Ya el 16 de septiembre, cuando la guerra solo contaba seis semanas, André Gide reflexionaba sobre «la imposibilidad de mantenerse en un estado de tensión (que, a fin de cuentas, es artificial) en cuanto nada, en el entorno inmediato, lo motiva. X vuelve a leer, a tocar a Bach, e incluso a preferir las fugas de ritmo alegre». Dejó constancia de las objeciones de una mujer encolerizada en la estación de ferrocarril, que se enfrentaba a un personal que alegaba imperativos militares para justificar la demora de los trenes: «¡Pues ya me estoy empezando a cansar de vuestra guerra!»[1].
Los ciudadanos de todas las naciones en conflicto aprendieron a vivir con una normalidad nueva, sombría y restrictiva, que perduraría durante más de cuatro años. The Economist deploraba los poderes draconianos concedidos al gobierno por las regulaciones de emergencia de Gran Bretaña, parte de las cuales siguieron estando en uso —y abuso— por parte de los ministros aún varias décadas después de que llegara la paz. Alemania impuso una orden que prohibía hablar en inglés en los espacios públicos. En San Petersburgo se vetó el alemán: quien incumpliera la norma por teléfono se arriesgaba a una multa de 3000 rublos, y quien tuviera la imprudencia de hablar en alemán cara a cara, en teoría, podía ser deportado a Siberia. Pero tales edictos se acompañaron de la actitud típicamente rusa de no imponer su cumplimiento: los alemanes adinerados continuaron viviendo con notable comodidad en la capital del zar, donde, el 14 de noviembre, celebraron un banquete en el que se brindó por la salud del káiser.
En todos los países, mucha gente se esforzaba por «aportar su granito de arena»; pero otros se quedaban en casa, a veces con buenas razones. Físicamente, Marcel Proust era muy poco apto para el servicio militar, y además concluyó que, con el uniforme, solo causaría molestias; a un amigo le dijo: «Me pregunto qué caos no sembraría en el servicio». Las personas suficientemente afortunadas para librarse de asistir al campo de batalla se ocupaban de las cuestiones domésticas. A finales de septiembre, los vitivinicultores de Burdeos informaron de que la vendimia había empezado muy bien y conjeturaban que el clairet de 1914 quizá alcanzara la excelencia del de 1870 (un precedente que, sin embargo, atraía a pocos franceses). En Austria, aquel invierno, estuvieron de moda las Kriegsblusen y los Kriegshüte («blusas de guerra» y «sombreros de guerra»). Llevar tales prendas era poco favorecedor, pero se consideraba un gesto de solidaridad con los soldados del frente[2]. Cuando en los hogares prósperos se recortaron los menús, más por la carestía de personal de cocina que (aún) por la de alimentos, The Lady aconsejaba a sus elegantes lectoras británicas: «El segundo plato —budín— es recibido con particular ansia por los miembros más jóvenes de la familia. Si se quiere reducir la cena a dos platos, ellos elegirían carne y budín, o pescado y budín, y no preferirían carne y pescado dejando de lado el budín».
Para muchos hombres de negocios, la guerra era una intrusión exasperante. Los buzones de Europa se llenaron de cartas malhumoradas entre comerciales e industriales que lamentaban el retraso de envíos y la cancelación de ventas. El jefe de una pequeña compañía próxima a Ulm escribió en agosto quejándose de la «desafortunada irrupción de la guerra». El día 20, el fabricante de motores Wilhelm Maybach escribió a su hijo Karl, reprochándole la mala calidad de un dibujo técnico del joven: «Aunque la guerra distraiga a menudo nuestro pensamiento, no supone excusa para permitir que sufran cuestiones tan serias como una transmisión [mecánica]». Los británicos se obsesionaron con el temor de que había espías que pasaban secretos a Alemania por medio de palomas mensajeras. Esta supuesta amenaza hizo que se persiguiera y encarcelara a varios ciudadanos originarios de países enemigos. Por ejemplo, Anton Lambert, de Hermit Row (en Plaistow, Londres oriental), fue condenado a seis meses de trabajos forzosos por poseer veinticuatro palomas sin licencia. A las aves les aguardaba la pena capital.
La inflación —especialmente en los precios de la comida, y sobre todo en Alemania— se convirtió en un mal crónico, que castigó severamente a los pobres. En muchas ciudades se instalaron centros de sopa boba, para alimentar a los que, de golpe, se habían quedado sin medios de vida. En Francia, se impuso una moratoria a los alquileres. A cada familia cuyo sostén económico hubiera ido a la guerra se le pagaba una asignación de 1,25 francos al día, más 50 céntimos por cada hijo de menos de dieciséis años. En una sociedad en la que el jornal diario medio oscilaba entre los 3,72 francos de la Vandea y los 7,24 de París, algunas familias ingresaban más con un hombre en el ejército que antes de que este se marchara. El gobierno lo reconocía, pero consideraba que valía la pena pagar ese precio para sostener la moral[3]. Los británicos fueron menos generosos: tras dos meses de guerra, en una época en la que un juez recibía un salario de 5000 libras esterlinas al año y al subsecretario permanente del Foreign Office se le pagaban 2500, el gabinete votó sobre las pensiones de las viudas de guerra. Churchill propuso pagar 7 chelines y 6 peniques por semana; otros propusieron 6 chelines y 6 peniques. Lloyd George, el canciller, defendió pagar cinco chelines, y esta fue la cantidad que se aceptó.
La dureza y el padecimiento, en el frente nacional, se distribuía con gran desigualdad. Los pobres, y en especial los que dependían de las industrias de consumo —como los mueblistas de Shoreditch y los constructores de pianos de Islington—, pasaron muchas penalidades. Muchas familias recurrieron a las casas de empeño para alimentarse; las de mejor posición vendían muebles y bicicletas. Los music halls quedaron muy afectados, lo que aceleró la tendencia de su conversión en salas de cine. Entre tanto, los más acaudalados se enojaban por la escasez de servidumbre, pero no pasaban apuros en la mesa: el 9 de noviembre, el menú del banquete del lord mayor de la ciudad de Londres incluía sopa de tortuga, filetes de lenguado, chuletas de añojo, barón de buey, cazuela de faisán, lengua ahumada, carlota rusa y merengues.
En otoño, el gobierno quedó consternado por las noticias de indigencia y alcoholismo en la capa más pobre de la sociedad. Según uno de los informes, «pervive el exceso de alcohol entre las mujeres y se dice que abunda la mendicidad». El Ministerio de Guerra pidió que la policía se interesara por el bienestar —e, implícitamente, la castidad— de las mujeres de los soldados ausentes, un papel que, como es lógico, a los agentes no les complacía interpretar. En Navidad, las condiciones mejoraron algo. A las esposas de los soldados se les estaba dando una paga por separación y el empleo estaba remontando. Con más dinero en circulación, el negocio de la joyería, que se había hundido en otoño, empezó a revivir. Las mujeres comenzaron a ocupar puestos de trabajo masculinos, en una tendencia que crecería a ritmo acelerado. Si en 1914 solo un millar de mujeres trabajaban como administrativas en los ferrocarriles, cuatro años después había 14 000.
Los armadores, molineros y comerciantes de cereales y azúcar prosperaron. Muchas fábricas estaban transformando las líneas de producción para manufacturar armas, munición o equipos militares; algunos elementos eran ciertamente selectos, como tejuelas de madera para las sillas de montar, labradas por antiguos ebanistas. Kitchener asombró a sir Edward Grey al pedir que el Foreign Office adquiriera y suministrara 10 000 cabras vivas al mes para cumplir con los requisitos alimentarios de las tropas indias en Francia; aunque no hubo cabras, se halló un sustituto aceptable. Pero la movilización económica progresaba con lentitud y, en 1915, la carestía de proyectiles que desveló la prensa de Northcliffe puso de relieve su inadecuación.
A algunos sindicalistas británicos —a los que, apelando a la solidaridad nacional, se había convencido de suspender las hostilidades obreras en agosto— se les estaba acabando la paciencia con la tregua. Veían que sus empleadores obtenían pingües beneficios del conflicto y no hallaban razón para no hacer lo mismo. El 12 de diciembre, The Shop Assistant denunciaba «ese espurio patriotismo» que entendía que toda «actitud militante [que] engendrara fricción entre el empleador y el empleado» suponía traicionar al país. Casi tres millones de días de trabajo se perdieron por disputas industriales en 1915; 2,4 millones, en 1916; más de cinco millones, en 1917; y cerca de seis millones, en 1918. Estas cifras, en años de intenso peligro nacional, ponen de manifiesto la profundidad y dureza de las divisiones sociales en Gran Bretaña. La desobediencia en los puestos de trabajo puso una nota de discordancia constante en el esfuerzo bélico británico, aunque menos violenta y radical en su manifestación que los sentimientos similares que hubo en Rusia, Alemania y Austria-Hungría en 1917-1918.
En Viena, la prensa recurría habitualmente al concepto de «aguante», (Durchhalten), pero cada vez eran más los que se preguntaban con qué fin había que aguantar[4]. A las mujeres austríacas se les recomendaba mascar los alimentos vigorosamente, porque esto liberaba más nutrientes; se ensalzaban las virtudes del té de moras; a las amas de casa se las instaba a cocinar las verduras pelándolas y recortándolas al mínimo[5]. La mayoría de los artículos siguieron estando disponibles, pero el abastecimiento de pan no tardó en ser errático. El racionamiento de alimentos se introdujo en Alemania y Austria en 1915; en Francia, solo en 1917; y en Gran Bretaña, el año siguiente. Pero la carestía y la inflación fueron endémicas mucho antes; en Francia abundaban las quejas por la escasa calidad del pan.
En todo el mundo, muchas personas pensaban cómo sacar partido de la guerra; también varios gobiernos nacionales. Turquía se unió a las potencias centrales el 29 de octubre, tras obtener de Alemania lo que parecía ser un buen precio, tanto en metálico como en ayuda militar. Los gobernantes de Turquía vieron una ocasión de poner fin al aislamiento diplomático del Imperio Otomano: se dejaron llevar, temerariamente, por la convicción de que Alemania apoyaría la ambición constantinopolitana de recuperar el dominio de los Balcanes. En el otro extremo del mundo, los británicos vacilaban en torno de las ventajas de que Japón entrara en el bando aliado, y optaron por el escepticismo cuando quedó claro que el interés de Tokio solo respondía a las ambiciones imperialistas. Pero el cambio de opinión del Foreign Office llegó demasiado tarde: el 23 de septiembre, Japón declaró la guerra a las potencias centrales. Con ello, se convirtió en uno de los dos combatientes —el otro fue Italia, en 1915— que se unió a la contienda por ganancias territoriales explícitas. Con una modesta ayuda británica, las tropas japonesas atacaron y tomaron el enclave alemán de Tsingtao, en la costa china, con una rapidez, energía e ingenio táctico que a sus aliados occidentales les habría convenido imitar.
El marqués de San Giuliano, embajador italiano en Londres, reveló sin encogimiento al embajador francés, en octubre de 1914, que en el debate nacional sobre entrar o no en la guerra influían tres factores: la moralidad, los beneficios y el grado de preparación[6]. El ejército italiano aún no estaba listo para combatir, y el gobierno de Roma animó a los beligerantes a presentar sus ofertas para averiguar quién pagaba más por el apoyo del país. Sir Francis Bertie escribió con desdén: «Los italianos se creen muy superiores a los antiguos romanos, y destinados a ser la gran potencia del Mediterráneo, poseedora de Túnez, Malta, Egipto y las islas turcas»[7]. Al año siguiente, Italia se unió a los aliados a cambio de beneficios territoriales pactados; fue una transacción que arrojó descrédito sobre las dos partes y, además, una necedad colosal del gobierno de Roma.
Algunos países neutrales —en particular, Estados Unidos, Holanda y Noruega— ya estaban sacando mucho partido de la libertad de acceso a aquellos mercados comerciales que los beligerantes, a la fuerza, habían desatendido. En 1918, varios navieros noruegos habían amasado fortunas, aunque la mitad de la flota mercante del país acabó siendo hundida por los submarinos alemanes. En Estados Unidos, al estallar la guerra, el presidente Woodrow Wilson pidió a los estadounidenses que permanecieran neutrales, tanto de corazón como desde el punto de vista de la ley; pero tras cierta alarma inicial en el gobierno sobre la posibilidad de que la guerra perjudicara la economía nacional, pronto comprendieron que la contienda creaba unas oportunidades industriales y comerciales prodigiosas, más aún después de que en agosto se abriera el canal de Panamá.
En el ámbito personal, la especulación se convirtió en un fenómeno paneuropeo. Un austríaco, Otto Zeilinger, fue responsable de una de sus manifestaciones más imaginativas. Poseedor de un negocio de manufactura de guadañas en Knittelfeld, cuya fortuna estaba languideciendo, pensó en convertir el centro en un campamento comercial de prisioneros de guerra[8]. El 6 de septiembre, escribió a las autoridades para proponer un acuerdo válido hasta julio de 1915, que era lo máximo que este emprendedor optimista confiaba que duraría la guerra. La negociación de precios fue dura; Zeilinger acabó aceptando un alquiler de 25 coronas por cada metro cuadrado de espacio de barracón. Se le confiaron varios cientos de rusos, como mano de obra gratuita con la que construir las cabañas, y en diciembre alojaba ya a 20 000, con un contrato adicional para la manutención.
En un nivel más modesto, en Francia fue necesario colocar a los laitiers bajo control policial, cuando se descubrió que el 58% de la leche que vendían estaba diluida con agua de las fuentes públicas[9]. Con una hábil mezcla de servicio social y oportunismo comercial, en The Times empezaron a aparecer anuncios en francés dirigidos a los refugiados belgas, que en su mayoría ofrecían maisons meublées à louer («casas amuebladas en alquiler»). El periódico anunciaba: «A la vista del gran número de súbditos franceses y belgas en Inglaterra, el personal de The Times traducirá los anuncios sin coste, a petición». Entre otras manifestaciones visibles del nuevo mundo, desde octubre las farolas de Londres estrenaron una pintura de cobertura, por el temor a ataques aéreos como los que ya se habían producido en varias ciudades europeas. Era el blackout, un oscurecimiento preventivo de la ciudad. Para la mayoría de los londinenses de todas las clases, era una operación desconcertante, e incluso penosa, sobre todo cuando el invierno pasó sin traer incursiones alemanas.
Para los civiles de clase media, sin embargo, exhibir optimismo formaba parte del deber patriótico. «La vida en Londres no solo parece normal, sino incluso inusualmente alegre», escribió un periodista en la semana anterior a Navidad. Algunos soldados en formación aceptaban el mismo imperativo. Un recluta de los «nuevos ejércitos» de Kitchener, que recibía la instrucción en el sur de Inglaterra, en condiciones de gran incomodidad y administración deficiente, describió en el New Statesman casi con euforia, a pesar de todo, sus primeras experiencias vestido de caqui:
He estado demasiado emocionado para pensar. Sin duda, en toda mi vida nunca he experimentado una alegría más continuada y —en el sentido más genuino de la palabra— más felicidad que en estos tres meses. La sensación de buena forma física; el júbilo de la vida colectiva en el regimiento; las ocasiones constantes de trabar nuevas amistades con hombres de experiencias muy diversas entre sí; el agrado de una vida que es comunista en el aspecto exacto en el que el comunismo conviene y estimula… y, por último, los aspectos graciosos de la actividad propia y ajena, todo ello se combina para expulsar los elementos negativos de la existencia. Quizá algún día lo entienda de otro modo; pero en el momento actual, y partiendo de que la guerra era inevitable, solo siento gratitud para con los dioses, por haberla enviado en mi tiempo. Sea como sea la guerra en sí, prepararse para combatir en tiempos de guerra es el juego más magnífico y la obra más excelsa del mundo[10].
Era una clase de sentimientos ampliamente compartidos, hasta que el autor y sus camaradas llegaron al frente occidental, en 1915.
Entre tanto, al otro lado del Canal, en los primeros días de diciembre, el gobierno francés regresó a París de su antiheroico exilio en Burdeos, que había dañado para siempre el prestigio del presidente Poincaré. Las tensiones sociales, en suspenso durante la crisis de otoño, volvían a emerger. La clase media, que en buena parte vivía de las rentas de la propiedad, cada vez estaba más molesta con la moratoria impuesta sobre la recaudación de los alquileres. Una viñeta de Harmann-Paul mostraba a un burgués arrodillado ante el primer ministro, diciendo: «Llévese a mi hijo durante cuatro, cinco, seis años, si quiere; pero no me toque, ¡ay!, no me toque las rentas». Los ricos no parecían nada dispuestos a compadecerse de los pobres. Un fondo nacional francés para el socorro de la miseria solo recaudó el equivalente de 200 000 libras esterlinas —muy poco, en comparación con lo obtenido por tales llamamientos en otros países—, de las que los Rothschild aportaron 40 000. París iba volviendo a la vida, con prudencia; algunas costureras de la rue de la Paix reabrían las tiendas y varios teatros realizaban funciones de tarde. Pero el transporte público cerraba a las 10 de la noche y muchos parisinos acaudalados que habían huido en agosto preferían permanecer en el sur o el suroeste de Francia, lejos de la artillería, antes que volver a una capital apagada y acosada por la guerra.
La inflación del período bélico castigó las fortunas de algunos ricos, pero los hombres de negocios con acceso a los contratos militares prosperaron sobremanera. En septiembre, el ministro de Guerra francés invitó a varios industriales a un encuentro en Burdeos, donde les informó de que se avecinaba una crisis con los proyectiles: pasado un mes, las reservas de munición de los setenta y cinco milímetros bajarían a dos balas por cañón. Se introdujo un programa de choque cuyo objetivo, de 100 000 proyectiles por día, solo se alcanzó un año después; en este período, la producción de explosivos pasó de cuarenta y una toneladas diarias a 255[11]. Se hizo regresar del ejército, con premura, a los trabajadores especializados en la producción de material de guerra; para que pudieran demostrar que no se evadían de su deber, se les dio un brazal rojo adornado con una granada[12]. Algunos industriales aprovecharon las exenciones para hacer volver a sus obreros no especializados o a la gente querida. Pronto se amasaban fortunas, a medida que los fabricantes de bienes del hogar pasaban a producir platos de campaña, botellas de agua, palas, y también bombas y proyectiles.
Tras las primeras semanas, cuando muchas fábricas francesas cerraron por falta de compradores de sus productos, la guerra creó nuevas demandas de gran intensidad, que perduraron cuatro años. En Isère, una fundición de hierro de Renage se vio trabajando contra reloj para cumplir con los contratos gubernamentales que les pedían 10 000 palas y picos por semana. Una planta de ingeniería de Grenoble empleaba a quinientos hombres en la producción de refugios de metal para trincheras. Se contrató a otra fábrica de la ciudad para que, en la Navidad de 1914, produjera un millar de proyectiles de setenta y cinco milímetros al día; en 1918 eran 9000, y su fuerza de trabajo pasó de ochocientos hombres a 2750. Una papelera local pasó a rellenar proyectiles y duplicó la mano de obra de preguerra. Había una enorme demanda de lienzos, explosivos, cuero, cantimploras, papel de escribir y lápices, componentes de munición, comida enlatada. Vender tales productos enriqueció a industriales de todas las naciones en guerra.
Circulaban cadenas de cartas con oraciones, cuyos receptores debían hacerlas llegar a otras nueve personas. En todos los países se incrementó la asistencia a las iglesias, aunque hubiera pocas pruebas de un incremento similar de la piedad. La guerra hizo que mucha personas de expresión cortés, civiles y soldados por igual, que en su vida nunca habían usado palabras malsonantes delante de otros, se hallaran de pronto en circunstancias que les hacían recurrir a ellas. Para consternación de los ciudadanos respetables, las obras y las buenas razones coincidían poco. El sexo extramarital se convirtió en una inquietud urgente para los que se enfrentaban a la muerte o sufrían la separación. En palabras del poeta A. E. Housman: «Recluté en casa a un lancero / tan bravo que hube de dormir con él». En Friburgo, en los ocho primeros meses de la guerra, los casos de enfermedades venéreas se multiplicaron por más de dos, y las condenas penales por prostitución subieron mucho[13]; la experiencia fue similar en muchas ciudades.
Algunos civiles, sobre todo en la universidad, se esforzaban por mantener abiertas las líneas de comunicación con sus iguales de los países enemigos: se entendía que era un gesto civilizado que ponía de manifiesto la universalidad de la cultura europea. En octubre de 1914, Maynard Keynes envió una carta a Ludwig Wittgenstein, a través de la neutral Noruega, preguntando al austríaco por la posibilidad de que proporcionara una beca a un lógico de Cambridge, una vez acabada la guerra. Wittgenstein, que era rico, se había comportado antes como un benefactor generoso, pero ahora formaba parte de la tripulación de una pequeña embarcación armada en el río Vístula. Se enojó al recibir una simple propuesta de negocios de parte de un viejo amigo, «en tiempos como los presentes»[14].
La muerte prematura se convirtió en una cuestión de primer orden: en todas las naciones en guerra, la gente se acostumbró a recibir gran cantidad de noticias con la muerte de amigos y seres queridos. Sir Edward Grey escribió a un colega sobre Charlie, su hermano soldado, cuyo brazo se acababa de amputar («confiamos en poder traerlo con vida», como en efecto ocurrió) y un sobrino malherido: «La pena personal es muy pesada, pero otros cargan con penas igual de pesadas, y aún más»[15]. La familia de la maestra Gertrud Schädla, en Verden, cerca de Bremen, no lograba reunir el coraje necesario para leer las listas de bajas publicadas por la prensa: «No nos sentimos con fuerza»[16]. Se desanimaron con las nuevas del Marne: «En Francia, hemos tenido que retirarnos un poco»[17]. Pero en octubre recibieron noticias mucho peores: entre los muertos estaba el joven Ludwig Schädla. El ejército devolvió las cartas que la familia le había enviado, marcadas con un lacónico: «Falleció 4 sept.». Gertrud se angustiaba pensando el destino que habría corrido: «Fue un ataque sobre su regimiento o quizá le dispararon mientras estaba solo, de guardia, en una noche oscura. ¡Son tantos los que mueren! Y muchos, muchos más, de nuestros enemigos que de los nuestros. Pero ¡ay, Señor!, todos me dan pena»[18].
Dos días después, el 12 de octubre, también se devolvió a casa el correo de su hermano Gottfried, con la descripción: «Herido, paradero desconocido». Averiguaron que él también había muerto, a los veintiún años, ocho días después de que lo admitieran en un hospital de campaña próximo a Reims. «¡Así que hemos perdido también a nuestro pequeño, nuestro Sonnenschein (“sol”)! ¡Qué amarga eres, Muerte! ¿Dónde hallaremos consuelo?»[19] Intentó buscarlo en la reflexión de que sus hermanos estaban con Dios. «Señor, tened con vos a nuestros queridos chicos. Su lucha ha llegado a su fin, han cogido los laureles de vencedor y no les desearemos que vuelvan». Las familias anhelaban obtener aunque fueran migajas de noticias sobre el destino de sus seres queridos caídos; a menudo, en vano. Por lo general, la chapa de identificación de los soldados franceses muertos, que se llevaba en la muñeca, se enviaba al pariente más próximo, con la breve indicación: «Fallecido en el campo de honor». Era una práctica conocida como «recibir la medalla». Una mujer con cinco hijos dio a luz a gemelos y, aquella misma noche, «recibió la medalla» de su marido, que se había marchado al frente hacía poco. Se puso de moda enviar tarjetas de duelo, como la de Léon-Pierre-Marie Challamel, alumno del seminario de Saint-Sulpice, «mort pour la France, le 24 Septembre 1914 au combat de Crécy (Somme) à l’âge de 22 ans». En Verden, Magdalene Fischer, la novia de Ludwig Schädla, que había muerto en Francia, visitó al fotógrafo de la ciudad con la esperanza de hallar una última imagen del joven, en uniforme. En su lugar, solo encontró una fotografía de grupo, en la que Ludwig apenas era visible. Luego supo que el comandante de la compañía de su novio, el teniente Gatzenmeyer, había sido herido y estaba en un hospital local. Este le ofreció algunas migajas de información —reales o inventadas— sobre los últimos días de su amor. Era más de lo que recibían la mayor parte de las familias.
Como las fuerzas armadas habían sido una ocupación habitual, en tiempos de paz, de los hijos de las clases superiores británicas, las pérdidas de Francia les afectaron mucho. Un 19 de septiembre, la lista de bajas fatales incluía los nombres de jóvenes tan distinguidos como Percy Wyndham, lord Guernsey o Rivvy Grenfell. Asquith preguntó por este último a Venetia Stanley: «¿Habías bailado alguna vez con él?»[20]. Sin duda, lo había hecho. Entre los «cuadros de honor» publicados aquel invierno, prácticamente todos mencionaban nombres conocidos para cualquier antigua debutante. Se podría decir cualquier otra cosa de la guerra, pero no sugerir que la clase dirigente británica no aportaba su cuota de sangre: sesenta miembros de la aristocracia murieron en Francia y Flandes entre el 23 de agosto y el 31 de diciembre; desde entonces, el índice de mortalidad en combate, entre los pares, se estabilizó en seis al mes. Una larga sucesión de hombres que habían logrado fama en su pequeño mundo de la distinción recibía ahora breves necrológicas. El 14 de octubre, Lionel Tennyson escribió: «El pobre Willy Macneil, del 16.o de lanceros, que solía montar a Foolhardy en el Grand National, ha muerto aquí, esta mañana, muy cerca de nosotros»[21].
En todos los países se reclutó a las escuelas para que estimularan el entusiasmo por la guerra. Albert Sarraut, ministro de Instrucción Pública de Francia, escribió en una circular a los directores: «Es mi deseo que, el primer día del trimestre, en cada ciudad y en cada clase, las primeras palabras del maestro eleven todos los corazones hacia la nación y… honren la lucha sagrada en la que están empeñadas nuestras fuerzas… Todas nuestras escuelas han enviado soldados a la línea de fuego —maestros o alumnos— y todas, lo sé bien, cargan ya con el pesar, y el orgullo, por sus muertes»[22]. André Gide rehuía tal lenguaje: «Se está creando una nueva estampilla, una nueva psicología convencional del patriota, sin la cual es imposible ser respetable. El tono que usan los periodistas para hablar de Alemania es nauseabundo. Todos se están subiendo al carro; todos temen llegar tarde, no parecer un “buen francés” tanto como los demás».
Se instó a las escuelas francesas a imponer temas de redacción tales como «La partida del regimiento», «Carta de un hermano mayor desconocido, que está luchando por nosotros», «Llegada de un tren cargado de heridos», «Los alemanes han matado a un niño de siete años al que habían encontrado jugando en un campo con una pistola de juguete» y «Los alemanes han invadido tu ciudad; describe tus sentimientos»[23]. La geografía, decían los directores, debería basarse en un mapa operativo de las zonas en guerra, actualizado día a día. Se entendía que los heridos que regresaban a la enseñanza tendrían un papel particularmente útil, aunque luego, en la práctica, este quizá no fuera el que pretendía el Ministerio de Educación. Se pasó a enseñar inglés donde se daban clases de alemán y, en el temario de Historia se hizo más hincapié en los héroes latinos y griegos.
En el certificado de fin de estudios de la secundaria alemana, el Abitur, se formulaban preguntas como: «Si la vida es una lucha, ¿cuáles son nuestras armas?», «¿Qué mueve a todo alemán apto para el servicio militar a responder al llamamiento de la patria a las armas?». Una escuela de Berlín propuso escribir ensayos sobre «la guerra como fuerza educativa»[24]. En todas las naciones se reclutó a niños para que recogieran por las calles objetos y restos de metal que se pudieran fundir para crear munición. Elfriede Kühr, en Schneidemühl, expresó su fascinación por la idea de que las sartenes y cazuelas que lograba sacar a su escéptica familia se transformarían en balas. La abuela de Elfriede comentó, enojada, que todas aquellas colectas escolares la llevarían a la ruina[25].
La influencia de la guerra sobre los juegos infantiles fue muy intensa. La empresa juguetera inglesa Britain’s producía una amplia serie de soldados en miniatura de las diversas naciones en conflicto. En Hamburgo, la pequeña Ingeborg Treplin, de cuatro años, decía que su coche de juguete era un transporte de tropas. Cuando Frau Treplin llevó a sus tres hijas a los almacenes Hermann Tietz, en Hamburgo, hallaron que el suelo estaba dominado por la maqueta de un inmenso campo de batalla, adornado con una fortaleza, soldados franceses y alemanes, casas en llamas y un aeroplano que lo sobrevolaba. Según la madre, «las niñas quedaron con la boca abierta»[26]. La Deutsche Spielwarenzeitung —la revista del sector juguetero alemán— afirmaba que su gremio desempeñaba un papel importante. Los juguetes no eran productos de lujo, decía, sino que «inculcaban el progreso de la guerra en la mente de los niños y les infundían sentimiento nacional, probidad y patriotismo»[27].
Aunque se quiso atraer al esfuerzo bélico a los hijos de todas las naciones, el compromiso de los centros de enseñanza privados de Gran Bretaña fue excepcional. En La muerte del héroe, Richard Aldington compuso el retrato de un producto típico del sistema —la clase de hombre que sirvió como oficial en los «nuevos ejércitos» de Kitchener—, que no es del todo injusto, pese al tono absolutamente cínico:
Aceptaba y obedecía todos los tabúes y prejuicios de la clase media inglesa. Lo que las clases medias inglesas pensaban y hacían era correcto, y lo que cualquier otro hacía y pensaba estaba mal. Despreciaba a todos los extranjeros. No parecía haber leído nada que no fuera Kipling, Jeffrey Farnol, Elinor Glyn y los periódicos. No tenía un buen concepto de Elinor Glyn, por ser demasiado «avanzada». No sentía ningún interés por Shakespeare y nunca había oído hablar de los ballets rusos, pero le gustaba «ver un buen espectáculo». Creía que Chu Chin Chow [una popular comedia musical] era la obra más excelente jamás producida… Entendía que los estadounidenses eran una especie inferior, antiguos colonos que, lamentablemente, se habían divorciado de la más exquisita de las instituciones: el Imperio Británico… Era de una estupidez exasperante, pero era honesto, era amable, era concienzudo, sabía obedecer órdenes e imponer la obediencia ajena, se esforzaba por cuidar de sus hombres. Tácitamente, cabía confiar en él para que dirigiera un ataque desesperado y mantuviera hasta el final una defensa sin esperanzas. Había miles y decenas de miles como él.
R. C. Sherriff —un oficial que, una vez terminada la guerra, cobró fama como autor de la «obra de trincheras» Fin de jornada[*1]— afirmó que los exalumnos de los centros privados no guiaban a los hombres en Francia gracias a su pericia militar (que no se les requería), sino más bien por el ejemplo personal: «Por sus reservas de paciencia, buen humor y entereza»[28]. En los campos de batalla de 1914 quedaron de manifiesto tanto las virtudes como los vicios del sistema inglés de enseñanza privada, y en el país, sus portaestandartes respondieron con una orgía de sentimentalismo que revolvió el estómago incluso de algunos patriotas. El primer maestro muerto fue el teniente A. J. N. Williamson, de Highgate, cuyo fallecimiento mereció un editorial en The Times Educational Supplement, el 22 de septiembre: «Todo el mundo reconoce el hecho de que el espíritu de disciplina y deportividad inculcado en nuestras escuelas está produciendo un rico y glorioso fruto en los duros campos del deber; y todo el mundo sabe que muchas de las hazañas más emotivas y heroicas descritas en la guerra redundan en el crédito de jóvenes oficiales cuyos días de escolarización terminaron hace tan solo unos meses». El número de octubre del Eton College Chronicle conmemoraba, con un poema, la muerte del teniente A. H. Blacklock, de los highlanders de Argyll y Sutherland, que no se había quitado el frac hasta el verano anterior:
A la cabeza del Highland
cargas contra el bosque ocupado.
Solo a una idea das lugar:
morir como debe un soldado.
En noviembre de 1914, Eton había perdido a sesenta y cinco de sus antiguos alumnos; Wellington, treinta y ocho; Charterhouse y Harrow, veintiuno cada una; Rugby, veinte. Estas muertes no frenaron en nada el ardor marcial de los que salían de tales escuelas. Lord Cranborne, heredero del marqués de Salisbury, invitó a sus dos amigos Oliver Lyttelton y Arthur Penn a quedarse en Hatfield, el palacio familiar, hasta que el ejército estuviera listo para aceptar sus servicios. Pasaron gran parte del tiempo practicando el tiro, lo que era motivo de risas, pensando en la clase muy distinta de tiro que pronto experimentarían. No renunciaron a ver la obra como una comedia, ni siquiera en el período posterior en Francia; así, cuando Penn regresó a casa inválido, tras recibir disparos en ambas piernas, añadió una entrada en su libro de caza: «Coto: Cour de l’Avoue. Pieza: yo mismo».
En un debate organizado en una clase de último curso de secundaria, en Westminster, la tesis «Sería desastroso para el mundo que el Arbitraje ocupara el lugar de la Guerra» fue aprobada por once votos contra siete; curiosamente, la tesis de «El káiser es el responsable de la guerra actual» se descartó por diez votos contra seis. Los directores de los centros escolares guiaban a sus antiguos alumnos hacia los campos de batalla con tal falta de escrúpulos que se diría que se imaginaban enviando un once de críquet a jugar el Gran Partido. El 2 de septiembre, el doctor A. A. David, director de Rugby, escribió a The Times haciendo hincapié en los beneficios morales de presentarse voluntario: «Esta es una ocasión espléndida de dar ejemplo a los jóvenes de todas las clases. Es también una prueba suprema del carácter y espíritu de la escuela… A los padres, les recomendaríamos el consejo de una madre a un hijo vacilante… “Hijo mío, no quiero que vayas, pero si yo fuera tú, debería ir”». El sentimentalismo con el que, durante los meses iniciales, se animaba a participar en la guerra llegó a tal extremo que, con el tiempo, cuando el coste humano se disparó, surgió una repulsión duradera entre parte de la opinión pública, que se sintió engañada. Los méritos genuinos de la causa aliada quedaron profundamente manchados por el lenguaje barroco y la falsa religiosidad con la que se vendían, sobre todo a juicio de la generación que aportaría la mayor parte de las muertes que, aún con retraso, posibilitarían la victoria.
Las sombras crecientes sobre sus propias perspectivas de supervivencia hicieron que algunos hombres abandonaran la idea de un matrimonio temprano; otros, en cambio, optaron por coger la rosa antes de que se marchitara. La hija de un amigo del jurista parlamentario Hugh Godley se casó el 23 de agosto y quedó viuda de su nuevo marido a los cuatro días. Un oficial de artillería de veinticuatro años, John Peake Knight, galardonado con la Orden del Servicio Distinguido, se había comprometido con cierta miss Olive Knight, de Brighton, desde 1913. En agosto de 1914 acordaron retrasar la boda hasta el final de la guerra, pero al acercarse el invierno en las trincheras, cambiaron de opinión. Knight tuvo un permiso breve. La pareja celebró la unión en la iglesia de St. John, en Bromley, con el novio vestido de caqui, según se había puesto de moda, y no con las glorias del uniforme de gala completo. Se organizó una recepción en la casa de los padres de Knight, cerca del parque de Sundridge; y a los pocos días, regresó con su batería a Francia, donde halló la muerte en 1916. Muchos periódicos noticiaban bodas sin recepciones ni quizá, incluso consumación, como la de la señorita Joan Jameson y el señor John Farrell, del regimiento de Leinster: «La luna de miel debía desarrollarse en Escocia, pero el novio tuvo que reincorporarse al regimiento».
Entre millones de separaciones, las cartas adquirieron una importancia crucial en las vidas de las familias separadas. Algunos hombres escribían a casa cada día, cuando no estaban en combate, y muchas esposas rellenaban cuartillas por lo menos con la misma frecuencia. Ahora, la mayoría de los europeos sabían leer y escribir: durante toda la guerra de 1870, el ejército prusiano en campaña recibió medio millón de cartas y paquetes. En cambio, en 1914, esa cifra ascendió a 9,9 millones de remisiones diarias al ejército alemán, más 6,8 millones de misivas de vuelta[29]. El mero hecho de recibir una nota de un ser querido despertaba la emoción: «¡He recibido una carta tan larga y afectuosa de mi marido!», escribía la maestra austríaca Itha J., el 19 de octubre. «¡Hay que ver cuánto dependemos las mujeres de nuestros queridos esposos!».
A la mayoría de los escritores, sin embargo, tanto en casa como en campaña, les resultaba difícil describir los acontecimientos —y, especialmente, admitir la pasión— de un modo remotamente capaz de satisfacer las necesidades emocionales de los receptores. Decía Itha J., de nuevo: «Cada día escribo una carta para mi querido esposo. Le cuento todo lo que me entristece y emociona. Ayer recibí una carta suya, y hoy, dos. Escribe de un modo factual, interesante, sobre lo que hace cada día. Y al final, ¡siempre hay alguna [palabra de] ternura! Me gustaría que hubiera menos descripciones objetivas y más ternura. Pero no lo puede remediar. Para cada palabra tierna debe estrujarse el duro corazón»[30]. Algunos campesinos franceses, convertidos en poilus, escribían a casa dando instrucciones detalladas sobre el manejo de las granjas. Un soldado de Saint-Alban, en el departamento del Tarn, expresó su inquietud por una yegua del establo y reprochaba a su esposa: «Dices que no vas retrasada [con la labranza], pero no me dices [cuántos] sacos de avena y trigo has plantado»[31]. Una mujer de Lot y Garona envió un pâté de regalo al oficial al mando de su esposo, por si con ello contribuía a que aquel preservara a su marido del peligro más extremo.
«En casa existía la convención cortés, y los hombres de permiso la aceptaban según era», escribió el oficial de artillería Rolfe Scott-James, abuelo del autor, «de respetar que estos fueran reacios a hablar de la guerra. En realidad, sin embargo, los reacios eran los de casa: reacios a escuchar. No quiero decir con esto que quien prestaba servicio en ultramar fuera, en nada, peor o mejor que sus compatriotas, solo que este último se había convertido en una clase de animal, y aquel, en otro. Por decir la verdad, en realidad, ni siquiera había empatía entre ellos».
A algunos privilegiados, les resultaba difícil tratar la guerra con la gravedad que, sin duda, merecía. Tras visitar Francia en octubre, Violet Asquith escribió a su padre, el primer ministro, describiendo con tono socarrón cómo había interrogado a una anciana refugiada «con la esperanza de [que me contara] atrocidades»:
—Les allemands se sont mal conduits dans votre village?
—Très mal — ils ont tout ravagé etc.
—Ils étaient cruels?
—Très cruels — ils ont tué un cochon!
La interrogadora expresó su alivio ante el hecho de que «¡la muerte de un cerdo ocupe un lugar tan destacado en la jerarquía de los horrores!»[32]. Era tan necia que no comprendía el efecto que esa tragedia tendría en la economía de una familia campesina de Francia.
Las ediciones contemporáneas de la revista de sociedad The Lady también ponen de manifiesto la ingenuidad que persistía entre la buena sociedad de Gran Bretaña. El 15 de octubre, una corresponsal lamentaba las privaciones que sufrían las clases altas de las zonas rurales, al enviar tantos esposos y auxiliares de caza al ejército. Bajo el título «Deportistas y la guerra», la carta informaba con enojo: «En las perreras, los problemas son interminables, porque en este momento nadie tiene el trabajo bajo control. Aunque Evelyn está aquí abajo por la mañana, el mediodía y la noche, no tiene suficiente confianza en su propio criterio para mantener el orden entre los hombres. Darles de comer es una molestia constante, porque el hombre que se encarga ahora de darles la comida es una criatura sucia y desaseada, que solo sigue nuestras instrucciones cuando no tiene otro remedio».
Al poco de que estallara la guerra, ya había signos de una tendencia que cada vez se volvió más pronunciada: el rechazo a la deferencia social, para consternación de sus antiguos beneficiarios. Un inglés que se encontró con un antiguo amigo de los días de Oxford se lamentaba: «Hace diez años, cuando entraba en un autobús abarrotado, algún obrero se ponía en pie, se tocaba la gorra y me cedía el asiento. Lamento ver que este espíritu se extingue»[33]. Las distinciones raciales, en cambio, mantenían toda su crudeza. El 10 de octubre, The Clarion deploraba una información según la cual un general británico había cenado en el mismo comedor de hotel que un príncipe indio vestido de uniforme, sin decirle una palabra. A la noche siguiente, en el salón de fumadores del mismo hotel, un testigo vio que un grupo de oficiales también hacía caso omiso del «potentado de tez morena». Un columnista del Clarion escribió enojado: «Si un príncipe indio no merece que se le dirija la palabra, ¿por qué nuestro rey acepta sus servicios?».
Era una buena pregunta, pero los árbitros de la sociedad británica no tenían interés en responderla. Si se les hubiera apretado, muchos habrían respondido que la guerra se libraba para preservar los principios y decencias de la Gran Bretaña tradicional. Casi todos los beligerantes, de hecho, estaban convencidos de estar defendiendo los valores sociales conservadores. A los hombres de clase media que se presentaban voluntarios para el ejército les disgustaba, en palabras de Leo Amery, «que los juntaran en un barracón con una pareja de gamberros piojosos y malhablados». Cyril Asquith, el hijo menor del primer ministro, que luego sirvió como oficial en Francia, describió el servicio militar con desdén: «Combatir contra bárbaros en compañía de pesados y sinvergüenzas». Aunque el peligro compartido hacía que, en el frente, se difuminaran algunas distinciones de clase, a muchos hombres (y muchas mujeres) de clase media les resultaba difícil hallarse, de golpe, en una proximidad forzosa a sus inferiores sociales: «Nunca imaginé que me tocaría en suerte dormir toda una noche, bajo un bombardeo intenso, en una sala compartida con soldados rasos, y todos, tumbados sobre paja», escribió la enfermera Elizabeth («Elsie») Knocker en un establo belga[34]. Cuando Knocker acompañó a un grupo de heridos de regreso a Inglaterra, tuvieron que pasar la noche en un hostal de Dover, después de que se les negara la admisión en un hospital local. En la estación de Euston, a la enfermera le costó convencer a las autoridades de que permitieran atender a las bajas en la sala de espera femenina, hasta que llegara su tren[35].
Por el contrario, unos pocos afortunados se hallaron en entornos más cómodos que aquellos a los que estaban acostumbrados en su hogar. El campesino austríaco Karl Auberhofer, de treinta y cuatro años, padre de siete hijos, se movilizó con la Landsturm y estuvo alojado en un hotel de lujo en el Tirol. Se admiraba: «Uno puede sentarse a una mesa y que lo sirva una camarera, como si fuera un noble; no tiene uno que ocuparse de nada»[36]. Como Auberhofer tuvo la suerte de escapar al servicio en el frente, resolvió que el deber militar era muy preferible al duro azacaneo de su granja. Él y sus camaradas pasaban los días y las noches bebiendo y jugando, con un abandono inimaginable en casa. Su único deber era pasar dos horas al día vigilando una línea de ferrocarril, por lo que «aparte de comer, nuestra faena más dura es desfilar hasta la iglesia»[37].
En Inglaterra, The Lady se ocupó del tema de los refugiados continentales con suma condescendencia: «La vida y las maneras inglesas tienen que parecer extrañas a los muchos belgas y franceses que ahora hay aquí. Una cuestión que las mujeres echan en falta, con tristeza, es el regateo que acompaña a casi cada compra que hacen en sus respectivos países. El precio fijo, que es la alegría de la mayoría de las mujeres inglesas, les parece un arreglo insípido»[38]. La columna de chismorreo social trataba del mismo asunto: «Entre los muchos que están ofreciendo hospitalidad a los belgas que han sufrido tanto por la guerra están lord y lady Exeter, que han albergado a la condesa belga de Villers, y sus cinco hijos, en Burghley House, su histórica residencia de las Midlands. Lady Exeter, que lleva el hermoso nombre de Myra, es muy atractiva, de pelo rubio y ojos oscuros. Las turquesas la favorecen y tiene varios adornos preciosos con estas piedras»[39].
The Lady se esforzaba por ayudar a las mujeres a resolver los problemas sociales que, de forma inesperada, comportaba la guerra. En la sección «Dificultades cotidianas», del 10 de diciembre, planteaba el dilema de una mujer que, siendo propietaria de gatos, aloja al perro de un oficial que ha partido hacia el frente. Cuando el perro empieza a matarle los gatos, ¿qué debe hacer? Según The Lady, tiene la responsabilidad de asegurar que el can disponga de un alojamiento adecuado, pero es razonable que le busque otro hogar. La revista también se ocupaba de los delicados problemas de etiqueta con los que se enfrentaban las mujeres que regresaban de las colonias. Las instaba a no imprimir tarjetas de visita con sus direcciones temporales, sino, sencillamente, tachar la dirección permanente en las tarjetas ya existentes. Debían ser conscientes de que los residentes asentados en una comunidad dada no acudirían a la casa de un recién llegado si no los presentaba un conocido mutuo. Para facilitar el proceso, The Lady sugería que las recién llegadas del extranjero publicaran un aviso en un periódico respetable. Lo más cerca que estaba la revista de ocuparse de las penalidades de los hombres británicos en el continente era en un artículo sobre logística: «La tarea de alimentar a un ejército de soldados extenuados en un campo de batalla moderno es un logro verdaderamente admirable; es como “llevar la casa”, podríamos decir, en una escala colosal. Sin embargo, como tenemos el dominio del mar, abastecer a nuestra Fuerza Expedicionaria se convierte en un asunto bastante fácil»[40]. No es de extrañar que, en Gran Bretaña, mucha gente desconociera tranquilamente los horrores que tenían lugar en Francia, si confiaban el entretenimiento a The Lady; y los periódicos serios tampoco ofrecían mucha más sustancia.
Algunos, con inocencia, aún permitían que los vestigios de sentimiento humanitario cruzaran los frentes. En Schneidemühl, la pequeña Elfriede Kühr escribió en su diario: «Los marinos cuyos barcos se hunden en las batallas navales tienen que estar aterrorizados, porque ningún barco se detendrá a rescatarlos. Cuando toda aquella gente se ahogó después de que el Titanic chocara contra un iceberg, el mundo entero reaccionó con horror. Ahora, se hunden barcos cada día y nadie pregunta qué pasa con los tripulantes»[41]. La niña, con su amiga Gretel, se impuso una misión: arreglar y decorar las tumbas de los prisioneros de guerra rusos que morían lejos del hogar, en un campamento cercano a Schneidemühl[42].
Los complejos para prisioneros de guerra se convirtieron en atracciones turísticas en las zonas rurales, donde cualquier visitante extranjero siempre despertaba la curiosidad. Las autoridades se exasperaban con la costumbre campesina de pasear en familia, el domingo, para contemplar a los internos a través de las alambradas. En Münster se publicó un edicto que prohibía a todos los civiles aproximarse a menos de seiscientos metros de uno de estos centros. En las ciudades alemanas, los trenes que trasladaban a los prisioneros a sus campamentos congregaban a multitudes de espectadores; en su mayoría, espectadoras. Algunos patriotas se sentían conmocionados por las muestras de simpatía hacia las penalidades de los extranjeros: un periodista acusó a quienes se permitían tal sentimiento de sucumbir a «un deseo degenerado de aventuras eróticas»[43]; el gobierno amenazó con hacer público el nombre de aquellas criaturas desvergonzadas. Cuando se supo que, en Thionville, cuatro enfermeras se habían prometido con prisioneros de guerra franceses, el gobierno informó a la Cruz Roja de que sus voluntarios ya no tendrían acceso a los complejos.
Cualquier exhibición de simpatía hacia el enemigo se volvió cada vez más inaceptable. En Carintia, un sacerdote católico esloveno fue encarcelado por serbofilia, por haber dicho desde el púlpito: «Oremos por el Emperador y por Austria, pero también porque los serbios vean la luz»[44]. El doctor Eugen Lampe se congratulaba de las derrotas británicas desde la Liubliana habsburguesa: «Todo el mundo le desea lo peor a los británicos. Bernatorič, cuyo establecimiento judío se llamaba “El almacén de ropa inglesa”, anuncia que lo ha rebautizado como “El almacén de ropa de Liubliana”»[45]. Ethel Cooper conocía a una inglesa que vivía en Leipzig y había tenido un hijo con un alemán que falleció en Francia. Las autoridades se negaron tanto a subsidiar al niño como a permitir que la mujer —como extranjera de un país enemigo— ocupara un puesto de trabajo[46]. Gilbert Murray, profesor de Clásicas en Oxford, había empezado oponiéndose a la guerra, pero no tardó en escribir: «Me encuentro con el deseo ardiente de tener noticias del hundimiento de acorazados alemanes en el mar del Norte… Cuando veo que en este y aquel otro enfrentamiento han muerto 20 000 alemanes, y al día siguiente son solo 2000, lo lamento»[47].
Louis Barthas se halló entre los soldados que escoltaban a prisioneros alemanes en un tren que pasaba por el sur de Francia. Los periódicos habían incitado a la población local a mostrar sus sentimientos contra aquellos «monstruos de apariencia humana» y, en cada estación, aparecían muchedumbres furiosas: mujeres que escupían, hombres que blandían cuchillos y piedras. Esta misma gente entregaba a los guardias franceses vino y uvas que, en cuanto el tren se ponía en marcha, ellos compartían con las personas a su cargo: «Este gesto de camaradería compensa las exhibiciones de odio contra un enemigo desarmado». Los que habían visto las espantosas realidades de la guerra rehuían tales muestras de chovinismo. En un teatro de variedades parisino, un intérprete entonó una canción en la que las tropas alemanas salían huyendo y la mayoría de sus proyectiles quedaban sin estallar; halló una recepción gélida por parte de unos espectadores entre los que había soldados de permiso. Las tonadas francesas más populares sugerían que el verdadero crimen de los alemanes era someterse al despotismo: una, Le repas manqué, se refería a una supuesta invitación al káiser a cenar en París; el coro decía: «Nous f’rons des crêpes et t’en mang’ras!», («¡Nosotros haremos las creps, y tú te las comerás!»).
En toda Europa, muchas mujeres sintieron una gran frustración por el hecho de que, mientras sus hombres ganaban laureles en el campo de batalla y recibían la adulación popular, su propio papel quedaba reducido a remendar calcetines y escribir cartas. «Aquí, en una zona tan interior, apenas vemos nada de las penalidades de la guerra, más allá de temer por nuestros queridos hombres en combate», escribió Gertrud Schädla en diciembre[48]. Gertrud y su madre pasaron buena parte del invierno cosiendo ropa y haciendo colectas caritativas para los refugiados llegados de Prusia oriental. Tejer para los soldados se convirtió en una ocupación universal —casi un deber sagrado— para las mujeres de Europa. Pero los frutos de sus trabajos, a veces, se recibían con cinismo. Egon Kisch describió un envío que su unidad austríaca recibió en Serbia, en el mes de noviembre, con estas palabras: «Ropa interior de abrigo —por descontado, solo absurdidades tejidas—, guantes finamente bordados, muñequeras con rojos corazones de punto, mitones para bebés de elefante, rodilleras para cigüeñas y cosas similares que las chicas han ido tejiendo en esas fiestas alegres con las que se alivian el aburrimiento o satisfacen sus pretensiones». Aún a regañadientes, el cabo Kisch estaba agradecido; pero habría preferido unos cigarrillos.
Algunas mujeres recibieron clases de primeros auxilios, que las unieron. Pero Itha J., la maestra de Graz, escribió el 16 de septiembre: «Cada día me añade un peso. ¿De qué se trata? Creo que me remuerde el descontento porque, en estos tiempos de grandeza, no puedo hacer más que cuidar de bebés»[49]. En Gran Bretaña, incluso The Lady lamentaba que la contribución de las mujeres pudiera ser tan escasa: «Pronto se habrán formado todos los comités, se tendrán las agujas de labor en la mano, las miembros de la Sociedad de la Cruz Roja estarán listas para la orden de mando, las enfermeras elegidas habrán ido a sus puestos; todas las mujeres del país estarán haciendo todo cuando se puede hacer en forma de labor especial. Pero a pesar de todo, en nuestros corazones siempre estará el anhelo de poder hacer más»[50].
La señora Mayne era la esposa de un soldado británico destacado en Irlanda. Ella misma había trabajado en un hotel de la zona oriental de Londres, ocupándose de una multitud de mujeres alemanas, belgas y escandinavas que se habían quedado lejos de casa. La guerra le causaba un profundo sentimiento de soledad y dolorosa separación de su marido, mientras sus hermanos se formaban para el servicio militar: «Me abrumaba lo que venía a ser una sensación de sofoco». Observaba las idas y venidas, en un frenesí apresurado, de los vendedores de banderas, tenderos y ambulancias. «Era todo un laberinto y, sin embargo, secretamente, había en mi corazón un sentimiento de orgullo [por Gran Bretaña en guerra]; algo que ahora pienso que no estaba bien». Aceptó un puesto como supervisora de enfermeras en un hospital británico, en Bélgica, y se marchó hacia allí después de enviar el anillo de casada a su esposo Gerald, para que lo guardara. Por desgracia, con la emoción de la partida, olvidó incluir en el paquete una nota aclaratoria, lo que causó confusión y desazón en el receptor del anillo.
A finales de septiembre, la joven Helene Schweida intentó —con tanta ingenuidad como valentía— visitar al ejército alemán en Francia para ver a su amado novio Wilhelm Kaisen. En la Alemania occidental, un oficial le cortó el paso y corrió a enviarla a casa, tras afirmar altaneramente que solo los hombres podían acercarse al teatro de operaciones. «Una vez más, olvidé que soy solo una mujer», escribió Helene, enojada[51]. Pero ya en aquel momento, de un modo que fue cobrando impulso con cada nuevo día de la guerra, las mujeres fueron demostrando que, en muchos papeles, eran sustitutos indispensables de los hombres. En Toulouse, como en otras ciudades francesas, se contrató a las primeras mujeres encargadas del reparto postal y la extinción de incendios; también como conductoras de tranvía, a las que se apodó Ponsinettes, porque la compañía de transportes era propiedad de cierto señor Pons. A las mujeres que trabajaban en las fábricas de armamento se las denominó munitionettes.
La británica Dorothie Feilding, que conducía una ambulancia, escribió a su casa desde Bélgica, el 17 de octubre, lamentando su suerte: «Todo ha sido un caos y he tenido que dirigir todo este maldito espectáculo. Ojalá esto estuviera a cargo de un hombre responsable. En cuanto vuelva, me asentaré y me casaré con un hombre grande y fuerte que me intimide. Estoy cansada de gobernar a los demás»[52]. Pero es evidente que esta desazón solo refleja un agotamiento pasajero: la mayor parte del tiempo, Feilding, hija del conde de Denbigh, a la sazón de veinticinco años, disfrutaba de las emociones y oportunidades que le ofrecía aquel puesto.
Al principio, había temido que a su unidad de voluntarios no se le permitiera una participación activa: «Por desgracia, creo que a las mujeres no se nos dejará hacer mucho trabajo de campo real. Tendremos que quedarnos atrás casi todo el tiempo, si no todo»[53]. Pero pronto anticipaba con exultación las futuras experiencias: «Habrá un montón de cosas que hacer, será genial estar cerca de las cosas, y de lo más interesante». En la noche del 8 de octubre, ayudó a trasladar a dos heridos británicos hasta un punto situado a cinco kilómetros de las trincheras. Pero no estaba muy dispuesta a arriesgar la vida para ayudar a enemigos caídos: «No me importa correr riesgos por nuestros hombres, o por los franceses, pero tonta de mí si voy a dejar que un condenado teutón me agujeree mientras recojo a sus hombres»[54].
En todas las naciones en guerra, las mujeres no tardarían en seguir la estela de esta clase de pioneras, y asumirían una autoridad y responsabilidad sin precedentes. Pero algunos roles de género tradicionales no cambiaban tan rápido: por detrás del frente, en Bélgica, la enfermera Elsie Knocker, de veintinueve años, hija de un médico de Exeter, escribió en su diario el 29 de septiembre: «Cosí un botón en el abrigo del general; fue encantador conmigo».
En todos los países, al menos en un principio, la guerra reforzó la importancia simbólica de los monarcas en cuyo nombre se suponía que se luchaba. La prensa austríaca recogió, con deferencia servil, una visita de Francisco José al hospital militar establecido en el Augartenpalais de Viena. El joven aristócrata Rüdiger Rathenitz fue uno de los que se encontró con el emperador: «La archiduquesa María Josefa me presentó y me preguntó por mi herida y por mi unidad. El monarca, al que había visto por última vez en 1909, en St. Pölten —cuando yo estudiaba en la escuela militar de esa ciudad— estaba ahora más encorvado que en aquella ocasión, y guardó un relativo silencio. Se me aconsejó… responder en voz muy alta a sus preguntas. Yo había traído, como recuerdos del campo de batalla, una mochila, algunas insignias y varias balas de los rusos, y se lo mostré al emperador… que pareció bastante interesado»[55].
En Die Neue Zeitung se decía a los súbditos de Francisco José, con un tono previsible: «La amabilidad con la que el caudillo supremo saludó a sus oficiales hizo que un capitán al que se le había amputado el brazo derecho suplicara gozar del privilegio de seguir sirviendo en el ejército. El soberano quedó visiblemente emocionado y prometió al leal oficial que así sería. En el enorme salón en el cual el monarca permaneció durante casi una hora, habló a todos y cada uno de los 102 soldados en la lengua nacional de cada cual… lo que a todos luces colmó de felicidad a los soldados»[56]. Itha J., la maestra de Graz, transcribió la nota del periódico en su diario, casi literalmente, y añadió su comentario típicamente sentimental: «Estos pobres hombres corrientes habrán quedado infinitamente complacidos por el hecho de que el emperador les hablara. ¡Y cuántos otros —incluso los heridos— estarán celosos de los que han recibido tal merced! La vida es injusta. Uno es afortunado, otros no».
Los monarcas de Europa no destacaban por su intelecto y algunos tardaron lo suyo en comprender el enorme significado del curso de los acontecimientos en el que Europa se había embarcado. Douglas Haig escribió el 11 de agosto, tras comer con Jorge V: «El rey parecía nervioso, pero no me dio la impresión de comprender en todo su alcance la gravedad que, para nuestro país y para su propia casa, tienen los asuntos que pronto se pondrán a prueba; y tampoco comprendía plenamente la incertidumbre de los resultados de todas las guerras entre grandes naciones, por muy preparado que uno piense que puede estar»[57]. En aquel invierno, Haig se reunió de nuevo con el monarca, después de que este pasara revista a las tropas en Saint-Omer, y no lo percibió más cauteloso: «El rey parecía muy alegre, pero inclinado a pensar que todos nuestros soldados son, por naturaleza, valientes, e ignora todo el empeño que nuestros comandantes deben poner para mantener alta la “moral” de sus hombres en guerra, y toda la instrucción que se requiere en los tiempos de paz para permitir que una compañía, por ejemplo, marche hacia delante como una unidad organizada frente a una muerte casi segura»[58]. El rey intentaba, por todos los medios, explicar que los numerosos parientes que combatían en el otro bando, en realidad, no hacían tal cosa. Por ejemplo, le dijo a Asquith que su primo el príncipe Alberto de Schleswig-Holstein «no estaba realmente combatiendo en el bando de los alemanes», sino tan solo dirigía un campamento de prisioneros de guerra[59]. Una noche de octubre, el aristócrata austríaco Alexander Pallavicini se sentó a cenar al lado del archiduque Carlos, que había sucedido a Francisco Fernando como heredero forzoso del trono de los Habsburgo. Pallavicini retrocedió con desmayo ante la ignorancia de su comensal: «Es increíble lo “fuera del mapa” que está, porque apenas tiene contacto con los soldados. Perdí la compostura por completo cuando aseguró, con toda confianza, que los rusos estaban acabados y la guerra, a punto de concluir. Pero él desdeñó todas las dudas y se mantuvo en sus trece»[60]. Cuando Pallavicini afirmó que la guerra se decidiría en el frente occidental, donde Austria-Hungría debía apoyar a Alemania, la respuesta del futuro emperador puso de relieve su bovina estupidez: «Francia no nos importa. Tenemos que marchar contra Italia».
El soberano de Alemania, en cambio, ya revelaba su desencanto con la aventura que tanto había contribuido a promover. El 25 de septiembre, el almirante Albert Hopman se sentó junto al káiser, en la cena, y quedó impresionado por un cansancio de la guerra que ya era manifiesto. Guillermo habló de la «espantosa carnicería de seres humanos» (furchtbare Menschenschlächterei)[61]. Era un poco tarde para tales arranques de sentimiento. Según le comentó al almirante Tirpitz un Hopman amargado: «Durante los últimos veinticinco años, hemos vivido con un absolutismo juguetón e irrazonable que se complacía en las apariencias hueras y una vana aspiración que la nación se ha permitido durante demasiado tiempo. En su mayoría, el pueblo no quería eso. Pero el gobierno absolutista ha sido el responsable de que no hayamos sido capaces de generar hombres de estado, sino solo burócratas y lacayos»[62]. Era una valoración profunda e importante de cómo Alemania precipitó una guerra con sus trompicones, escrita por un observador inmediato de su forma de gobierno.
Cuando el otoño fue dando paso al invierno, aunque los aliados no veían nada claro de qué modo podrían vencer la contienda, cada vez temían menos que fueran a perderla, pues la movilización de sus fuerzas era cada vez más efectiva. En el otro bando, en cambio, muchos empezaron a sentir cierta desconfianza. Ludwig Wittgenstein escribió, el 25 de octubre: «Cada vez siento con más fuerza la terrible tragedia de este aprieto —el de la raza alemana—. Me parece indudable que no podemos imponernos a Inglaterra. Los ingleses —la mejor raza del mundo— no pueden perder. Pero nosotros sí podemos perder, y perderemos; si no este año, el próximo. ¡La idea que nuestra raza vaya a ser derrotada me acongoja horriblemente, porque yo soy total y completamente alemán!».
La estridente belicosidad de algunos combatientes y sus familias había refluido. El 26 de septiembre, Itha J., la maestra austríaca, escribió en su diario: «Hoy he visitado al doctor K. y a su esposa. Me animó la fuerza de la fe de este hombre inteligente. Está convencido de que Alemania y Austria vencerán porque tienen la justicia de su lado. ¡Ojalá pudiera creer yo lo mismo, y así de categóricamente!»[63]. El 10 de octubre, Elfriede Kühr quedó asombrada al oír decir a su abuela: «Todas las madres deberían ir ante el káiser a decir: “Paz, ¡ahora!”». La anciana, que experimentaba la cuarta guerra prusiana de su vida, retrocedía ahora con horror ante la perspectiva de un derramamiento de sangre casi ilimitado.
Pero en noviembre, un informe de la inteligencia política, referido a una vecindad obrera del barrio berlinés de Moabit, aseveraba que, aunque los socialistas locales no estaban entusiasmados con la guerra, seguían comprometidos con ella[64]. El veterano primer alcalde de Friburgo, Otto Winterer, dijo ante una asamblea de un millar de sus ciudadanos más ilustres, en el gran salón de reuniones de la parroquia de San Pablo, el 28 de septiembre: «Somos un pueblo de hermanos, un pueblo unido, unido también en la respuesta a la pregunta: “¿Quién tiene la culpa de haber iniciado esta guerra?”… Todas las clases se mantienen unidas, de los príncipes a los trabajadores»[65]. Kurt Alexander, editor de la publicación liberal judía K. C.-Blätter, escribió en septiembre, tras constatar que muchos alemanes acusaban a los judíos de no aportar su peso al esfuerzo bélico: «Por lo tanto, nuestro sagrado deber es hacer más que ningún otro. Cada judío debe intentar convertirse en un héroe, ya sea en la batalla o en su ocupación [civil], eso no importa. Las hazañas de cada judío deben valer tanto que se escriban con letras doradas en la historia del pueblo alemán»[66]. En ese momento, solo había aún un puñado de disidentes, como el director de Krupp, Wilhelm Muehlon, un visionario que soñaba con una Europa sin fronteras, arbitrada por un gobierno común y deploraba que su país hiciera la guerra. Muehlon escribió en su diario: «Hoy, Prusia solo es capaz de intensificar el odio entre los pueblos europeos y elevarlo a pura obsesión»[67].
El 24 de octubre, el británico New Statesman se ocupaba de una pregunta que se planteaba con renovado vigor, al menos en los círculos intelectuales: «¿Por qué hemos ido a la guerra?». Hablaba de una oposición general a la alianza de Gran Bretaña con la autocrática Rusia «y la desconfianza frente a todo lo que reciba el apoyo de los elementos reaccionarios de ese país». Se había sugerido que la guerra la habían iniciado, deliberadamente, las fuerzas reaccionarias, con el fin de impedir la reforma social; era una guerra de agresión militarista, «que estamos librando sin ninguna razón real, simple y solamente para complacer a los diplomáticos y los fabricantes de armas». El Statesman rechazaba estas teorías conspirativas y concluía moderadamente: «Sabemos que el grueso del pueblo alemán no quería la guerra, y los que cabe pensar que están bien informados… son casi unánimes en la convicción de que el káiser no quería la guerra». El gabinete, el Parlamento y el pueblo de Gran Bretaña «consentían la guerra por mor de Bélgica, y sean cuales sean los deseos privados —sin duda, numerosos y diversos— que han resultado hallar compensación en esta decisión nacional, sigue siendo cierto que se llegó a tal decisión en atención a Bélgica». Esta última afirmación, desde luego, era válida.
Lloyd George contribuyó significativamente al esfuerzo bélico mediante un discurso, uno de los más poderosos de su carrera, pronunciado el 19 de septiembre en el Queen’s Hall de Londres. En él, formulaba una doctrina que se convirtió en popular artículo de fe: «Para emancipar Europa de la esclavitud ante una casta militar… El pueblo obtendrá con esta lucha, en todos los países, más de lo que puede comprender en el momento presente… La gran inundación de lujo y pereza que había anegado al país ya se retira, y emerge una nueva Gran Bretaña». Sus palabras tuvieron un profundo impacto inspirador, pero más adelante cosecharían un fruto amargo. Cuando la noción lloydgeorgiana de que la guerra comportaría tanto una regeneración moral nacional como un acuerdo político radical se vio, a todas luces, incumplida en 1918, la desilusión del pueblo británico fue colosal. Muchos se apartaron, encolerizados, no solo de la experiencia de las trincheras —como era inevitable—, sino también del «gato por liebre» que les habían dado Lloyd George y su parentela política. El canciller, que se convirtió en primer ministro de Gran Bretaña en diciembre de 1916, podía alegar con justicia que los políticos de otras naciones vendieron falsedades parecidas; pero lo mejor habría sido explicar la verdad al pueblo británico, en el mismo 1914: que ellos, como los franceses, tenían que pagar un precio terrible, en sangre y tesoro, por una victoria en la que no podían aspirar a ningún beneficio tangible, salvo unas pocas colonias adicionales, de valor dudoso; pero que, aun así, era necesario realizar ese sacrificio para evitar las cosas mucho peores que ocurrirían si Alemania vencía.
Se continuaba invocando con pasión a Dios, en una y otra causa. El arzobispo de York declaró en octubre, fervientemente: «Todo aquel que respete su conciencia debe resistir en su puesto hasta que termine la guerra. No puede haber paz hasta que se haya aplastado este espíritu de militarismo de los alemanes»[68]. Con la misma intención, aunque a favor de la otra causa, las iglesias de Alemania estaban a reventar, en todas las misas. El pastor de la iglesia Unser Lieben Frauen, de Bremen, se dirigió a los hombres del batallón de reserva de la ciudad en un sermón de despedida, antes de que partieran en tren hacia el frente: «Es una dura tarea, la que estáis llamados a emprender, pero una tarea esencial para la salvación de vuestro pueblo. Incluso entre la muerte y la destrucción, podéis ser magníficos evangelistas del idealismo si mantenéis la conciencia clara aún frente al enemigo. El camino que debéis recorrer es tan oscuro que a ninguno de vosotros se os puede asegurar que volveréis a casa»[69]. En este último aspecto, al menos, el pastor fue clarividente.