I. Cambio y decadencia

Un día de 1895, un joven oficial del ejército británico fue a comer con el viejo estadista sir William Harcourt, en Londres. Tras una conversación en la que el invitado tuvo un peso en absoluto menor, según sus propias palabras, el teniente Winston Churchill —porque era él— preguntó impaciente a Harcourt: «Y ahora, ¿qué sucederá?». Su anfitrión respondió con la inigualable autocomplacencia victoriana: «Mi querido Winston, las experiencias de una larga vida me han convencido de que nunca pasa nada»[1]. Las fotografías en color sepia ejercen una fascinación sobre las generaciones modernas, intensificada por la serenidad que la larga exposición de las placas fotográficas imprimía a sus objetos. Tenemos aprecio por las imágenes de la vieja Europa en los últimos años previos a la guerra: aristócratas ataviados con tiaras y trajes de fiesta, blancas corbatas y fracs; campesinos balcánicos con bombacho y fez; grupos de familias reales altaneras y destinadas a caer.

Los jóvenes con bigotes y pipas humeantes, tocados con el inevitable sombrero de paja, impulsando bateas en compañía de chicas de cabello de paje y cuello alto, hacen pensar en un idilio antes de la tormenta. En los círculos de la buena sociedad, incluso el lenguaje estaba terriblemente encorsetado: expresiones como «maldita sea» o «puñetero» eran intolerables, y no se oían voces más fuertes entre hombres ni mujeres, salvo en un contexto muy personal. «Decente» era un elogio de primer orden; «desvergonzado» representaba una condena inapelable. Cincuenta años después, el escritor y veterano de guerra británico Reginald Pound afirmó: «La objetividad sarcástica de nuestra actual escuela de historiadores no es capaz ni de atravesar ni de hacer desvanecerse la bruma dorada de aquella época tan singular; pues a pesar de las injusticias endémicas, las elevadas rentas de la propiedad, la abundante desdicha y la constante presencia del alcoholismo, la gente conoció una clase de felicidad incorrupta que luego desapareció del mundo»[2].

Sin embargo, aunque Pound estuvo allí y nosotros no, parece difícil aceptar su visión de las cosas. Solo una persona con voluntad de permanecer ciega a los extraordinarios acontecimientos del mundo podría referirse a los primeros años del siglo XX como una época de tranquilidad; mucho menos, de satisfacción. Más bien al contrario: se vivía un momento de agitación, de pasiones y frustraciones, de novedades científicas e industriales, de ambiciones políticas irreconciliables, que provocaron que muchas de las primeras figuras de la época reconociesen que el viejo orden estaba dejando de ser sostenible. A decir verdad, los duques aún tenían a su servicio lacayos con el pelo empolvado en blanco; las casas elegantes tenían costumbre de que en sus comidas se sirviesen entre diez y doce platos; aún se celebraban duelos en el continente. Pero estaba claro que todo aquello tocaba ya a su fin, que el futuro lo decidiría la voluntad de las masas o quienes tuviesen la habilidad de manipularlas, y no los caprichos de la casta gobernante tradicional, por más que quienes ostentaban el poder se esforzasen en posponer el aguacero.

En nuestra época nos enorgullece pensar que debemos vivir —y nuestros líderes nacionales deben decidir— en un clima de cambio de una rapidez inaudita. Pero entre 1900 y 1914, los avances tecnológicos, sociales y políticos barrieron Europa y Estados Unidos a una escala jamás vista en ningún período anterior, en un abrir y cerrar de ojos de la experiencia humana. Einstein publicó su teoría de la relatividad especial; Marie Curie aisló el radio y Leo Baekeland inventó la baquelita, el primer polímero sintético. Teléfonos, gramófonos, vehículos a motor, sesiones cinematográficas y casas con electricidad se convirtieron en elementos corrientes entre la gente con posibles de las sociedades más ricas del mundo. La circulación en masa de periódicos alcanzó un poder político y una influencia social sin precedentes.

En 1903, el hombre logró que funcionase por primera vez el vuelo motorizado; cinco años después, el conde Ferdinand von Zeppelin poetizó la misión de garantizar vía libre por los cielos, una perspectiva cada vez más plausible: «Solo con ello podrá hacerse realidad el antiguo mandamiento divino… [de que] la creación debe ser dominada por la humanidad». En el mar, después de que la Marina Real británica botara en 1906 el Dreadnought, todos los buques principales que no contaban con artillería pesada montada en torretas eléctricas quedaron obsoletos y descartados para la batalla naval. La distancia a la que se esperaba que las escuadras abrieran fuego unas contra otras —unos pocos miles de metros, cuando los almirantes eran aún cadetes— se había ampliado ahora a decenas de kilómetros. Se comprendió que los submarinos serían una potente arma de guerra. Al otro lado del océano, aunque el primer gran conflicto de la era industrial fue la guerra civil estadounidense, y no la primera guerra mundial, en el intervalo entre ambas contiendas la tecnología de destrucción experimentó avances espectaculares: las ametralladoras lograron ser fiables y eficientes y la artillería aumentó su potencial homicida. Se comprendió que la alambrada también podía usarse para controlar los movimientos de los soldados, con la misma eficacia que controlaba los de los animales. Pese a todo, buena parte de las conjeturas que se promulgaron sobre el futuro carácter de la guerra estaban equivocadas. Un artículo sin firmar que apareció publicado en 1908 en el semanario alemán Militär-Wochenblatt afirmaba que la experiencia ruso-nipona de 1904-1905 en Manchuria «demostró que podían tomarse hasta las trincheras y fortificaciones bien defendidas, a campo abierto incluso, con coraje y una astuta explotación del terreno… La idea de que los estados libren una guerra hasta el punto de caer en el agotamiento absoluto escapa a la experiencia cultural europea»[3].

El socialismo se convirtió en una fuerza de primer orden en todos los países del continente, al tiempo que el liberalismo iniciaba su declive histórico. También pasó a los primeros lugares la revolución de la mujer contra el sometimiento estatutario, sobre todo en Gran Bretaña. En toda Europa, los salarios reales aumentaron casi un 50% entre 1890 y 1912, la mortalidad infantil disminuyó y la nutrición mejoró de forma considerable. Sin embargo, pese a todos estos avances —o debido a ellos, según la perspectiva de Tocqueville de que la miseria es menos soportable cuando no es absoluta—, decenas de millones de trabajadores protestaban por las desigualdades sociales. Las industrias de Rusia, Francia, Alemania y Gran Bretaña se vieron sacudidas por las huelgas, en ocasiones violentas, que sembraron la alarma e incluso el terror entre las clases gobernantes. En 1905, Rusia vivió su primera gran revolución. Alemania desplazó a Francia y Rusia como enemigo más plausible del Imperio Británico. Gran Bretaña, que había sido la primera nación industrializada del mundo, vio caer su cuota de la producción mundial de un tercio en 1870 a una séptima parte en 1913.

Todo esto sucedió en un lapso de tiempo corto, similar al que hoy nos separa de los ataques terroristas contra Estados Unidos en 2001. El político e historiador social Charles Masterman escribió, en 1909, que no tenía claro «si la civilización está a punto florecer o bien de convertirse en una marchita maraña de hojas secas y oro desvaído… si estamos a punto de sumergirnos en un nuevo período de tumultos y agitación o si, de repente, se abrirá una puerta que revelará unos esplendores inimaginables»[4]. El escritor austríaco Carl von Lang escribió a principios de 1914: «Se nota que hay algo en marcha; lo único impredecible es el calendario. Quizá veamos varios años más de paz, pero es igualmente posible que, de la noche a la mañana, estalle una agitación terrible»[5].

No es de extrañar que a los hombres de estado de Europa, enfundados en sus fracs, les resultara difícil adecuar sus ideas y conducta a la nueva época a la que se vieron empujados de forma tan abrupta, a la aceleración de las comunicaciones que transformó las relaciones humanas y a un incremento del poder destructivo de las fuerzas armadas que pocos supieron entender. La diplomacia en coche de caballo, tanto como el gobierno de los coronados electos por un accidente de cuna, resultaron totalmente inadecuados para manejar una crisis de la era eléctrica. Winston Churchill escribió en 1930: «Apenas ha perdurado ninguna de las cosas materiales o de renombre que crecí considerando como permanentes o vitales. Todo aquello que juzgaba imposible que sucediera, o me enseñaron a juzgarlo así, ha sucedido»[6].

Entre 1815 y 1870, Rusia, Prusia, Austria y Francia tuvieron casi la misma autoridad en el escenario mundial, por detrás de Gran Bretaña. Luego, la nueva Alemania aceleró y se la reconoció como la nación continental de mayor éxito, con diferencia: líder mundial en casi todos los sectores industriales, desde la farmacéutica a la tecnología automovilística, y pionera social en cuanto a la promoción de seguros médicos y pensiones de vejez. En Gran Bretaña, algunos patrioteros belicosos se dejaron engañar por la inmensidad de su imperio y seguían creyendo en la primacía de su pequeño país; pero los economistas analizaron fríamente su eclipse, por detrás de Estados Unidos y de Alemania tanto en la producción como en el comercio, con el cuarto puesto ocupado por Francia. Todas las grandes naciones consideraban positiva la ambición de extender al máximo su propia grandeza y sus posesiones territoriales. Solo Gran Bretaña y Francia estaban a favor de mantener el statu quo en el extranjero, porque ya habían saciado sus ambiciones imperiales.

Otros se sentían inquietos. En mayo de 1912, el teniente coronel Alick Russell, agregado militar británico en Berlín, manifestó su preocupación por el febril estado de ánimo que percibía. A su juicio, «en los corazones alemanes [se vivía la] incómoda sensación de que el ejército patrio estaba adquiriendo la fama de una escasa predisposición al combate, más una intensa irritación ante lo que se consideraba arrogancia francesa y nuestra propia hostilidad, en apariencia inevitable». En conjunto, apuntaba, «obtenemos una suma de sentimiento nacional que, llegado el caso, podría decantar la balanza cuando se pese en ella la cuestión de la guerra o la paz»[7]. La preocupación de Russell por la imprevisibilidad e inestabilidad alemanas, que a veces rozaba la histeria, se reflejaba en todos sus despachos y fue creciendo durante los dos años siguientes.

En contra de lo que creían sus vecinos, sin embargo, en Alemania había mucha gente que no sentía interés por la guerra. El país se acercaba a una crisis constitucional. El Partido Socialdemócrata, que dominaba el Reichstag —pues el movimiento socialista alemán era el mayor del mundo—, se mostraba netamente hostil al militarismo. A principios de 1914, el agregado naval británico informó, no sin cierta sorpresa, de que las reuniones navales del Reichstag apenas contaban con asistencia; solo acudían entre veinte y cincuenta miembros, que además no paraban de cuchichear durante las intervenciones[8]. La clase trabajadora industrial estaba sumamente distanciada de un gobierno formado por ministros conservadores a los que se había nombrado por resultar aceptables al káiser.

Pero Alemania, aunque ya no era un estado absolutista a la manera de Rusia, conservaba el carácter de una autocracia militarizada, más que de una democracia. Su institución más poderosa era el ejército y su cabeza coronada adoraba verse rodeado de soldados. El 18 de octubre de 1913, el káiser Guillermo II decretó celebraciones a gran escala para conmemorar el centenario de la victoria de Leipzig, la batalla de las Naciones contra Bonaparte. Atendiendo al ejemplo real, los grandes almacenes alemanes cedieron extensas superficies para instalar dioramas conmemorativos. En el mercado había un surtido espléndido de productos de aire militar. En uno de los puestos del correo militar se vendía una armónica llamada Wandervogel, en honor de un movimiento de excursionismo juvenil austro-alemán. Una de las arpas más vendidas tenía grabada la inscripción Durch Kampf zum Sieg («Por la batalla a la victoria»)[9]. Gertrud Schädla, una maestra de veintisiete años que vivía en un pueblo cercano a Bremen, describió en su diario de mayo de 1914 un espectáculo para recaudar fondos para la Cruz Roja: «Me despierta mucho interés; ¿cómo iba a ser de otro modo, teniendo tres hermanos a los que pueden llamar a filas? Además, he comprendido la naturaleza crucial de este trabajo después de leer la vida de Florence Nightingale, y a través de la interesante obra de Paul Rohrbach Der deutsche Gedanke in der Welt, sé hasta qué punto es grave e incesante la amenaza de guerra que pesa sobre nosotros».

Guillermo II presidía un imperio que solo estuvo unificado en vida suya, y que, pese a haber alcanzado un enorme poderío económico, seguía preso de las inseguridades que su mismo dirigente encarnaba. No tenía verdadera sed de sangre, pero sí cierto gusto por las panoplias y las poses, y ansias de victoria militar; exhibía muchas de las características de una versión uniformada del Sr. Sapo de la novela El viento en los sauces, de Kenneth Grahame. Los visitantes destacaban la atmósfera extraordinariamente homoerótica de la corte, en la que el káiser recibía a sus amigos íntimos varones, como el duque de Wurtemberg, con un beso en los labios. En la primera década del siglo, la corte y el ejército se vieron agitados por una serie de escándalos homosexuales casi tan traumáticos como el caso Dreyfus en Francia. En 1908, Dietrich von Hülsen-Haeseler, jefe del secretariado militar del káiser, murió de un ataque al corazón mientras protagonizaba un pas seul de sobremesa, vestido con un tutú de ballet, ante el público del pabellón de caza, entre el que se contaba el propio emperador.

Y mientras el círculo íntimo de Guillermo demostraba su gusto por lo grotesco, él mismo perseguía sus pasiones con una inagotable falta de juicio. La mayoría de sus contemporáneos, incluidos los estadistas europeos, creían que estaba trastornado; clínicamente, es probable que tuvieran razón. Christopher Clark ha escrito: «Fue un ejemplar extremo de aquella categoría social eduardiana: el pesado del grupo que siempre le está contando su proyecto de turno al que tiene al lado. No es de extrañar que la perspectiva de verse acorralado por el káiser después de la comida o la cena, cuando era imposible huir, despertase el terror en los corazones de tantos miembros de la realeza europea»[10]. El contraalmirante Albert Hopman, un oficial de la marina sagaz e iconoclasta, escribió del emperador en mayo de 1914: «Es vanidad pura; todo lo sacrifica a su humor y sus diversiones infantiles, y nadie lo controla en estas conductas. Me pregunto cómo personas con sangre, y no agua, en las venas, pueden soportar vivir a su alrededor»[11]. Hopman describió en su diario un extraño sueño de la noche del 18 de junio de 1914: «Estaba de pie frente a un castillo… Entonces vi al viejo káiser Guillermo [I], descompuesto, hablando con varias personas mientras sostenía el sable enfundado en la vaina. Yo me acerqué a él caminando, lo sostuve y lo conduje hacia el castillo. Mientras lo hacía, él me dijo: “Debéis desenvainar la espada… Mi nieto [Guillermo II] es demasiado débil [para hacerlo]”»[12].

En la funesta partida de cartas de 1914, todos los monarcas europeos eran comodines; pero Guillermo era el caso más extremo. Bismarck legó a su país un sistema de gobierno disfuncional, en el que la voluntad del pueblo alemán, manifestada en la composición del Reichstag, quedaba falseada por los poderes del emperador, como la designación de los ministros y el jefe del Estado Mayor del ejército[13]. Jonathan Steinberg ha descrito la era que se inauguró cuando Guillermo destituyó a su canciller, en 1890, al poco de asumir el trono: «Bismarck… dejó un sistema que solo podía gobernar él —una persona excepcional—, y solo si tenía como superior a un káiser normal. [Luego] no se cumplió ninguna de las condiciones y el sistema fue resbalando hacia el terreno de la adulación, las intrigas y bravatas que convirtieron la Alemania del káiser en un peligro para sus vecinos». Max Weber, que nació en aquella era, escribió algo parecido de Bismarck: «Dejó una nación carente de toda educación política… del todo desprovista de voluntad política. Se había acostumbrado a someterse con paciencia y fatalismo a todo lo que se decidiera por ella en nombre del gobierno monárquico»[14].[*1] Donde más se notaba la influencia democrática era en los asuntos económicos nacionales; donde menos, en la política exterior, muy secretista y dirigida por ministros nombrados personalmente por el káiser, inconscientes del equilibrio de representación en el Reichstag, y con una influencia del ejército variable, pero crucial.

Socialmente, los Hohenzollern lo entendieron todo mal. El príncipe heredero regresó de una serie de cacerías del zorro en Inglaterra, en 1913, convencido —no poco erróneamente— de la popularidad de Alemania entre la clase gobernante de aquel país. Su padre, con el brazo atrofiado y la obsesión por las minucias de los uniformes y los reglamentos militares, era una personalidad crispada que, para obtener respeto, tuvo que alternar lisonjas y amenazas en una sucesión poco prudente. En una ocasión, Guillermo preguntó al imperialista Cecil Rhodes: «Dígame, Rhodes, ¿cuál es la razón de que yo no sea popular en Inglaterra? ¿Qué puedo hacer para ser más popular?». Rhodes le respondió: «Supongamos que prueba a no hacer nada». El káiser vaciló y luego prorrumpió en una sonora carcajada. Escapaba a sus capacidades atender a aquel consejo. En 1908, Guillermo garabateó una nota en el margen de un despacho de su embajador en Londres: «Si quieren una guerra, por mí, que la empiecen. ¡Nos nos asusta!».

En los años previos a 1914, las alianzas públicas no estaban grabadas a fuego: oscilaban, vacilaban, cambiaban. Los franceses inauguraron el siglo con una posible invasión de Inglaterra señalada en sus escenarios de guerra; y en 1905, los británicos aún tenían planes de contingencia para una posible guerra con Francia. Estos últimos también creyeron que Rusia podría abandonar la Triple Entente y unirse a la Triple Alianza. En 1912, el conde Berchtold, de Austria coqueteó tratando de acercarse a San Petersburgo, aunque este movimiento se fue a pique por las diferencias irreconciliables con respecto a los Balcanes. Al año siguiente, Alemania ofreció préstamos a Serbia. Entre la primera generación de los eruditos de Rhodes en Oxford, muchos eran jóvenes alemanes, cuya presencia reflejaba el respeto, incluso la reverencia, de los británicos por la cultura de su nación. Y la industria: hasta 1911, Vickers colaboró con Krupp en el diseño y la manufactura de las espoletas de obús.

Aunque la «carrera naval» anglo-germana perjudicó gravemente las relaciones bilaterales, el canciller Theobald Bethmann Hollweg y el canciller británico Richard Haldane intentaron mejorarlas, aunque de un modo titubeante; el primero, tratando de obtener la garantía de neutralidad británica en caso de una guerra continental. La reputación de Bethmann sufrió por aquellas aproximaciones, pues el nacionalismo alemán más fanático lo tomó por un presunto anglófilo. Mientras tanto, el hermano del káiser, el príncipe Enrique de Prusia, durante una conversación celebrada en Berlín en 1914 con el agregado de la marina británica, el capitán Wilfred Henderson, recalcó, en un inglés idiosincrásico pero fácilmente comprensible en cualquier mesa londinense, que «otras grandes potencias marítimas europeas no son hombres blancos»[15]. Este comentario, que desdeñaba por igual a rusos, italianos, austrohúngaros y franceses, mereció la cálida aprobación de Henderson. Al informar de estos comentarios principescos al Almirantazgo, escribía: «No puedo evitar sentir que Su Alteza Real ha expresado, en un inglés peculiar, un punto de vista muy extendido en nuestra propia armada».

Estas palabras se consideraron lo suficientemente embarazosas como para suprimirlas de un volumen de informes diplomáticos similares, publicado una generación después. Pero el asunto del príncipe se reavivó una noche en la que cenaron juntos oficiales navales británicos y alemanes y solo se ofreció un brindis por «las dos naciones blancas»[16]. En la regata de Kiel de 1914, algunos marineros alemanes juraron amistad eterna a sus colegas visitantes de la Marina Real. El comandante del Pommern dijo a los oficiales del crucero Southampton: «Tratamos de acoplarnos a las tradiciones de nuestra marina, y cuando veo en los periódicos que hay que considerar la posibilidad de una guerra entre nuestras dos naciones, lo leo con horror; para nosotros, semejante conflicto sería una guerra civil». El almirante Tirpitz contrató a una institutriz inglesa para sus hijas, que completaron su educación en el Instituto Femenino de Cheltenham.

Ahora bien, si Alemania admiraba a Gran Bretaña, también quería provocarla, particularmente a través de la creación de una flota capaz de entablar combate con la Marina Real —este era, sobre todo, un compromiso personal del káiser, al que se oponían con firmeza tanto el canciller como el ejército— y, lo que es más importante, rechazando el equilibrio de poderes continental, tan amado por los británicos. En Kiel, en 1914, el vicealmirante sir George Warrender intentó adular a Tirpitz, diciendo: «Es usted el hombre más famoso de toda Europa». Tirpitz respondió: «Jamás había oído tal cosa». A lo que Warrender precisó: «Al menos en Inglaterra». El almirante masculló: «Ustedes, los ingleses, siempre creen que soy el Coco de Inglaterra». Así era Tirpitz y así era también el káiser. Aunque Alemania lo disimulase, sus líderes pretendían asegurarse el control de la dirección de Europa, algo que ningún gobierno británico les concedería, y luego proponían alargar el brazo al otro lado de los océanos del mundo.

Lord Haldane le dijo al príncipe Lichnowsky, según refirió luego el embajador alemán: «Inglaterra, si [los alemanes] atacamos Francia, se alzará incondicionalmente en su ayuda, porque Inglaterra no puede permitir alteraciones en el equilibrio de poder». Pero a Lichnowsky no lo tomaban en serio en Berlín, en parte por el entusiasmo que mostraba hacia las cosas inglesas. Por otro lado, sus anfitriones tampoco le correspondían. El primer ministro británico Herbert Asquith escribió a su confidente Venetia Stanley, a propósito de los Lichnowsky: «Son unos invitados muy pesados. Ninguno de ellos tiene maneras, y él habla en demasía y muestra curiosidad por nimiedades»[17].

La advertencia de Haldane, transmitida a Berlín a través del embajador, fue descartada con desprecio. El general Helmuth von Moltke, el jefe de Estado Mayor alemán, consideraba al ejército británico una gendarmería imperial de escasa trascendencia; y a la Marina Real británica, una institución irrelevante en caso de enfrentamiento continental entre soldados. El káiser garabateó en el informe del embajador su propia idea de que el concepto británico de equilibrio de poderes era una «idiotez» que convertiría a Inglaterra «en nuestro eterno enemigo». Escribió a Francisco Fernando de Austria describiéndole las observaciones de Haldane como algo «cargado de veneno y odio y envidia del buen curso de nuestra mutua alianza y de nuestros dos países». Varios académicos británicos advirtieron de la opinión imperante en las universidades alemanas sobre lo inevitable de un enfrentamiento histórico entre el pueblo del káiser y el suyo propio, identificándolos como la pujante Roma y la condenada Cartago.

Alemania y la monarquía dual de Austria-Hungría eran pilares gemelos de la Triple Alianza, de la que Italia era un tercer miembro en cuya participación en caso de guerra nadie confiaba. Durante buena parte del siglo anterior, al Imperio Otomano se lo había conocido como «el enfermo de Europa», por la mengua de su poderío y sus territorios. Ahora era esta la condición del imperio de los Habsburgo, cuya disolución, a la vista de sus propias contradicciones y minorías desafectas, era motivo de conjeturas constantes en las cancillerías y la prensa, sobre todo en Alemania. Pero los gobernantes del imperio de los Hohenzollern elevaron la conservación de su inseguro aliado a la categoría de objetivo clave en política de exteriores. El káiser y sus consejeros se encadenaron a los Habsburgo, sobre todo porque los beneficiarios de la disolución de Austria-Hungría serían sus enemigos más odiados: Rusia y los clientes balcánicos. El káiser cargó a menudo contra la «eslavidad» y el supuesto liderazgo ruso de un frente contra la «germanidad». El 10 de diciembre de 1912, dijo al embajador suizo en Berlín: «No dejaremos a Austria en la estacada: si la diplomacia fracasa, tendremos que luchar en esta guerra de razas»[18].

El imperio de los Habsburgo lo integraban cincuenta millones de personas de once nacionalidades, en los territorios de las actuales Austria, Eslovaquia, República Checa, Hungría, Croacia, Bosnia-Herzegovina, partes de Polonia y el noreste de Italia. Francisco José era un anciano de ochenta y tres años, ya cansado, que llevaba en el trono desde 1848 y creó la monarquía dual en 1867. Durante veintiocho años había disfrutado de relaciones íntimas con la actriz Katharina Schratt. En sus cartas se dirigía a ella como «mi querida buena amiga»; ella le contestaba como «Su Imperial y Real Majestad, mi más Augusto Señor». Ella tenía cincuenta y un años en 1914 y hacía tiempo que se habían asentado en una agradable rutina doméstica. En Ischl, su residencia de verano, el emperador paseaba en solitario hasta la casa de ella, Villa Felicitas, donde a veces llegaba a las 7 de la mañana, tras haber hecho llegar una nota: «Por favor, deja la puerta pequeña abierta».

Tras vivir algunos años de juventud como soldado, pero sin ver prácticamente ninguna acción militar, el emperador gustaba de vestir casi invariablemente el uniforme; a su juicio, el ejército era la fuerza unificadora del imperio. Su cuerpo de oficiales estaba dominado por nobles, la mayoría de los cuales combinaban el engreimiento con la incompetencia. Como símbolo del reinado de Francisco José cabe citar su insistencia, siendo él un monarca joven, en celebrar ejercicios militares en un patio de armas cubierto por una capa de hielo, lo cual provocó resbalones y caídas de muchos caballos, además de la muerte de dos de sus jinetes. A una escala mayor, fue así como siguió gobernando, tratando de desafiar a unas fuerzas sociales, políticas y económicas inexorables. Norman Stone ha definido la monarquía Habsburgo como «un sistema de escapismo institucionalizado»[19]. Su capital albergaba tanta pobreza y desempleo como cualquier ciudad europea, y más desesperación que la mayoría: en 1913, casi 1500 vieneses intentaron suicidarse y más de la mitad lo lograron. En cuanto al consentimiento popular, un escritor ha señalado a propósito del Parlamento austríaco: «Era menos una legislatura que una algarabía. Pero como la algarabía era vienesa, sonaba y rechinaba con cierto estilo»[20]. En marzo de 1914, el jaleo subió demasiado el tono para Francisco José: suspendió el Reichsrat, a la vista de los incesantes enfrentamientos entre sus miembros checos y alemanes. En adelante, él y sus ministros gobernaron por decreto.

Austria-Hungría era una sociedad predominantemente rural, pero por Viena se brindaba como por una de las capitales más cultas y cosmopolitas de la Tierra, adorada por Franz Lehár y Thomas Mann. Lenin la consideraba una «ciudad poderosa, bella y llena de vida». El «Alexander’s Ragtime Band» de Irving Berlin se cantaba allí en inglés, y en 1913 fue anfitriona del estreno mundial del Pigmalión de Bernard Shaw. Es una rareza del destino que, en aquel mismo año, Stalin, Trotsky, Tito y Hitler vivieran durante algunos meses en Viena. El gran boxeador estadounidense Jack Johnson fue la estrella de aquella temporada de invierno en el Teatro Apolo. Entre un gran número de cafés famosos, el Landtmann era el preferido de Sigmund Freud. La ciudad representaba un pináculo mundial del esnobismo: los tenderos hacían reverencias, hacían resonar los taconazos e incluso besaban las manos de sus clientes de clase media; los adulaban añadiendo incluso un aristocrático «von» a sus nombres y dirigiéndose a ellos como «Su Gracia». El servicio doméstico estaba sometido a rutinas prácticamente feudales: el derecho laboral autorizaba a las criadas a descansar solo siete horas cada dos semanas, en domingos alternos. La aristocracia vienesa tenía una costumbre de Año Nuevo que consistía en verter copas de plomo fundido en cubos de champán helado, para intentar predecir el futuro atendiendo a las formas en las que el metal se hubiera endurecido.

La vida social de la aristocracia austríaca era la más ritual de Europa, dominada por las apariencias en la platea del Teatro de la Corte y de la Ópera de la Corte, y semanalmente en las visitas programadas a las residencias particulares. Todo vienés que se preciase sabía que el domingo era la tarde de la princesa Croy; el lunes, de la condesa Haugwitz; el martes, de la condesa Berchtold; el miércoles, de la condesa Buquoy. La condesa Stenberg organizaba jornadas de esquí de fin de semana en Semmering, en los Alpes; la condesa Larisch presidía las partidas de bridge; de Pauline, la princesa Metternich, se decía que recibía a tantos banqueros judíos que se la conocía burlonamente como «Notre Dame de Zion». Viena contaba con una de las comunidades judías más numerosas e influyentes de Europa, con el formidable antisemitismo que ello traía aparejado.

Aunque los alemanes trataban a los austríacos con condescendencia en los campos político y militar, en las reuniones con los Habsburgo en terreno propio tenían tendencia a los ataques de incompetencia social. Wickham Steed, que tantos años fuera corresponsal de The Times, escribió de Viena: «La combinación de lo majestuoso y lo hogareño, de la luz y el color; la ausencia, por comparación, de monstruosidades arquitectónicas, y la influencia italiana que se percibe en todas partes contribuyen, junto con la gracia y la belleza de las mujeres, la educada amabilidad de los habitantes y el acento cálido y abierto de sus palabras, a cautivar el ojo y el oído de cualquier visitante de mundo»[21]. Pero Steed también consideró que la vanidad vienesa era «insufrible»; percibía «una atmósfera general de irrealidad» y se quejaba de que la ciudad carecía de alma.

Los austríacos cultivaron relaciones con Alemania, Turquía y Grecia, en un esfuerzo por frustrar las ambiciones serbias de crear un estado paneslavo: una Yugoslavia que integraría a varios millones de súbditos de los Habsburgo. En los años anteriores a 1914, el imperio también se acostumbró a utilizar amenazas militares como extensión habitual de su diplomacia. Sus generales contemplaban la guerra con una despreocupación irresponsable, como una mera herramienta de los intereses nacionales, más que como un pasaporte al Hades. Conforme aumentaba la alienación de las minorías, crecía también la torpeza en el manejo de la represión imperial. Viena fomentaba la separación entre sus súbditos musulmanes, serbios y croatas. A casi todas las minorías les estaban negados los derechos políticos, pero se les podían exigir cargas fiscales leoninas. Tal vez Viena se moviese a ritmo de vals, pero en los dominios de Francisco José poco más estaba teñido de gracia o clemencia. Lo mejor que se puede decir es que sus vecinos no se comportaban mejor.

Los líderes de Rusia compartían con la corte del káiser la creencia de que los dos imperios estaban destinados a participar en una lucha histórica entre la germanidad y la eslavidad. Los alemanes no ocultaban su desprecio hacia los rusos y los sometían a desaires constantes. Al mismo tiempo, los súbditos del zar se resentían de la superioridad cultural e industrial de Alemania. Turquía era el motivo de fricción más notorio y conflictivo entre ambas naciones. Ambos países rodearon al renqueante Imperio Otomano como depredadores empeñados en apoderarse de partes selectas de su cadáver. El control de la entrada al mar Negro por los Dardanelos, por donde pasaba el 37% de las exportaciones rusas, era una cuestión especialmente crítica. A San Petersburgo le valía con una débil supervisión otomana; no con la dominación germánica, pero este era un objetivo clave en la política exterior del káiser. Los Jóvenes Turcos que subieron al poder en la Constantinopla de 1908 dieron la bienvenida a la ayuda alemana, sobre todo a los consejeros militares, en su campaña de modernización del país. Con respecto al punto de vista de Berlín, cuando el general Liman von Sanders partió a hacerse cargo del acuartelamiento de Constantinopla en 1913, Guillermo le apremió: «Cree usted para mí un nuevo ejército vigoroso que obedezca mis órdenes»[22].

El nombramiento de Liman para la plaza de Constantinopla despertó la consternación en San Petersburgo. El presidente de la Duma rogó a Nicolás II que demostrase su audacia arrebatando los Dardanelos a los otomanos antes de que lo hicieran los alemanes: «El Estrecho debe ser nuestro. Recibiremos la guerra con los brazos abiertos y esta incrementará el prestigio del gobierno»[23]. En una reunión del consejo de ministros de diciembre de 1913, se preguntó a los ministros de Guerra y Marina si estaban preparados para prestar sus servicios en combate, a lo que respondieron que «Rusia estaba en perfectas condiciones para la contienda con Alemania, ni qué decir con Austria»[24]. En febrero siguiente, los servicios de inteligencia militar rusos pasaron al gobierno un memorando secreto alemán que causó conmoción en San Petersburgo: enfatizaba la resolución de Berlín de controlar los Dardanelos y asegurar que los oficiales del káiser dominaran las baterías de artillería del Estrecho. Parece exagerado sugerir, como hacen algunos historiadores, que los rusos ansiaban iniciar una guerra en 1914 para hacerse con los accesos al mar Negro, pero no cabe duda de que sí deseaban combatir para impedir que los alemanes los tomaran como propios.

Para la consternación de sus enemigos austríacos y alemanes, Rusia vivió un momento esplendoroso en los últimos años anteriores al Armagedón. Después de 1917, sus nuevos gobernantes bolcheviques forjaron un mito a propósito del fracaso industrial de los zares. En realidad, la economía rusa se había convertido en la cuarta del mundo, con un crecimiento anual de casi el 10%. La renta nacional del país en 1913 era casi tan alta como la de Gran Bretaña, el 171% de la de Francia o el 83,5% de la alemana, si bien distribuida entre una población mucho más numerosa: el zar gobernaba a doscientos millones de personas, frente a los sesenta y cinco del káiser. Rusia tenía la mayor producción agrícola de Europa, con un cultivo cerealístico igual al de Inglaterra, Francia y Alemania juntas. Tras varios años de buenas cosechas, los ingresos del Estado iban en alza. En 1910, la densidad ferroviaria de la Rusia europea suponía solo una décima parte de la británica o alemana, pero mediante préstamos franceses, se amplió rápidamente. La producción rusa de carbón, hierro, acero y productos de algodón se equiparaba con la de Francia, aunque todavía era bastante inferior a las de Alemania o Gran Bretaña.

En su mayoría, los rusos vivían notablemente mejor que a finales del siglo anterior: la renta per cápita creció en un 56% entre 1898 y 1913. Con la expansión de las escuelas, los índices de alfabetización se duplicaron en el mismo período, rozando casi el 40%, mientras que los de mortalidad infantil y general cayeron en picado. Había una clase empresarial pujante, aunque con poca influencia sobre el gobierno, aún dominado por la aristocracia terrateniente. El costoso estilo de vida ruso despertaba fascinación entre los europeos occidentales. La elegante revista británica The Lady retrataba el imperio de Nicolás II en unos términos románticos e incluso efusivos en exceso: «Este enorme país, con sus grandes ciudades y áridas estepas, sus extremos de riqueza y pobreza, atrapa la imaginación. No pocos ingleses e inglesas han sucumbido a su fascinación y lo han convertido en su hogar; y los ingleses, por lo general, son bienvenidos y del agrado de los rusos. Se sabe que las niñas de las clases más acaudaladas reciben una esmeradísima formación. Las mantienen bajo un control muy estricto en las habitaciones infantiles y las aulas de estudio; llevan una vida sencilla y saludable; estudian varias lenguas, entre las que se cuentan el inglés y el francés…, con el resultado de que su formación es rica, son interesantes y elegantes, y sus formas, agradables y reposadas»[25].

Era cierto, sin duda, que el resto de las monarquías y círculos aristocráticos europeos se codeaban sin problemas con sus colegas rusos, que se sentían tanto en su casa cuando estaban en París, Biarritz o Londres, como cuando estaban en San Petersburgo. Pero el régimen zarista, y la aristocracia extremadamente hedonista que había tras él, se enfrentaba a graves tensiones dentro de la propia nación. Fueran cuales fuesen las dificultades a las que se tuviera que enfrentar el imperio de los Habsburgo para manejar a sus minorías étnicas, las de los Romanov eran peores: la rusificación forzosa, sobre todo en lo lingüístico, sufría una tremenda resistencia en Finlandia, Polonia, los estados bálticos y las regiones musulmanas del Cáucaso. Además, Rusia debía afrontar una gran agitación política provocada por la desafección de los trabajadores industriales. En 1910, el país sufrió 222 huelgas, todas atribuidas según la policía a cuestiones económicas, más que a factores políticos. En 1913, la cuenta había ascendido a 2404 huelgas, de las que 1034 se tacharon de políticas; durante el año siguiente, se produjeron 3543 y 2565 se consideraron políticas. El barón Nikolai Wrangel profetizó: «Estamos en vísperas de unos acontecimientos cuya naturaleza el mundo no ha conocido desde los tiempos de las invasiones bárbaras. Pronto, todo aquello que forma parte de nuestras vidas parecerá inútil a los ojos del mundo. Está a punto de comenzar un período de barbarie que durará décadas».

Nicolás II era un hombre sensible, más racional que el káiser, si no más inteligente. Habiendo visto que la guerra ruso-japonesa —que libró por instigación de Guillermo— provocó una revolución interior, el zar supo entender que un conflicto general en Europa sería desastroso para la mayoría de los participantes, si no para todos. Pero conservaba una fe cándida en los intereses comunes del gremio de los emperadores, dando por supuesto que él y Guillermo disfrutaban de un entendimiento personal y estaban comprometidos con la paz a partes iguales. No obstante, las recientes humillaciones sufridas por Rusia —en 1905, por parte del ejército japonés, y en 1908, de la diplomacia austríaca, cuando los Habsburgo se anexionaron sumariamente Bosnia-Herzegovina— ejercieron en el zar una influencia contradictoria. Esta última le escocía especialmente. En enero de 1914, Nicolás II indicó sin ambages al antiguo ministro de Exteriores francés, Théophile Delcassé: «No vamos a permitir que nos pisoteen»[26].

Nicolás II era un gobernante concienzudo, que revisaba todos los despachos y telegramas del extranjero; muchos informes de la inteligencia militar llevaban su marca personal. Pero tenía una imaginación limitada: vivía en una reclusión casi divina, apartado de su pueblo, atendido por ministros de diversos grados de incompetencia, entregados a mantener el gobierno autoritario. Paternalista y seguro de sí mismo, en sus visitas a las zonas rurales se dejaba engañar sobre la popularidad de la monarquía por las fugaces estampas de un campesinado clamoroso con el que jamás trató en serio. Creía que el sentimiento revolucionario, el reformista incluso, quedaba restringido a judíos, estudiantes, agricultores sin tierras y algunos obreros industriales. El káiser no se hubiera atrevido a actuar con la arbitrariedad que demostró el zar en su desprecio a la voluntad del pueblo: cuando la Duma votó contra la financiación de cuatro acorazados para la flota del Báltico, Nicolás se encogió de hombros y ordenó que los construyeran de todos modos. Incluso la opinión del Consejo de Estado, con sus 215 miembros —sobre todo, terratenientes o nobles—, tenía un peso limitado.

Si en 1914 no había ningún gobierno europeo que demostrase gran cohesión, el de Nicolás II estaba particularmente destartalado. Lord Lansdowne hizo una mordaz observación a propósito de la debilidad de carácter del monarca: «La única forma de tratar con el zar es ser el último en abandonar la habitación». Su consejero político más importante era Sergei Sazonov, el ministro de Exteriores, quien tenía cincuenta y tres años y formaba parte de la nobleza menor; había viajado por toda Europa y trabajó en la embajada rusa en Londres, donde desarrolló un recelo malsano hacia los propósitos británicos. Llevaba cuatro años al frente del Ministerio de Exteriores. Su departamento —conocido, por su ubicación, como el Puente de los Cantantes, igual que a su homólogo francés se lo llamaba el Quai d’Orsay— apenas hablaba con el Ministerio de Guerra o con su titular, Vladimir Sukhomlinov; entre tanto, este apenas tenía noticia de las cuestiones internacionales.

Los estadistas rusos estaban divididos entre orientalistas y occidentalistas. Algunos defendían priorizar el Asia rusa y explotar sus recursos minerales. El barón de Rosen, diplomático de oficio, recalcó al zar que su imperio no tenía intereses en Europa, fuera de sus propias fronteras; y, por supuesto, ninguno que valiera una guerra. Pero Rosen fue víctima de las burlas de otros asesores reales que lo acusaban de no ser «un auténtico ruso». El respeto personal que Nicolás sentía hacia Alemania, su simpatía incluso, lo llevó a encaminar casi toda su hostilidad impulsiva contra Austria-Hungría. Aunque no promovía el paneslavismo, estaba decidido a hacer valer la legitimidad de la influencia rusa en los Balcanes. Aún hoy se debate vivamente en qué grado semejante supuesto podía justificarse en los terrenos de lo moral y lo político.

La intelectualidad rusa detestaba y despreciaba por sistema el régimen imperial. El capitán Langlois, un francés experto en el imperio zarista, escribió en 1913 que «la juventud rusa, respaldada o, por desgracia, incluso animada por sus maestros, adoptó sentimientos antimilitaristas e incluso antipatrióticos que apenas podemos imaginar»[27]. Cuando llegó la guerra, el cinismo de la clase rusa culta quedó en evidencia por la gran cantidad de hijos de aquellas familias que eludieron el servicio militar. La literatura rusa no había dado ningún Kipling que cantase las alabanzas del imperio. La falta de autoestima, unida a una agresividad nacionalista, ha sido siempre una llamativa contradicción del carácter ruso. Los súbditos reflexivos de Nicolás eran conscientes de sus reiterados fracasos en las guerras: habían perdido contra británicos, franceses, turcos y japoneses. Esta última contienda representó la primera ocasión en la historia moderna en la que una nación europea caía derrotada ante otra asiática, lo cual agravaba la humillación. En 1876, el príncipe Gorchakov, ministro de Exteriores, había comentado a un colega con pesimismo: «Somos una gran nación impotente»[28]. En 1909, el general A. A. Kireyev lamentaba en su diario: «Nos hemos convertido en una potencia de segunda»; a su juicio, la unidad imperial y la cohesión moral se estaban derrumbando[29]. Cuando Rusia consintió que Austria se anexionase Bosnia-Herzegovina, él exclamó con amargura: «¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Valdría más morir!».

La nueva relación de Francia con Rusia se trabó en 1894, cuando los dos gobiernos firmaron una convención militar. Era consecuencia del convencimiento de que ninguna de las dos naciones podría aspirar a luchar por sí sola contra Alemania, que representaba una amenaza común; y que solo una alianza como aquella podía ofrecer garantías contra las ambiciones expansionistas del káiser. A partir de entonces, los franceses avanzaron sustanciosos préstamos a San Petersburgo, destinados sobre todo a la construcción de una red de ferrocarriles estratégica. Francia tenía muchos vínculos culturales con Rusia, simbolizados en los Ballets Rusos de Diaghilev, el no va más de París. La estrecha relación militar conocida como Entente Dual experimentó una evolución progresiva: en 1901, los rusos acordaron con los franceses que su ejército se enfrentaría a los alemanes dieciocho días después de cualquier declaración de guerra. Los fondos franceses financiaron un ambicioso programa de rearme y los rusos incluso aspiraban a haber creado, para 1930, una marina de guerra de primera categoría.

En los tiempos de paz, el ejército del zar era el mayor de Europa: 1,42 millones de hombres, que podían ascender a cinco millones con la movilización. Pero ¿podrían luchar? Muchos extranjeros se mostraban escépticos. Tras observar unas maniobras rusas, el agregado militar británico escribió: «Vimos mucho espectáculo marcial, pero muy poco adiestramiento serio para la guerra moderna»[30]. El general francés Joseph Joffre, invitado a inspeccionar las fuerzas de Nicolás en agosto de 1913, se mostró de acuerdo[31]. Consideró que varios asesores del zar —entre ellos, el propio ministro de Guerra— eran francamente hostiles a la entente de su país con Francia. El ejército ruso cargaba con el peso de líderes débiles y enfrentamientos crónicos entre bandos; un historiador ha escrito que conservaba «rasgos propios de un cuerpo de guardia dinástico»[32]. Su espíritu se definía mejor por la disciplina brutal que por la pericia o la motivación, aunque sus comandantes daban por sentado que sus hombres lucharían mejor en una causa eslava que contra los japoneses en 1904-1905.

Los rusos se sentían orgullosos de la ayuda que habían prestado para liberar a buena parte de los Balcanes del dominio otomano, y no estaban dispuestos a que ocupara su lugar la hegemonía austríaca o la alemana. El Novoe Vremya, periódico oficioso de San Petersburgo, publicó en junio de 1908 que era imposible permitir que Alemania ostentara el dominio cultural en el sur y el este de Europa «sin que se perdiera el carácter ruso»[33]. En 1913, el segundo de la embajada británica en Belgrado, G. H. Barclay, escribió que «Serbia es, a efectos prácticos, una provincia rusa»[34]. Se trataba de una exageración, porque los líderes serbios se negaban a ceder su autoridad, pero San Petersburgo dejó claro que el país estaba bajo su protección. Las garantías de seguridad que Rusia brindó a Serbia resultaron ser tan fatales para la paz europea como el apoyo de Alemania a Austria, aunque con la notable diferencia de que las primeras eran defensivas y el segundo, agresivo. Sin embargo, en último término, Rusia incurrió en una irresponsabilidad al no exigir debidamente que, como compensación a su respaldo militar, Serbia pusiera fin a la subversión en el imperio de los Habsburgo.

Los eslavos del sur vivían en cuatro estados distintos —el imperio de los Habsburgo, Serbia, Montenegro y Bulgaria— bajo ocho sistemas de gobierno diferentes. Su apasionado nacionalismo se cobró un terrible y sangriento precio: cerca del 16% de la población total —casi dos millones de hombres, mujeres y niños— murió violentamente en los seis años de enfrentamiento militar que precedieron al armisticio de 1918. Serbia libró dos guerras balcánicas, en 1912 y 1913, para aumentar sus territorios y su poder anexionándose partes del Imperio Otomano. En 1912, el ministro de Exteriores ruso declaró que un triunfo serbo-búlgaro sobre los turcos sería el peor resultado posible de la primera guerra balcánica, porque otorgaría poder a los estados locales para que volviesen sus instintos agresivos ya no en contra del islam, sino de la germanidad: «En este caso… se debe estar preparado para una gran guerra europea, general y decisiva». Y, ciertamente, búlgaros y serbios vencieron en aquel conflicto; una ulterior victoria serbo-rumana en la segunda guerra balcánica —en la que se disputaba el botín de la primera— empeoró aún más las cosas. Serbia duplicó su territorio al incorporar Macedonia y Kosovo. Los serbios rebosaban orgullo, ambición y exceso de confianza. Parecía que la guerra les iba bien.

En junio de 1914 se creyó que el ministro plenipotenciario ruso en Belgrado, el paneslavista convencido Nikolai Hartwig, era partidario de un enfrentamiento armado entre Serbia y Austria, pero es casi seguro que no sucedía lo mismo con San Petersburgo. El embajador ruso en Constantinopla se lamentaba de que Hartwig, antiguo columnista de periódico, «muestre la actividad propia de un periodista irresponsable»[35]. Serbia era un país joven, que no fue arrebatado al Imperio Otomano hasta 1878 y ahora se encontraba pegado a la frontera sureste del imperio de los Habsburgo como un tumor maligno. Los estadistas occidentales contemplaban la zona con impaciencia y suspicacia. La fe en sí mismos y el popular eslogan «Donde vive un serbio, allí está Serbia» desestabilizaron los Balcanes. Las cancillerías europeas se irritaron con su cultura de la «pequeña Serbia» como víctima orgullosa. Los serbios trataron a sus minorías, sobre todo a los súbditos musulmanes, con una brutalidad evidente y, en muchas ocasiones, letal. Todas las potencias continentales comprendieron que los serbios no realizarían su ambición —que su gobierno abarcase también a los dos millones de hermanos que aún estaban bajo mandato de los Habsburgo— sin derrocar al imperio de Francisco José.

Solo cuatro millones y medio de serbios ocupaban 87 300 kilómetros cuadrados de regiones rurales ricas y montañas estériles: un país más pequeño que Rumanía o Grecia. Cuatro quintas partes de la población vivía de la tierra, y el país conservaba un exótico legado oriental de los largos años de sometimiento otomano. Sus industrias, pues, eran de base agrícola: molinos de harina y aserraderos, refinerías de azúcar, tabaco. «A poco más de dos días de tren [desde Londres]»[36], escribía un viajero emocionado antes de la guerra, «hay un país subdesarrollado de una extraordinaria fertilidad y potencialmente rico, con una historia más maravillosa que ningún cuento de hadas y una raza de héroes y patriotas que quizá un día cojan a Europa por las orejas… No conozco otro país que pueda ofrecer una impresión de belleza tan general, un aire medieval tan inconfundible. Todo el ambiente es de novela romántica. La conversación se ve salpicada de cuentos de huidas casi milagrosas y hazañas de caballería… Todo extranjero es bien recibido y, más que ninguno, el inglés»[37].

Otros veían a Serbia bajo un prisma menos rosado: el país ejemplificaba la tradición balcánica de la violencia nacional, del cambio de régimen por asesinato. La noche del 11 de junio de 1903, un grupo de jóvenes oficiales serbios cayó sobre el tiránico rey Alejandro y la odiada reina Draga, a la luz de las velas, en sus aposentos privados del palacio: más tarde hallaron los cuerpos en el jardín, acribillados a balazos y mutilados. Entre los asesinos se encontraba Dragutin Dimitrijević, que se convertiría en el Apis de la conspiración de Sarajevo: fue herido en una refriega con la guardia real y eso le valió la condición de héroe nacional. Cuando el rey Pedro regresó de un prolongado exilio en Suiza para asumir el trono de lo que teóricamente era una monarquía constitucional, Serbia no había calmado las luchas entre facciones. Pedro tenía dos hijos: el mayor, Jorge (Đorđe), había estudiado en Rusia y era frívolo y violento; tuvo que renunciar a su derecho al trono en 1908, tras un escándalo: mató a patadas a su mayordomo. Su hermano Alejandro, que pasó a ser el heredero real, era sospechoso de haber intentado envenenar a Jorge. La familia real serbia no era un modelo de coexistencia pacífica y el ejército ostentaba tanto poder como el de un pequeño estado moderno de África.

Aunque la de Serbia era una sociedad rural, gozaba de una economía dinámica y una clase intelectual formada en Occidente. Un refinado aspirante a este círculo transmitía su entusiasmo a un visitante extranjero: «Estoy tan orgulloso de este país. Es tan bucólico, ¿no le parece? Siempre me recuerda a la sinfonía Pastoral de Beethoven». Silbó unos compases abstraído. «No, me he equivocado; esta es la Tercera, ¿no?»[38]. Siglos de dominación otomana habían dejado un exótico legado cultural de tintes orientales. El corresponsal estadounidense John Reed escribió:

En las estaciones se ve a gentes de toda clase: hombres con turbante, con fez o cubiertos con sombreros cónicos de piel marrón; hombres con pantalones turcos o con camisas largas y medias de lino crudo, tejidas en casa; con chalecos de piel profusamente adornados con círculos y flores, o trajes de gruesa lana marrón ornamentados con diseños trenzados en negro; anchos fajines rojos que les envuelven varias veces el pecho, sandalias de cuero cosidas a un círculo en la punta y cogidas hasta la pantorrilla, con cintas de cuero que atan a la altura de las rodillas; las mujeres, con velos y bombachos turcos, o con chaquetas de lana o cuero bordadas en colores brillantes, cinturones de la excepcional seda que tejen en el pueblo, enaguas de lino bordadas, delantales negros adornados con flores, gruesas sobrefaldas tejidas en vistosas rayas de colores y recogidas atrás, y pañoletas de seda blancas o amarillas sobre la cabeza[39].

En los locales públicos, los hombres bebían café turco y tomaban el cremoso kaymak. Cada domingo, en las plazas de los pueblos, los campesinos se reunían para bailar; tenían danzas distintas para celebrar los matrimonios o los bautizos, e incluso para cada partido en época electoral. Cantaban canciones, a menudo, con contenido político: «¡Tú paga mis impuestos, que yo te votaré!». Este era el país que despertaba, en la misma medida, una intensa angustia y hostilidad en Austria y un sentimiento de protección en Rusia. Se contemple como se contemple el papel de Serbia en la crisis de 1914, cuesta defender que se trataba de una comunidad de mártires inocentes.

En la Europa occidental, la violencia balcánica era un hecho tan conocido que las nuevas manifestaciones apenas provocaban un hastiado desdén. En París, en junio de 1914, la situación general de Europa se consideraba menos peligrosa que en 1905 o 1911, cuando la diplomacia logró distender las profundas tensiones entre la Triple Alianza y la Triple Entente[40]. Raymond Poincaré, a la sazón de cincuenta y tres años, era un antiguo primer ministro conservador que, tras ser elegido presidente en 1913, fue el primero en dar a su puesto un carácter más ejecutivo que ceremonial. Aunque se convirtió en el primer hombre en el cargo que, desde 1870, cenaba en la embajada alemana en París, detestaba y temía a la nación del káiser y ofreció su apoyo para que Rusia fuese el pilar central de la política de exteriores francesa. Pocos historiadores responsables sugieren que los franceses deseaban una guerra europea en 1914, pero Poincaré, en lo tocante a su participación en tal suceso, renunció en gran medida a la independencia de criterio de su país. Los alemanes eran los enemigos históricos de su pueblo. Se sabía que su plan bélico exigía asaltar Francia de inmediato, antes de dirigirse contra Rusia. Poincaré creyó —quizá con acierto— que las potencias de la Entente tenían que avanzar unidas si no querían que Alemania acabara con todas ellas, una por una.

Francia se había recuperado extraordinariamente de la derrota ante Prusia en 1870. Que Bismarck se anexionara las dos provincias francesas de Alsacia y Lorena, como zona de amortiguamiento estratégica al oeste del Rin, seguía siendo un agravio, pero ya no era una herida abierta en la conciencia nacional. El imperio francés prosperaba, pese al descontento crónico de sus súbditos musulmanes, especialmente en el norte de África. El prestigio del ejército había quedado seriamente dañado por los diez años de alarde de brutalidad, esnobismo, estupidez y antisemitismo que sus oficiales de mayor rango exhibieron durante el caso Dreyfus, pero ahora se lo reconocía —aunque no el káiser— como una de las fuerzas de combate más formidables de Europa. Las crecientes fortunas francesas y su compromiso con la innovación se plasmaron en las primeras cabinas telefónicas, la electrificación del ferrocarril y el nacimiento de los mapas Michelin. Los hermanos Lumière fueron pioneros en la evolución del cine. El transporte estaba experimentando un proceso de mecanización; París se convirtió en la cuarta ciudad del mundo dotada de metro, que pronto trasladaba a cuatrocientos millones de pasajeros por año. Se la reconocía como la capital cultural del mundo, hogar de las vanguardias y de los mejores pintores de la Tierra.

La Tercera República era conocida como la république des paysans; aunque seguía existiendo desigualdad social, la influencia de la clase terrateniente era más débil que en cualquier otro país de Europa. El bienestar social francés evolucionó con la incorporación de un sistema de pensiones voluntario, una legislación sobre los seguros de accidentes y un sistema sanitario mejorado. La clase media francesa tenía más poder político que la de ningún otro país europeo. Poincaré era abogado e hijo de funcionario. El anterior y futuro primer ministro, Georges Clemenceau, era médico e hijo de médico. En la medida en que la aristocracia desempeñaba una profesión, lo hacía dentro del ejército, aunque debemos señalar que los orígenes de los principales militares franceses de 1914-1918 —Joseph Joffre, Ferdinand Foch y Philippe Pétain— eran modestos por igual. La influencia de la Iglesia disminuía a pasos agigantados entre el campesinado y las masas industriales; su poder residual se mantenía entre los miembros de la aristocracia y la burguesía[41]. Desde el punto de vista social, la nación era cada día más ilustrada: aunque el artículo 213 del Código Napoleónico aún decretaba que la mujer debía obediencia legal a su esposo, un modesto pero creciente número de mujeres empezó a practicar la abogacía o la medicina, como la muy señera Marie Curie, ganadora de dos premios Nobel.

En el campo, las condiciones seguían siendo rudimentarias y los campesinos vivían en estrecha proximidad con sus animales. Los extranjeros se burlaban de los hábitos de higiene de los franceses, por considerarlos insuficientes: la mayoría de la gente se bañaba una sola vez por semana y los hombres de clase media más modestos guardaban las apariencias con cuellos y puños falsos[42]. Los franceses mostraban más tolerancia con los burdeles que ninguna otra nación europea, aunque había cierta polémica acerca de si esto era el reflejo de su progreso o de una depravación. El alcoholismo suponía un problema grave, que empeoró con la prosperidad: el francés medio consumía 162 litros de vino al año; algunos mineros mitigaban la dureza de sus trabajos bebiendo hasta seis litros diarios. El país tenía medio millón de tabernas: una por cada 82 habitantes. Hay constancia de que las madres ponían vino en los biberones de sus bebés y los médicos solían prescribirlo en caso de enfermedad, incluso a los niños. El vino y la masculinidad formaban un binomio indisoluble. Beber cerveza o agua se consideraba antipatriótico.

Los políticos franceses estaban obsesionados con la necesidad de contrarrestar la ventaja demográfica alemana. Entre 1890 y 1896 —los años de nacimiento de la mayoría de los combatientes de la primera guerra mundial—, el pueblo del káiser engendró más del doble de niños que sus vecinos republicanos; según el censo de 1907, la población francesa sumaba 39 millones de personas[43], lo que significaba tres alemanes por cada dos franceses. En Francia, las trabajadoras gozaban de un permiso de maternidad, con una bonificación en efectivo para las que daban el pecho. Los niveles de salud habían mejorado de un modo sorprendente desde comienzos del siglo XX, cuando uno de cada diez nuevos reclutas militares de Francia medía menos de 1,55 metros de altura[44]. Pero muchas familias burguesas decidieron desafiar a sus sacerdotes y limitarse a un solo hijo. Poincaré presentó su ley de 1913 del servicio militar obligatorio de tres años como una medida de defensa esencial[45]. Gracias a un esfuerzo heroico, Francia había recuperado la condición de gran potencia. Pero casi nadie, incluido su propio pueblo, pensaba que sus efectivos militares pudieran equipararse, sin más ayuda, a los de Alemania; y por esto habían buscado la alianza con Rusia.

Los británicos, el tercer y último pilar de la Entente, gobernaban el mayor imperio jamás visto en el mundo, y seguía siendo su principal potencia financiera, pero los contemporáneos más atentos comprendieron que su dominio estaba desapareciendo. En su país se producía una enorme riqueza, pero las divisiones sociales y políticas se habían agudizado. Los cinco millones de británicos más prósperos se repartían unos ingresos de 830 millones de libras esterlinas, mientras que los otros treinta y ocho millones se conformaban con un resto de 880 millones. El periodista Georges Dangerfield analizó la situación de Gran Bretaña en las épocas eduardiana y posteduardiana, desde la perspectiva de 1935, en su obra capital The Strange Death of Liberal England:

El nuevo financiero, el nuevo plutócrata, tenía poco de aquel sentido de la responsabilidad que antaño había sancionado el poder de las clases terratenientes. Era una figura puramente internacional, o eso parecía, y su lenguaje era el dinero… ¿Dé dónde provenía el dinero? No parecía preocuparle a nadie. Estaba allí para gastarlo, y para hacerlo de la forma más ostentosa posible; porque sus nuevos dueños impusieron la moda… La sociedad, en los últimos años de preguerra, se tornó desenfrenadamente plutocrática; las clases medias se volvieron más confiadas y dependientes; solo los trabajadores parecían privados de su porción de prosperidad… Las clases medias… miraban a los productores de Inglaterra con una mirada cínica, temerosa y vengativa[46].

En 1926, C. E. Montague adoptó un punto de vista muy parecido a propósito del período anterior a 1914 en Rough Justice, una novela autobiográfica: «El mundo inglés que él amaba y en el que creía parecía estar derrumbándose, y derrumbarse empezando por arriba… Los viejos jinetes parecían caer con sus caballos; los temían, no se acercaban a ellos si podían evitarlo, rehuían la antigua responsabilidad de comprender sus necesidades y compartir sus lentos y amistosos pensamientos… Los únicos derechos de capitanía que la vieja clase gobernante poseyó jamás provenían de la fuerza del amor de sus miembros y de conocer a los arrendatarios, obreros, sirvientes, soldados rasos y marineros, sus camaradas de toda la vida en la economía rural, los deportes, la crianza de los niños y la caballerosidad de la guerra y la aventura»[47]. Todo esto era palabrería sentimental, pero reflejaba el hecho de que la aristocracia y el Partido Conservador lucharon con uñas y dientes para resistirse a la introducción de unas reformas sociales básicas, por parte de los liberales, en 1909.

El gobierno y su burocracia apenas tenían incidencia en la vida de la mayoría de las personas, para bien o para mal. Se podía viajar al extranjero sin pasaporte y había libertad para cambiar cantidades ilimitadas de capital. Un extranjero podía establecer su residencia en Inglaterra sin pasar por ningún proceso de consentimiento oficial. Aunque tras conseguir el poder en 1905 los liberales habían duplicado el presupuesto para servicios sociales, los 200 millones de libras recaudados mediante todo tipo de impuestos en 1913-1914 no ascendían siquiera al 8% de la renta nacional. La escolaridad terminaba a los trece años; a los setenta, un ciudadano británico podía recibir una pensión exigua, y en 1911 Lloyd George había creado un rudimentario sistema de seguros para proteger a los enfermos y a los desempleados.

Sin embargo, transcurrida una década del nuevo siglo, en términos reales el obrero británico era más pobre que diez años antes y, por lo tanto, más desafecto. Las disputas e interrupciones eran constantes, sobre todo en la industria del carbón. En 1910, los marinos y estibadores fueron a la huelga para exigir un sueldo mínimo y mejores condiciones laborales; también hubo una huelga de transporte. Las mujeres que trabajaban en una fábrica de productos de confitería con un sueldo de entre siete y nueve chelines por semana —las niñas cobraban tres— consiguieron un aumento de entre uno y cuatro chelines tras un paro en la producción. En 1911, se perdieron en las huelgas más de diez millones de días de trabajo; compárese esta cifra con la de 2011: 1,4 millones de días laborables. La militancia no nacía de los líderes sindicales, muchos de ellos tan asustados como los empleados, sino de los propios obreros. Un secretario sindical desesperado le dijo a un árbitro laboral que no lograba entender qué le había sucedido al país: «Parece que todo el mundo ha perdido la cabeza»[48].

La mano del estado era especialmente visible en el uso de su poderío militar a la hora de sofocar las revueltas de la clase obrera. En 1910, se desplegaron tropas contra los alborotadores en las minas de carbón del valle de Rhondda: a los húsares y fusileros de Lancashire se les ordenó presentarse en Tonypandy. Como ministro del Interior, Winston Churchill envió una columna de caballería a intimidar el East End de Londres, hogar de miles de estibadores en huelga. Durante un paro del ferrocarril, el alcalde de Chesterfield ordenó a las tropas que abrieran fuego contra una muchedumbre que estaba destrozando la estación de la localidad; el oficial al mando, en un gesto de prudencia, se negó a dar la orden.

Los propietarios del carbón eran los representantes menos receptivos del capitalismo contemporáneo: en 1912 rechazaron sumariamente la petición sindical de un pago de cinco chelines por hombre y turno, y dos para los niños (lo que se conoció como el «cinco y dos»). En esta misma época, los vinateros de Londres Berry Bros cobraban noventa y seis chelines por la docena de botellas de champán Veuve Clicquot, o sesenta por una docena de botellas de Nuits de Saint-Georges de 1898. Aquel año se perdieron más de treinta y ocho millones de días laborables en huelgas. No es difícil comprender las quejas de los trabajadores: en octubre de 1913, una explosión en la mina de carbón de Senghenydd, provocada por una negligencia criminal en la gestión de la seguridad, se cobró 439 vidas. En la Cámara de los Comunes, las lágrimas resbalaban por el rostro de sir Herbert Asquith, el primer ministro, mientras llamaba a los obreros huelguistas a volver a las minas. La esposa de Asquith, Margot —una criatura extravagante, con un criterio anodino, pero una fuerte personalidad—, intentó negociar en privado con el líder de los mineros para resolver la disputa. Cuando este se negó, ella escribió enojada: «No veo por qué nadie debería saber que nos hemos visto». Entre 1910 y 1914, los sindicatos pasaron de 2,37 millones de miembros a casi cuatro. Durante los siete meses anteriores al estallido de la guerra, la industria británica recibió el golpe de 937 huelgas.

Pero tan grave al menos como la guerra industrial fue la crisis del Ulster. Entre 1912 y 1914, parecía realista esperar que en el Reino Unido estallaría una guerra civil. A cambio del respaldo de los parlamentarios de origen irlandés en la aprobación de su presupuesto de 1909 (que causó gran división y fue la semilla del estado del bienestar), Asquith tuvo que pagar un precio: que Irlanda tuviera una autonomía (Home Rule). A partir de ahí los protestantes del Ulster se armaron, decididos a no convertirse en la minoría de una sociedad gobernada por los católicos. Su rechazo de la legislación del Home Rule, al pasar por el Parlamento, obtuvo el apoyo del Partido Conservador y sus líderes, llegando incluso a preparar la resistencia violenta contra la ejecución de la nueva ley. Buena parte de la aristocracia era propietaria de terrenos en Irlanda, lo cual suscitó un especial sentimiento de indignación contra Asquith.

En marzo de 1914, algunos oficiales del ejército hicieron explícita su negativa a tomar parte en la coerción de los rebeldes del Ulster mediante el denominado «motín de Curragh», que precipitó la dimisión del jefe del Estado Mayor imperial, el mariscal de campo sir John French, y del ministro de Guerra, el coronel Jack Seely. En un momento de locura, este comunicó al comandante en jefe que los oficiales que no quisieran servir en el Ulster podían «desaparecer». El general de división sir Henry Wilson, director de las operaciones militares en el Ministerio de la Guerra, escribió con tono triunfante en su diario: «Nosotros, los soldados, hemos vencido a Asquith y sus viles ardides»[49]. Temporalmente, el primer ministro se hizo cargo en persona de la cartera de Guerra.

Los liberales que Asquith lideraba formaron uno de los gobiernos con más talento de la historia británica; en 1914 tenían el control personajes como Lloyd George, canciller del Tesoro; Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo; Richard Haldane, antiguo ministro de Guerra, reformista, entonces lord canciller. El propio primer ministro era un superviviente de una época anterior, suficientemente mayor como para haber visto —a los doce años, en 1864— los cuerpos de cinco asesinos colgados en la horca en Newgate, con las cabezas cubiertas por capuchas blancas. Asquith era un abogado de modestos orígenes en la clase media, «con una reserva romana siempre natural en él», según su biógrafo: «Luchaba contra toda manifestación de sus sentimientos más fuertes»[50]. George Dangerfield fue aún más allá y afirmó que Asquith carecía de imaginación y pasión; que, pese a su elevada inteligencia, no consiguió encarar convincentemente ninguna de las grandes crisis que vivió Gran Bretaña durante sus años en el cargo: «Era ingenioso, pero no sutil; sabía improvisar con notable brillantez sobre el tema de cualquier otro. Era un imperialista moderado, un progresista moderado, un humorista moderado y, siendo el más exigente de los políticos liberales, era solo moderadamente evasivo»[51]. Si bien este era un juicio cínico, es indudable que, para agosto de 1914, Asquith era un hombre viejo y cansado.

Los políticos británicos habían desarrollado un temperamento salvaje y una conducta a menudo irresponsable. Lord Halsbury, un veterano abogado conservador, denunció «el gobierno de un gabinete controlado por socialistas descontrolados»[52]. Un parlamentario tory arrojó un reglamento contra Winston Churchill, en la biblioteca de los Comunes, y le dio en la cara. Antes del gran enfrentamiento del Ulster, era habitual ver a los líderes de los partidos rivales en la misma sala, pero luego ellos —y sus seguidores— impusieron cierta distancia social. Margot Asquith escribió a lady Curzon, esposa del presidente de los tories, para protestar porque la excluyeran del baile de mayo organizado por esta, al que asistieron el rey y la reina. Curzon respondió altivamente que sería «políticamente incorrecto invitar, incluso a una reunión social, a la esposa e hija del jefe de un gobierno al que se opone inflexiblemente la mayoría de mis amigos».

El canadiense-escocés Bonar Law había sucedido a Arthur Balfour como abanderado de los tories en noviembre de 1911 y jugó la «carta de Orange» como gambito cínico contra los liberales. El 28 de noviembre de 1913, el líder de la oposición (la «Leal Oposición de Su Majestad») solicitó públicamente al ejército británico que no hiciera valer el Home Rule en Irlanda del Norte. Se trató de una muestra asombrosa de incorrección constitucional, que, sin embargo, contó con el apoyo de su partido y de la mayoría de la aristocracia, a la vez que no provocaba la censura real. Entre los unionistas destacaba el abogado sir Edward Carson, el enemigo más acérrimo de Oscar Wilde en los tribunales, a quien se acertó al describirlo como «un fanático inteligente»[53]. El capitán James Craig, líder de los rebeldes del Ulster, escribió: «Se está extendiendo fuera del país el sentimiento —del que puedo dar testimonio de primera mano— de que Alemania y el emperador alemán serían preferibles al gobierno de John Redmond [y su Home Rule irlandés]».

El mariscal de campo lord Roberts, el más famoso de los viejos militares británicos, aplaudió públicamente en abril de 1914 el envío de armas a los rebeldes protestantes y declaró que todo intento de coaccionar al Ulster sería «la ruina del ejército». Miles de hombres desfilaban descaradamente armados por las calles de Belfast, dirigidos por Carson, Craig y el más incendiario de los conservadores, F. E. Smith. Y mientras tanto, el gobierno británico no hacía nada. En el sur de Irlanda, los nacionalistas militantes siguieron el ejemplo de Carson y el éxito de su desafío al Parlamento: empezaron a procurarse sus propias armas. El ejército británico demostró ser mucho menos indulgente con la militancia nacionalista que con los excesos de los hombres del Ulster. El domingo 26 de julio de 1914, en el paseo dublinés de Bachelor’s Walk, las tropas dispararon contra civiles desarmados —aunque implicados en el tráfico de armas— con un resultado de tres muertos y treinta y ocho heridos.

Si el mundo consideraba al Imperio Británico rico y poderoso, al gobierno de Asquith le achacaban una debilidad crónica. A todas luces, parecía incapaz de sofocar las acciones industriales violentas o la locura del Ulster. Parecía incapaz incluso de lidiar con el movimiento sufragista, cuya clamorosa campaña por el voto de la mujer se había vuelto ensordecedora. Las militantes rompían las ventanas de todo Londres; usaban ácido para quemar sus lemas sobre el césped de los campos de golf; en prisión, hacían huelgas de hambre. En junio de 1913, Emily Davison se mató al tirarse a los pies del caballo del rey en el Derby. Durante los primeros siete meses de 1914, las sufragistas prendieron fuego a 107 edificios.

Los críticos de Asquith pasaban por alto una cuestión obvia: ningún hombre podría haber contenido o anulado las enormes fuerzas políticas y sociales que estaban sacudiendo Gran Bretaña. George Dangerfield escribió: «Muy pocos primeros ministros en la historia se han visto afectados por tantas plagas y en tan breve espacio de tiempo»[54]. El destacado autonomista irlandés John Dillon le dijo a Wilfrid Scawen Blunt: «El país amenaza con vivir una revolución»[55]. Estos conflictos internos causaron una profunda impresión en el extranjero: les parecía que una gran democracia se hundía en la decadencia. Francia y Rusia, como aliados de Gran Bretaña, estaban consternados. A sus posibles enemigos, sobre todo en Alemania, les costaba imaginar que un país agitado por semejantes convulsiones —con el ejército, aun siendo tan poco numeroso, internamente dividido— pudiera suponer una amenaza para sus ambiciones y su poder continental.