El 5 de septiembre, el primer ministro británico escribió, con su acostumbrada ligereza, al primer lord del Almirantazgo: «Mi querido Winston: los periódicos se quejan, no sin razón, de que los matamos de hambre. Creo que ha llegado la hora de que… a través de la Oficina [de Prensa] les transmitas una “valoración” de los acontecimientos de la semana; con el aderezo de condimentos que tu habilidosa mano pueda proporcionar. Según lo que sabe la opinión pública, podrían estar viviendo en los días del profeta Isaías, cuya idea de la batalla era “ruido confuso y mantos manchados de sangre”».
Un sacerdote alemán comentó: «Si antes de la guerra, el periódico era el amigo de la casa, ahora es su señor, pues determina el contenido de casi todas las conversaciones de la familia y los amigos»[70]. La consecuencia de la adicción pública a las noticias, en la nueva era de la prensa de circulación general, fue que todos los gobiernos se esforzaron sin complejos por manipular la representación: mediante la palabra escrita y hablada, canciones y los noticiarios de nueva invención; en 1918, el ejército francés había producido más de seiscientas películas para el consumo público. En varios teatros de variedades de París, incluido el Moulin Rouge, los pases de cine sustituyeron a los espectáculos en vivo.
Todos los beligerantes reconocían la importancia del apoyo estadounidense y se embarcaron en una vigorosa competición por conseguirlo. The Times editorializaba en agosto, en tono petulante: «Con profunda satisfacción, el pueblo británico ha tomado nota de que la causa en la que están combatiendo cuenta con la simpatía —una simpatía sin apenas restricciones— de sus parientes norteamericanos»[71]. La realidad era más complicada. Un editor de Indiana escribió con un desdén que hallaba amplio eco en todo el continente: «Nunca como ahora hemos apreciado tan vivamente la previsión de nuestros antepasados al emigrar de Europa»[72]. El presidente Woodrow Wilson, siempre moralista, creía que los sistemas de gobierno alemán y austro-húngaro necesitaban de un cambio radical, pero se negaba a atribuir toda la responsabilidad de la guerra a los alemanes. Los industriales de Estados Unidos mostraban gran interés, al menos en privado, por un resultado que debilitara la competencia mundial de Alemania. Desde el principio, su país se inclinó hacia la Entente, y algunos notables ofrecieron su aprobación. Como ejemplo destacado, cabe mencionar el del expresidente Theodore Roosevelt, que hizo hincapié en los derechos de las naciones pequeñas, y en especial de Bélgica; sin embargo, hasta el hundimiento del Lusitania, en 1915, prefirió la neutralidad armada a la beligerancia nacional. Pero las potencias centrales también obtuvieron un apoyo importante, sobre todo en las comunidades étnicas alemanas. Alemania abrió en Estados Unidos una oficina de información el 14 de agosto, y los aliados la imitaron al poco tiempo.
En Francia, el 19 de septiembre, en la estela de la crisis del campo de batalla, hubo una intensificación radical de la censura; se prohibió todo comentario editorial que realizara «ataques inmoderados contra el gobierno o el alto mando del ejército», al igual que los «artículos que promuevan la conclusión o suspensión de las hostilidades»[73]. En los primeros días de octubre, el periódico de Clemenceau, L’Homme Libre, quedó clausurado durante una semana, como castigo por haber desvelado la escandalosa desatención de los soldados heridos. Los ministros instaron a todas las cabeceras a dejar de publicar listas de bajas[74]. En Alemania, no se impuso un freno riguroso al comentario editorial hasta 1915; pero después de que se estableciera una oficina central de la censura en Berlín, en octubre de 1914, quedó prohibido oficialmente todo análisis de los reveses o las derrotas militares; también la crítica de la alta política, el debate sobre los objetivos de la guerra y la discrepancia sobre los beneficios de la contienda.
En esta fase temprana de la guerra, en todos los países había un respaldo general a favor de un control estricto de las noticias. El escritor Hilaire Belloc instó a eliminar tanto las malas noticias como los secretos militares: «Es… prudente mantener al grueso del pueblo en la ignorancia de un desastre que se puede reparar de inmediato, o de locuras o incluso vicios en el gobierno que puedan reprimirse antes de que resulten peligrosos»[75]. Más tarde, Belloc escribió a G. K. Chesterton: «A veces es necesario mentir tremendamente en interés de la nación». Pero la relación entre el gobierno y la prensa de Gran Bretaña estaba envenenada por la forma draconiana en que se había practicado la censura en los primeros meses de guerra y por la eliminación incluso de aquellas noticias del frente que el enemigo conocía a la perfección.
Todos los beligerantes intentaron movilizar sus plumas más aceradas y elegantes en defensa de sus causas. Anatole France no solo denunció el régimen del káiser, sino también la cultura, la historia e incluso el vino de Alemania. El compositor Camille Saint-Saëns criticaba a Wagner. Algunos escritores afirmaban haber descubierto la virtud de matar. En un ensayo sobre guerra y literatura, publicado en las primeras fechas del otoño de 1914, Edmund Gosse caracterizó la guerra como «gran recolectora del pensamiento». Comparó el rojo flujo de la sangre con un fluido cuya función fuera «vaciar y limpiar las piscinas estancadas y los canales coagulados del intelecto». Sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, alegaba en el panfleto ¡A las armas!: «Feliz el hombre que puede morir con el pensamiento de que, en la mayor de sus crisis, había prestado un servicio máximo a su país».
El 18 de octubre, cincuenta y cuatro archipámpanos de la literatura suscribieron conjuntamente un artículo del New York Times, titulado «Famosos autores británicos defienden la guerra de Inglaterra». Al pie de la pieza se incluía un facsímil de la firma de cada escritor. Uno de ellos, Arnold Bennett, creó más de trescientos artículos de propaganda en el transcurso de la guerra. En carta a su editor estadounidense, le confió que había compuesto su primer panfleto —Libertad: exposición del caso británico, publicado en octubre de 1914— porque temía que las «influencias pacifistas y económicas» de Gran Bretaña y Estados Unidos pudieran «forzar una paz demasiado pronto»; esto es, antes de haber aplastado decisivamente el militarismo alemán[76]. Cuando, en el New Statesman, un escritor puso en duda las credenciales de los novelistas para pontificar sobre las cuestiones de la guerra y la paz, Bennett replicó más bien pomposamente: «Como la guerra es, principalmente, un asunto de naturaleza humana, un triunfo del instinto sobre la razón, no me parece impropio que se permita a los novelistas serios (que, se supone, algo saben sobre la naturaleza humana…) expresarse en relación con el fenómeno de una nación en guerra, sin ser insultados por ello»[77]. Desde un punto de vista más pragmático, a Bennett ya le iban bien los chelines del gobierno; él y Ford Madox Ford estuvieron entre los autores que aceptaron importantes cheques por escribir para la oficina de propaganda del gobierno, establecida en la Wellington House[78].
En Alemania, un profesor universitario comentó en septiembre que cuarenta y tres de los sesenta y nueve catedráticos de historia de la nación estaban trabajando en artículos sobre la guerra. Rudolf Eucken, profesor de filosofía en Jena y premio Nobel, hizo en 1914 treinta y seis discursos propagandísticos. El filósofo berlinés Alois Riehl escribía gozoso que «nuestra primera victoria… ha sido vencernos a nosotros mismos. Nunca un pueblo ha estado tan unido como en aquellos primeros —e inolvidables— días de agosto… Cada uno de nosotros sintió que vivía para el todo y que el todo vivía en cada uno de nosotros»[79]. Entre los quebrantamientos más infames de la integridad académica figura el llamado «Manifiesto de los intelectuales de Alemania», firmado en octubre por noventa y tres nombres encabezados por Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff. Protestaba por las «mentiras y calumnias» de los aliados, que se habían «empeñado en manchar el honor de Alemania en su dura lucha por la existencia; una lucha a la que se le ha obligado».
La violencia de la competencia retórica y de los panfletos se intensificó rápidamente. La destrucción de Lovaina y el bombardeo de la catedral de Reims se convirtieron en armas formidables, a la hora de promover la tesis de los aliados: que defendían los valores de la civilización frente a la barbarie germánica. En Francia, sobre todo, donde antes de la guerra había una honda división entre católicos y laicos, la aversión hacia todo lo alemán demostró ser una fuerza unificadora. En Gran Bretaña, Wellington House publicó un informe recopilado por el comité de lord Bryce (el «Comité de investigación de supuestas atrocidades alemanas»), en Bélgica y Francia. Se trata de un documento magistral en su lenguaje, pero de contenido sensacionalista.
Varios escritores franceses afirmaron haber identificado distinciones físicas relevantes entre su propia gente y la del káiser. Un historiador distinguido, Augustin Cochin, afirmó —al parecer, con toda seriedad— que existía un olor específicamente alemán —«muy fuerte; es imposible librarse de él»—, así como una especie estrictamente alemana de pulga, mayor que la que afligía a los soldados franceses[80]. Esta clase de excesos hizo que las personas más reflexivas y racionales retrocedieran con disgusto ante la propaganda. A medida que la guerra avanzaba y su horror se incrementaba, algunos fueron más allá y sucumbieron al cinismo; no daban el más mínimo crédito a ninguno de los argumentos y pruebas presentados en apoyo de la propia causa nacional.
Los que suponen que los medios de comunicación modernos tienen una tendencia sin igual a la hipérbole, la fantasía y el engaño, deberían fijarse en la locura de rumores e invenciones que se apoderó de la prensa mundial en 1914. El Daily Mail publicó un relato detallado de una victoria naval completamente ficticia. A principios de septiembre de 1914, en Liubliana, el doctor Eugen Lampe escribió: «Cuando empiezan los rumores dañinos, se propagan a una velocidad increíble. Si dos personas se encuentran en la calle, se preguntan la una a la otra: “¿Alguna noticia?”. Y ninguna sabe nada. Pero hay gente que siempre elige creer y difundir lo peor. Durante una semana, el ambiente ha sido de extrema tensión. Las familias que tienen maridos e hijos en el ejército lloran, ruegan y tiemblan. Se pelean por los periódicos. Y luego susurran: “No hay ninguna de nuestras bajas en la lista de heridos. ¡No nos lo quieren contar! ¡Son tantos que no los pueden anotar a todos!”»[81].
Pocos periodistas a los que se pidió escribir sobre la guerra tenían algún conocimiento sobre los asuntos militares; y esa ignorancia quedaba de manifiesto. La introducción de la guerra de trincheras fue recibida por la prensa francesa, al principio, como una innovación cobarde de los alemanes, ridiculizados como «topos»[82]. Muchos periódicos exageraban las debilidades del enemigo, su moral decaída o su escasez de alimentos. Se decía que las ciudades austríacas rogaban a los italianos que las salvaran de una hambruna inminente; de Alemania se contaba que estaba intentando —en vano— reclutar obreros italianos para sustituir a los trabajadores movilizados[83]. Hacia finales de septiembre, The Times publicó un cálculo desmesurado, a partir de la lista de bajas, según el cual la FEB había perdido el 40% de sus oficiales en tan solo un mes de combates. Ludwig Wittgenstein, en su embarcación armada del Vístula, escribió el 25 de octubre: «Ayer llegó una noticia tonta sobre la caída de París. Al principio, quedé encantado; hasta que comprendí que la historia no podía ser cierta. Estas noticias fantásticas son siempre un mal indicio. Si hubiera nuevas genuinamente positivas, no habría que recurrir a esos absurdos»[84]. Cinco días después, examinó con ansia un periódico alemán, y, tras darse cuenta de la vacuidad de sus contenidos, se temió lo peor: «No hay buenas noticias, ¡lo que supone lo mismo que malas noticias!»[85].
Entre tanto, en Francia, el 19 de agosto, L’Eclaireur de Niza noticiaba un choque inventado entre la Marina Real y la Flota de Alta Mar, en el mar del Norte, en el que los británicos habrían perdido dieciséis acorazados, entre los que estarían los Iron Duke, Lion y Superb. Los periódicos franceses eran especialmente entusiastas con las noticias relativas al príncipe heredero alemán, al mando de un ejército en campaña. El 5 de agosto, fue víctima de un intento de asesinato en Berlín; el 15, resultó gravemente herido en el frente francés y fue trasladado a un hospital; el 24 sufrió otro intento de asesinato; el 4 de septiembre se suicidó; luego resucitó, pero para caer herido otra vez el 18 de octubre; el día 20, su esposa lo estaba velando en el lecho de muerte; sin embargo, el 3 de noviembre se certificó que estaba loco. Ninguna de tales historias contenía ni un grano de verdad.
L’Action Française informó al público de que las cadenas de tiendas Kub y lecherías Maggi eran, en realidad, centros de inteligencia manejados por oficiales prusianos que se habían naturalizado como franceses en previsión de la guerra; en cada lechería había transmisores de radio ocultos, y la leche Maggi estaba envenenada. Tales noticias comportaron asaltos multitudinarios y violentos contra aquellos negocios, de propiedad extranjera, pero perfectamente inocentes[86]. Entre los mitos más absurdos ampliamente divulgados estaba el de la «turpinita», un nuevo superexplosivo supuestamente inventado por el químico Eugène Turpin, que aniquilaría sin esfuerzo a los soldados alemanes en sus trincheras. La revista satírica francesa Le Canard Enchaîné se fundó hacia esta época como reacción a los engaños perpetrados por la prensa tradicional.
Algunas de las carencias de los periódicos no eran culpa suya, sino la consecuencia de la negativa de los gobiernos a comunicar hechos o permitir que los corresponsales visitaran el frente. En Gran Bretaña, el coronel Repington se quejaba de que se estaba abusando de la censura «para cubrir todos los errores políticos, navales y militares». Sin duda, el sistema se empleaba sobre todo para mantener la moral pública, antes que para ocultar secretos operativos al enemigo. En Francia, después del Marne, el Estado Mayor empezó a proporcionar a la prensa un hilito de información; pero el daño ya se había hecho y se abrió una brecha de credibilidad que ya nunca se cerró del todo. Los periodistas franceses —y, al poco tiempo, sus lectores— desarrollaron un escepticismo crónico al respecto de cualquier pronunciamiento oficial[87].
En el campo de batalla, los soldados se referían desdeñosamente al bourrage de crâne (literalmente, «atiborrar el cerebro» y, en sentido figurado, «cuentos chinos») que contenían los periódicos que les llegaban. Maurice Barrès, de L’Echo de Paris, cobró (triste) fama por su entusiasmo bélico, lo que movió al apasionado pacifista Romain Rolland a calificarlo de «ruiseñor de la masacre»[88]. El poilu rechazó la prensa convencional y optó por los periódicos de trincheras, que los propios soldados escribían y copiaban, o las cabeceras suizas, cuando se conseguían[89]. El filósofo Alain Emile-Auguste Chartier, a la sazón soldado, escribió el 25 de noviembre: «El Journal de Genève es muy buscado por aquí, y los oficiales hacen recortes; las noticias militares son admirables y todo el mundo está de acuerdo en que, por comparación, nuestros periódicos resultan risibles».
El historiador-soldado Louis Debidour coincidía: «A todos nos parece intolerable la clase de literatura que los periodistas escriben sobre las trincheras, el ingenio de nuestros hombres, el aire general de entusiasmo, la alegría forzosa que exhiben las tropas, los diseños pintorescos de trincheras, etc. Todo eso es pura invención. Los hombres están tranquilos y serenos, nada más; se han resignado a poner la mejor cara posible ante el espantoso sufrimiento causado por el frío y un tiempo atroz». Los periódicos alemanes hacían lo mismo. El Oder-Zeitung incluía una sección titulada: «Nuestros brandemburgueses en el Aisne»[90]. Su autor, corresponsal de guerra, aplaudía la capacidad de los soldados tanto de hacer de las trincheras un lugar acogedor (gemütlich) como de ver la cara divertida de las cosas. Se decía que los refugios subterráneos estaban «cómodamente provistos» y los campamentos de las áreas avanzadas se parecían a los de la vieja frontera norteamericana, descrita en la serie de novelas de «Medias de Cuero», de James Fenimore Cooper. La guerra se presentaba como un desafío estimulante para los jóvenes[91].
Todos los pueblos de Europa se mostraron vulnerables a las fantasías menos verosímiles. El 29 de septiembre, el escritor Arthur Machen compuso un relato breve para el Evening News londinense, en el que describía cómo los hombres de la FEB en Mons habían visto a San Jorge a la cabeza de los arqueros de la antigua Inglaterra, que lanzaron una lluvia de flechas que causó la muerte (sin dejarles marca alguna) de diez mil alemanes. Aunque la pieza de Machen se presentaba expresamente como ficción literaria, fueron incontables los que decidieron que describía un hecho real. En el otro bando, los austríacos se entusiasmaron con la leyenda de una niña de doce años, llamada Rosa Zenoch, que se suponía había llevado agua a los heridos en la batalla de Lemberg, a costa de resultar herida por la metralla. La chica perdió una pierna y apareció en un hospital de Viena, donde el propio Francisco José le regaló un guardapelo y convino en costearle una prótesis. La historia del «pequeño ángel de Lemberg» se convirtió en materia básica de la literatura infantil austríaca[92]. Para no ser menos, The Lady recomendaba un nuevo libro inglés, titulado Amiguitas belgas (Belgian Playmates), de Nellie Pollock: «Una breve historia para niños, extraordinariamente bonita y adecuada, un cuento de la presente guerra, situada en parte en Inglaterra y en parte en Bélgica»[93].
No es de extrañar que los soldados de los ejércitos rivales tuvieran un sentimiento de comunidad que los unía más entre ellos que con la gente de sus países, a la cual todos los gobiernos en guerra intentaron mantener alejada de cualquier conocimiento real de lo que se estaba haciendo, en su nombre, en el campo de batalla.
Los alemanes averiguaron más cosas sobre el esfuerzo bélico de Gran Bretaña gracias al chismorreo social transmitido por neutrales que por medio de los periódicos aliados o sus propios espías. El primer agente enviado desde Berlín fue un oficial de la reserva, llamado Carl Lody, que llamaba un poco la atención sobre su persona por hablar inglés con acento de Estados Unidos. Fue arrestado el 2 de octubre, después de que se interceptaran cartas incriminatorias que había enviado a la neutral Estocolmo. Se le formó consejo de guerra público, en Westminster Guildhall, y fue condenado a muerte. Fue fusilado, como correspondía, en el foso de la Torre de Londres. «Supongo que no le daréis la mano a un espía», dijo el condenado al ayudante del preboste. «No; pero sí se la daré a un hombre valiente», respondió el oficial. Vernon Kell, director del MI5, respetaba a Lody y lamentó la decisión de fusilarlo. Otros agentes alemanes fueron detenidos después de que un refugiado belga en la neutral Holanda escribiera al Ministerio de Guerra para revelar a qué nombre (Frans Leibacher) y dirección de Rotterdam estaban dirigiendo la correspondencia.
Por suerte para Berlín, sin embargo, cabía acceder fácilmente a otras fuentes de información sobre la actividad militar británica. Aunque ello desesperaba a los comandantes en campaña, los «diez de arriba» —las diez mil personas de más influencia en la sociedad británica o, más en general, las capas superiores— adolecían de una indiscreción crónica. Los datos más delicados de la inteligencia operativa se mencionaban en las mesas de las grandes anfitrionas, de donde, a menudo, acababan llegando a los periódicos de los países neutrales, y, de aquí, al enemigo. «Para saber cualquier cosa, había que salir a comer, y estoy seguro de que en casas como… las de lady Paget y la señora J. J. Astor, la información solía ser precisa y actualizada», escribió el periodista Filson Young. «El bien alimentado oráculo del Ministerio de Guerra, que esperaba cuidadosamente a que los sirvientes hubieran salido de la sala, con un melocotón y un vaso de Oporto ante sí y su “Bien, lo poco que sé se puede contar pronto” sigue siendo característico de estos días.»[94] Con censura o sin ella, la seguridad militar británica siguió siendo pobre durante la guerra, al igual que era pobre la calidad de la información que la prensa, maniatada, ofrecía a la opinión pública. Fue un rasgo notable de la guerra de 1914-1918 que, a su fin, la credibilidad de los gobiernos había quedado gravemente dañada por sus políticas —torpes y, de hecho, opresivas— de gestión de la información. El engaño que todos los gobernantes vendieron a las sociedades beligerantes contribuyó en muy gran medida a la desilusión posterior.