Mientras el invierno caía sobre Europa, Gertrud Schädla contemplaba la fría lluvia en su ciudad natal, Verden, cerca de Bremen, y pensaba en los soldados de la nación que estaban en el frente y «no solo deben plantar cara a este tiempo, sino también a un peligro letal»[1]. No era una inquietud sin fundamento. Del frente occidental, de Suiza hasta el mar, emanaba un hedor penetrante, creado por los cadáveres insepultos, los excrementos y siete millones de conjuntos de botas y ropas empapadas sin mudar durante semanas. A lo largo de ochocientos kilómetros de defensas rivales, algunos hombres ocupaban cimas precarias entre los pinos acribillados de los Vosgos, mientras otros se refugiaban detrás de parapetos, a lo largo del canal del Yser, donde era imposible atrincherarse. Al acabar la primera batalla de Ypres, los franceses defendían casi setecientos kilómetros de frente; los belgas, veinticuatro; y la Fuerza Expedicionaria Británica, treinta y cuatro. Esto último era lo máximo que por entonces permitían los escasos efectivos británicos; en febrero de 1918, en cambio, su línea se extendería hasta casi ciento ochenta kilómetros.
Casi todas las grandes operaciones realizadas entre septiembre de 1914 y el final de la guerra se desarrollaron entre Verdún y la costa del Canal; en el terreno de más al sur, se admitía que no valía la pena atacar. Algunas ciudades de Bélgica occidental eran lugares hermosos, al menos hasta que las batallas de octubre y noviembre las destrozaron. Pero las tierras de labranza intermedias eran poco atractivas: campos llanos, interrumpidos por unos pocos setos; sauces; alamedas y platanares en el margen de las carreteras; algún haya, de vez en cuando. Durante las primeras semanas de guerra, el ganado pastaba libremente entre los combatientes; de hecho, la gran cantidad de estiércol animal en el suelo contribuyó a la extensión de la gangrena gaseosa entre los heridos. Con la época de las lluvias otoñales, por los terrenos más bajos los vehículos no podían desplazarse a campo traviesa. Incluso donde las variaciones en altura eran ligeras, la ventaja, aunque marginal, era importante: los alemanes adoptaban por sistema las posiciones más elevadas, porque, como ocupantes, no les avergonzaba retirarse si ello les convenía desde el punto de vista táctico, ya que no se jugaban el prestigio local. Los aliados, en cambio, solo podían ceder unos pocos metros de suelo belga o francés si tenían razones muy convincentes.
Cuando Edouard Cœurdevey se desplegó en la Francia nororiental, él y sus camaradas quedaron estupefactos al llegar a su destino y ver que eran trincheras profundas, lo que resultaba «algo nuevo para nosotros». Así sería el futuro. Millones de hombres, durante meses, ocuparon posiciones sin apenas cambios y a escasa distancia del enemigo. «En aquellos días iniciales de la guerra de trincheras, los dos bandos eran bastante temerarios; no era inusual ver que un alemán se ponía en pie y salía corriendo hacia el pueblo. No siempre llegaba allí y, con el paso del tiempo, se empezó a respetar tanto la puntería del oponente que nadie se atrevía a asomar un dedo», escribió Frank Richards[2]. El corresponsal de guerra Ellis Ashmead-Bartlett comentó en el Daily Telegraph: «En la guerra moderna, los hombres no suelen estar visibles, porque para exponerse lo más mínimo contra las maquinaciones infernales de los señores Krupp, Schneider, Creusot y compañía, deben sepultarse en la tierra y no ponerse en pie para disparar salvo que su enemigo sea lo bastante insensato como para mostrarse». Robert Harker apuntó en noviembre que, en su sector, las posiciones de ambos bandos solo quedaban separadas por unos metros, pero «en esta clase de combates, uno pasa días en las trincheras y, en algunas partes de la línea, ni siquiera llega a ver a un alemán»[3].
Colwyn Phillips, de la guardia real de caballería, escribió apesadumbrado desde Ypres: «Lo primero que uno aprende aquí es a olvidarse de la “gloria”». En el ataque, algunos oficiales alemanes se acostumbraron a llevar consigo fusiles y mochilas para escapar de las atenciones particulares de los fusileros enemigos. Los soldados desenroscaban las puntas de sus cascos pickelhaube, pues podían sobresalir por encima de los parapetos de la trinchera, con consecuencias fatales. Para no exponer ni un dedo de carne se necesitaba una disciplina rigurosa. Lionel Tennyson, de la brigada de rifles, deploraba la negligencia del batallón inmediato, de los highlanders de Seaforth: «Una panda de lo más extraordinaria: en cuanto hace cosa de veinte minutos que no ha caído un proyectil, salen de sus trincheras y empiezan a exponerse como si no hubiera una batalla en marcha. La consecuencia es que muchos mueren innecesariamente»[4].
Los británicos desarrollaron una rutina de monotonía agotadora e incomodidad sin tregua. El estado de alerta empezaba antes del amanecer; desayuno a las 7, almuerzo a las 12.30, merienda a las 4, cena a las 7 y, a las 9.30, a dormir, si no había guardia. Pero esta organización, benigna en apariencia, la interrumpían alarmas durante las horas de luz y de oscuridad, además de patrullas y faenas; así, la mayoría no se quitaba la ropa, e incluso las botas, durante días y más días. Se alimentaban a base de carne de vaca enlatada, galletas, pan y jamón, más los pocos lujos que pudieran enviarles desde sus casas. Los servicios postales crearon una máquina de eficiencia admirable, que permitía a millones de hombres al borde de la muerte recibir periódicos británicos un día o dos después de su publicación, junto con otras comodidades domésticas. Los oficiales pedían a tiendas elegantes de Londres que les remitieran cigarros, galletas y otras mercancías similares. Un oficial de granaderos solicitó a Fortnum & Mason el envío de dos libras de café semanales, aunque solo vivió para tomarse la ración de un mes. A las 5 de la tarde de un jueves, la hermana Mayne recibió en su hospital belga, en Furnes, unos huevos enviados desde Cookstown (en el condado de Tyrone) a las 4 de la tarde de un martes[5].
Los hombres aprendieron a valorar las posiciones más próximas a las de los alemanes, con lo que evitaban la artillería enemiga: «De esa forma no nos pueden marmiter», decía François Mayer con satisfacción, usando el argot francés para «bombardear», paralelo al uso de pruneau («ciruela») como bala[6]. El oficial de la guardia lord Cavan escribió en diciembre: «Últimamente, hemos estado ocupados sobre todo en aprender tres cosas. 1) Cómo hacer nuestro propio carbón y cómo llevarlo y usarlo en las trincheras cuando está listo. 2) Cómo lanzar granadas de mano (¡curiosa tarea, siendo granaderos!). 3) Cómo disparar a los aviones; pero aquí el problema es que los aparatos escasean y nuestras piezas obligan a esperar mucho de un cañonazo a otro»[7]. En algunos sectores, como el Chemin des Dames, ambos bandos montaron reflectores para responder mejor a los ataques nocturnos. Las alambradas de protección se hicieron más gruesas, sin llegar aún a la densidad fantástica de años posteriores. Algunos oficiales británicos se aferraron a la creencia de que la guerra debía realizarse de acuerdo con un código de honor que, a su juicio, los alemanes quebrantaban. Robert Harker se quejó: «Tienen toda clase de trucos antideportivos y atacan a nuestros hombres vestidos de caqui y, a veces, faldas escocesas, y gritan frases en inglés, diciendo que no les disparemos, que son tal y cual, y dan el nombre de algún regimiento inglés. También gritan “Cease fire” en inglés (“Alto el fuego”) y usan nuestras señales»[8].
La unidad del poilu francés Louis Barthas no estuvo destinada en el frente hasta finales de noviembre, tras pasar los meses anteriores vigilando prisioneros y en tareas similares. Llegaron a Annequin, en el Paso de Calais, entre la oscuridad invernal, tras viajar desde Narbona, en el extremo meridional de Francia. A primera hora de la mañana siguiente, en el límite de la ciudad, Barthas se sorprendió al recibir el saludo familiar de tres figuras espectrales, rebozadas de barro de la cabeza a los pies y apenas identificables como humanas. Eran copains que habían salido de los mismos barracones hacía tan solo cinco días. «Dicen que llevan horas tirados en el fango, sin refugio, con comida escasa y lluvias constantes.»[9] Pronto, él y sus camaradas se hallaron a cargo de una trinchera anegada. Cuando se hizo de noche, no pudieron dormir durante varias horas, atormentados por el miedo que les provocaban los esporádicos destellos y disparos.
El sueño, cuando llegó por fin, quedó interrumpido por el ruido de los picos y las palas. «¿Qué estáis haciendo?», preguntó Barthas, adormilado, a las figuras borrosas de lo alto. «Enterrar a los muertos del último asalto», gruñó una voz. Pero muchos montones grises de humanidad en proceso de putrefacción cayeron en tierra de nadie, inalcanzables salvo para las ratas y los cuervos que los sobrevolaban. Otro soldado francés describió cómo unos infantes abatidos en su ataque por las ametralladoras enemigas seguían donde habían caído, un mes más tarde, delante de su trinchera, «en línea, como para una maniobra. La lluvia cae sobre ellos inexorablemente y las balas sacuden sus huesos blanqueados. Una tarde, Jacques, de patrulla, vio unas ratas enormes que salían huyendo de sus abrigos raídos; habían engordado de comer carne humana. Con el corazón desbocado, se arrastró hacia un muerto. El casco se le había caído rodando. Mostraba una mueca, en una cara sin carne; el cráneo, desnudo; los ojos, comidos. Una prótesis dental había caído a la camisa putrefacta y de su boca abierta saltó un animal repulsivo»[10].
El 18 de noviembre la prensa inglesa publicó la carta de un oficial anónimo de la Fuerza Expedicionaria Británica. «Aquí sentado, leyendo los periódicos ingleses que nos llegan, no puedo evitar sentir que Inglaterra aún no ha logrado desterrar ese concepto espectacular y romántico de la guerra que ya no guarda ninguna relación con la actualidad. Los periódicos siguen dando la impresión de que la guerra es cuestión de acometer y batallar con arrojo [aquí, el autor de la carta citaba ecos públicos relacionados con la experiencia del regimiento de escoceses de Londres en Ypres]. Esto no es lo que está ocurriendo. La valentía de nuestros hombres —y es una valentía espléndida, la suya— consiste en estar sentados, a menudo durante días y noches, en trincheras empapadas, entre proyectiles que explotan con un ruido aterrador y hacen temblar la tierra… Leo notas sobre los batallones de deportistas, todos atletas [una de las recientes unidades de “colegas” del ejército de Kitchener]. Todo eso estaría muy bien, si importaran las proezas individuales; pero no. Lo que se necesita son hombres corrientes, con buena disciplina y buena puntería, y en abundancia; hombres a los que se pueda contener, que no vuelvan a disparar hasta que convenga, y no hombres que vengan a chillar, acometer y matar a dos alemanes de un sablazo».
El estadista y periodista Georges Clemenceau escribió, con el mismo estado de ánimo: «Siempre representamos al soldado lidiando con el enemigo… Pero ¡cuánto más huidizo es el arrojo necesario para soportar la inacción bajo una lluvia de proyectiles! ¡Cuánto más dura es la prueba que impone el sufrimiento pasivo, que continúa sin interrupción y devora toda la resistencia física y psicológica!». En ambos bandos del frente occidental se reconocía que no había en perspectiva ningún avance significativo antes de la primavera. El oficial alemán Rudolf Binding escribió malhumorado el 22 de noviembre, en Flandes: «Según están ahora las cosas, no solo aquí sino a lo largo de todo el frente, tanto nosotros como el enemigo nos hemos hecho tanto daño… que… ya no tenemos fuerza para una ofensiva… Quizá haya sido un logro increíble crear esta línea interminable e ininterrumpida entre los Alpes y el mar, como un todo monstruoso; pero no es mi idea de la estrategia»[11]. Una vez quedó claro que se tardaría en emprender nuevas operaciones importantes, la FEB dio permiso a algunos de sus hombres y oficiales; era el primer descanso desde agosto. En la posterior rebatiña por los asientos de tren, un grupo de oficiales llevó un ténder de carbón hasta la estación de Boulogne.
Los comandantes también aprovecharon la pausa para enviar a casa a algunos espíritus frágiles que se entendía habían actuado deficientemente. Eran por ejemplo el general de brigada R. H. Davies, un neozelandés que se consideraba había fracasado en el Aisne, y el teniente coronel Noel Corry, de los granaderos, castigado por retirarse de Mons el 23 de agosto sin haber recibido orden al respecto. George Jeffreys, el segundo al mando, creía que a Corry lo habían tratado mal porque su decisión había sido la correcta. Otros casos eran más ambiguos: el teniente coronel Delme-Radcliffe, de los reales fusileros galeses, regresó a la base tras haber sufrido una crisis nerviosa, concepto general que cubría toda una serie de condiciones mal definidas. La explicación simple era que algunos oficiales regulares habían demostrado ser incapaces de resistir la presión de la guerra. A estas personas, la jerarquía militar las trató con mucha más generosidad, en 1914, que a soldados más humildes en los años posteriores.
En cuanto a los que se quedaron en sus trincheras, aunque no podían conseguir una victoria inmediata, los comandantes de ambos bandos se convencieron de que era esencial que hubiera acción para impedir que los hombres se hundieran en un abismo de desánimo y apatía. Así, tomaron por costumbre organizar ataques locales cuya futilidad era evidente para los que estaban obligados a llevarlos a cabo. Los oficiales franceses de segundo rango se quejaban amargamente por las vidas sacrificadas por generales que simplemente querían que pareciera que estaban haciendo algo (de paraître agir). En el frente británico, el capitán John Cowan describió una batalla típica, en Givenchy, en diciembre: «Una de nuestras compañías atacó el extremo de una zapa alemana, y tomó su trinchera, pero los enfilaron las ametralladoras, que los hicieron pedazos; de los cincuenta atacantes solo volvieron dos. El teniente Kerr murió cuando intentaba volver a nuestra trinchera. El [cabo] Coy fue en su apoyo y no recibimos socorro hasta que nuestras trincheras habían volado por los aires… Estuve en pie de día y de noche, empapado, sin dormir durante cinco noches. Fue una tarea dura y gravosa, porque esperábamos ataques cada noche»[12].
A primera hora de la mañana del 21 de diciembre, los hombres de Cowan estaban limpiando sus fusiles cuando «se oyó un ruido atronador y en todas las trincheras se sintió una fuerte sacudida. El parapeto y las trincheras cedieron y el suelo se abrió todo alrededor [porque había explotado una cadena de minas enemigas]. Por encima se oyeron los gritos de los alemanes, a diez metros, que cargaban con la bayoneta calada… Al final [nos] tuvimos que retirar. Algunos de mis hombres quedaron enterrados vivos; otros murieron por las bayonetas». Los alemanes habían hecho explotar diez minas en el frente del cuerpo indio, lo que causó bajas graves, además de alarma y confusión. En la trinchera auxiliar, Cowan reunió a diez supervivientes y, junto con cuarenta gurkhas del batallón inmediato, se lanzaron al contraataque: «Algunos cargamos sin ningún arma. Yo le di al sargento Brisbane mi revólver, porque el suyo estaba inutilizado, pero le dispararon en la cabeza, al lado de mí… Dios quiso que los alemanes no nos hicieran frente, sino que se dieran la vuelta… Yo tomé un fusil y me encargué de siete alemanes, hiriéndolos a todos por la espalda. También le di a un oficial alemán… Pero los alemanes empezaron a bombardearnos, de una barrera de protección a otra, y al final nos retiramos a la línea de reserva, bajo un fuego intenso». El batallón de Cowan perdió a catorce oficiales y 516 hombres de la tropa, «lo que fue terrible… Yo tuve suerte de salir con vida: una bala me atravesó el pasamontañas por encima de la cabeza».
La consecuencia de tal torrente de pérdidas en la actividad típica de las trincheras (incursiones, patrullas, francotiradores, descargas por sorpresa y ataques locales) fue que los comandantes británicos cada vez se inquietaron más por la falta de hombres. Se rastrillaron las bases del país, en busca de refuerzos, hasta que las nuevas formaciones de Kitchener estuvieran entrenadas y equipadas para las campañas de 1915. Pero los restos del viejo ejército no causaron gran impresión. Según escribió Lionel Tennyson en su diario: «El sargento Swinchat llegó acompañando a un segundo refuerzo; él era un suboficial de lo más inútil. Cuando lo amenacé con denunciarlo ante el oficial al mando, por su haraganería, se pegó un tiro en el pie; lo recompensaron formándole consejo de guerra»[13]. Swinchat fue degradado, pero no encarcelado, por falta de pruebas de que hubiera actuado deliberadamente. Es probable que le pareciera el mejor resultado posible para sus intereses.
Sir Douglas Haig se quejó ante el Ministerio de Guerra por las deficiencias de tales hombres: «Dije que queríamos patriotas que tuvieran clara la importancia de la causa por la que estamos luchando. Todo el pueblo alemán, desde la juventud, está impregnado de un intenso sentimiento patriótico que les lleva a morir voluntariamente por su país. Entre nuestros hombres, no hay muchos que hagan tal cosa, salvo que estén bien dirigidos. Ahora nos faltan oficiales que los guíen. Les dije que me enviaran como oficiales a jóvenes de Oxford y Cambridge, porque ellos entienden en qué crisis está metido el Imperio Británico»[14]. Sin duda, los alemanes no compartían esta idea de Haig, según la cual sus hombres no temían a la muerte: desde su propio punto de vista, se enfrentaban a los mismos problemas de motivación y liderazgo que sus adversarios. Rudolf Binding escribió desde Ypres: «No hay duda de que las tropas inglesas y francesas ya habrían sido derrotadas por tropas con buena instrucción. Pero estos jóvenes que solo ahora acabamos de entrenar son demasiado desvalidos; en particular, cuando sus oficiales han muerto. Nuestro batallón de infantería ligera, casi todo de estudiantes de Marburgo… ha sufrido enormemente por la artillería enemiga».
En Gran Bretaña, el Morning Post hizo una campaña estridente en pro del reclutamiento obligatorio; para el New Statesman, en cambio, un paso tan radical «supondría sacrificar nueve décimas partes de nuestro fundamento moral en esta guerra. No solo equivaldría a admitir —del todo injustificadamente— que el corazón del país no está en la guerra… También supondría cambiar la base de nuestra participación. Dejaría de ser la guerra del pueblo británico para ser la guerra de las clases gobernantes británicas»[15]. Lord Northcliffe dejó claro que pensaba ocuparse de la cuestión según su propio concepto. En una reunión vespertina con los ejecutivos del Daily Mail, dijo: «He visto al gobierno y me han pedido que desarrolle una campaña de reclutamiento intensa. Me he negado en redondo, hasta que a nuestros hombres [los corresponsales de prensa destinados detrás del frente] se les dé un trato correcto y se les cedan instalaciones que les permitan reclutar informando sobre nuestro ejército. Puedo conseguir 500 000 hombres, pero tengo que hacerlo a mi manera. No han querido, así que me he negado en redondo»[16]. Así, durante el invierno de 1914 y el año siguiente, el ejército se esforzó por reclutar —por medio del sistema de los voluntarios— el número de hombres preciso para que el país interpretara un papel relevante en la guerra continental.
En respuesta a una necesidad desesperada, el ejército rebajó el requisito de la altura mínima: de 1,73 metros, en agosto, a 1,65, en octubre, y 1,60, en noviembre. Fue una medida exitosa, en parte: en 1914, se sumaron a las fuerzas armadas 1 186 351 civiles británicos. Pero otros ejércitos combatientes ya habían desplegado en campaña tres o cuatro veces esos efectivos. Solo en 1916, las fuerzas británicas en Francia lograron una masa proporcional al tamaño del país; y solo la introducción del reclutamiento forzoso, aquel mismo año, les permitió reponer las unidades según exigía aquella contienda insaciable. En cualquier caso, es dudoso que un ejército extenso se pudiera haber armado y pertrechado antes: la Fuerza Expedicionaria Británica sufrió una carencia crónica de ropa de abrigo —los abrigos de piel de cabra que se dieron el primer invierno eran muy insuficientes—, de toda clase de armas y, sobre todo, de munición de artillería, hasta que la producción industrial nacional alcanzó su plena capacidad en el tercer año de guerra.
Faltaron igualmente bestias de carga y de tiro. Los británicos se llevaron 53 000 caballos a Francia, en 1914, y otros ejércitos los usaron en una proporción similar. A juicio de los historiadores oficiales, «se subestimó el enorme desperdicio de bajas animales de una guerra moderna»[17]. Los caballos y las mulas de la FEB sufrieron una tasa de mortalidad anual del 29%, con más de 13 000 animales muertos en Francia y Flandes antes del año nuevo de 1915, por enfermedad o acción del enemigo[18]. Alexander Johnston calculaba que, en la marcha al río Aisne, hallaba un caballo muerto cada doscientos metros: «Pobres brutos, lo han pasado terriblemente mal». Muchas de estas bajas —animales abatidos a tiros, lisiados o montados hasta el agotamiento— procedían de los 165 000 caballos de caza y tiro agrícola comprados por el ejército británico en los primeros doce días de la guerra. En septiembre, los alemanes, en su retirada, sembraron el camino de abrojos: piezas de hierro en forma de estrella, con púas, para tullir las bestias. En muchos casos lograron su propósito, y cuando no, lo hacía una costumbre de las amas de casa francesas, que lanzaban a los caminos rurales las cenizas de los fogones, sin eliminar clavos u otros hierros inútiles.
Muchos caballos sufrieron por la incompetencia o el trato brutal. Los veterinarios prepararon una lista de ejemplos de las deficiencias de trato de jinetes y mozos ignorantes: carreteros de la artillería que golpeaban a las bestias en la boca; regimientos de caballería que descuidaban dar comida y agua a sus monturas; animales obligados a galopar en carreteras asfaltadas, sin ninguna necesidad urgente; jinetes que hacían caso omiso de las llagas abiertas[19]. Hubo centros de reemplazo de caballos en Ormskirk, Swaythling y Shirehampton, y, junto a cada uno, un hospital veterinario capaz de atender a un millar de pacientes equinos. En los establos del campamento de Pitt Corner, cerca de Winchester, hubo en cierto momento más de 3000 animales enfermos y heridos.
Entre tanto, los pesados caballos de tiro, reclutados contra el consejo de los expertos, demostraron ser poco adecuados para la función que se les destinaba, como auxiliares de la artillería. En la historia oficial se afirma: «Los oficiales veterinarios… previeron que les faltaría fuerza para los propósitos militares y que, si se los utilizaba en la guerra de forma indiscriminada, las pérdidas serían muy elevadas… por su vulnerabilidad a la enfermedad, las enormes necesidades de agua y forraje y su incapacidad de resistir la marcha forzada»[20]. En Francia, los caballos pesados perecieron por millares; en parte, porque sus pezuñas eran extremadamente vulnerables al tiempo húmedo. Tanto los franceses como los británicos compraron gran cantidad de bestias en el extranjero, pero hubo muchos fracasos antes de identificar la clase de animal que se necesitaría. Muchas caballerías canadienses murieron en el paso del Atlántico o al poco de llegar a Gran Bretaña. Se descubrió que la variedad más idónea eran las resistentes bestias de las zonas rurales de Estados Unidos, por ejemplo de las dos Dakotas, y no caballos criados en establos. A la conclusión de la guerra, el ejército británico contaba con un total de 450 000 animales; se calculaba que, en uno y otro bando del frente occidental, habían prestado servicio dos millones de caballos desventurados. El Real Cuerpo Veterinario del ejército británico, que en 1914 solo daba trabajo a 360 personas, empleaba a 28 000 cuatro años después.
Si para los hombres que estaban sanos e ilesos, al igual que para los animales, la vida en las trincheras ya resultaba muy dura, para los que se convertían en bajas era atroz. El alemán Alois Löwenstein sentía compasión ante algunas de las víctimas típicas del campo de batalla: «Entre un montón de cadáveres había tres franceses heridos. Un hombre tenía las dos piernas destrozadas; el segundo, el estómago abierto; el tercero había estado intentando matarse con su propia pistola hasta que uno de nuestros camaradas se la quitó. Para escapar al sufrimiento, se había pegado dos tiros en la cabeza, pero con la torpeza de haber apuntado demasiado alto. Tenía el hueso del cráneo levantado y gemía de un modo que te destrozaba el corazón. Otro hombre parecía estar muerto, pero una pierna aún se le agitaba como la de una perdiz que no se acaba de morir. ¡Espantoso!»[21].
Durante el medio siglo precedente, la medicina militar había progresado menos que otras ramas de la ciencia. En ausencia de antibióticos, la gangrena seguía causando un número incontable de muertes, a lo que ayudaba el hecho de que muchos de los hombres tardaban varios días en recibir un tratamiento adecuado. Era habitual que los soldados se engañaran pensando que se estaban recuperando porque el dolor retrocedía. En realidad, solo habían llegado al entumecimiento y la palidez previas a una muerte inminente. Por lo general, no se sobrevivía sin tener una suerte extraordinaria. René Cassin resultó herido en el estómago —un problema casi siempre insuperable— cerca de Saint-Mihiel, el 12 de octubre[22]. Los servicios médicos franceses decretaron que solo podrían tratarlo los doctores de su propio regimiento, que estaban a unos 650 kilómetros de distancia. Tardó diez días en llegar y, entonces, se le operó sin anestesia. La experiencia lo convirtió en un defensor, de por vida, de los veteranos heridos y la causa de los derechos humanos.
Cuando Edouard Cœurdevey entró en un hospital de campaña francés con la intención de despedirse de un amigo moribundo, se halló con ochenta hombres tendidos en una fábrica de azúcar, sobre paja, vestidos aún con los uniformes embarrados. La única cama del hospital estaba reservada para un hombre que ya estaba a punto de morir. En octubre, un fallo en la conexión ferroviaria envió a un tren ambulancia, cargado con quinientos heridos, por una vía que conducía a un puente del Marne, dinamitado por los alemanes. Solo dos de los quince vagones del tren —por casualidad, los que llevaban a las bajas alemanas— no cayeron de cabeza al río. Por otro lado, no todas las enfermeras era hermanitas de la caridad. El capitán Plieux de Diusse quedó consternado al ver una mujer que pasaba por una fila de vagones llenos de hombres que gemían. En cada puerta, la mujer preguntaba, lacónica, si alguien necesitaba un médico; pero cuando una víctima rogó que asistieran a un compañero cuya herida del estómago se había abierto y liberaba el hedor de la gangrena gaseosa, la enfermera se marchó sin hacerle caso. De Diusse acabó encontrando a un médico, saturado de trabajo, lo puso al corriente y se marchó: «Ya había tenido bastante de aquellos horrores y se los dejé para ellos».
Louis Maufrais, ordenanza médico del ejército, describió su propio empeño conmovedor por ayudar a un hombre herido: «Su cara, con la mandíbula destrozada, es solo un amasijo sangriento. Tras quitarle algunos fragmentos de la boca conseguimos bajar un tubo hasta el esófago, por el que le metimos una especie de enema, algo de agua y luego algo de café». En el puesto de socorro de Maufrais solía faltar el agua precisa incluso para quitarse el barro de las manos antes de vendar una herida. Él y sus compañeros no tenían nada que ofrecer a los pacientes conmocionados —la mayoría— y, en aquel entorno antihigiénico, no cabía pensar en transfusiones de sangre. Describió así uno de los puestos en los que sirvió: «A la izquierda de la entrada, hay dos cuerpos al sol, cubiertos con un trozo de lienzo de una tienda; por detrás hay un buen montón de pertrechos, fusiles, bayonetas, sábanas ensangrentadas. El interior solo está iluminado por unas pocas velas y dos lámparas. Poco a poco, mis ojos disciernen a los heridos tendidos en el suelo, casi uno encima de otro. Huele a materia viva, a sangre, a vómito; solo se oyen gritos incesantes. Lo más difícil es colocar un pie entre las piernas de un chico y una rodilla bajo el sobaco de otro para poder atender a un tercero».
A Maufrais también se le pedía que enterrara a los muertos, que «a menudo apestaban horriblemente, en estado de total putrefacción, con la cara negra, hinchada y surcada de gusanos. Te revolvía el estómago desvestirlos y quitarles la chapa de identidad». En los primeros meses de la guerra, a los oficiales no se los sepultaba con la tropa, pero cuando las bajas se fueron acumulando, el ejército francés dictaminó que solo los hombres con grado de capitán o superior gozaran de ese privilegio. El gobierno francés, en respuesta al clamor de la opinión pública, acabó autorizando a las familias a llevarse a casa a sus seres queridos, pero se convirtió en un tema polémico cuando se vio que muchos no podían costear el traslado del cadáver. Por su parte, británicos y alemanes enterraron a casi todos sus soldados rasos en fosas comunes, cerca del lugar donde caían.
El campo de batalla aún no se había transformado en un lugar totalmente arrasado por los explosivos; hicieron falta muchos más meses y miles de cañones pesados. En 1914 todavía quedaban algunos edificios, setos y bosques, aún dañados en parte; pero su número se iba reduciendo día a día. Cierto comandante Grimm, al mando de un regimiento alemán en las inmediaciones de Poelkapelle, describió cómo algunos de sus hombres se alojaron con total comodidad en una granja, donde él mismo pudo gozar del primer afeitado en muchos días. Pero luego su refugio se convirtió en blanco de una concentración de artillería que causó la muerte de la mayoría de sus ocupantes.
A medida que los hombres se acostumbraban a vivir e intercambiar fuego en emplazamientos fijos, un mes tras otro, los hitos locales fueron adquiriendo notoriedad. La brigada de rifles combatió con ferocidad por una posición próxima a Messines, apodada «jaula de pájaros» por sus espesas alambradas. En Le Bassée, «el tren de permiso» era una serie de vagones abandonados que los alemanes habían llenado de cemento y usaron, con cierta eficacia, sus francotiradores. Allí, un soldado británico podía tener la suerte de «llevarse una Blighty», es decir, recibir una herida que, sin ser temible, le permitiera volver a Inglaterra. Hubo una gran carnicería en una posición de los Vosgos que los alemanes llamaban HWK (por un monte, el Hartsmannsweilerkopf o «cabezo de Hartsmannswiller»), y los franceses, Vieil Armand («Viejo Armando»). Los soldados del káiser dedicaron un inmenso empeño y aceptaron sufrir muchas bajas por la posesión de ese cabezo, porque dominaba la carretera de Mulhouse.
En 1914, a los ejércitos les faltaba casi todo lo necesario para una guerra posicional. Los teléfonos escaseaban, pero los responsables de comunicaciones no podían arriesgarse a emplear destellos de morse o banderas de señales, a diferencia de lo que se habían habituado a hacer en las campañas coloniales. En su lugar, con frecuencia, los comandantes tenían que enviar notas por escrito, lo que ponía en grave peligro a los mensajeros. Los fusiles sucios de fango o residuos de pólvora no se podían limpiar adecuadamente por falta de aceite y borra de algodón. En consecuencia, a menudo se encallaban, un problema que agravaba la mala calidad de la munición proporcionada por fabricantes chapuceros. Algunos fusileros galeses mataron a un cerdo en una granja abandonada y usaron el unto para engrasar las armas. Los hábitos sanitarios eran primitivos: se orinaba en las latas de carne, que luego se arrojaban por encima del parapeto, lo más lejos posible. También era necesario defecar en el refugio de una trinchera; y, hasta que no se introdujeron procedimientos de eliminación de los excrementos, con estos tampoco se hacía más que arrojarlos a tierra de nadie. Cuando los ingenieros tendieron una alambrada protectora por delante del frente de los fusileros galeses, de una sola hilera, uno de los compañeros de Frank Richards comentó desdeñosamente que aquello no impediría el paso ni de una jirafa[23]. Pero durante varias semanas, los británicos no dispusieron de más alambre.
Los alemanes trabajaron para la propia comodidad mucho más que los británicos, franceses y belgas. No solo cavaban trincheras muy profundas, sino que añadían toques domésticos a sus refugios. El teniente Adolf Spemann admiraba los estantes, tragaluces y huecos de almacenamiento con los que sus hombres adornaban los espacios[24]. Había letreros de entrada cuidadosamente pintados para residencias como Villa Despreocupada (Villa Sorgenfrei). Otro búnker se había decorado con proyectiles franceses fallidos y bautizado como Palais des Obus. Los alemanes también se alimentaban mejor que los franceses: la unidad de Louis Barthas sobrevivió, durante varias semanas, a base de café frío, un trozo de cecina y algo de pan embarrado, que se distribuía diariamente, al amanecer. La iniciativa privada complementaba esta dieta escasa para los que querían (y podían) pagar por ello: cada noche, uno de los camaradas de Barthas se arriesgaba a un consejo de guerra al escabullirse fuera de la posición y caminar hasta Béthune, donde entregaba encargos de media compañía, con los que regresaba, muy cargado, antes de que saliera el sol.
Los soldados y militares profesionales, incluidos los de mayor rango, habían pasado a ver la contienda como una competición entre voluntades enfrentadas, en la que era esencial que el propio bando se impusiera por la vía de mostrar más aguante ante el sufrimiento y la pérdida. El 7 de diciembre, Charles de Gaulle escribió a su madre: «Este conflicto, ¿qué es, sino una guerra de exterminio? Una lucha de esta especie, que en su alcance, importancia y furia va más allá que cualquier cosa que Europa haya conocido nunca, no se puede librar sin enormes sacrificios. Hay que ganarla. El vencedor será el bando que lo desee de un modo más ardiente»[25]. A De Gaulle le repugnaba el espíritu de coexistencia que se desarrolló en muchos puntos del frente. Tras excavar una trinchera hacia los alemanes, con intención de frustrar la misma zapa por parte del enemigo, instó al comandante de su batallón a utilizarla como base de tiro. El comandante no estaba nada de acuerdo: «No empiece nada parecido en nuestro sector. Provocará fuegos artificiales. ¡Deje al enemigo en paz, aquí en el Bonnet Persan, ya que él nos deja en paz en nuestra parte del mundo!». De Gaulle escribió enojado: «La guerra de trincheras tiene un grave inconveniente: exagera en todo el mundo el sentimiento de que “si dejo al enemigo en paz, él no me molestará a mí”… Es lamentable».
Sin embargo, las unidades que se enfrentaban entre sí una semana tras otra no lo veían igual que el joven y riguroso oficial francés. Buscaron acuerdos para que la existencia fuera algo menos intolerable. En un bosque situado al norte de Pont à Mousson estaba la fuente de Père Hilarion, de la que bebían agua tanto los franceses como los alemanes. Al norte de Ypres, después de unas lluvias intensas, hubo ocasiones en las que tanto británicos como alemanes se sentaron por encima de sus parapetos, porque las trincheras se habían inundado y los sumideros de campaña estaban destrozados por los proyectiles; y ante las penalidades compartidas, ninguno mostró demasiado entusiasmo por empezar un tiroteo. A principios de diciembre, un cirujano alemán informó de que en el regimiento de infantería adyacente se había acordado con los franceses media hora de tregua al día, durante la cual se llevaban a los muertos, para enterrarlos, y los combatientes trocaban periódicos. Sin embargo, los franceses acabaron abandonando el pacto: según los alemanes «estaba claro que estaban enojados por nuestras últimas victorias contra los rusos»[26]. Es más probable que interviniera algún oficial de primer nivel. El general D’Urbal envió esta advertencia a su confrère el general Grossetti: «Por favor, tome nota de que los hombres que permanecen demasiado tiempo en el mismo sector traban conocimiento con los vecinos de enfrente. Esto engendra conversaciones y, algunas veces, visitas, lo que a menudo tiene consecuencias desafortunadas»[27].
Entre las naciones en guerra se iba extendiendo un nuevo estado de ánimo, en nada similar a los entusiasmos y falsas ilusiones románticas de agosto. Cuando, en noviembre, Louis Barthas se marchó de Narbona en dirección al frente, le llamó la atención que su unidad no fuera despedida con ceremonia, vítores y besos, a diferencia de la pasión exhibida a finales del verano. Le pareció simbólico que, si hacía cuatro meses, las mujeres se apiñaban en el andén para regalar frutas, mermelada o vino a los soldados, ahora se habían instalado allí para venderlos como mercancías[28]. Ahora se ansiaba recibir heridas leves. Después de que su hermano fuera herido en la mano izquierda, el sargento Wilhelm Kaisen escribió a su familia, celoso de la suerte de aquel: «Realmente, le ha tocado la lotería»[29]. François Mayer sufrió laceraciones graves al lanzarse a tierra para protegerse de los proyectiles y caer sobre un montón de vidrios rotos. Estas heridas le concedieron unos pocos —y preciosos— días alejado de la línea. «Me apena abandonar a mis copains, pero he prometido volver antes de una semana». En la zona de seguridad, acabó superando la vergüenza que, en un principio, le ocasionaban las muestras de simpatía de los civiles: «Allá donde voy, cuento evasivas sobre la naturaleza de mi herida y doy a entender que se debió a una bala. Los frutos de esta mentira a medias son varios litros de café y diversos vasos de ron, que me han dado gratis».
El joven artillero alemán Herbert Sulzbach se topó con algunos prisioneros franceses y quedó desconcertado al oír que, en su mayoría, se sentían aliviados al estar camino de Alemania, habiendo salvado el pellejo y dejado la guerra tras de sí. En las líneas francesas ocurría lo mismo: un prisionero alemán le dijo a Edouard Cœurdevey: «Estamos mucho mejor aquí fuera que en combate». Cuando algunos camaradas de aquel hombre le reprocharon el comentario, Cœurdevey preguntó si creían que Francia tenía la culpa de la guerra. Ni Francia ni Alemania, dijeron: «La responsable es Rusia. Nosotros, los soldados, luchamos porque es nuestro deber». Aún quedaban unos pocos aspirantes a héroes, sin embargo, que se congratulaban de los apuros que pasaban (o, al menos, fingían tal sentimiento). Julian Grenfell, cuyos pares lo idolatraban por razones que escapan a la posteridad, escribió en octubre: «Adoro la guerra… Es como una gran merienda campestre, pero con un objetivo, a diferencia de la merienda. Es extraordinariamente divertida… Encaja a la perfección con mi salud inquebrantable y mis nervios inquebrantables y mi disposición bárbara. La emoción del combate da nueva vida a todo, a cualquier vista, a cualquier acción. Uno ama mucho más a los demás seres humanos cuando se ha propuesto matarlos».
Eran muchísimos más los soldados, no obstante, que odiaban cada instante de aquella ordalía, cuya carga recaía, abrumadoramente, sobre la infantería. También albergaban resentimiento por el hecho de que, por detrás de las líneas, cientos de miles de soldados de apoyo vivieran en relativa comodidad, pudiendo dormir, lavarse o disfrutar de comidas saludables sin apenas peligro de una interrupción violenta. Un soldado alemán afirmaba, amargamente: «La guerra es como el cine. La acción está delante y los mejores asientos, en la parte de atrás»[30]. El artillero Wilhelm Hillern-Flinsch escribió: «En la retaguardia viven exactamente igual que en los tiempos de paz; de hecho, no se enteran de que hay guerra. La infantería y los zapadores son los que más reciben, con diferencia, según lo veo yo. Llevan la mortaja puesta de día y de noche»[31]. Alois Löwenstein escribió a su hija Agnes, inquieto por gozar del privilegio de ser conductor, una posición de escaso riesgo: «Algunos soldados atraen los rayos: les golpean una y otra vez. Vuestro adorado padre, en cambio, está muy lejos de cualquier trueno; y a veces, esto me hace sentir avergonzado. Pero no lo puedo cambiar: ya me gustaría enfrentarme a los truenos, si me lo permitieran»[32].
Si Löwenstein era sincero, su caso era inusual. Cuando «Ma» Jeffreys guiaba a sus hombres hacia el frente, para otra tanda de servicio en combate, describió un encuentro en Merville con otro oficial de granaderos, cuyo nombre no consta. Jeffreys preguntó: «¿Cuándo vuelves al regimiento?». El conocido respondió: «Por Dios, ¡no seré yo tan tonto de hacer eso! Tengo un buen trabajo». Jeffreys escribió, molesto: «Es un supergandul, y encima le echa una cara durísima. Es guía de reclutas, los trae desde el ferrocarril, o algo parecido»[33].
Los biffins —«traperos», como se llamaban a sí mismos los infantes franceses, en tono de sorna— sintieron un desprecio cada vez más intenso hacia la larga «cola» de hombres que, aunque vestían el mismo uniforme que ellos, compartían pocos de sus riesgos. Un oficial se tropezó por casualidad con algunos infantes de marina, que no recorrían la carretera a pie, sino en vehículos. Preguntó a su comandante si habían tenido muchas bajas y recibió una respuesta en tono despreocupado: «Muy pocas», lo que parecía significar ninguna. El oficial de tierra escribió: «Miro a mis pobres soldados, que avanzan a pie hasta unas trincheras empapadas donde los harán polvo. No, ciertamente, en esta guerra no hay igualdad en los padecimientos que sufren los distintos combatientes»[34]. Un grupo de oficiales franceses, que había vuelto de la primera línea durante unos pocos días, estaba comiendo en un hotel de Houdain, donde se alojaba el cuartel general de un cuerpo. Uno de los biffins expresó su disgusto ante los gritos de: «¡Camarero! ¡Otro chartreuse!», pronunciados por oficiales del Estado Mayor que, a todas luces, estaban acostumbrados a cenar allí cada noche en aquellas circunstancias tan cómodas[35].
Edouard Cœurdevey expresó su amargura al ver, día tras día, que algunos oficiales adelantaban, en sus coches relucientes, las largas columnas de heridos obligados a caminar penosamente hasta la siguiente estación de socorro; una caminata que, en alguna ocasión, podía llegar a unos veinte kilómetros: «Estos caballeros pasan sin que un coche se detenga a recoger ni a las [bajas] más agotadas. ¡El comandante no debe llegar tarde al asado!»[36]. Según Alois Löwenstein, entre los Frontsoldaten, sometidos a los fusiles y la artillería, existía el mismo desprecio hacia el Estado Mayor: «Están destinados a muchos kilómetros del frente y manejan mesas, teléfonos y cintas perforadas. ¡Los caballos de los oficiales encargados del material se vuelven gordos!»[37].
En la primera línea, nadie que fuera inteligente era inmune al miedo, pero algunos sucumbían a él más visiblemente que otros. «Es curioso ver los ojos de un hombre aterrado», reflexionaba François Mayer. «Enloquecen de angustia y de espanto. Pero estos proyectiles, aún desagradables, no merecen el miedo que inspiran. Salvo que logren un impacto directo, son inofensivos. Uno puede oír el silbido mucho antes; luego cuenta hasta diez y estallan.»[38] La conductora de ambulancia Dorothie Feilding desdeñaba la cobardía de algunos ante el fuego, y en particular de un voluntario apellidado Johnyson, que en la vida civil era un agente de la propiedad: «Es extraño cómo el simple sonido de [un proyectil] te arruga tanto. Así le pasaba a Johnyson, de Dunchurch: en cuanto había a la vista una “maría negra” [proyectil alemán], le daba como un desmayo y caía redondo; y lo mismo, otro de los chóferes»[39].
Además de la carga psicológica, la exigencia física también era tremenda. Cuando el invierno se recrudeció, muchos hombres —incluso de los más jóvenes y sanos— empezaron a sufrir reumatismo y congelaciones por la humedad; a todas horas, los calcetines y las botas estaban empapados y a menudo había que vadear aguas sucias hundiendo el pie hasta la rodilla (si no más). Las listas de enfermos se multiplicaron. Las infecciones bronquiales eran algo corriente y, en ocasiones, letal. Los piojos no solo eran una molestia, sino que portaban enfermedades. Decía el sargento Gustav Sack, desde Hardecourt, el 5 de noviembre: «Amor, hoy es nuestro séptimo día en las trincheras. Parecemos cerdos, en el sentido literal de la palabra: a los pantalones, las guerreras y los sobretodos se les ha adherido una capa de barro de un centímetro de grueso; y no exagero… Si esa estúpida prensa dice “han ido ganando terreno lentamente”, eso significa que, después de cavar durante dos noches, ¡nos habremos acercado cincuenta o sesenta metros al enemigo!»[40]. Sack era periodista, pero le disgustaba casi todo lo que los periódicos alemanes publicaban sobre la nobleza de la guerra y la experiencia en las trincheras. Tenía la impresión de que nunca lograría redactar nada que fuera capaz de describir lo que había vivido en Francia: «Todos esos que parlotean sobre “ser testigos de la guerra y escribir algo grande al respecto” están diciendo tonterías»[41].
En la mañana del 24 de diciembre —después de haber relevado, durante las horas nocturnas, a una unidad en la primera línea—, George Jeffreys escribió: «A primera hora he dado una vuelta. En algunos sitios, el agua me llega a la cintura. Con la luz del día hemos visto que nuestras trincheras están muy mal situadas, además de llenas de agua y de barro… El paisaje es muy llano, sin accidentes, solo varias acequias… los alemanes nos ven desde más arriba… He tardado más de dos horas en recorrer nuestra línea y, en muchos sitios, he tenido que vadear»[42]. Robert Harker estaba en las mismas condiciones: «Aquí fuera, en esta partida, es algo extraordinario. Perdemos toda noción del tiempo, tanto del día de la semana como de la fecha, y todo parece contarse por la forma en que entramos en las trincheras y luego salimos para descansar… El fango… es extraordinario. Contiene mucha arcilla y mucha materia mineral, y forma una pasta gruesa, como liga de cazar pájaros, con una succión tremenda que te estira de los pies. En otra sección, cinco hombres se quedaron atascados en el pantanal de una trinchera de comunicaciones, hasta la línea de fuego, y se tardó siete horas en sacar a tres de ellos… arrodillándose sobre haces de leña tomada de un seto, y rascándoles el barro de piernas y pies con las manos desnudas… Este fango se te pega a la ropa, al sobretodo, a los pantalones y al equipo, con más de un centímetro de grosor, y así hay que llevar casi el doble de peso y es imposible mantener el fusil en funcionamiento, porque se queda bañado y se encasquilla»[43]. Harker estuvo penando varios meses en este purgatorio, hasta que la muerte lo liberó.
François Mayer empezó el otoño escribiendo alegremente a su esposa: «Estamos felices, nos dan de comer muy bien. Por supuesto, hay mucho gruñón (grognard), pero yo diría que la moral de los hombres, por lo general, está mejor que al empezar la cosa. Algunos socialistas violentos han vuelto a descubrir, apasionadamente, el patriotismo»[44]. Solo entre unos pocos hombres habían empezado los murmullos de deserción, decía Mayer, aunque algunos prusianos de las trincheras rivales sí se entregaron, con las manos en alto y gritando: «Vive la France! C’est atroce!». El interrogatorio reveló quejas por la escasez de comida y malos tratos de los oficiales. Pero a medida que las semanas pasaban y el tiempo empeoraba, el ánimo de Mayer decayó, como el de tantos millones de hombres. El 31 de octubre, este francés tomó parte en un ataque en el cual la mayor parte de la compañía cayó antes de que se les diera la orden de retirada: «Ahí se nos acabó la buena suerte. Mientras corríamos hacia atrás, alcanzaron a mis tres copains: Chabrier cayó, con un disparo en la cabeza; Dufour resultó herido y murió varias horas después; Blanc recibió tres balazos en la mochila»[45].
A Mayer, todo le parecía cada vez más inútil; y la sensación se intensificaba con cada operación en la que participaba. «Ayer fingimos atacar a los alemanes, para atraer reservistas alemanes a nuestra zona», decía desde Rosières, al sureste de Amiens, el 29 de noviembre, «y de esta manera, ayudar en un ataque real, cerca de Quesnoy-en-Sarterre. Desde mi punto de vista, no lo podíamos disfrutar. Después de que nuestros cañones lanzaran varias salvas contra el enemigo, este abrió fuego con intensidad, tras lo cual diez hombres, encabezados por un sargento, avanzaron unos sesenta metros desde nuestras líneas. Esto provocó que nos cayera una lluvia de metralla. Pasó cerca de una hora y nuestros diez hombres volvieron, pero el bombardeo del enemigo duró hasta el anochecer. ¿De qué sirvió todo aquello? No lo sé. En la compañía hubo un muerto y dos heridos, a cambio de casi nada». El coronel Wilfrid Abel-Smith quedó horrorizado al leer que lord Kitchener preveía que la guerra sería larga; no le podía dar crédito: «Es imposible creer que el mundo pueda soportar algo así durante dos años»[46].
Todos los ejércitos consideraron preciso emplear sanciones para mantener la disciplina. Cuando, por fin, la unidad de Frank Richards tuvo un descanso de la primera línea, su oficial al mando lo aprovechó para imponer marchas adicionales; había retrasado la imposición de castigos a todos aquellos, oficiales incluidos, que se habían rezagado —se habían apartado del grupo y quedado atrás— durante la retirada de Mons. Incluso un hombre que había estado participando en una carga con bayonetas con otra unidad tuvo que marchar, lo que hizo maldiciendo generosamente. En los alojamientos de descanso, este mismo tirano infligía el «castigo de campaña n.o 1» a los soldados que se hallaba culpables de ofensas disciplinarias. El procedimiento usual era amarrarlos a una rueda de carreta; en Houplines, él los ató a la verja exterior de una fábrica. Las mujeres locales se acercaban, algunas para expresar su simpatía, otras para mofarse. Un hombre afirmó que no le molestaba el castigo, «pero no quería que una puñetera panda de cretinos comerranas se le quedaran mirando»[47].
Todas las naciones impusieron algunas penas capitales por deserción o por haber huido del campo de batalla, pero los alemanes ejecutaron muchas menos, entre sus propios hombres, que los aliados. Lucien Laby fue testigo del fusilamiento de un francés integrado en un regimiento de ciclistas, condenado por abandonar su posición ante el enemigo: «Muere valerosamente, desabrochándose la guerrera y diciendo: “Mis queridos camaradas, apuntad al pecho, no a la cabeza”». La víctima no quiso que le vendaran los ojos y acabó gritando: «¡Larga vida a Francia! ¡Larga vida a Alsacia!»[48]. Edouard Beer describió una ejecución belga espantosamente chapucera: dos hombres condenados fueron atados a unos postes y, al darse la orden, un pelotón de diez hombres disparó una descarga. Una víctima cayó muerta, pero cuando el médico examinó a la otra, la halló con vida; rezongando, se lo dijo al oficial al mando, quien ordenó a un cabo que disparase un coup de grâce. Cuando el médico inspeccionó al hombre otra vez, aún se agarraba a la vida. Esta vez, el propio oficial tomó el fusil del cabo y puso fin a los padecimientos de la pobre víctima. Según Beer: «Los oficiales se retiraron y los hombres cortaron las ataduras de los cadáveres. Todos habían quedado sumamente impresionados. Oí que uno decía: “¡Ah! Preferiría que un proyectil me volara la cabeza, antes que ser ignominiosamente trinchado por un bruto incompetente”»[49].
El aburrimiento y la inmovilidad hicieron que los habitantes de las trincheras buscaran todas las diversiones que podían conseguirse dentro de los límites de las posiciones de su unidad. Según Frank Richards: «La Biblia de todo buen soldado era su mazo de naipes»[50]. Él y sus compañeros jugaban sin cesar a kitty nap, la veintiuna, corona y ancla, o brag (una especie de póquer). El sargento Alf Brisley pasó una semana tallando el escudo del regimiento de Hampshire en la cara caliza de una cantera, por debajo del Chemin des Dames; más adelante, los soldados franceses y alemanes añadieron sus propias contribuciones artísticas. Edouard Cœurdevey se maravilló ante el espectáculo de una docena de hombres tan enfrascados en un juego improvisado de bagatelle que ni siquiera prestaban atención a los proyectiles que, de forma esporádica, estallaban en las proximidades. Al final, uno explotó tan cerca que los soldados levantaron la cabeza y uno exclamó con enojo: «¡Esos imbéciles están intentando arruinarnos la partida!».
La guerra estática creó un mercado para nuevas destrezas. Un famoso pintor francés, Guirand de Scévola, que prestaba servicio como telefonista del ejército, pensó que se podría camuflar la artillería con material diseñado expresamente para confundirse con los rasgos del terreno local: rocas, hierba, árboles. Después del Marne, buscó el apoyo de Poincaré y Joffre para la ejecución de sus ideas. «Usé los mismos métodos que los cubistas», escribió un tiempo más tarde. Movilizó la asistencia de otros pintores: Forain, Dunoyer de Segonzac, Albert Laurens, Abel Truchet, Devambez, Boussingault, Dufresne, Camoin, Jaulmes, Braque y Roger de la Fresnayne, junto con los escultores Despiau, Bouchard y Landowski. El camuflaje se volvió ubicuo. André Mare enseñó la técnica a los británicos y guardó cuadernos en los que pintaba con acuarelas sus propias obras maestras: puestos de observación situados en árboles y ruinas artificiales[51].
«Ya no nos ocupamos de los muertos; solo nos cuidamos de los vivos», escribía François Mayer el 28 de noviembre. «Ahí está lo que degrada este sacrificio humano. Nadie ha visto nada si no ha visto la guerra, no ha comido al lado de cadáveres que los cuervos están picoteando, y todo riendo y charlando con los camaradas. Es absolutamente aterrador.»[52] Edouard Cœurdevey también dejó constancia de este endurecimiento. Se topó con un alemán que estaba sentado con la espalda recta, apoyado en la mochila. Se había desangrado hasta morir, no muy rápido, pues tuvo tiempo de ponerse sobre la cabeza un lienzo impermeable, para protegerse de la lluvia. «También tuvo tiempo de sacar de su abrigo una fotografía de su joven esposa y dos hijas pequeñas y regordetas». Cœurdevey quedó conmocionado al ver que sus compatriotas no solo no se habían molestado en enterrar al alemán, sino que se burlaron de él pintando bigotes en las figuras de la fotografía agarrada entre sus manos sin vida[53]. Un sargento francés escribió a su esposa, en diciembre: «Durante una pausa, en el frente, los camilleros pasaron por delante de nosotros, a unos pocos metros, portando a un soldado muerto. Si algunos parecieron interesarse por saber quién era, otros siguieron jugando a las cartas, tranquilamente, como si no hubiera pasado nada»[54].
El sargento Gustav Sack, destinado en Hardecourt, veía desde su trinchera todo un panorama de franceses muertos desde hacía quince días. La única ventaja era que las patrullas nocturnas podían saquear las raciones de sus mochilas. «Uno abre las latas medio despreocupado, medio angustiado y tembloroso, y luego se las come. Dulce et decorum est pro patria mori. Espantoso, verdaderamente espantoso. ¡Ojalá pudiera uno emborracharse, emborracharse hasta perder el sentido!». Las paredes de las trincheras, excavadas con tanto azacaneo, se hundían con la humedad imparable. Cuando llovía bastante tiempo seguido, los techos de los refugios también se derrumbaban, «y así podemos retozar como los cerdos»[55]. Los hombres más reflexivos expresaron una repulsión meridiana por todo lo que veían a su alrededor. El teniente de artillería alemán Adolf Spemann escribió, desde el frente del Somme, el 1 de noviembre:
En esta hermosa luz otoñal, la vista de la llanura es verdaderamente agradable, pese a su uniformidad. Pero todo está revuelto, el paisaje, a lo largo de muchos kilómetros, marcado por cintas de trincheras y refugios; se puede imaginar como una sola línea de trincheras que se extiende de Dunkerque a Verdún. Toda la llanura se ve muerta y vacía… unas pocas vacas pastan por el campo; a lo lejos, en el territorio enemigo, se pueden ver campesinos que aran y algún vehículo, de vez en cuando.
Mañana se demolerá el campanario de la iglesia de Thiepval. Hace mucho que es un blanco de la artillería francesa, lo que pone en peligro toda la posición. Los campanarios son puestos de observación favoritos y, por lo tanto, también blancos de la artillería. También se han puesto explosivos en la torre de Pozières, que se detonarán de inmediato si hay una descarga enemiga. Entre toda la devastación que hay ante nuestros ojos, damos gracias, cada hora, por haber llevado esta guerra al territorio enemigo. Si esta fuera nuestra patria, ¿cómo la tratarían esos animales[56]?
Alois Löwenstein se hizo eco de los pensamientos de Spemann: «¡Pobres habitantes! Gracias a Dios que la guerra no se está librando en nuestro país»[57]. Las autoridades militares alemanas contemplaban la vasta destrucción ya evidente en Francia y Bélgica y admitían que, cuando la guerra acabara, habría gran polémica sobre a quién se debía culpar. En diciembre, el OHL dio órdenes de que se fotografiaran las ciudades y los edificios ocupados, para mostrarlos intactos. Si luego resultaban destruidos, Alemania podría alegar que habían sido los aliados.
Sigmund Freud, aun siendo civil, reconoció que el conflicto había alcanzado un nivel de barbarie sin precedentes: «No solo es más sangriento y asesino que ninguna guerra previa, sino también más cruel, más implacable, más despiadado… Descarta todos los parámetros a los que nos acogemos en tiempos de paz y que denominamos “los derechos del hombre”. No reconoce los privilegios del herido o el médico, y no distingue entre los no combatientes y la parte combatiente de la población»[58]. El Comité Internacional de la Cruz Roja, con sede en Ginebra, contaba con una plantilla de solo dieciséis personas en septiembre de 1914, cuando se publicó la primera lista de prisioneros franceses en manos alemanas, que el comité debía trasladar a París. En adelante, la plantilla creció hasta los 200 trabajadores, en octubre, y 1200, poco después[59].
El comité también fue el responsable de organizar visitas de inspectores neutrales a los campamentos de prisioneros de todos los beligerantes. Según estos supervisores, los alemanes, franceses y británicos cumplían con sus deberes humanitarios con respecto a los prisioneros de guerra, pero no los austríacos y rusos. En los campos alemanes, los internos franceses y rusos convivían bastante amablemente; trocaban clases de la propia lengua y charlaban sobre las culturas respectivas. André Warnod, prisionero francés, escribió en tono algo idealista que la experiencia compartida «logra cierta clase de internacionalismo del que los alemanes están excluidos y en el cual sentimos latir y pulsar un único corazón». Alois Löwenstein notició, en carta a su casa, que los prisioneros franceses eran más populares que los ingleses porque mostraban su gratitud a las enfermeras alemanas. Los ingleses, en cambio —añadía— se comportan con «grosería e ingratitud»[60].
Por detrás de las líneas, los civiles vivieron penurias de diversa intensidad, de manos de los enemigos. Durante la mayor parte de la guerra, el fuego de artillería fue la música de fondo de los ciudadanos y aldeanos de la Francia oriental y la Alemania suroccidental. Muchos inocentes murieron fusilados como supuestos espías. La población local afirmaba, a menudo, que su propio ejército mostraba tanto desprecio como el enemigo por la propiedad privada. El soldado raso belga Charles Stein tuvo un altercado con un granjero, un compatriota que se quejaba mucho de que los soldados le robaran paja para dormir. Stein sugirió que, si no se tratara de ellos, sino de los alemanes, lo pasaría mucho peor. No, insistía el granjero, porque «antes que vosotros tuvimos a los alemanes, y eran buena gente que pagaba por todo lo que cogía»[61].
En la Francia oriental ocupada, sin embargo, dos millones de civiles estaban sometidos a un régimen tan duro e implacable que acabaron denominando «Francia libre» al territorio situado al otro lado del frente. Los alemanes impusieron su propia zona horaria, una o dos horas más adelantada que la de París, según la estación. Unos pocos espíritus valientes se las arreglaron para escapar hacia el oeste porque, como escribió un ciudadano de Fontaine au Pire, «vivir en Fontaine ya no era Francia; vivíamos con el horario alemán»[62]. Se requería pasaporte para todos los viajes y se prohibieron las reuniones públicas. Los ocupantes concibieron una variedad de gravámenes extorsionistas. En la familia de Yves Congar, un niño de Sedán, se mató al perro para escapar de un nuevo impuesto sobre las mascotas.
Los ocupantes hicieron caso omiso de lo dispuesto en la Convención de La Haya y reclutaron a decenas de miles de civiles para realizar trabajos forzosos. A un anciano de setenta y cuatro años se le obligó a barrer las calles de Lille, hiciera el tiempo que hiciese, «sin apenas alimento y expuesto a la artillería de ambos bandos. Con paciencia, soportó una forma de esclavitud»[63]. Un sacerdote describió igualmente cómo se ponía a trabajar a personas de todos los grupos de edad y de los dos sexos: «A los niños, a cuidar de las bestias [de los alemanes] y recoger las manzanas, y a las niñas, a barrer las calles, los establos y las casas ocupadas; a otros, a trabajar en los campos o coser cintos para las ametralladoras. Entre tanto, los jóvenes tenían que cavar tumbas en las que enterrar a los muchos muertos que se traían del frente».
No todos los ocupantes trataron con brutalidad a los franceses obligados a acogerlos. En Cannectancourt, en octubre, el oficial médico Lorenz Treplin organizó en la aldea una carrera de chicos que atrajo a una multitud tanto de soldados como de civiles; como premio había caramelos de menta. Una mujer vino llorando a protestar porque los soldados se habían llevado a su vaca, pese a que ella debía alimentar a un bebé de un año y un abuelo de noventa. Contaba Treplin: «Cuando me convencí de que esos dos consumidores de leche existían de verdad, le devolvimos la vaca, con el acuerdo de que nos proporcionaría varios litros de leche al día. Con eso, ambas partes quedaron satisfechas»[64]. Durante las largas pausas de invierno entre las ofensivas, este médico abrió la consulta quirúrgica a la población local, que le pagaba con peras.
Maurice Delmotte, un anciano granjero de Fontaine, describió que, al principio, los oficiales alemanes albergados en hogares franceses comían con las armas a mano. Pero cuando todos, anfitriones y huéspedes, comprendieron que, mal que les pesara, la guerra duraría mucho tiempo, la mayoría de las familias llegaron a un entendimiento con «sus» alemanes. El soldado Paul Hub, alojado en la aldea belga de Pipaix, escribió a su esposa Maria para pedirle un diccionario de bolsillo francés-alemán: «La gente es muy amable y amistosa con nosotros»[65]. Paul Kessler estaba destacado en Lille, donde trabajaba en el servicio postal del ejército. Quedó consternado por el tono de dureza de cierto manual de conversación, alemán-francés, que se había distribuido entre los ocupantes. A los hombres que entraban en un alojamiento, se les invitaba a dirigirse a sus anfitriones involuntarios con frases como: «Enséñeme mi habitación ahora mismo… ¿Esta covacha asquerosa? ¿Cómo se atreve?… Abra todas las puertas ahora mismo… Os hago responsable de …». El manual se había compuesto en Berlín, bastante antes, para ilustración de los soldados que sirvieran con fuerzas de ocupación victoriosas. Kessler manejaba una 33.a edición, publicada en 1913. Le escribió a su esposa Elise: «Genial. Uno puede estar contento de no pertenecer al otro lado. Yo nunca he adoptado ese tono… Se puede ser al mismo tiempo vigilante y amistoso»[66].
Georg Bantlin, de veintiséis años, era cirujano en jefe a la par que el responsable del hospedaje de su regimiento. Tuvo que lidiar con el problema de acomodar en el pueblo belga de Ronquières (de unos siete mil habitantes) a dos cuarteles generales, un regimiento de infantería, dos trenes de munición, un destacamento de artillería y dos compañías médicas; en total, unos cinco mil hombres y setecientos caballos. Los soldados corrientes dormían sobre paja, tumbados en el suelo en casi cualquier espacio disponible. Solo los oficiales tenían camas y comían en un château local. Bantlin escribió a su casa: «Comemos en un salón magnífico, con vistas a unos jardines preciosos… Las cenas cuidadosamente preparadas y los vinos exquisitos, en la vajilla de un noble, saben pelín distinto que la sopa de una cocina de campaña, tomada con cucharas de hojalata en platos de hojalata. Contrastamos mucho con lo que nos rodea: nuestras botas de clavos pisan sobre hermosas alfombras persas. Nuestros uniformes, desgastados por la intemperie, chocan extrañamente con los sillones tapizados de seda, los empapelados de cuero flamenco y los viejos tapices gobelinos»[67].
En las calles de todas las comunidades ocupadas se colgaron carteles que informaban a los habitantes de que no tenían nada que temer, a condición de que respetaran la regulación alemana; ahora bien, a los infractores se los fusilaría. Primero se intentó que los hombres trabajaran voluntariamente para ellos; en 1916, esta labor devino forzosa y de una dureza extrema. En todas las comunidades se pasaba lista dos veces por semana. Algunos alemanes mostraban total corrección para con sus anfitriones franceses y belgas, lo que estos solían recompensar en especie. Pero otros se apoderaban de cualquier cosa que les atraía. Un soldado escribió a un amigo sobre una experiencia al este de Laon: «A la población francesa le quitamos todo el plomo, hojalata, cobre, corcho, aceite, velas, cacharros de cocina… que se envían a Alemania. El otro día pillamos un buen botín, con uno de mis camaradas. En una habitación tapiada encontramos quince instrumentos musicales de cobre, una bicicleta nueva, 150 juegos de sábanas, algunas toallas y seis candelabros de cobre batido. Ya te puedes imaginar el jaleo que armó la vieja bruja que lo tenía. A mí me dio la risa. El comandante quedó muy complacido»[68].
Todo el ejército alemán vivía paranoico no solo con respecto a los francotiradores, sino también sobre palomas arteras que llevaban mensajes a las líneas francesas. En la Lorena, Adolf Spemann anotó en su diario que cumplir una orden que mandaba abatir a todas las palomas detectadas «se ha convertido en un deporte muy popular. Toda una bandada levantó el vuelo en el pueblo, por detrás de nosotros, y voló directa y con rapidez hacia el oeste. Esas pobres descaradas se llevan una buena, ahora, pero es preferible a que [mueran] alemanes»[69].
Los ocupantes infligieron castigos colectivos brutales a las comunidades que creían culpables de albergar a francotiradores. El 19 de octubre, el teniente Hans Rensch, un hombre de Leipzig que servía en una compañía de construcción de ferrocarriles, atravesó en coche el pueblo de Orchies, al que se había prendido fuego diez días antes: «Es un montón de ruinas. Vi a una mujer sollozando con su hijo pequeño, de pie ante los restos de su casa. ¡Es una vergüenza y un sufrimiento tan grande! Estuve a punto de derrumbarme cuando vi a unas veinte mujeres y niños excavando entre las ruinas de sus casas. Pero ¿de qué sirve? Si la población se comporta bestialmente con los heridos [alemanes, que se suponía eran atacados por francotiradores], hay que prender fuego a toda la localidad. Es difícil hallar a los culpables y le toca sufrir al 99%, que son inocentes. Al pueblo francés le ha caído encima un padecimiento sin nombre. ¿Y cómo será [este lugar] en invierno?». Ahora bien, los escrúpulos de Rensch no se extendían a la propiedad. Cuando un amigo le ofreció enviar algunos detalles para sus hombres, el teniente rechazó la idea, afirmando que ya disponían de muchas cosas buenas porque los franceses estaban obligados a darles todo lo que ellos quisieran. «Nunca nos falta ropa ni comida. Nuestros hombres “descubren” las cosas que Francia no entrega. Nuestra gente tiene olfato para eso. Desentierran las cosas más exquisitas incluso en los pueblos destrozados».
Cierto día de primeros de diciembre, el regimiento de Louis Barthas, el antiguo tonelero de Aude, se congratuló al tener noticias de su relevo. A las 4 de la madrugada se marcharían a unos alojamientos de reposo, en Mazingharbe. Pero los labios formaron una mueca descreída cuando, a algo menos de siete kilómetros de Mazingharbe, se detuvieron y les repartieron raciones para dos días. Comprendieron que iban a luchar una vez más. Los oficiales les dijeron que atacarían al amanecer. Barthas escribió enojado: «Así pues, este iba a ser nuestro descanso; claro que sí, para algunos, el descanso eterno… Pero ¿por qué esta comedia ridícula, esta trampa odiosa? ¿Qué temen, acaso un motín? Nos tienen en tan alta estima que nos creen capaces de algún pequeño gesto de protesta cuando nos conducen al matadero. No somos ciudadanos, sino una manada de bestias de carga»[70]. La amargura se acrecentó cuando supieron que su asalto, además, sería solo una maniobra de distracción para dar cobertura a un asalto británico en La Bassée y otro, francés, en Arras. «Oh Patrie, ¡qué crímenes se cometen en tu nombre!», se lamentaba Barthas.
Fue una carnicería: el regimiento quedó inmovilizado por el fuego enemigo mientras avanzaba por un campo de remolachas «y simplemente ofrecíamos un blanco para la práctica de los alemanes». Barthas se vio luchando en vano para contener la hemorragia de un compañero a quien la metralla le había reventado las mejillas, la lengua y toda la mandíbula. Tras una noche de ir trasladando heridos a la retaguardia, sin ayuda de camilleros, la unidad de Barthas renovó el ataque[71]. Su oficial, el teniente Rodière, estaba como loco de emoción y aparentaba estar bebido. Paseó a lo largo de la trinchera bajo la descarga, blandiendo una bayoneta alemana y prometiendo «ensartar al boche con su propio acero». Murió a los pocos minutos, después de asomarse imprudentemente sobre el parapeto.
En varias unidades francesas hubo los primeros conatos no de motín, pero sí de resistencia a aquellas locuras absurdas. Según François Mayer: «Algunos reservistas han perdido el hábito de la disciplina e indican a sus líderes que no piensan avanzar bajo el fuego a sus órdenes; algunos hablan de marcharse a otra compañía bien dirigida»[72]. Mientras Louis Barthas observaba los horrores que se desarrollaban ante él, pensó despiadadamente en «todas esas pinturas de batallas que adornan las paredes de nuestros museos o ilustran las páginas de nuestros libros de historia, en las que se muestra a los comandantes sobre caballos empenachados, entre banderas al viento, clarines, tambores y ruido de cañones, y están iluminados por la embriaguez y la furia heroicos. ¿Dónde están hoy nuestros grandes comandantes, o incluso los menores? Escondidos en un refugio subterráneo, con la oreja pegada a un teléfono»[73].
Robert Scott-Mcfie había dejado el ejército británico con rango de sargento, en 1907, tras siete años de servicio. A los cuarenta y seis, al estallar la guerra, se había enrolado de nuevo con el regimiento de los escoceses de Liverpool; fue a Francia en noviembre. Las primeras experiencias de su compañía en las trincheras fueron tan espeluznantes como las de tantos otros. «Ninguno de nosotros se encuentra especialmente bien, y todo el batallón está debilitado por una epidemia de diarrea que hace varias semanas que dura», le escribió a su padre el 23 de diciembre[74]. Tras marchar adelante por carreteras maltrechas e inundadas, «un número lamentable de hombres se han quedado atrás, incapaces de seguir el paso… mi primer infortunio fue caerme a una zanja de trinchera, llena de agua hasta la cintura. Al poco, me caí de cara en un fango profundo y con una mochila pesada a la espalda… Tuve algunas dificultades para salir». Nada más llegar a la primera línea, el batallón se vio envuelto en un tiroteo que costó numerosas bajas. Además de las pérdidas —escribió Scott-Mcfie, con pesimismo—, a nadie parecía importarle «que nuestra ropa está toda empapada, que no habrá ocasión de secarla durante semanas, que la mitad del equipo se ha perdido, que nuestros fusiles están encallados por el barro, etcétera… Pronto no quedará mucho de los escoceses de Londres… Me asombra estar entre los supervivientes, pensando en mi edad».
El soldado alemán Kresten Andresen escribió, después de ver una ciudad de la Picardía saqueada por sus compatriotas: «¡Qué brutal e implacable es la guerra! Pisotea los valores más selectos: el cristianismo, la moralidad, la casa y el hogar. Y sin embargo, en nuestro tiempo se habla mucho de civilización. Uno tiende a perder la fe en la civilización y [otros] valores cuando no se les muestra más respeto que esto»[75]. Rudolf Binding describió la escena de desolación que veía en Flandes y luego reflexionó, desesperado: «Todo se vuelve absurdo, demencial, un chiste espantoso con los pueblos y su historia, un oprobio inacabable para la humanidad, una negación de toda la civilización, la muerte de toda creencia en la capacidad de progresar de la humanidad y el hombre, una profanación de lo sagrado, de modo que uno siente que, en esta guerra, todos los seres humanos están condenados»[76].
Ninguno de los bandos tenía el monopolio de la brutalidad. El 5 de octubre, Lucien Laby estaba al cargo de una escolta que llevaba catorce prisioneros alemanes a la retaguardia, cuando su pequeña columna fue acosada de pronto por soldados senegaleses, decididos a cortarle al enemigo las orejas. Tras una escaramuza violenta, se rechazó a los coloniales. Uno particularmente alto saludó a Laby y dijo en tono anhelante: «Ah, mi teniente, me podríais haber dejado cortar dos orejas… ¡Solo dos orejas!»[77]. Un capellán del ejército francés, aunque aplaudía el terror que la infantería colonial inspiraba en los alemanes, deploraba las dificultades de tratar a los heridos como pacientes de su hospital: «Los negros del norte de África son casi tan civilizados como sus compatriotas bereberes o árabes… [pero] hay otros del África occidental y el Congo francés… que son ciertamente primitivos». De hecho, la gran mayoría de marroquíes, tunecinos, argelinos y similares ni siquiera hablaba la lengua de sus señores coloniales. Un sudanés herido se resistía a que lo desvistieran y, cuando lo iban a tratar «rugió como un animal salvaje y mordió ferozmente la mano de la enfermera… cuando, al día siguiente, lo llevaron a la sala de operaciones para drenar la herida, miró con curiosidad el tubo de éter y se lo puso él mismo en la nariz»[78].
Entre los hombres de todos los ejércitos rivales creció un sentimiento común de ser víctimas del conflicto; un sentimiento que, progresivamente, en la cabeza de no pocos, fue superando el de compromiso con una causa nacional. El oficial británico Wilbert Spencer describía así un encuentro con prisioneros alemanes: «Una panda de tipos tremendamente estupendos. Yo era tremendamente popular, había multitudes a mi alrededor, para oír mi excelente pronunciación alemana. Estuve charlando mucho rato con todos y prometí ir a Berlín después de la guerra y beberme con ellos una botella de lager. Dijeron que ojalá pudiera ir más veces. Ellos, por descontado, estaban muy sucios, después de los combates y caminos; pero, en conjunto, desde luego que eran una tropa de caballeros»[79]. El socialista y antimilitarista Jean Petit escribió, en un posterior relato sobre su vida como prisionero de guerra de los alemanes: «Franceses, belgas, rusos, ingleses duermen todos mezclados. Es una nueva Torre de Babel. Cada nación tiene tipos buenos y malos; algunos son buenos, honrados y limpios, y otros son agresivos, rapaces y desagradables. Antes habían sido nuestros enemigos y ahora eran nuestros aliados. Ni ellos ni nosotros sabemos por qué. No somos más que juguetes o títeres».
Alois Löwenstein escribió a su casa en diciembre, reflexionando sobre el hecho de que su unidad había ocupado las mismas posiciones durante cuatro semanas, y luego añadió, con una predicción acertada: «Es curioso. Creíamos que habíamos venido para cuatro días. ¿Acaso toda la guerra durará cuatro años, porque contábamos con cuatro meses?». Los millones de hombres de los ejércitos rivales, hundidos en sus feas casas de tierra, iban percibiendo cada vez con más claridad que aquel atolladero no sería pasajero, sino colosal e intratable.