambrai, preparados para las operaciones. Aunque era descabellado, fue así como un alto oficial británico dio origen a un acuerdo militar. Wilson sostuvo que, aunque la FEB sería pequeña, su contribución moral sería de primer orden. Subestimó terriblemente las fuerzas alemanas con las que se enfrentarían. Pero aunque por entonces era solo un general de brigada, ejerció una influencia extraordinaria —y probablemente decisiva— a la hora de convencer a Asquith de que contemplase el compromiso militar en el continente, aunque no lo confirmase con claridad. Esto parece reflejar el sentido de la prudencia propio de un hombre de Estado, más que cualquier gusto personal por el belicismo.

Mientras tanto, en las conversaciones anglo-rusas de los estado mayores navales, en 1914, los británicos sopesaron si prestar apoyo a un desembarco ruso en la Pomerania. Era la clase de juego de guerra que se permitían todas las fuerzas armadas, pero cuando un diplomático ruso filtró la noticia en Berlín, la paranoia alemana con la Entente se agravó. Por desgracia, no representaba una operación bélica creíble. Si la mayoría del ejército británico no había reflexionado mucho sobre la posibilidad de participar en un conflicto europeo, la Marina Real aún lo había pensado menos. Los países continentales esperaban que habría un enfrentamiento armado, antes o después, lo cual ayudó a que este acabase por suceder. Los habitantes de la isla vecina, en cambio, consideraban más probable verse luchando entre ellos al cabo de poco tiempo.