I. Polonia

En el frente oriental, los alemanes se felicitaban a sí mismos, radiantes, por el éxito de Tannenberg, y les exasperaba que sus aliados se quedaran muy atrás. «Aquí todo está bien», escribió Max Hoffmann, el jefe de operaciones de Hindenburg, desde Kielce, en Polonia, el 8 de octubre, «salvo los austríacos. ¡Ojalá esos sujetos (Kerle) se pusieran de una vez en marcha! Han dejado que el éxito que les trajimos se les escape de las manos.»[1] Los soldados de Francisco José estaban ciertamente agotados y desanimados. «Llevamos demasiado tiempo sin descansar», escribía el conde Viktor Dankl, comandante de caballería, el 15 de octubre. «Es tanto lo que ha aquejado los nervios de todo el mundo que ahora ya no se puede hacer nada más con ellos… Habíamos partido henchidos de esperanza y orgullo, pero ahora ese espíritu se ha quebrantado.»[2] Dankl añadió, nueve días después: «Los hombres ya no quieren atacar más, nos faltan oficiales y los que quedan son tímidos. Esto se ha acabado. Hemos descendido al nivel de los rusos: los hombres solo quieren defender posiciones y vaciar las armas a bulto».

En el cuartel de Conrad, Alex Pallavicini se admiraba de cuán lejos quedaban de la realidad del campo de batalla los comandantes y oficiales del Estado Mayor sentados en sus cómodas mesas, detrás de sus teléfonos, «malgastando mucho papel y mucha tinta. Es una institución que se asemeja a algún banco internacional, salvo que [nuestro] papelorio será todavía más inútil, probablemente. Aquí hay muchos hombres que… aún no han oído disparar un tiro. Pero la gente dice que así es como tiene que ser». A lo largo y ancho del imperio de los Habsburgo, un número creciente de los súbditos de Francisco José retrocedían con disgusto ante los horrores cuya responsabilidad recaía sobre aquellos guerreros dorados. El sacerdote esloveno Tomo Župan recordaba las súplicas de Conrad antes de que empezara la contienda: «¡Dios nos dé una guerra!». Ahora, escribió Župan, la demencial visión del jefe del Estado Mayor no solo derribaría quizá la monarquía Habsburgo, sino que ya había hecho trizas a la humanidad europea. En su diario reprochaba a Conrad: «Habéis destruido gran número de vidas florecientes y llenas de esperanza. ¿Estáis en posición de compensar a la familia de incluso un solo hombre al que esta nunca habría elegido sacrificar, aún a cambio de todos los miles de millones del mundo?»[3]. Otro sacerdote, Ivan Vrhovnik, escribió el 18 de octubre: «Hoy han partido de Liubliana muchos más hombres para el frente. El entusiasmo que caracterizó el primer llamamiento a las armas contra el enemigo ha desaparecido por completo; [las tropas que acaban de partir] alivian el pesar de la separación con la bebida; en sus caras se muestra su desesperación»[4].

Los refuerzos acertaban al temer lo peor. Conrad conservaba una capacidad ilimitada para favorecer el desastre. A mediados de octubre, volvió a ordenar que el ejército de Galizia avanzara hacia el este. El día 14, cuando las tropas empezaron a cruzar el río San, sufrieron terriblemente por efecto de la artillería de los dos bandos, por lo que una unidad de asalto envió el siguiente mensaje a la retaguardia: «¡Por el amor de Dios, que nuestras baterías bombardeen a los rusos, no a nosotros!»[5]. Constantin Schneider se lamentaba: «¡Nuestros obuses pesados ya han matado a un centenar de nuestros propios hombres!». No había pontones, porque la artillería rusa mató la mayoría de los caballos que tiraban de las secciones de puentes, con lo cual el paso del río solo podía hacerse con botes.

El comandante de la división de Schneider concibió la idea de que, si una banda de música tocaba en la orilla austríaca, esto quizá elevaría la moral. Pero la mezcla del ruido de los proyectiles, la música militar y la angustia humana convenció a muchos de que se estaban volviendo locos. El fuego ruso destruyó la mayoría de los botes de asalto. Cuando los supervivientes se replegaron, al amanecer del 16, «caminaban con pasos temblorosos, los ojos hundidos, hombres demacrados que, hasta hacía tres días, estaban poseídos por el ansia de vivir. Ahora estaban tan consternados que se habían quedado sin palabras, incapaces de describir la experiencia», en palabras de Schneider[6].

En el confuso combate que se produjo a continuación, durante la última semana de octubre, los austríacos volvieron a sufrir bajas espantosas. El derrotismo se apoderó por entero del ejército. En Przemyśl, amenazada por un nuevo asalto ruso, los soldados, muertos de hambre, pedían caridad por la calle y ofrecían sumas absurdas de un dinero inútil a cambio de pan o patatas. El 3 de noviembre, se invitó al destacamento a enviar las últimas cartas a casa, antes de que una maniobra envolvente volviera a cercar la fortificación. Al día siguiente, se ordenó a los habitantes civiles —como bocas inútiles— que se marcharan. Entre las multitudes frenéticas que se apiñaban en la estación, una mujer logró abrirse paso hasta un vagón con dos de sus hijos, y, cuando el tren se puso en camino, quedó horrorizada al ver por la ventana a su hijo de tres años, abandonado en el andén.

Una viuda polaca, Helena Jabiońska, consiguió salir en carro y, el 8 de noviembre, llegó a la población de Olszan. Las ruinas incendiadas aún humeaban, y los habitantes supervivientes estaban sentados entre sus míseras posesiones, temblando sin control. En palabras de Jabiońska: «No son personas, sino fantasmas. El lugar es peor que un desierto. No hay nada con lo que hacer fuego: se han talado todos los árboles y se han quemado hasta los tocones». Lo peor de todo era que ya tenían a los rusos encima. Los fugitivos no tuvieron más remedio que regresar a Przemyśl, cuyo sitio, de cinco meses, fue el más largo de la guerra, y resultó una pesadilla por igual para sus 127 000 defensores y los 18 000 ciudadanos atrapados.

Sobre el campo, el ejército austríaco se estaba replegando otra vez. Carecía de munición suficiente para actuar con normalidad: a la artillería de Conrad se le asignó una cuota máxima de cuatro balas por día, incluso si la infantería se veía en apuros[7]. Aunque en las batallas de octubre, nadie obtuvo una victoria decisiva, sin duda las potencias centrales se llevaron la peor parte. El cólera se extendió con rapidez por Galizia y causó la muerte de 3632 austríacos en tan solo un mes. Al principio, el Ministerio de Guerra, en Viena, se negó a autorizar la vacunación, y en los hospitales había demasiados heridos para admitir casos de cólera[8]. La vacuna se distribuyó tarde y, antes de eso, las tropas austríacas que se retiraron a la Silesia superior difundieron la enfermedad entre la población civil de la zona. Como consecuencia adicional de este brote epidémico, muchos hombres, e incluso oficiales, fingieron los síntomas para obtener un pasaporte a la retaguardia; para cortar la hemorragia de simuladores hubo que introducir exámenes rigurosos[9].

En el otro bando, Alexei Tolstoy estaba en Kiev, una noche, cuando se anunció una gran victoria rusa. La noticia despertó especial entusiasmo entre el importante número de desertores de la causa de los Habsburgo que ahora estaban al servicio del zar. «Por el salón de mi hotel paseaban ufanos unos oficiales checos, que se acariciaban los bigotes pelirrojos y arrastraban los largos sables por el suelo. En el piso de arriba, otros checos lo celebraban gritando y cantando. Entre los voluntarios checos también hay señoras, a las que nuestros porteros llaman “las damas reservistas”.»[10] Pero la ciudad, en su conjunto, no estaba tan impresionada: la ciudadanía recibía con cautela las noticias de supuestos éxitos que luego se agriaban. Solo hacia las 2 de la tarde siguiente se juntó una multitud, con estandartes, para un misa celebrada en la plaza de delante de la antigua catedral. Vitorearon, cantaron un himno y, durante un largo rato, estuvieron lanzando al aire gorras y sombreros de lana de cordero.

«Aquí, como en todas partes», escribió Tolstoy, «quien realmente responde a la guerra es el pueblo llano. Por ejemplo, las vendedoras de panecillos y manzanas acuden a la llegada de los trenes hospitalarios y reparten la mitad de sus mercancías entre los soldados heridos. Una vez, vi que una mujer se acercaba a un oficial al que yo conocía. Lo miró con cara de compasión, le preguntó cómo se llamaba y prometió acordarse de él en sus plegarias». Aquí, el escritor identificaba una debilidad fundamental del esfuerzo bélico ruso: el cinismo con el que gran parte de su clase dirigente trataba la lucha, esforzándose por salvar su propia persona de las cargas y sacrificios de la contienda. Además, muchos de los súbditos del zar se quejaban de agravios étnicos o religiosos, sumados a las penalidades generales de la guerra. Un recluta musulmán lamentaba que, mientras que sus conmilitones cristianos tenían a sus sacerdotes, a los de su religión se les negaba ese consuelo, «a pesar del hecho de que más de la mitad de los soldados [de mi unidad] son musulmanes, que mueren sin sus mullahs y son enterrados en compañía de los rusos, en una tumba única»[11].

Pero en la campaña oriental, nadie, en ninguno de los bandos, estaba satisfecho con la forma en que se desarrollaba. En el campamento alemán, Max Hoffmann estaba entre los que se sentían muy inquietos por la incapacidad de concentrar las fuerzas precisas para asestar un golpe decisivo en alguno de los frentes. Estando en Radom, el 21 de octubre, escribió en su diario: «Habría preferido que primero ajustáramos cuentas o con Francia o con Rusia. Solo con que nos hubieran dado uno o dos cuerpos más, yo habría garantizado ese resultado aquí. Ahora mismo, en cambio, bastante nos cuesta aguantar contra unos números enormemente superiores»[12]. Esta queja, que el propio Ludendorff expondría cada vez con mayor vehemencia en Berlín, se convertiría en la canción característica de la guerra oriental: un poquito más, dadnos un poquito más, y os daremos la victoria. Es casi indudable, no obstante, que los generales del káiser estaban en un error: no había perspectiva de victoria hasta que los ejércitos del zar quedaran apaleados, diezmados y exhaustos por varios años de desgaste. Pero los recursos humanos de Rusia no eran en ningún caso infinitos, como a veces suponían sus enemigos: durante la mayor parte de 1914-1915, debido a las deficiencias en la movilización del zar, las fuerzas rivales no eran incomparablemente desiguales, sino cuarenta y ocho divisiones austríacas y alemanas contra noventa y nueve rusas. Entre tanto imperó la indecisión. En el sector septentrional del frente, a finales de octubre los ejércitos rivales se hallaban combatiendo, en palabras del teniente Harald von der Marwitz, en «trincheras anegadas en las que tenemos un pie en suelo alemán y otro en Rusia»[13]. Su unidad estaba desplegada entre los hitos fronterizos que marcaban la separación entre Prusia oriental y el imperio del zar, y no tenía prisa por ir a ningún sitio.

En la Europa occidental, no obstante, pervivió la ingenuidad en las expectativas de los aliados: con cada avance ruso, la esperanza se disparaba. El 7 de noviembre, el New Statesman se emocionaba ante noticias según las cuales «quizá solo tengamos que esperar dos o tres semanas para que los grandes ejércitos rusos estén en territorio alemán… Sabemos, sin lugar a dudas, que en el este Alemania está derrotada y, en ese frente, no puede resistir contra Rusia con sus fuerzas actuales». En The Illustrated London News, con una exhibición de crédula lealtad al aliado británico, se incluía un retrato a toda página del gran duque Nicolás y se afirmaba que estaba «ejecutando sin vacilación planes que están cubriendo de gloria las armas rusas». A los soldados del gran duque, tales elogios les habrían parecido extravagantes: en sí, Nicolás no era más que una figura decorativa, y los rusos eran incapaces de sacar partido de su situación ventajosa de aquel otoño en Galizia. La cadena de abastecimiento estaba casi hundida y hubo que requisar coches de los estados mayores para llevar al frente cajas de galletas con las que alimentar a los soldados. La escasez de munición era grave y San Petersburgo emitía un torrente de directrices contradictorias.

En el otro bando, Falkenhayn envió un mensajero a Conrad, a explicarle por qué le resultaba difícil trasladar más tropas al frente oriental. El papel recayó, ni más ni menos, que en el coronel Richard Hentsch, el mismo que había sido intermediario de Moltke en las decisiones cruciales del Marne. Es significativo que la misión se confiara a Hentsch —quien llegó al cuartel general austríaco en Galizia el 10 de noviembre—, pues ello parece indicar que se entendía que, en septiembre, en el Marne, había ejecutado correctamente las órdenes de Moltke; al coronel no se le habría dado tal comisión si se le considerase responsable de traer el desastre a las armas alemanas. Ahora le dijo a Conrad que los austríacos quedaban a su suerte.

Pero Hentsch debería haber visitado a Hindenburg antes de dirigirse a los austríacos. El comandante en jefe alemán y su jefe del Estado Mayor llegaron a conclusiones distintas. El 11 de noviembre averiguaron, tras interceptar un mensaje de radio, que la Stavka planeaba renovar la invasión rusa de Alemania. Ludendorff, con más refuerzos de Falkenhayn o sin ellos, decidió impedir la ofensiva del enemigo con una acometida propia. Lanzó un ataque masivo contra el flanco septentrional de los ejércitos de Ivanov y precipitó lo que se daría en llamar la batalla de Łódź.

Los rusos, como de costumbre, no estaban al caso del golpe inminente; el comandante de su ejército más septentrional, Rennenkampf, avanzaba hacia Prusia oriental, en vez de proteger su flanco por el oeste. El cuerpo que se hallaba en la ruta inmediata de la ofensiva se derrumbó, con pérdidas colosales. Quien estaba al mando del frente en general, Ruzsky, tardó en comprender la escala de la ofensiva alemana. El 18 de noviembre, Łódź había quedado prácticamente rodeada, y los rusos, encerrados en un perímetro aproximado de veintiséis por trece kilómetros. El día 19, un mensajero a caballo, casi histérico, alcanzó al general Phleve, del 5.o Ejército ruso, mientras este avanzaba con su Estado Mayor. «¡Su Excelencia!», gritó el joven, sin apenas aliento, «¡el 2.o Ejército está rodeado y se verá obligado a rendirse!». Los ojos de Phleve, bajo sus espesas cejas, contemplaron impávidos al mensajero durante unos segundos, y luego dijo: «Padrecito, ¿habéis venido como actor de una tragedia o para informar? Si tenéis de qué informar, hacedlo ante el jefe del Estado Mayor; pero recordadlo, sin histrionismo, u os haré arrestar»[14]. Tras recibir la noticia, tanto Phleve como su colega en la comandancia del ejército actuaron por propia iniciativa y desviaron fuerzas del proyecto de invasión de Alemania con miras a salvar el pellejo del 2.o Ejército. Se volvieron hacia Łódź y, con una celeridad inesperada en tropas rusas, llegaron milagrosamente antes que los alemanes. De un modo casi accidental —como era característico de la campaña—, siete cuerpos rusos se cruzaron en el camino de las vanguardias enemigas que se aproximaban a la ciudad. Ludendorff había aspirado a demasiado y, de hecho, había metido la pata: ahora, un cuarto de millón de sus hombres se enfrentaban a más del doble de rusos.

Durante la posterior semana de combates, la ofensiva alemana se quedó sin energía y sin munición. Los rusos eran mucho más poderosos y ocupaban un terreno que favorecía la defensa. Tres divisiones alemanas quedaron aisladas en las colinas boscosas del este de la ciudad y, el 22 de noviembre, la Stavka ordenó preparar sesenta trenes para transportar lo que se calculaba serían 50 000 prisioneros rusos a los campos de prisioneros de guerra. En la tarde del 23, el comandante alemán Freiherr von Scheffer-Boyadel se comunicó por radio con el cuartel general de su ejército, para decir que aquella noche intentaría abrir una brecha de salida; de otro modo, «mañana el XXV Cuerpo de la Reserva dejará de existir»[15]. A continuación, se produjeron combates feroces y, a la mañana siguiente, a las 7.50, Scheffer transmitió otra vez: «Sin reservas. Situación grave», y, diez minutos más tarde: «Carencia gravísima de munición y raciones. Se requiere… asistencia inmediata». En respuesta, August Mackensen, comandante del 9.o Ejército, envió dos cuerpos en ayuda de Scheffer, cuyos hombres lograron abrirse camino y apresaron a 16 000 rusos. En la tarde del 24, las fuerzas se encontraron en Bshesiny y los rusos se quedaron sin su golpe. Pero la ofensiva de Ludendorff había sido un fracaso, por mucho que se jactara de lo contrario. Aun cuando, en lo que respecta a la pericia militar, no cabe duda de que el jefe del Estado Mayor de Hindenburg era superior a sus oponentes rusos (igual que lo eran la mayoría de sus subordinados), sin embargo distaba de ser el genio que creía ser.

Ruzsky, aunque tácticamente había logrado el éxito de repeler a Mackensen, se estaba quedando ahora sin apenas existencias de multitud de cosas. Una sola división rusa había gastado 2,15 millones de balas de armas menores en tan solo tres días de noviembre. Rusia había iniciado la guerra con 5000 cañones y un arsenal de cinco millones de proyectiles. A finales de 1914, las fábricas del zar producían 35 000 balas al mes, pero los ejércitos del frente, en ocasiones, disparaban 45 000 al día. El 1 de diciembre, los depósitos de municiones de vanguardia ya solo contenían 300 000 proyectiles. Además de munición, al ejército le faltaban fusiles e incluso botas, de las que Ruzsky pidió medio millón de pares. Había carros que peinaban el campo de batalla para quitar a los caballos muertos herraduras que se necesitaban para los vivos. El suelo era duro como el hierro, lo que favorecía el transporte de pertrechos, pero dificultaba sobremanera el atrincheramiento. La capa de nieve era profunda y casi todos los heridos morían congelados antes de que se les pudiera evacuar. Incluso sin la intervención de balas y proyectiles, algunos hombres murieron, simplemente, del frío de pasar la noche en aquellas trincheras. Los aviones solo realizaban vuelos cortos, porque los pilotos no tardaban en perder el movimiento de las manos, y por ende el control de los aparatos; aun así, los alemanes siguieron hostigando la ciudad de Varsovia con bombardeos. En ambos bandos, las deserciones eran constantes. Aunque la ofensiva alemana había quedado paralizada, era evidente que Rusia no iba a invadir Alemania. Ludendorff informó a sus superiores de que había obtenido otra gran victoria. En realidad, apenas había vapuleado algunas formaciones rusas, pero conservaba suficiente prestigio para convencer a Falkenhayn de que le enviara desde el oeste otros cuatro cuerpos.

Más al sur, entre los austríacos, después de cuatro meses de penalidades, derrotas y un liderazgo deplorable, la moral seguía siendo baja. Los generales del imperio de los Habsburgo bailaban mejor de lo que luchaban y eran un cero a la izquierda en la gestión de las personas. Cuando Constantin Schneider se presentó ante su comandante, en Cracovia, el 29 de noviembre, hallarse otra vez en el mundo civilizado le supuso un trauma, después de tanto tiempo en el campo de batalla: «Parecía que la vida militar se interrumpiera en el límite de la ciudad. Era como si te hubieran sacado de la guerra por arte de magia. Las calles estaban muy iluminadas… Una vida completamente nueva, que ahora me resultaba extraña, latía de pronto alrededor de mí, como si me hubieran trasladado de un sueño a la realidad. Aquí había gente que no vestía de uniforme y realizaba actividades tranquilas: mujeres con ropa moderna; oficiales con el uniforme del destacamento y las gorras negras del tiempo de paz. Era extraño pensar que, tan solo dos horas antes, a mi alrededor llovía la metralla rusa, en medio de una zona muerta y devastada que se extendía muchos kilómetros más allá de los barrios exteriores de esta ciudad viva y vital»[16]. Schneider halló que el cuartel general se había establecido en un hotel magnífico. Al ir sucio y con un uniforme raído, le avergonzaba mezclarse con oficiales del Estado Mayor aseados, pulcros e impecablemente vestidos. A través de ellos, se enteró de noticias de calado: habían llegado refuerzos alemanes, que estaban bajando de los trenes en aquel mismo momento. «Esta noticia renovó la esperanza de que la victoria era posible.»[17]

En realidad, las tropas adicionales solo sirvieron para impedir el hundimiento absoluto de los austríacos, con la colaboración del caos del campamento ruso. Hubo más peleas entre los generales del zar: en el sur, Ivanov quería atacar de nuevo a los austríacos, pero esto solo podía hacerse si el grupo vecino protegía su flanco derecho, una protección que a Ruzsky no le interesaba dar. Así, la nueva ofensiva la emprendieron los austríacos, en los primeros días de diciembre. En un principio, esta logró cierto éxito, lo que inspiró en Conrad cierta emoción, incluso euforia, y le llevó a anunciar un triunfo. Para Constantin Schneider, avanzar fue casi peor que retirarse: «Los derrotados… no ven a las víctimas de la guerra. El vencedor, en cambio, obligado a cruzar el campo de batalla, los avista y tiembla»[18]. Describió un encuentro característico de aquellos días, cuando se topó con un ruso y un austríaco que, en el intento mutuo de clavarse la bayoneta, fallecieron por la explosión de un mismo proyectil. Como de costumbre, el breve éxito de Conrad quedó en nada, pues no pudo ir más allá. Los rusos contraatacaron y, cuando el año se acercaba a su fin, las fuerzas austríacas tuvieron que replegarse una vez más a las pendientes inferiores de los Cárpatos.

En ambos lados se perseguían estrategias incoherentes. Falkenhayn reconoció que la guerra se ganaría o perdería en el oeste. El 26 de noviembre, escribió al Ober Ost (el alto mando en Polonia), diciendo: «Todas las victorias que se logren en el este a costa del [éxito en] el frente occidental son inútiles»[19]. Pero estas restricciones no disuadieron a Ludendorff y Hindenburg de seguir pidiendo refuerzos con insistencia y, en la estela del fracaso de Ypres —del que se culpó a Falkenhayn en persona—, el prestigio de aquellos era más elevado que el de este. Los imperativos políticos influyeron más que los militares a la hora de convencer a los alemanes de enviar más tropas al este. Las potencias centrales estaban angustiadas ante la posibilidad de que, si parecían estar perdiendo la campaña oriental, los estados neutrales unirían su suerte a la de los aliados. Berlín y Viena temían que no solo Italia pudiera entrar en guerra con ellos, sino también Bulgaria y Rumanía. Aún pesaban más las consecuencias fantasmales de una derrota absoluta de Austria-Hungría. Aunque los comandantes tanto del zar Nicolás como del emperador Francisco José eran incompetentes, y sus fuerzas estaban mal equipadas para la guerra moderna, el caso de los ejércitos habsburgueses era peor. Las tropas rusas, cuando tenían el día y, sobre todo, a la defensiva, luchaban bien; los austríacos, en cambio, casi nunca. En adelante, las acciones de Alemania en el frente oriental tuvieron como objetivo, sobre todo, mantener a Austria-Hungría en la guerra.

El penoso rendimiento del ejército austríaco reflejó su desprecio institucional por la ciencia militar, con la notable inclusión de la logística. Los simulacros bélicos de Conrad en 1913-1914 (das grosse Etappenkriegsspiel) se habían ocupado, en teoría, precisamente de las cuestiones que ahora estaban en juego en el campo de batalla: el despliegue y abastecimiento de varios cuerpos del ejército en Galizia. Pero un instructor llamado Theodor von Siegringen, que afirmaba que la logística sería un factor operativo crucial en una región de pocas carreteras y vías férreas, fue apartado por ser problemático. Los soldados de Francisco José padecieron penalidades y pesares infinitos, en el invierno de 1914, porque sus comandantes se negaron a cumplir con su responsabilidad de proporcionarles alimento y bienestar. El teniente Aleksandr Trushnovich, que era esloveno, describió las míseras raciones que se daban a sus soldados: pan negro, potaje sin carne, sustitutos del café solo… En suma, «casi se morían de hambre». En cambio, él y los demás oficiales «recibíamos más calorías que la compañía entera, y vino y pasteles, y también cigarrillos y cigarros, que yo regalaba a los hombres. Aquella desigualdad me parecía repulsiva, en unas trincheras en las que todos, claramente, éramos iguales delante de la muerte».

Los austríacos libraban una guerra fantástica. Un oficial alemán que contemplaba cómo sus tropas se arrastraban adelante cierto día de diciembre, calificó de «escandalosa» (hanebüchen) su disciplina de marcha, en comparación con las unidades alemanas, en rigurosa formación. Como curiosidad secundaria de la campaña, se cree que hasta cuarenta de los «hombres» de Conrad en Galizia eran en realidad mujeres[20]. No era inusual que, en la Europa oriental previa a la guerra, las mujeres se invistieran de más autoridad vistiéndose con atuendo masculino y haciéndose pasar por hombres; y algunos oficiales al mando toleraban la presencia de mujeres en las filas, incluso después de que se desvelara su condición. Un ejemplo identificado fue el de la artista polacovienesa Zofia Plewińska, que en 1914 tenía diecinueve años y se alistó con el nombre de Leszek Pomianowski. La enviaron al frente de Lipnica Murowana, en diciembre, y en adelante sirvió en combate.

En el transcurso de 1914, la división de Constantin Schneider, que llegó al campo de batalla con 15 000 hombres, sufrió el doble de bajas, incluidos 9000 desaparecidos (en su mayoría, prisioneros)[21]. En Navidad solo contaba con 4000 soldados. En total, en los cinco primeros meses de la contienda, los ejércitos de Conrad sufrieron un millón de bajas. «La guerra se convierte en el azote de la humanidad, no por las vidas humanas que se pierden, sino por el hundimiento de los valores humanos», se lamentaba el teniente coronel Theodor Zeynek[22]. Para cientos de miles de familias, claro está, esas «vidas humanas que se pierden» sí eran una causa suficiente para el duelo.

Cierto día de diciembre, Aleksandr Trushnovich capitaneaba media compañía de refuerzos austríacos, que debía tomar posiciones por encima del río Prut. Antes del alba, en las áreas de retaguardia, los alimentaron e incluso les dieron un poco de cerveza. Un general los arengó sobre el glorioso papel que tendrían en la batalla y victoria inminente. Luego avanzaron unas seis horas, en una columna de carros campesinos, antes de marchar a pie. Se hallaron atravesando un bosque denso, en un silencio deshecho de pronto por proyectiles que rompían las ramas «como si un ciervo gigante hubiera pasado a la carrera. Entonces hubo bramidos y gemidos, y los ruidos resonaban por las bóvedas del bosque, en una cacofonía tal que uno no se podía oír hablar ni a sí mismo».

Tras llegar a la linde del bosque, los soldados, apabullados, vieron ante sí las trincheras que debían ocupar y corrieron a ocupar su refugio. Pero eran posiciones de escasa profundidad, no terminadas, y el bombardeo ruso tenía una precisión aterradora. Con una energía frenética, los hombres se esforzaron en ahondar los hoyos. Trushnovich se arriesgó a mirar por encima del parapeto, hacia la cinta gris verdosa del río Prut, más abajo. Se veían soldados rusos que lo cruzaban a toda prisa bajo el fuego austríaco: «Una ametralladora austrohúngara estaba disparando desde un terraplén, a diez pasos de mí. Falló. Se podía ver el impacto de las balas en el agua. Me cayó encima una lluvia de tierra: un proyectil había explotado justo al lado de mi parapeto. No sentía el más mínimo deseo de morir».

Cuando el bombardeo se interrumpió al fin, los austríacos recién llegados quedaron desconcertados al oír un profundo murmullo que subía desde el valle. Alguien dijo: «¡Los rusos están rezando!». Cayó la noche, y la oscuridad se vio interrumpida por disparos esporádicos, destellos, falsas alarmas. Al amanecer empezó una nueva descarga rusa, que hizo que el bosque, por encima y por debajo de la línea austríaca, crujiera con el ruido de más ramas rotas. Los soldados de Trushnovich «se escondieron en lo más hondo de sus hoyos, compartiendo cada uno su refugio con su Dios personal, al que rogaban que les salvara la vida». Los heridos gemían, pero nadie quería arriesgar la vida para ayudarlos.

Cuando el fuego se intensificó,

muy pronto, ya no se podía oír nada que no fuera el rugido de aquella bacanal de acero, que ahogaba las súplicas de ayuda. De pronto, las baterías rusas quedaron en silencio y en el bosque, a nuestra izquierda, se alzó un coro de «¡Ura!». Todo quedó en silencio, solo el eco de voces humanas resonaba… En las profundidades del bosque, pudimos ver soldados con guerreras del color de los arbustos y la hierba. Se estaban acercando, corriendo de un árbol a otro, mientras avanzábamos para hacerles frente. Ahora veíamos sus caras con claridad, e incluso los dientes, cuando gritaban «¡Ura!». Ante los ojos, había niebla: ¿y si teníamos que repeler un ataque con bayonetas?… Casi están aquí… Vi que los rusos hacían rodar algo hacia delante. ¡Dios mío, es una ametralladora! ¡Qué Dios nos salve de este mal! Abrió fuego estruendosamente, entre los gritos discordantes de «¡Ura!» y «¡Hurra!», y por todas partes los hombres caían y gemían con dolor. Yo apenas tuve tiempo de arrojarme a una trinchera poco profunda. La descarga se volvió cada vez más feroz, hasta que se extinguió de repente, cuando los uniformes grises [austríacos] empezaron a replegarse.

Pero al día siguiente, los rusos, a su vez, se retiraron un poco. Los austríacos bajaron con cautela hasta el río: «En las trincheras había un olor tan fuerte a cuero ruso, y a su makhorka —tabaco de liar—, que se sabía de inmediato quién las había estado ocupando». Había allí muchos muertos, junto con un saco de cartas dispersas. Durante un tiempo, las colinas quedaron en silencio y los austríacos pudieron oír cómo ladraban los perros y llegaban a las líneas rusas las cocinas de campaña. Imaginaban que el enemigo, invisible, estaba paseando por allí, comiendo, bebiendo. Mientras los escuchaban, un hombre dijo, con un curioso sentimiento de proximidad: «¿Lo oís? Los rusos han traído sus cocinas. ¿Qué estarán cocinando por allí?». Al día siguiente, se retomó la masacre. Trushnovich acabó desertando y pasándose al bando ruso, en cuyas filas sirvió durante años.

El 16 de diciembre, tras uno de los últimos enfrentamientos importantes de 1914, en Limanowa, Theodor Zeynek recorrió a caballo el campo de batalla:

La escena era fantástica: un laberinto de trincheras, que se extendían en todas direcciones, todas llenas de cartuchos gastados, fusiles rotos, bayonetas dobladas, fragmentos de madera, paja podrida, aguas subterráneas, basura. Había libros de oraciones, gorras austríacas, Pickelhauben prusianos, gorras rusas… Pueblos enteros habían quedado asolados; los postes de telégrafo, derribados; los puentes, destruidos; grupos de campesinos que lloraban y gemían, y venían con sus hijos porque no sabían dónde ir; aquí había un montón de soldados muertos, allá una hilera de tumbas recién excavadas; muchos cadáveres de caballos. En los pueblos, las pruebas de la devastación eran incontables: la mayoría de sus habitantes habían sido deportados o habían huido, los campos estaban pisoteados, y en el cielo, bandadas de cuervos graznaban por la carroña… Por encima, el sol del invierno brillaba con fuerza, como si nada fuera mal en un mundo de paz y felicidad[23].

En Galizia, como en el resto de teatros, el año terminó sin nada decidido. La victoria alemana en Tannenberg impidió ver, durante toda una campaña, lo que el historiador Gerhard Gross ha descrito como «la derrota estratégica del Kaiserreich» en el este, en 1914[24]. Tanto si la transferencia de dos cuerpos desde el frente occidental, a finales de agosto, debilitó en demasía la campaña de Moltke en Francia, como si no fue así, el hecho crucial fue que los ejércitos alemanes no fueron capaces de obtener un resultado concluyente en ninguno de los dos frentes. Aunque Ludendorff era un oficial capaz y enérgico, ciertamente no era el genio que él mismo creía ser. Él tampoco logró superar —no más que ningún otro director de la guerra en ninguno de los bandos— las dificultades fundamentales con los recursos, la logística, la masiva cantidad de soldados enemigos y las distancias. En el frente occidental había seis fusiles por cada metro de frente; en el oriental, solo un fusil cada dos metros.

Para derrotar a los alemanes, a los ejércitos rusos les faltaba fuerza y una dirección de calidad. Sus victorias dejaron al desnudo la podredumbre de los ejércitos del imperio de los Habsburgo, pero sus propios fracasos comportaron tensiones fortísimas para las tropas de los Romanov. Los enemigos de Rusia estaban asombrados por la resistencia al sufrimiento de los soldados del zar; pero ya había rusos perspicaces que admitían que la guerra suponía una carga insostenible para millones de infortunados súbditos imperiales, arrastrados a las fauces de la contienda con menos simpatía o comprensión de la causa que la mayoría de los soldados del oeste. La economía rusa sufría terriblemente por el cierre de los Dardanelos a los barcos imperiales: no podían exportar a Occidente los cereales rusos, ni importar materias vitales. Al pueblo de Nicolás se le invitaba a sufrir y morir, no por ningún gran ideal, en cuanto ellos podían ver, sino simplemente por la voluntad del emperador. Según un agente gubernamental, unos campesinos decían: «¿Acaso no da lo mismo bajo qué zar vivamos?»[25]. Sugerían que su gobierno pagara a los enemigos de Inglaterra para terminar la guerra.

Alexei Tolstoy describió cómo un suboficial gritaba órdenes a unos reservistas de origen campesino, una minúscula fracción de los nueve millones de reclutas del primer año de guerra, en un barracón con piojos, humedad y tuberculosis. «¡Alinéense a la derecha! ¡Todo el mundo firmes! ¡Tacones juntos, dedos de los pies separados por una culata, sin espacio entre las rodillas! ¡Cabezas derechas!… Ahora todo el mundo podrá ver que sois soldados dispuestos a dar la vida por vuestra fe, el zar y la madre patria. ¿Y tú? ¿Por qué pones esa cara? ¡Mantén la cabeza derecha!». El hombre miró tristemente al suboficial y gritó: «¡No puedo, no puedo, no puedo!». «¿Por qué no?». «Tengo los músculos dañados. ¡Por una paliza, de niño!»[26].

El suboficial cedió y expresó cómo le sentaba verse obligado a convertir en soldados a unos tullidos. Otro hombre empezó a farfullar, y luego otros. En palabras de Tolstoy, «temblaban sin poder controlar una tos húmeda, profunda, sollozante». El sargento gritó: «¿Qué hacen, criando aquí la tisis? ¡Silencio! ¡En silencio! Y ahora, el saludo: el brazo debe moverse como si fuera un muelle, y la palma de la mano, rígida como una tabla. ¡Saludar es un asunto serio!». Pero Tolstoy ya percibía cansancio en los soldados. Aquellos hombres «ya [eran] incapaces de ver ninguna belleza en el servicio militar y solo se estaban sometiendo a la disciplina… Ya habían sentido las primeras punzadas de angustia, de duda interior: “Todo esto, ¿de qué va? ¡Qué Dios nos ayude!”». Para el escritor, aquellos hombres retrocedían ante la «monstruosa disfuncionalidad» de sus nuevas vidas, arrancadas de su normalidad por la guerra, que alejó a millones de personas de sus existencias familiares y propias. Y a los combatientes del este aún les aguardaban años de penalidades y masacres, antes de que sus gobernantes se enfrentaran a un juicio definitivo que ocurrió lejos de los campos de batalla.