Las nuevas tecnologías crearon muchas oportunidades y dificultades para los soldados de 1914; y entre estas destacaron las consecuencias del logro del vuelo con motor. El 25 de agosto, el Estado Mayor del cuartel general de un cuerpo bávaro, al este de Nancy, vio un aeroplano que los sobrevolaba, en círculos, hasta que dejó caer una luz brillante. Mientras se preguntaban por aquellos fuegos artificiales, en apariencia inocuos, los bávaros se hallaron bajo el fuego de la artillería francesa: su posición había quedado señalada gracias a una bengala lanzada desde al aire[32].
Un escritor moderno, Christian Kehrt, sugiere que la recién descubierta accesibilidad del cielo a la invasión humana despertó, en muchos pechos, la misma ansia de dominio que los desiertos del África. Durante el siglo anterior, las aventuras de los soldados en el cielo se habían limitado al uso esporádico de globos de observación, amarrados a cables. Tenían cierto valor, y lo conservaron durante la primera guerra mundial; pero su campo de visión era limitado y solo se podían izar por detrás del propio frente de cada combatiente. El vuelo a motor representaba un avance asombroso. En 1903, los hermanos Wright habían puesto fin a los milenios de atadura del hombre a la tierra con su primer despegue exitoso. En los once años que pasaron hasta el estallido de la guerra, la capacidad aeronáutica se desarrolló a una velocidad asombrosa. El piloto de pruebas alemán Ernst Canter anotó en su diario de vuelo que, si en 1910 volaba a una altura de ochenta pies, dos años más tarde ascendía a casi 5000. En 1908, moría un piloto de cada cinco: un cadáver por cada mil millas recorridas. En 1912, la tasa de mortalidad por accidente había descendido a uno de cada cincuenta y un pilotos: un fallecido por cada 103 000 millas.
En un principio, los generales alemanes quedaron más impresionados por los dirigibles que por los aeroplanos, y en 1907 rechazaron una propuesta comercial de los Wright. Pero algunos expertos no tardaron en predecir que los aparatos más pesados que el aire demostrarían ser más eficaces que los zepelines: a juicio de Wilhelm Hesse, «pronto aventaja[rían] a todo transporte mecánico existente, por su velocidad y libertad con respecto al suelo»[33]. En 1909, Alemania empezó a ocuparse con más seriedad de este nuevo campo, espoleada al saber que Francia estaba entrenando a cuarenta y un pilotos militares, frente a los diez alemanes. El doctor Walther Huth, de la compañía Albatros, pagó para que aprendiera a volar su propio chófer, quien luego se convirtió en instructor militar.
Al año siguiente, el general francés Joseph Manoury, que capitanearía el 6.o Ejército en el Marne, voló durante unas maniobras y quedó profundamente impresionado al ver con sus propios ojos qué podía aportar la aviación a la guerra. Tras los ejercicios que realizó el ejército alemán en 1912, Falkenhayn reflexionó sobre una variedad de innovaciones tecnológicas; entre las más notables, estaba la aviación: «Cuando estos inventos del diablo funcionan, lo que logran supera todas las expectativas; cuando no funcionan, logran menos que nada»[34]. El káiser concedió formalmente la paridad del cuerpo aéreo alemán frente a los otros cuerpos de guerra en marzo de 1914, cuando ordenó a la iglesia protestante que incluyera a los aviadores en sus acostumbradas oraciones por las fuerzas armadas.
Los británicos empezaron a competir más tarde: en 1909, el Ministerio de Guerra canceló temporalmente los experimentos de vuelo del ejército, alegando que su coste era inasumible; había invertido 2500 libras esterlinas en una época en la que los alemanes ya habían gastado 400 000, y los franceses, poco menos. En 1912, se formó el Real Cuerpo Aéreo y, al año siguiente, el teniente general sir James Grierson le dijo al rey Jorge: «Creo, señor, que estos aeroplanos arruinarán la guerra. Cuando se acercan, ¡solo puedo decirles a mis hombres que se cubran la cabeza con paja y pongan voz de champiñón!»[35]. Sin embargo, Grierson era imaginativo, se convirtió pronto a la nueva tecnología y aprovechó el reconocimiento aéreo para imponerse en un ejercicio. Los altos oficiales de todos los ejércitos comprendieron que la capacidad de ver la tierra desde el cielo, incluso muy por detrás de las líneas enemigas, cambiaba las reglas: las concentraciones resultaban ahora vulnerables al bombardeo y para todas las maniobras podía haber un contraataque enemigo. En las guerras pasadas, antes de una batalla, los comandantes preferían situarse en lo alto de los cerros con mejor vista. Ahora, esta exposición podía ser letal: las ordenanzas del Estado Mayor alemán hacían hincapié en la importancia de no situar los cuarteles generales cerca de los hitos de referencia[36].
Pero el reconocimiento aéreo tenía sus limitaciones, empezando por las condiciones meteorológicas: con nubes bajas y lluvias intensas, los aviones se quedaban en tierra. Incluso si los pilotos levantaban el vuelo y observaban movimientos de tropas, tenían mucho que aprender en cuanto a interpretar el significado de lo que veían. Además, no estaba claro que los generales fueran a mostrar la imaginación precisa para atender a sus informes: French, en Mons, y Kluck, en el Marne, fueron solo dos ejemplos evidentes de comandantes que no acertaron a extraer las conclusiones apropiadas de la información aérea recibida. Por último, había una escasez crónica de aviones, sobre todo en el frente oriental. Los alemanes empezaron la guerra con 254 pilotos formados y 246 aviones; la mitad eran Taube, y la otra mitad, Albatros y Aviatik; pero solo una proporción menor estaba de servicio en cualquier momento dado. Lo mismo podía decirse de la Aviación Militar francesa, que tenía unos doscientos aparatos y quinientos pilotos formados, reforzados pronto por voluntarios civiles. Los aviones —en su mayoría, Caudron y Morane-Saulnier— se organizaban en escuadrillas de seis aparatos biplaza o cuatro monoplazas. El errático oficial al mando del cuerpo aéreo francés empezó movilizando a sus pilotos por propia iniciativa, en los primeros días de julio, un mes antes de la guerra; pero luego decidió que de haber conflicto, sería breve, y en agosto cerró las escuelas de vuelo y envió al frente a todos los instructores. Tras el nombramiento de un nuevo general, se adoptaron políticas más racionales.
Los británicos fueron a la guerra con 197 pilotos y 113 aviones operativos en servicio; en su mayoría, biplanos BE2a y Farman. Churchill también había creado un cuerpo propio, el Real Servicio Aéreo de Marina. El ejército empezó engañándose con la idea de que podrían hallarse pilotos sustitutos invitando a los caballeros con capacidad de volar a obtener sus propios certificados de competencia del Aero Club, pagando de su propio bolsillo las 75 libras necesarias antes de alistarse en las fuerzas armadas. «Debe animarse a los miembros del Real Cuerpo Aéreo que posean sus propios aeroplanos a traerlos a la Academia Central de Vuelo, cuando desarrollen su instrucción allí», decía una directriz del Ministerio de Guerra[37]. No obstante, en el otoño de 1914 se instauró a toda prisa un programa de instrucción para el Real Cuerpo Aéreo, que, antes de que terminara la guerra, había causado la muerte de más pilotos que la acción enemiga. La primera baja en combate del cuerpo aéreo fue el brigada Jillings, herido en la pierna por una bala de fusil mientras sobrevolaba Bélgica el 22 de agosto.
Por su parte, los austríacos poseían solo cuarenta y ocho aparatos, y los belgas, doce. Sobre el papel, los rusos disponían de una fuerza impresionante: doscientos aviones de dieciséis clases, con un notable talento para el diseño. Pero su incompetencia organizativa era tal que la capacidad de servicio fue siempre baja. Los franceses eran los únicos beligerantes que tenían experiencia previa del uso de aviones para fines militares, durante la campaña colonial de 1913, en Marruecos[38]. Los biplanos franceses volaban a velocidades de entre 50 y 70 millas por hora y necesitaban entre treinta y sesenta minutos para alcanzar una altura de 6000 pies, según las circunstancias[39]. Los monoplanos Blériot y Taube eran algo más rápidos y ágiles.
Al principio, la falta de costumbre hizo que, en el suelo, los más inocentes no hicieran más que admirarse. En Bélgica, la señora Mayne, la enfermera británica, pensó que los Taube se asemejaban a unos «pequeños y hermosos pájaros»[40]. Pero pronto, tanto los soldados como los civiles comprendieron que las máquinas volantes representaban una amenaza directa a su bienestar y se esforzaron por destruirlas a la primera ocasión. Al anochecer del 6 de agosto, los ciudadanos de Friburgo quedaron consternados por el espectáculo de ver que dos aviones franceses sobrevolaban la ciudad, tras pasar serenamente por encima de la frontera y los ejércitos del káiser. Algunos ciudadanos enfurecidos dispararon armas de caza contra el cielo, igual que los soldados de guardia que contaban con munición. La milicia de Fráncfort también fusiló rápidamente unas nubes en las que, según les habían dicho, se ocultaban aviones franceses.
El médico austríaco Richard Stenitzer, sitiado en Przemyśl, se sintió ofendido por las incursiones de los aparatos rusos: «Cuando un aeroplano aparece sobre ti, en el cielo, a gran altura, es un sentimiento extraño y desagradable. Te da la impresión de que te está siguiendo a ti, concretamente, aunque en realidad no es capaz de distinguir a las personas, al hallarse a 2000 metros de altura»[41]. Aunque los aviones de las diversas nacionalidades no tardaron en caracterizarse con símbolos específicos —una cruz alemana o una escarapela tricolor, por ejemplo—, por lo general resultaban invisibles desde el suelo. El soldado francés François Mayer escribió: «Cada vez que un avión, el que sea, pasa por encima de nosotros, enterramos la cabeza como avestruces»[42]. El 27 de octubre, en Ypres, todos los fusileros de la guardia negra vaciaron sus cargadores contra un avión que los sobrevolaba y se extasiaron cuando este se incendió y cayó a tierra; pero para los testigos mejor informados, fue «una visión horrible, cuando… nos dimos cuenta de que era británico»[43]. El teniente austríaco Constantin Schneider describió la sensación que provocó el primer aeroplano que sobrevoló su división, en Galizia: hubo una descarga de mosquetería, que a los oficiales les costó parar, incluso cuando vieron que era uno de los suyos. En los primeros días de campaña, el «fuego amigo» derribó tres aparatos austríacos[44].
La opinión pública quedó fascinada por el nuevo arte de la guerra aérea. Herbert Asquith se refirió a aquellos aparatos revolucionarios con la maravilla propia de una persona de la era victoriana; los denominaba, con guión, aeroplanes. Los pilotos, que al principio solo iban armados con pistolas o rifles, se erigieron en héroes nacionales. Sus viajes por el cielo les permitieron alzarse sobre la miseria del campo de batalla, no solo literalmente, sino también de forma figurada. Parecían resucitar las glorias del esfuerzo personal en una nueva y repulsiva era de carnicería industrializada. Pyotr Nesterov, de veintisiete años, un famoso pionero de la aviación rusa que había sido el primero en rizar el rizo, sobrevolaba Polonia en un monoplano Morane-Saulnier cuando se encontró con un biplano austríaco Albatros BII, a los mandos del piloto Fritz Malina y el barón Friedrich von Rosenthal como observador. Tras vaciar el revólver sin efecto, Nesterov recurrió a las embestidas, con las que derribó al avión enemigo. Por desgracia, su propio Morane sufrió daños graves en el choque y también se fue a tierra; Nesterov murió al día siguiente, por las heridas. Las exequias, celebradas en la catedral de Kiev, fueron un festejo público solemne: el ataúd estaba adornado con su casco de cuero y el catafalco estaba cubierto casi por entero de flores, algunas, traídas del campo en el que había caído el avión. El comportamiento de Nesterov reflejó los valores —suicidas y nada disciplinados— del servicio aéreo ruso, que tuvo, de lejos, la peor tasa de accidentes de todos los combatientes, por su insistencia en enviar al cielo pilotos sin apenas instrucción.
Maurice Baring, oficial del Estado Mayor del Real Cuerpo Aéreo, cantó con lirismo a la belleza del otoño en un aeródromo francés, entre jóvenes aviadores británicos, pese a las incoherencias del cuartel general de tierra al que prestaba servicio: «Recuerdo el tableteo de las máquinas de escribir en nuestra pequeña oficina improvisada, y un oficial que cantaba en la cocina, a voz en grito, “Abide with me”. Y la belleza de los Henry Farman surcando la clara tarde, “el silencio de la tarde roto por alas que vuelven al hogar”, y la luz de la luna que se levanta sobre los rastrojos del aeródromo, y unas pocas hogueras campestres brillan en la niebla, entre el ruido de los hombres que cantan canciones de la patria»[45].
Una consecuencia importante de las primeras campañas de la guerra fue hacer que los comandantes de todas las naciones reconocieran la relevancia y el potencial de las armas aéreas. Joffre, impresionado por la contribución del reconocimiento aéreo a la victoria del Marne, pidió ampliar la Aviación Militar a sesenta y cinco escuadrillas. En octubre, los franceses habían encargado 2300 aviones y 3400 motores, y otras naciones pensaban en términos igualmente ambiciosos. A Kitchener se le habló de un plan para dotar al Real Cuerpo Aéreo de treinta escuadrillas y gruñó lacónicamente: «¡Qué sean sesenta!». Todas las fuerzas aéreas contaban con demasiados tipos de aparatos, lo que suponía dificultades graves para la instrucción, el mantenimiento y los recambios. Los franceses fueron los primeros en categorizar expresamente sus escuadrillas en grupos de cazas, bombardeo y reconocimiento. Ya en septiembre, el Real Cuerpo Aéreo empezó a experimentar con la introducción de equipos de radio primitivos con los que comunicarse con la artillería.
Los soldados, cada vez más conscientes de su propio aprieto como prisioneros de un desagradable entorno terrestre, sucumbieron con prontitud al entusiasmo por las hazañas de sus compañeros volantes. Todo lo que tenía que ver con los aviones parecía digno de un respeto reverencial. Así, el 17 de septiembre, se dio una tarde libre a todo el batallón del belga Charles Stein, como si se tratara de un equipo deportivo que acaba de imponerse en el torneo escolar: habían derribado un avión alemán y apresado a sus tripulantes[46]. El capitán Robert Harker, de la Fuerza Expedicionaria Británica, escribió en noviembre, sin disimular la admiración: «He tenido algunas conversaciones con hombres y oficiales del Cuerpo Aéreo en la zona, y ha sido de lo más interesante. Uno de ellos me decía que una vez le habían estado disparando durante media hora, y se sentía como un faisán perseguido; dice que [los cañones orientados a] los aeroplanos pueden disparar muy alto y con gran precisión. Dice que ahora quizá estás contemplando una gran batalla y, al cabo de una hora, estar comiendo un buen plato en algún lugar tranquilo, porque los aviones se pueden mover así de rápido»[47].
Caroll Dana Winslow, un estadounidense que se entrenaba para ser piloto en la academia de vuelo francesa de Pau, identificó tres categorías de aviadores: los de la clase de los caballeros; los aviadores y mecánicos especializados de preguerra; y los mecánicos y chóferes civiles a los que se admitía en la aristocracia del aire porque se pensaba que su experiencia sería relevante[48]. Casi todos los mejores pilotos contaban entre veinte y treinta años. Por debajo de los veinte, la inmadurez era peligrosa; por encima, demostraban ser demasiado cautos y sus reflejos eran más lentos. Todas las naciones se apresuraron a instruir a montadores, ajustadores y mecánicos para revisar y reparar unos aparatos construidos con lienzo, alambre y tablero. En Francia, mucho personal de tierra se reclutó en Indochina; se les llamaba «annamitas».
Todos los pilotos eran voluntarios, y cada vez eran más los oficiales de tierra que se ofrecían para este servicio: algunos, para huir de las trincheras; otros, porque la caballería apenas combatía como tal; otros, porque las heridas los habían incapacitado para servir en su antiguo puesto. Y todos aprendieron pronto que volar no era menos peligroso que ser soldado en tierra: muchos más aviadores murieron en accidentes que por la acción enemiga. La niña de doce años Elfriede Kühr veía dos accidentes por día en el aeródromo de instrucción local, en Schneidemühl, y en su diario habló con fatalismo de los pilotos: «Cuando vuelan solos por primera vez suelen estar nerviosos y entonces hay un accidente»[49].
Los pilotos tenían como un 25% de probabilidades de sobrevivir a un accidente; ninguno iba equipado con paracaídas. Todo debía aprenderse por medio de la experiencia: los peligros que representaban, a baja altura, los cables del telégrafo y los de los globos de observación cautivos; la necesidad de desatar los cinturones de seguridad antes de impactar contra el suelo, porque el riesgo de romperse el cuello al salir disparado parecía inferior al de quedar aplastado por el motor, en un accidente; la amenaza de las nubes, que podían esconder máquinas hostiles. En la zona de combate, los zepelines, rellenos de gas, pronto quedaron restringidos a operaciones nocturnas, porque eran muy vulnerables al fuego de tierra de ambos bandos; las tropas francesas derribaron repetidamente sus propios globos dirigibles. Pero en la oscuridad eran útiles, porque ninguno de los bandos había aceptado aún la necesidad de oscurecer las instalaciones militares por detrás del frente.
Una mañana de noviembre, en Hamburgo, la pequeña Ingeborg Treplin anunció: «¡Cuándo crezca, me iré lejos, a la guerra!». Su madre le preguntó qué haría allí. «Disparar a los marinos y los zepelines». Frau Treplin quedó «un poquito horrorizada» y abogó a favor de perdonar a los dirigibles. «Sí, no a nuestros zepelines», aclaró la niña, que había visto uno sobre Hamburgo, hacía unos pocos días, «pero si viene de Francia me tirará bombas a la cabeza». La madre exclamó: «¡Tan pequeña, y de cuánto se entera!»[50]. Su marido respondió a aquella carta diciendo: «La guerra no debería durar tanto como para que nuestras hijas crezcan… para abatir zepelines. ¡La razón por la que ahora estamos aquí es poner fin al conflicto de una manera en que ninguna de nuestras hijas tenga que volver a vivir una guerra nunca más!»[51].
Por desgracia para las esperanzas del doctor Treplin, ya se estaba avanzando en el primitivo arte del bombardeo aéreo, que posibilitaba asaltar objetivos enemigos situados muy lejos del campo de batalla. Antes de la guerra se habían realizado algunos experimentos: en Francia, el Michelin Aero Club celebró una competición de bombardeo. Rudolf Martin, uno de los primeros defensores alemanes del bombardeo aéreo, afirmó en 1908 que los aviones y zepelines podían destruir la seguridad de la que gozaba Gran Bretaña en cuanto isla, y «debilitarla» para facilitar la invasión: ochenta zepelines —observó— costaban lo mismo que un solo acorazado. La capacidad industrial de Alemania le posibilitaría construir 100 000 aviones, cada uno de los cuales llevaría a dos infantes a Inglaterra, de noche, en no más de media hora. Martin creía que una gran flota aérea se convertiría en un decisivo disuasor estratégico frente a los enemigos de su nación[52]. Como muchos profetas, comprendió bien la importancia de la nueva tecnología, pero subestimó (en más de una generación) el tiempo que tardaría en alcanzar la madurez y el poder destructivo preciso para cumplir con sus expectativas en el campo de batalla.
Alemania empezó con las pruebas de bombardeo aéreo en 1910, pero dos años después un informe aún describía los resultados como «muy malos», incluso desde una altura tan baja como trescientos pies[53]. En 1914, se creó en secreto una escuadrilla de bombarderos, bajo el nombre en clave de Brieftaubenabteilung Ostende («unidad de palomas mensajeras de Ostende»). La unidad se acabó disolviendo porque no demostró ser capaz de acertar ningún blanco, pero la experiencia de la guerra aceleró de manera enérgica el desarrollo tanto de la aviación como de las técnicas de bombardeo. El 18 de septiembre, un oficial del Real Cuerpo Aéreo, cierto comandante Musgrove, realizó el primer experimento de lanzamiento de una bomba desde su avión. Según el comentario lacónico de un observador, «explotó, pero no exactamente donde ni como se esperaba»[54]. Tres semanas después, un avión alemán arrojó la primera bomba que cayó sobre un aeródromo del Real Cuerpo Aéreo, sin mayor efecto. En diciembre, los rusos formaron una escuadrilla de Ilya Muromet, los primeros bombarderos cuatrimotor del mundo, que atacó tan regular como ineficazmente las posiciones alemanas y austríacas.
En el invierno de 1914, todos los beligerantes, salvo los británicos, habían realizado incursiones (aunque fueran modestas) sobre ciudades accesibles del enemigo; y también se exploraba con urgencia su uso como identificadores de blancos para la artillería en el campo de batalla. Durante los cuatro años posteriores, la dirección aérea de la artillería, por control de radio, sería una de las innovaciones tácticas más importantes del conflicto. Los alemanes ayudaron a sus enemigos a celebrar la Nochebuena organizando su primer ataque aéreo contra suelo británico: un biplano lanzó una pequeña bomba en Dover. No causó daños, pero los augurios eran obvios: empezaba a resultar posible desarrollar un nuevo tipo de campaña contra la población civil, y, en cuanto los medios técnicos lo permitieran, no habría escrúpulos morales que frenaran tales acciones. Al día siguiente, en Navidad, el Real Servicio Aéreo de Marina atacó mediante hidroaviones lo que se creía eran nuevos hangares para zepelines, cerca de Cuxhaven. Pero la incursión fue un fracaso absoluto y, en el camino de vuelta, hubo que abandonar tres aparatos en el mar. Sin embargo, Erskine Childers, que viajaba como observador en uno de los hidroaviones, escribió exultante: «Tenemos la suerte de haber sido testigos de este hecho extraordinario, que no es sino un anticipo de una revolución total en la guerra»[55]. En 1914-1918, los aviadores destacaron por detectar los movimientos del enemigo en tierra, mucho más que por la destrucción que causaban. Pero había transcurrido poco más de una década desde el primer vuelo a motor del ser humano y la era del Blitz ya estaba a mano.