En el panorama general de la guerra, el frente serbio era, con mucho, el menos importante de todos; pero contribuyó poderosamente al hundimiento del imperio de los Habsburgo. Allí, como en Galizia y la Europa occidental, la meteorología invernal agravó los padecimientos de todos los combatientes. El teniente austríaco Roland Wüster quedó impresionado al ver cadáveres serbios cuyas entrañas habían sido devoradas por animales. Alex Pallavicini describió lo difícil que era circular con los automóviles, que se atascaban sin cesar en barrizales de los que solo podían salir tirados por caballos: toda una humillación para la tecnología del siglo XX. Las reparaciones eran difíciles, por falta de recambios, y el combustible también solía escasear. En cuanto a los serbios, aunque el ejército lograse algunas victorias, los civiles sufrían espantosamente. El doctor Šajnović, asistente del director del hospital psiquiátrico de Belgrado, dijo con desesperación el 2 de noviembre: «Si no logramos la paz pronto, me uniré a mis pacientes, en vez de tratarlos. Fumo como un maníaco y engullo cantidad de tinktura energika [una mezcla de rakija y coñac], ¡pero ya no me sirve para tener más energía!»[27]. Cuando ya no se pudieron obtener cigarrillos, fumaba hojas secas.
El general Oskar Potiorek había fracasado estrepitosamente en sus ofensivas de agosto y septiembre. A principios de noviembre, sin embargo, la abrumadora superioridad de sus fuerzas le permitió asestar un gran golpe al ejército serbio. El káiser le honró y se le puso su nombre a una calle de Sarajevo. No por ello disminuyeron el orgullo, la incompetencia y la falta de sensibilidad de Potiorek. Intentó seguir ganando terreno en Serbia durante el invierno, pese a que sus hombres estaban agotados y mal pertrechados. El comandante de una división protestó en vano porque «el tiempo extremo afecta a la forma de las tropas, aún vestidas con las guerreras de verano». Para Potiorek, todas las peticiones de botas, ropas de invierno, más munición y más equipo no eran sino «gimoteos». Cuando se le dijo que algunos de sus hombres estaban al borde de la inanición, replicó: «Librar guerras supone pasar hambre»[28]. Un soldado austríaco recogió unos rumores que circulaban entre las filas, al respecto del general: «Dicen que no tiene ningún interés en la evolución de las batallas, que olvida todo lo que ha pasado el día anterior y emite órdenes sumamente inútiles»[29].
El 6 de noviembre, Potiorek lanzó una nueva ofensiva que se adentró mucho en Serbia. Medio millón de soldados austríacos, que avanzaban en tres frentes, cayeron sobre unos defensores que solo ascendían a la mitad. «La noticia de que el bravo ejército serbio ha sido derrotado ha producido un pánico indescriptible en la capital. La poca gente que aún queda aquí se prepara para huir», escribió la doctora Slavka Mihajlović[30]. A los pocos días añadió: «Hace un frío increíble y, en el hospital, las condiciones de trabajo son insoportables. La comida es malísima y casi se han terminado las reservas. Como el bombardeo es constante, todas las carreteras que van al campo están cortadas»[31]. Cuando los austríacos se abrieron paso por el interior, les sorprendió, sobre todo, la pobreza del país. Las casas campesinas estaban bastante cuidadas, pero muy mal provistas; solo había paño y mantas bordadas, y la única manifestación general de tecnología eran las máquinas de coser. En las paredes había unos pocos iconos y algunos grabados baratos a color, con imágenes heroicas de la guerra de los Balcanes contra los turcos[32]. Los austríacos despreciaban a sus enemigos como bárbaros y, brevemente, también como perdedores.
Belgrado cayó. El 3 de diciembre, las tropas austríacas celebraron un desfile triunfal por la ciudad, y pronto se informó de que estaban a tan solo unos setenta kilómetros del cuartel general del ejército serbio, en Kraguijevatz. A los defensores apenas les quedaba munición. Cientos de miles de refugiados civiles, aterrorizados por la experiencia anterior de la ocupación austríaca, huyeron junto con el ejército en retirada. La suerte de Serbia parecía echada, y el general Putnik, su comandante en jefe, instó a los políticos del país a negociar un armisticio con Viena. Quedó asombrado cuando el gobierno de Pašić respondió afirmando su decisión de seguir combatiendo. El sufrimiento se intensificó tanto entre los serbios que se agarraban a sus tierras natales como entre los que huían como refugiados. La esposa del diplomático ruso Nikolai Charykov quedó horrorizada por las condiciones que vio en un hospital situado ya al otro lado de la frontera, en Niš, Bulgaria, donde se había evacuado a cientos de heridos serbios; pero allí estaban desatendidos, por falta de cloroformo, antisépticos, vendas e incluso agua caliente para lavar las heridas.
Pero la situación de los vencedores no era mucho mejor. A mediados de noviembre, las columnas austríacas que se arrastraban hacia su siguiente objetivo, Draginje-Bosnak, padecían grandes penalidades. A menudo, las unidades se quedaban sin sus raciones porque los carros de abastecimiento se atascaban sin remedio en los barrizales. Los hombres dormían en el fango. Un soldado escribió: «Los que solo tenían tos y resfriados estaban en mejor forma que los pobres que sufrían dolor de muelas o eran casi incapaces de mover las piernas por el reumatismo. Las mochilas y las mantas llegaban a pesar tanto, con la humedad, que te abrían tiras ensangrentadas en el hombro; era bastante difícil no caerse para atrás. Los cañones se hundían tanto en el barro que se perdían las ruedas. Hasta con seis bueyes y tres pares de caballos atados a la cureña, a veces había que penar más de una hora para liberar una sola pieza de artillería»[33].
Se encontraron con muchos refugiados —ancianos, mujeres y niños empeñados en regresar a las aldeas de las que habían huido hacía unas pocas semanas o meses— a los que el barro causaba tantas dificultades como a los austríacos. A la vista de aquellas columnas trágicas, en palabras del cabo Egon Kisch, «nuestros propios problemas parecían menores. Con cierta frecuencia, el carro de un aldeano se hundía en la ciénaga sin remedio o el animal de tiro caía desfallecido: había reses muertas por la carretera y, de vez en cuando, carros tumbados, con sus contenidos dispersos. Los propietarios se quedaban mirando, sin saber qué hacer, y su tormento se nos clavaba en el corazón. Pero no podíamos ayudarles»[34]. Roland Wüster escribió, desesperado: «Ya no tenemos botas ni ropas decentes; no llegan raciones y los hombres están agotados, a consecuencia del avance apresurado y los combates feroces. La mitad de las bestias de tiro tienen llagas abiertas que apestan de tal modo que es insoportable marchar por detrás de ellas»[35].
Pero en ese momento, casi milagrosamente, la rueda de la fortuna giró una vez más. Francia envió a Serbia la munición justa para rellenar los vacíos avantrenes de artillería de su aliado. Putnik reagrupó sus fuerzas. De algún modo, convenció a sus tropas —sucias, exhaustas, harapientas y medio muertas de hambre— para emprender un contraataque. El 3 de diciembre se libró en Arandjelovac una batalla que, contra todo pronóstico, ganaron los serbios. Al avanzar desde aquí, quedaron desconcertados al ver que el ejército austríaco se venía abajo: primero el centro del frente, luego los flancos. El 4 de diciembre, Roland Wüster escribió que la retirada del ejército de Potiorek se asemejaba a la del ejército napoleónico desde Moscú: un caos de columnas de impedimenta, artillería, destacamentos de asedio, zapadores, «con la infantería dispersa entre ellos, junto con los heridos y los que hurgaban entre los restos; todo el mundo se esforzaba por escapar de esta tierra malhadada»[36]. Al día siguiente, el propio Wüster resultó herido en una pierna. Sin ayuda a la vista, él mismo improvisó un vendaje para la herida y, cojeando, llegó hasta una granja próxima, donde se tendió. Durante las siete horas siguientes, luchó en vano por contener la hemorragia. Perdida la esperanza, el joven oficial dio una fotografía de su familia a un centinela próximo y le dijo cómo deseaba ser enterrado. Sin darle gran importancia, el hombre lo tranquilizó, diciéndole que la herida no tenía mal aspecto, aunque también añadió alegremente que no hacía mucho había enterrado a un camarada con una similar. «¡Bonitas palabras de consuelo!», garabateó Wüster, acongojado.
Al día siguiente, con la artillería enemiga cada vez más cerca, consiguió subir a un carruaje sin ballestas, que lo llevó hasta Valjevo, a unos veinticinco kilómetros. Cada metro de aquel recorrido, de cinco horas y media, le producía un dolor agónico. Cuando llegó al hospital militar, los médicos se negaron a tratarlo porque estaban de retirada. Wüster empezó a gimotear histéricamente y, de algún modo, logró que lo llevaran hasta la estación de la ciudad. Lo tendieron en un vagón descubierto de un tren que, a la mañana siguiente, cruzó la frontera bosnia, territorio seguro al fin. Tardó otros tres días en llegar a su hogar, en Linz, consumido y sin afeitar; su propio hijo no lo reconoció. Wüster no podía describir sus experiencias sin arrancar a llorar y, durante muchas semanas, sufrió pesadillas en las que se hallaba abandonado a la merced de los serbios.
El 14 de diciembre, los testigos austríacos no daban crédito a lo que veían: sobre las aguas del río Sava, un puente de pontones del ejército oscilaba y se tambaleaba bajo el peso de multitudes de soldados fugitivos, llevados por el pánico, que se peleaban por cruzar hasta la costa bosnia; entre tanto, varios serbios, harapientos pero exultantes, intentaban abatirlos con sus fusiles. Aquel día, el alto mando serbio anunció: «El enemigo ha sido destrozado, dispersado, derrotado y expulsado de nuestro territorio de una vez por todas».
El día 16, un grupo de infantes austríacos se apiñó ansiosamente en torno de un periódico vienés de hacía una quincena. Los labios se encogieron en una mueca de cinismo cuando comprobaron que se proclamaba la triunfal ocupación austríaca de Belgrado. Cuando los soldados vieron aquellos titulares atrasados, habían evacuado de nuevo la ciudad, en una más de las retiradas precipitadas de los austríacos[37]. Aquel día, el 16 de diciembre, los serbios se plantaron de nuevo, con aire de triunfo, en las machacadas y desoladas calles de la capital. El general Živojin Mišić, que había dirigido la contraofensiva, se convirtió en el héroe nacional del momento. Telegrafió orgulloso: «En suelo serbio, no quedan soldados austríacos que no sean prisioneros».
Alex Pallavicini escribió el 17 de diciembre, describiendo la huida de los austríacos a los puentes del Danubio y el Sava: «Después de esta experiencia, parece justificada la cólera y la desconfianza para con el alto mando, porque es imposible imaginar nada peor hecho que nuestro liderazgo y el sistema de abastecimiento. En Valjevo hubo que prender fuego a cuarenta mil pares de botas porque nadie alcanzó a repartirlas. Nuestras fuerzas, literalmente, caminaban con los pies descalzos, protegidos con tiras de cuero»[38]. La desbandada de Potiorek dejó a los serbios en posesión de 130 cañones y 40 000 prisioneros (270 de ellos, oficiales). El regimiento de infantería del doctor Johann Bachmann se desintegró durante la retirada de diciembre. El médico tuvo que abandonar a los heridos más graves, porque no había medios de transporte para ellos[39]. Cuando por fin cruzaron el Sava, a Bachmann no se le vio apto para seguir prestando servicio y recibió un permiso prolongado. Al llegar a casa, durmió durante doce horas ininterrumpidas. Posteriormente, sin embargo, estuvo muchas semanas sin descansar, hostigado por las pesadillas de Serbia.
Según demostrarían los acontecimientos posteriores, la derrota del ejército de los Habsburgo no era irreversible y Serbia estaba agotando hasta los últimos recursos. Pero el prestigio del imperio de Francisco José había quedado muy tocado por su pequeño vecino, odiado y menospreciado. Conrad Hötzendorf admitió que, durante el resto del invierno, el frente meridional debía quedar a la defensiva. Pero en ese momento también erró en la decisión: las fuerzas que excavaron en el suelo estéril o se plantaron ante barreras fluviales erigidas frente a los serbios carecían de la fuerza necesaria para tomar la ofensiva, pero desbordaban la fuerza precisa para contrarrestar un ataque enemigo. Así, la forma en que Conrad dirigió las primeras campañas contra el despreciado enemigo eslavo resultó tan desastrosa como las que encabezó contra los rusos. Los austríacos había descrito la invasión de Serbia como una Strafexpedition («expedición de castigo») y ahora los serbios se mofaban llamándola Bestrafte Expedition («expedición castigada»). Compusieron una canción de triunfo que empezaba diciendo: «El emperador Nicolás monta un caballo negro, el emperador Francisco José monta una mula».
No parecían tener fin los sufrimientos compartidos de vencedores y vencidos, soldados y civiles. Si, en 1914, los austríacos se comportaron como bárbaros durante las invasiones de Serbia, sus infortunados soldados pagaban un precio casi igual de elevado si caían en manos del enemigo. Con pocos alimentos para sí mismos, los serbios les daban menos aún a quienes habían querido conquistarlos. El gobierno autorizó que cualquier ciudadano contratara a un trabajador austríaco a cambio de una miseria; para los prisioneros de guerra fue un alivio, porque los empleadores serbios los alimentaban mejor que los jefes de los campos de prisioneros. Pero las enfermedades pasaron una factura importante: a finales de 1914, uno de cada cinco de los 60 000 prisioneros austríacos en manos de Belgrado había muerto de tifus; y les seguirían más. Al acabar el año, Austria-Hungría había pagado su exceso de orgullo para con Serbia con 273 804 bajas de los 450 000 hombres desplegados. Aunque con retraso, Viena acabó sintiéndose obligada a reconocer la incompetencia de sus oficiales más destacados, y despachó a cuatro de sus seis comandantes de ejército, incluido Oskar Potiorek.
Pero el pueblo serbio tenía poco que celebrar. Un joven cegado en combate cantaba una canción que empezaba así: «Estoy triste, porque ya no puedo ver el sol, ni los campos verdes, ni los ciruelos en flor»[40]. El valle del Sava, al oeste de Belgrado, había quedado arrasado. Muchos pueblos y ciudades pequeñas habían sido abandonados por sus habitantes y la hierba crecía en sus calles. El goteo de refugiados que regresaba hacia el oeste, junto con el ejército, contemplaba horrorizado la destrucción de sus comunidades. Belgrado había quedado reducida a una ciudad de pordioseros, tullidos y huérfanos. Las pocas carreteras del país estaban arruinadas por el tráfico militar. Serbia solo se conectaba con el exterior por un ferrocarril de vía única, con término en Salónica, por el que los pertrechos y víveres se movían con gran lentitud; Grecia, como país neutral, prestaba muy poca ayuda. El tifus epidémico, la disentería y el cólera asolaron grandes extensiones del país, y cualquier herido en el campo de batalla tenía mucha suerte si sobrevivía a la gangrena.
Las penalidades de Serbia se pusieron de moda en Gran Bretaña: lady Wimborne, lady Paget y sir Thomas Lipton fueron solo los personajes más prominentes de los que se incorporaron a unidades médicas de voluntarios en el país, junto con la condesa Trubetskoy, esposa del nuevo plenipotenciario ruso. Pero apenas podían hacer nada por una nación de tal pobreza y aislamiento geográfico; temporalmente victoriosa, en efecto, pero destrozada y con una debilidad peligrosa. Serbia había perdido ya a 163 557 hombres (incluidos 69 022 muertos). El país aún sufriría mucho más en los años posteriores, sin que las alegrías de otras victorias lo pudieran compensar. A la postre, en la guerra halló la muerte el 62,5% de los varones serbios de entre quince y cincuenta y cinco años; y todo el país quedó arrasado.
El teniente Djordje Stanojevitch, del ejército serbio, preguntó al corresponsal estadounidense John Reed, con la pasión furiosa que inspira el alcohol: «¿Qué están haciendo estos franceses e ingleses? ¿Por qué no derrotan a los alemanes? Lo que necesitan por allí es a unos pocos serbios que les enseñen cómo se hace la guerra. Nosotros, los serbios, sabemos que todo lo que se necesita es aceptar que uno puede morir, ¡y la guerra se acabará pronto!»[41]. Otros —algunos de ellos, comandantes en jefe— compartían esta misma creencia y esto tuvo consecuencias espantosas para la juventud europea.