El choque de los ejércitos de tierra en la Europa continental dominó la primera guerra mundial, al menos hasta que Alemania inició su importante campaña de submarinos en 1917. Sin embargo, el pueblo británico vivía con la falsa ilusión permanente de que la Marina Real de su país libraría una gran batalla contra la Flota de Alta Mar alemana (Hochseeflotte). Esto era lo que su patrimonio —y la vasta inversión en acorazados— los había condicionado a esperar. Querían una confrontación naval porque creían que favorecería sus intereses, y que no les permitiera tenerla engendró un resentimiento perdurable. En 1914, los británicos adolecían de un «complejo de Trafalgar» que desafiaba la lógica más simple: era improbable que los alemanes aceptaran una batalla que no podían confiar en ganar, porque sus números eran muy inferiores. En los primeros meses de la guerra, cada detalle de la actividad de la Marina Real emocionó al público británico mucho más que cualquier acción de los soldados, pese que el papel de los marinos tenía un peso inmediato mucho menor.

En la mañana del 30 de julio, en el Canal de la Mancha se presenciaba un espectáculo extraño, después de que la Gran Flota hubiera pasado de noche rumbo al este, hacia la base de guerra de Scapa Flow. En su estela cabeceaban mesas, sillones e incluso pianos: las tripulaciones habían arrojado por la borda de las columnas de grandes buques de guerra todo tipo de elementos y muebles inflamables, en previsión de un inminente choque con el enemigo. La Flota de Alta Mar alemana realizó una purga similar. El almirante Franz von Hipper escribió en su diario: «Las salas de estar tienen mal aspecto. Se ha arrancado todo lo que podía arder. Todo resulta muchísimo menos acogedor»[1].

Los oficiales de baja graduación de ambos bandos, e incluso algunos principales, mantuvieron durante más de cuatro años un ansia de combatir que era tanto más poderosa cuanto apenas se había puesto a prueba. Los soldados de Europa aprendieron muy pronto que la guerra era espantosa para la humanidad en general y para ellos mismos en particular. Los marinos, no. El cadete naval Geoffrey Harper, del HMS Endymion, expresó un placer adolescente cuando el ultimátum de Gran Bretaña a Alemania expiró: «Muy buena noticia». El teniente Francis Pridham, del Weymouth, anotó el 4 de agosto: «Una gran emoción y entusiasmo a bordo»[2]. El comandante John McLeod le escribía a su madre: «Si hay batalla, la verdad es que yo me apunté a la Marina para eso. Me siento perfectamente tranquilo, libre de toda inquietud»[3].

Filson Young, un periodista que sirvió en el Estado Mayor de guerra del vicealmirante sir David Beatty, el más distinguido de la escuadra de cruceros de combate, escribió: «Una diferencia profunda entre la Marina y Tierra era [que]… cuando estalló la guerra, la vida del ejército se revolucionó; los transfirieron en persona a otro país, y toda su organización y su entorno se transformaron profundamente. Pero la Marina siguió moviéndose en su elemento de siempre; la rutina de paz estaba tan enteramente concebida para las condiciones de guerra que la inminencia de asuntos tremendos apenas afectaba su vida cotidiana; en vez de estar lista para combatir con doce horas de aviso, estaba lista en un momento»[4]. Los marinos de Gran Bretaña, fortalecidos por una magnífica confianza profesional, buscaron una ocasión temprana de demostrar, en la acción, su superioridad sobre el enemigo.

Pero esta no llegó. Durante los cansinos meses que siguieron, los ocupantes de las salas y los comedores de oficiales de las escuadras y flotillas del almirante sir John Jellicoe reemplazaron avergonzados los muebles y elementos que habían corrido a lanzar por la borda con la emoción de adoptar puestos de guerra. Ya el 17 de agosto, Geoffrey Harper se lamentaba: «La Flota de Alta Mar alemana se ha ciscado de miedo y se ha ocultado en algún puerto, y nuestros barcos no encuentran nada que volar por los aires; solo minas». Calificó al enemigo de «cobardes escondidos»[5].

Desde lord Howard de Effingham, en 1588, ningún almirante británico había tenido a sus órdenes la fuerza al completo de la flota de combate nacional. Es famosa la frase en la que Churchill escribió que Jellicoe podía «perder la guerra en una tarde» si se equivocaba en una escala tal que permitiera a los alemanes obtener el dominio de los mares que rodeaban Inglaterra. Tal creencia tuvo una influencia crucial en sus contemporáneos y la ha tenido en muchos historiadores posteriores. En realidad, sin embargo —y no por primera ni por última vez—, el primer lord empleaba un lenguaje incomparable para exagerar una idea. Es improbable que ningún golpe que pudiera asestar la flota alemana de superficie pudiera haber transformado el aspecto de la contienda; carecía de medios para imponer un bloqueo a Gran Bretaña, incluso si Jellicoe hubiera sufrido pérdidas graves. El dominio que la Marina Real tenía sobre las salidas septentrional y meridional del mar del Norte impidió que los alemanes pudieran interferir seriamente en el comercio atlántico, hasta que los submarinos se convirtieron en una amenaza importante, ya en 1917.

La Armada, y sobre todo el contraalmirante sir Edmund Slade, el experto en la guerra económica, que sirvió como director de la inteligencia naval de 1907 a 1909, hacía tiempo que temía una campaña de superficie contra el comercio británico, lo cual se antojaba una opción más realista, para los alemanes, que un desafío directo contra la Gran Flota. El Almirantazgo intentó prevenir esta amenaza preparando una flota de «mercantes armados defensivos», es decir, naves civiles modificadas para llevar cañones; en 1914 había cuarenta en servicio. Irónicamente, si pensamos en el escándalo que se desató cuando el Lusitania fue hundido por un submarino alemán en 1915, tanto aquel buque de la naviera Cunard como su gemelo el Mauretania habían recibido cuantiosos subsidios del gobierno para su construcción, porque ambos estaban destinados a prestar servicio bélico como mercantes armados, aunque no llegaran a usarse nunca para esa función. Al estallar la guerra, el Almirantazgo expresó el temor a que alguno de los veintiún buques de pasajeros alemanes refugiados en la neutral Nueva York pudiera dotarse de cañones y salir al Atlántico para hacer estragos en el comercio, teniendo en cuenta que solo podrían destruirlos los cruceros de combate británicos[6]. Pero el gran almirante Tirpitz no supo aprovechar con rapidez el potencial de una campaña de guerra económica: los mercantes británicos solo recibieron el acoso de un puñado de lanchas de asalto alemanas a las que no se tardó en dar caza y hundir.

Los guardianes del dominio naval de Gran Bretaña, las tripulaciones de decenas de buques de guerra anclados en filas apretadas en el seno de Scapa Flow, habrían preferido cumplir con su deber en un escenario más gratificante que las islas Orcadas, elegidas por ser el único fondeadero de las islas británicas orientales lo bastante grande para proteger a la Gran Flota de una intrusión hostil. La zona de Scapa, de tierras sin árboles, atraía sobre todo a los observadores de aves, por la profusión veraniega de araos, golondrinas de mar, gaviotas tridáctilas, págalos y alcas. Para los marinos a los que se permitía bajar a tierra, había un embarrado campo de fútbol, una cantina deprimente y un campo de golf para oficiales, en la isla de Flotta, donde cada acorazado tenía asignado el mantenimiento de un hoyo. Algunos capitanes y almirantes aliviaban el aburrimiento cuidando de pequeños huertos. Bajo las cubiertas, prosperaban las apuestas ilícitas.

Pero al menos la Gran Flota tenía libertad para surcar el mar del Norte cuando quería. Sus enemigos, no; y los hombres de la Flota de Alta Mar languidecían en su deshonroso aprieto. Cuando las tripulaciones regresaban a Wilhelmshaven a reponer carbón después de una breve salida, se aventuraban en tierra con aprensión: Alemania esperaba de ellos que combatieran y no lo estaban haciendo. «El aburrimiento genera depresión», escribió el marino Richard Stumpf[7]. «En todas partes, la gente expresa su descontento por nuestra inactividad.»[8] En la torreta delantera del barco de Stumpf, el Helgoland, se indicaban a diario, en un mapa del frente occidental, las últimas conquistas alemanas. Se convirtió en el foco de atención de una tripulación rotatoria de marinos apesadumbrados, que comparaban los triunfos del ejército de tierra con su propia inacción. Se quejaban de que los oficiales navales intensificaban las inspecciones de equipos solo para aliviar el tedio embrutecedor de despertarse cada mañana con una vista inalterada de la rada de Schillig.

En los primeros años de la guerra, que Gran Bretaña bloqueara la economía de Alemania surtió poco efecto, porque en Whitehall, la responsabilidad estaba dividida y no había un propósito claro: al Foreign Office le preocupaba provocar una confrontación diplomática con los países neutrales, en especial con Estados Unidos. El Consejo de Comercio británico estaba empeñado en mantener las transacciones de su país. Había un flujo de mercancías vitales que llegaba a Alemania por las vías de Escandinavia y Rotterdam, pero también lo hacían, y en gran cantidad, las exportaciones británicas, incluido el carbón de Gales o el chocolate de Cadbury’s. Por extraordinario que pueda parecer, la City de Londres seguía financiando y asegurando muchos cargamentos con destino a Alemania, algunos de los cuales se transportaban en barcos británicos. A la Armada se le denegó la autorización para dar un paso crucial en la implantación de un bloqueo, como era sembrar de minas el mar del Norte. Había dudas y polémicas crónicas al respecto de un bloqueo estricto, que Estados Unidos (entre otros) consideraba una violación de las Declaraciones de París (1856) y Londres (1909). Los alemanes pasaron por alto el importante recurso diplomático de intentar movilizar la opinión pública neutral contra las operaciones de bloqueo británicas, a la vez que atrajeron sobre sí un odio intenso cuando, más tarde, lanzaron una guerra submarina sin restricciones. Que hasta 1917 Gran Bretaña no lograra imponer un bloqueo convincente fue una manifestación evidente de la incapacidad del gobierno de comprender los imperativos de la guerra total.

Durante el mes de agosto, las fuerzas ligeras de Jellicoe pasaron el tiempo patrullando el mar del Norte, hundiendo pesqueros enemigos y advirtiendo a los barcos británicos y neutrales del estallido de la guerra. En aquellos días anteriores a la universalización de los receptores de radio, muchos barcos desconocían la agitación europea hasta que entraban a puerto. El 9 de agosto, un crucero alemán capturó una goleta belga cuya tripulación no tenía ni idea de que se habían convertido en enemigos[9]. Los hombres de un arrastrero alemán saludaron alegre y amistosamente al crucero británico Southampton, sin comprender que venía a apresarlos. Uno de los oficiales del Southampton, el teniente Stephen King-Hall, comentó irónicamente que en el tablón de anuncios de su propia sala de oficiales aún colgaba una postal de hacía cinco semanas, de los oficiales del acorazado Schleswig-Holstein, que los habían visitado durante la regata de Kiel. «Nos alegraría volver a veros», habían escrito los hombres del káiser.

El Southampton participó en varias escaramuzas menores en torno a las costas de Gran Bretaña. Una ocurrió en las primeras horas del lunes 10 de agosto, al norte mismo de la punta de Kinnaird, cuando las metálicas campanadas de alarma hicieron que los marinos saltaran de sus hamacas a los puestos de combate. Subieron adormilados a las cubiertas superiores y, al amanecer, hallaron que su buque gemelo Birmingham estaba disparando sus cañones contra un objetivo que, entre la bruma, les resultaba invisible. De pronto, la torre de mando de un submarino alemán rasgó la superficie del mar, con el agua cayendo en cascada por sus planchas, a medio camino entre los dos barcos de guerra. El Birmingham viró el timón y embistió. Unos momentos después, solo una negra mancha de petróleo marcaba la tumba del U-15, el primero de su tribu enviado a fondo por la Marina Real británica. Hubo emociones similares en varios puntos del mar del Norte: el 21 de agosto, en aguas de Borkum (islas Frisias), los vigías del SMS Rostock avistaron un submarino británico y evitaron por poco dos de sus torpedos. Uno de los oficiales del crucero, el teniente Reinhold Knobloch, escribió: «Ha sido una lección que nos sentará bien. Hemos visto que el enemigo era algo muy real»[10].

A pesar de estas breves urgencias, en los comedores británicos y alemanes, por igual, imperaba el mismo ánimo decepcionado. Pocos marinos tenían mucha imaginación; en su mayoría, respondieron con una inmadurez desvergonzada a la catástrofe de la guerra europea. El teniente Rudolph Firle, al mando de una flotilla de lanchas torpederas alemanas, escribió ya el 6 de agosto: «Está siendo de lo más aburrido. Uno se imaginaba que la guerra sería lanzar un “¡Hurra!” inmediatamente después de la declaración, y después el ataque y su resultado… Aquí no hay enemigos a la vista, así que es difícil mantener la moral». Reinhold Knobloch sentía lo mismo: «La moral va cayendo porque pensábamos que la guerra sería algo distinto… No está pasando nada… A bordo domina un tremendo aburrimiento y despreocupación. Se envidia a los hombres del ejército»[11].

Filson Young escribió: «El ánimo de la Marina estaba en la situación de un nadador que ha entrenado y practicado para una competición, ha logrado estar en las mejores condiciones posibles, y está allí en pie, con el torso desnudo, listo, en el borde del trampolín, esperando el aviso de lanzarse; y luego se espera que se conserve en esa actitud de expectativa durante tres o cuatro años. No cabría pensar en nada que agotara más el espíritu»[12]. El gobierno británico llevaba varios años invirtiendo en la amada Marina del país, pródigamente, una cuarta parte del total de sus ingresos tributarios. Ahora los políticos, y la opinión pública, esperaban el rendimiento de ese dinero. Si el ejército era tan poco numeroso que apenas podía ejercer una influencia inmediata en la guerra terrestre, ¿no era evidente, en cambio, que la Marina Real podía arremeter contra las pretensiones del káiser, y destruirlas, en el elemento natural de Gran Bretaña?

Churchill ansiaba desembarcar un ejército en la costa alemana. Como primer lord del Almirantazgo, desde su nombramiento en 1911, había tratado a la Marina Real con el entusiasmo de quien se siente su amo y señor. Quiso dar salida a una pasión personal bautizando con el nombre de Oliver Cromwell uno de los nuevos acorazados de la Gran Flota, una propuesta que, lógicamente, el rey Jorge V vetó. Ahora, lo que Churchill más deseaba era ver combatir a «su» flota. Se portaba más como un comandante en jefe que como un simple supervisor político, e intervenía sin cesar en las cuestiones operativas, irritando a los almirantes. También se lo acusó de rodearse de oficiales mediocres, cuyo único mérito era la disposición a hacer su voluntad. Pero las voces de la razón se opusieron con éxito a las fantasías anfibias del primer lord, afortunadamente para los que habrían sacrificado sus vidas en el intento de hacerlas realidad.

Si no iba a haber desembarco en la costa alemana, ¿cómo podía imponer su fuerza la Armada? Los británicos se enfrentaban con la dificultad de combatir con una gran potencia terrestre. La Flota de Alta Mar dirigida por el almirante Friedrich von Ingenohl no tenía ninguna intención de retar a los británicos en el mar del Norte, salvo que (o hasta que) pudiera hacerlo en condiciones favorables. Sus grandes barcos no salían al mar sino en contadas ocasiones, cuando parecía haber una oportunidad de pillar a un destacamento de la Gran Flota sin el apoyo de su fuerza principal.

Así, las primeras semanas de la guerra naval pasaron en un ambiente de desilusión por el anticlímax; en lugar de una gran acción, solo hubo una serie de incidentes, que sin duda tuvieron cierto color, pero no grandeza. Todos los oficiales navales ansiaban librar la guerra como caballeros. Reinhold Knobloch se sintió avergonzado cuando se empleó su barco para destruir algunos arrastreros británicos, tras hacer salir a los pescadores: «No nos hace sentir bien hundir vapores desarmados»[13]. El capitán Karl von Müller, del crucero ligero Emden, que atacaba el comercio británico en los océanos Pacífico e Índico, era uno de los pocos oficiales alemanes que merecía la admiración de sus rivales. El teniente William Parry comentó que el Emden «sin duda lo está haciendo muy bien, y además, se comporta con caballerosidad»[14].

Para los románticos —y para el primer lord de Gran Bretaña en especial—, todo aquello resultaba muy decepcionante. Allí estaba la Gran Flota, vestida y enjoyada como una noble heredera que brillaría en un baile naval en aguas del mar del Norte, pero los invitados no vienen. Los marinos deberían haber predicho tal situación, pero durante los años previos al estallido de la guerra los almirantazgos de ambos bandos fueron muy vagos al respecto de qué ocurriría después de la movilización y la implantación de medidas defensivas. «La Marina es muy mala en la guerra», escribió un Churchill impaciente en 1912. «Solo tienen una idea: luchar impetuosamente.»[15] No era una valoración muy justa, dada la cantidad de energía que la jerarquía naval dedicaba a planear bloqueos, pero era cierto que su preocupación principal era la acción de la flota. Entre tanto, en el otro bando, los oficiales alemanes más inteligentes comprendieron que el entusiasmo naval del káiser había servido para gastar muchos millones de marcos en la creación de una Armada importante, pero aún no lo bastante fuerte para enfrentarse a las escuadras de Jellicoe con una perspectiva realista de victoria.

En Coblenza, el 18 de agosto, Falkenhayn preguntó a Tirpitz por qué la Flota de Alta Mar no había atacado a los aliados[16]. El gran almirante respondió: porque sería un proceder suicida, comparable a que un solo cuerpo del ejército marchara contra San Petersburgo. Falkenhayn replicó desdeñoso: «En ese caso, la flota es inútil. Sería mejor que sus marinos bajaran a tierra». Tirpitz insistió: el deber de la Flota de Alta Mar era mantener a salvo los intereses de Alemania, y eso difícilmente se conseguiría lanzándose de cabeza contra el poder superior de los aliados. El almirante confió luego a su Estado Mayor que temía que la Armada se convirtiera en el chivo expiatorio de las decepciones bélicas de la nación, y no andaba muy desencaminado. La incoherencia de la concepción de preguerra del marino más famoso de Alemania quedó al descubierto. Tirpitz, lejos de ser el arquitecto de la grandeza naval de su nación, demostró que solo había convencido a su señor, el káiser, para que gastara recursos prodigiosos en la construcción de una enorme escuadra de yates armados.

Jellicoe, entre tanto, reconocía que su deber más importante era preservar la superioridad de Gran Bretaña en el mar, absteniéndose de temeridades e incluso del arrojo. «Estaba muy claro que la inquietud principal del comandante en jefe era proteger a la flota del peligro», escribió uno de los oficiales de Beatty, de la escuadra de cruceros de combate. «Su estrategia no era poco desconcertante para aquella parte de la flota que se movía en el propio mar del Norte y centraba su esperanza en enfrentarse de inmediato con el enemigo.»[17] Durante los ejercicios de la flota, cuando los destructores «enemigos» lanzaban ataques con torpedo, Jellicoe optaba siempre por alejarse; el oficial de un crucero afirmó cáusticamente: «Si hace tal cosa cuando los alemanes ataquen, no lo pueden derrotar; pero tampoco puede vencer»[18].

Sin embargo, aunque la Marina Real dejó pasar algunas de las escaramuzas iniciales, su aportación fue importante a la hora de negar a Alemania la victoria en 1914. La FEB se trasladó a Francia sin perder ni un solo hombre por acción del enemigo, en una operación organizada por sir Edmund Slade. Pese a alguna interferencia menor de Alemania en las rutas comerciales, y el hundimiento de algunos mercantes, el comercio aliado se mantuvo sin apenas impedimento, lo que suponía una ventaja de valor incalculable frente a las potencias centrales. La prensa austríaca y alemana denunciaba el bloqueo aliado como un acto de cobardía: «¡Quieren matarnos de hambre!», decía un titular[19]. Aunque la ejecución mostrase algunas carencias, que la Marina Real impidiera los movimientos de los barcos enemigos causó a las potencias centrales importantes dificultades desde una fase inicial de la guerra. Aquel otoño, todos los ejércitos en guerra sufrieron una escasez de animales de tiro y de carga, esenciales para la movilidad, porque cientos de miles de caballos y mulas habían resultado lisiados o muertos. Británicos y franceses pudieron comprar más animales en Estados Unidos, Argentina o Australia, y enviarlos por barco a Europa. No así los alemanes. Estaban obligados a depender de la requisa de más bestias en los territorios continentales bajo su control, pese a que la agricultura ya se había visto perjudicada por la pérdida de animales de tiro. Las carestías en el transporte obstaculizaron las operaciones del ejército alemán. La falta de fertilizantes —de importación— tuvo un fuerte impacto en la producción alemana de alimentos. Eran cuestiones aburridas, si se comparaban con la expectativa popular de un gran choque a lo Nelson. Pero el teniente naval Hermann Graf von Schweinitz estaba en lo cierto cuando, sacudiendo la cabeza ante el poderoso despliegue de los barcos de guerra británicos, escribió en su diario: «Controlan los océanos por todos lados… Eso hace que todas nuestras victorias en tierra sean irrelevantes»[20].

Cuanto más contemplaban los planificadores aliados su propia posición, más les atraía evitar cualquier gran apuesta, y centrarse, en su lugar, en mantener el statu quo, de un modo que coincidía con el pensamiento de los alemanes. El almirante Hugo von Pohl, quien posteriormente sería comandante en jefe de la Armada, declaró: «Nada podría resultar mejor para los ingleses, y nada podría dañar tanto nuestra [reputación], como que nuestra flota fuera derrotada en una confrontación importante». Hipper, al mando de los cruceros de combate de Alemania, escribió el 6 de agosto: «Si nos arriesgáramos ahora a una batalla… no solo no tendríamos éxito, sino que nuestra Flota de Alta Mar desaparecería en un pispás: el mejor resultado posible para Inglaterra»[21]. Para ambos bandos, la disuasión y la defensa, la preservación de los activos ya existentes, se convirtió en el tema dominante durante los cuatro años posteriores, a expensas de la acción ofensiva.

Sin embargo, siempre hubo en el mar elementos de la Gran Flota, que hacían ejercicios o patrullaban, con cualquier clase de tiempo. La navegación, a menudo de noche, era un acontecimiento de intenso romanticismo para los hombres destinados en las cubiertas superiores, uno de los cuales escribió: «Las formas oscuras de alrededor se fundían en el vacío que nos rodeaba, la tierra atisbada se difuminaba en la negrura universal, y allí entraba aquel soplo que era el viento del destino, que no cesaría hasta que tocaras las costas de la muerte o de nuevo las del hogar. Ante ti, y a los dos costados, había una oscuridad absoluta; por detrás de ti, una sombra de negrura más grosera, que era el barco a popa; y de negrura en negrura, de la cabeza a la cola, treinta mil toneladas por buque, corríamos a veinte millas por hora. Y aquello era… rutina»[22].

La rutina no satisfacía, sin embargo, a los espíritus más ansiosos de la Marina Real: algunos oficiales destacados empezaron a pensar denodadamente cómo podrían llevar la batalla al enemigo. Dos de los «jóvenes turcos» —el comodoro de submarino Roger Keyes y el comodoro del destructor Harwich, Reginald Tyrwhitt— concibieron la idea de sorprender a las fuerzas ligeras que, de día y de noche, barrían el golfo de Heligoland, las aguas territoriales de la Flota de Alta Mar. Propusieron atraer algunos de los destructores de Ingenohl hasta que quedaran al alcance de los cañones y torpedos de mayor fuerza de los buques de guerra y submarinos británicos, en la marea baja, cuando los acorazados no pudieran pasar la barra de Jade y salir de la bahía. En un principio, el Almirantazgo rechazó de plano la idea. Keyes era un oficial de inteligencia moderada, pero una energía e impulso inmensos. Se había labrado un nombre como héroe de muchas aventuras en el levantamiento de los bóxers, en China, en 1900; por ejemplo, una vez se las arregló para hacer pasar un tren entre una multitud de enemigos, tras plantarle un revólver en la cabeza al ingeniero. Ahora, en un sentido figurado, optó por una táctica no menos arrojada: en vez de apelar a los almirantes, hizo la propuesta directamente al primer lord. Churchill aceptó inmediatamente el plan de Keyes y ordenó ponerlo en práctica.

Tres submarinos británicos, que navegarían en superficie, serían el cebo que tentaría a los alemanes a la caza. Por detrás de ellos, unos cincuenta barcos de guerra pequeños se acercarían a escasas millas de la principal base marítima del káiser. Si la incursión salía mal e intervenían los acorazados de la Flota de Alta Mar, el resultado sería un fiasco: ningún barco sin blindaje podía sobrevivir al fuego de uno que montara cañones pesados. El único seguro previsto en el plan original era que, a cuarenta millas hacia el noroeste, se habrían agazapado dos cruceros de combate británicos. La operación confiaba en resucitar recuerdos del siglo XVI, con la incursión de Drake en Cádiz y el famoso «quemar las barbas del rey de España». Pero el Almirantazgo era tan torpe que se puso en marcha sin consultar ni informar a Jellicoe hasta el mismo día en que zarpó, el 26 de agosto.

Los primeros en partir fueron los submarinos de Keyes, acompañados por su comodoro, a bordo del destructor Lurcher. El teniente Oswald Frewen, de otro destructor participante, el Lookout, comentó que no le gustaba que le hubieran avisado de la batalla con dos días de antelación: «Habría preferido que nos cayera encima de pronto. Soy imaginativo y también de natural pesimista. ¡No necesito lo más mínimo esos dos días para darle vueltas a todo!»[23]. Al día siguiente, el barco de Frewen se echó al mar junto con las flotillas de Tyrwhitt; en total, treinta y dos destructores. El comodoro izó su bandera en el flamante crucero ligero Arethusa, lo que resultó un error, porque el barco aún no estaba preparado para entrar en combate.

Jellicoe —cauto, razonable y de instinto controlador— exponía ahora su alarma por todo el asunto. Partidario de la concentración de fuerzas, propuso sacar al mar la Gran Flota y navegar hasta un punto desde el cual pudiera intervenir si se presentaba una buena ocasión o bien amenazaba un desastre. El Almirantazgo rechazó la idea, pero le autorizó, aún a regañadientes, a destacar el resto de la escuadra de cruceros. Así, Beatty puso rumbo a Heligoland en las primeras horas del 27 de agosto —el día después de Le Cateau— con seis cruceros ligeros como apoyo. Fue el turno de Jellicoe de desafiar al Almirantazgo y llevar hacia el sur sus propias unidades grandes, aunque solo en un papel de respaldo distante. Fue una operación concebida en un impulso y de ejecución torpe, que, no obstante, supuso una importante boya indicadora en la historia de la guerra naval: la primera ocasión en la que la Marina Real salía con gran fuerza y perspectiva de batalla. Una columna tras otra, los barcos grises y afilados surcaban el mar del Norte desde sus varios fondeaderos. Algunos capitanes pretendían hacer algo grande para Inglaterra; otros, simplemente, evitar un desastre.

La era del acorazado había creado una nueva jerarquía de marinos del siglo XX: los oficiales de los grandes buques, considerados casi todos «caballeros» (salvo los ingenieros), disfrutaban de notables comodidades y ostentaban cierta condición; al menos, en el porte. Tres noches por semana, la banda del barco tocaba frente a la cabina de Beatty, y él y sus invitados cenaban con el uniforme de diario; otras tardes, los músicos tocaban ante la sala de oficiales. Entre el personal más sencillo, las condiciones de trabajo eran distintas. El personal de las salas de máquinas trabajaban en las profundidades de los cascos con un calor, ruido y suciedad que recordaba las de una acería. «Hasta el menos informado podía saber cuándo íbamos a salir al mar, por las canciones que solían sonar desde las cubiertas comedor en cuanto se había dado al departamento de máquinas la orden de aumentar la presión; todo el barco empezaba a murmurar con una música extraña, como una colmena», escribió un oficial[24]. No todo el mundo aprobaba los cánticos: un suboficial de marina, fogonero, le pidió al oficial superior de ingeniería del Lion «que, por favor, ordenara que los hombres de los fogones no cantaran en acción, porque le resultaba imposible hacerse oír en la sala de calderas D».

En los buques de propulsión con petróleo, las condiciones de trabajo eran tolerables, salvo en los días de más calor; pero echar carbón a la caldera de los barcos más antiguos era una faena extenuante; y rellenar la carbonera era la tarea más detestada y sucia de todas las naves. Los fogoneros y paleros situados por debajo de la línea de flotación eran los que menos probabilidades tenían de sobrevivir a un hundimiento, y lo sabían muy bien. En todo momento de la navegación, podían ahogarse por el torrente de agua que entraría si el barco chocaba con una mina o era torpedeado. En otros departamentos, los marinos y los hombres que manejaban los cañones pesados de los grandes buques disfrutaban de los privilegios de ventilación y calefacción efectivas, y, en su mayoría, estaban protegidos de los elementos. Había abundancia de comida; mucho más de lo que tenían a su alcance los civiles de clase trabajadora, en tiempos de guerra o de paz. A bordo de un crucero de combate británico, se cocinaban unos dos mil huevos cada mañana, y otros mil por la noche; para un marino, era normal tomarse seis huevos para desayunar.

Los que servían a bordo de los cruceros ligeros, destructores y barcos menores, en cambio, sufrían, si las condiciones meteorológicas eran duras, casi tanto como los de la era de Nelson. En la guardia, o manejando los cañones sin torreta, en las cubiertas e incluso en los puentes situados tan solo unos pocos pies por encima del mar, estaban siempre empapados, entumecidos y temblando, azotados por las salpicaduras semicongeladas, y sin perspectiva de, cuando acabara la guardia, secarse el cuerpo o la ropa en la humedad de las cubiertas comedor. Pese a todo, los hombres que tripulaban los submarinos y los barcos de superficie pequeños y veloces se enorgullecían de ser miembros de una élite. El oficial de submarino Johannes Spies exultaba por su estilo de vida, pese al hedor y la incomodidad crónicos: «En la clara agua marina, cuando brilla el sol, las burbujas plateadas chispean por todo el casco del barco y suben, como en un acuario. A veces, cuando el buque estaba quieto sobre el fondo del mar, podíamos ver a los peces nadar junto a las portillas de la torre de mando, atraídos por la luz eléctrica que brillaba a través»[25]. Las tripulaciones de los destructores también disfrutaban de la emoción de surcar el mar a velocidades superiores a las 30 millas por hora. En cierta ocasión en que uno de estos «galgos oceánicos» levaba anclas, un espectador fantasioso comparó el susurro del casco cortando el agua con la acción de rasgar seda. A bordo, la vida incluía penalidades, pero también romanticismo.

El comandante de los cruceros de combate, el vicealmirante sir David Beatty, que interpretaría un papel importante en el golfo de Heligoland, ya era aclamado como el marino más arrojado de su tiempo, estrella por igual de los puentes y las chaise-longues. Se caracterizaba por cierta capacidad, una belicosidad intensa y una autoestima sin límites. Su periodista favorito, Filson Young, describió a Beatty como un hombre «joven y de apariencia distinguida, ciertamente, pero más con la distinción del Pall Mall que con la del Hoe de Plymouth»[26]. Beatty saltó a la luz pública por primera vez como comandante de un cañonero del Nilo, en la campaña de Kitchener en Jartum, en 1898, y logró la seguridad económica al casarse con Ethel, hija de Marshall Field, magnate de los grandes almacenes de Chicago. Los críticos consideraban al almirante como un canalla de primera categoría, aludiendo a sus escarceos con las esposas de oficiales jóvenes y su afición a disparar contra aves posadas.

Sin embargo, era un hombre identificado con Winston Churchill: antes de la guerra, el primer lord había rescatado del desguace la carrera de Beatty, que había sido degradado por su rechazo, desdeñoso y sin apenas precedentes, del puesto de subcomandante de la Flota Atlántica. Churchill le dio a cambio el pastel más jugoso del servicio: la escuadra de cruceros de combate. En 1914, Beatty tenía cuarenta y tres años, una edad en la que el promedio de los oficiales navales solo aspiraba a la simple capitanía. El Lion, en el que izó su bandera, fue el barco más publicitado de la guerra de 1914-1918[27]. La mayoría de los oficiales de Beatty lo adoraban, pero antes de que la guerra acabara, puso de relieve carencias peligrosas: ascendió a favoritos que no lo merecían y prestó una atención insuficiente a las cuestiones técnicas, en particular las comunicaciones. Beatty no tenía tanto el genio de Nelson —ni su suerte— como suponían él mismo y la opinión pública británica.

En las primeras horas del 28 de agosto, no obstante, cuando las fuerzas británicas convergían sobre el golfo de Heligoland, tales revelaciones aún pertenecían al futuro. Como la operación se había preparado a la carrera, al estilo «venid con lo puesto», la mayoría de los barcos desconocía olímpicamente la presencia de los otros. Beatty había enviado un mensaje a su escuadra, al zarpar: «Sé muy poco, confío en saber más por el camino». La Marina Real no solo adolecía de una cadena de mando confusa, sino de comunicaciones inadecuadas. Sus radios eran menos potentes que las de los alemanes. Un telegrama del Almirantazgo, que informaba a Keyes y Tyrwhitt de que Beatty se uniría a la operación, no les alcanzó antes de partir: el comodoro del destructor descubrió la asistencia de los cruceros solo cuando se encontró en el mar con los cruceros ligeros del comodoro William Goodenough. En combate, los mensajes se transmitían sobre todo por medio de la tecnología nelsoniana: las señales con banderas. En las distancias cortas, eran más fiables que las radios; pero con mal tiempo, resultaban ilegibles, y la eficacia dieciochesca quedaba empañada, en el siglo XX, por el humo de las chimeneas y la mayor velocidad de los barcos de guerra. El ayudante de Beatty era famoso por sus meteduras de pata, y sus deficiencias, durante los dos años siguientes, influyeron negativamente en las operaciones británicas en el mar del Norte.

Con la primera luz, los tres submarinos que actuarían de carnada emergieron a la superficie, según se había planeado, y se aproximaron a la isla de Heligoland, donde, como era de esperar, los alemanes los avistaron. El combate lo desencadenó uno de los destructores de Hipper, que a las 7 de la mañana divisó las flotillas de Tyrwhitt y avisó al almirante. La marea baja impidió que las unidades pesadas alemanas salieran al mar, conforme habían previsto Keyes y Tyrwhitt, pero Hipper ordenó que ocho cruceros ligeros zarparan en cuanto pudieran aumentar la presión de las calderas, lo cual, en algunos barcos, exigió tres horas. Se inició una serie confusa y poco sistemática de acciones de los destructores, como si varias cazas del zorro estuvieran persiguiendo presas simultáneamente en los mismos campos. Los barcos británicos se expusieron al alcance de las baterías de costa, pero se libraron de su atención porque la visibilidad cayó a los 4500 metros y la neblina cegaba a los artilleros.

A las 8 de la mañana, las escaramuzas de Tyrwhitt quedaron interrumpidas por la aparición de los dos primeros cruceros ligeros de Hipper: Frauenlob y Stettin. De acuerdo con la doctrina acordada, los británicos viraron y se replegaron al amparo de sus propios cruceros, Arethusa y Fearless, que se unieron a un cañoneo feroz. Pero en ese punto, el buque insignia británico demostró su falta de preparación: todos sus cañones, menos uno, quedaron atascados y en silencio. Los alemanes golpearon una y otra vez al Arethusa, de 3500 toneladas, y la precisión de sus disparos exhibió una superioridad embarazosa frente a la de los barcos de Goodenough. Ya en agosto de 1913, el agregado naval de Gran Bretaña en Berlín, el capitán Hugh Watson, había escrito en un despacho de despedida: «No veo razón para pensar que los oficiales navales alemanes… sean inferiores a sus camaradas británicos… Por lo que sé… creo que, en el día del juicio, demostrarán ser más capaces que los oficiales de armadas con las que, políticamente, tenemos una alianza más próxima»[28]. Se refería a los franceses y rusos, y estaba en lo cierto, como se puso de manifiesto el 28 de agosto. La Marina alemana era un cuerpo joven, sin una herencia comparable a la de su rival; pero en el golfo de Heligoland, sus marinos mostraron valentía y habilidad.

El Arethusa se salvó porque el cañón que le quedaba, de 6 pulgadas, tuvo la fortuna de enviar un proyectil que estalló en el puente del Frauenlob, que quedó reducido a un amasijo de acero retorcido. Treinta y siete hombres murieron o resultaron heridos, incluido el capitán. El barco alemán tuvo que virar en redondo y alejarse como pudo. El Arethusa estaba en un grave apuro: había perdido velocidad y empezaba a entrarle agua. Casi de inmediato, los barcos de Tyrwhitt se encontraron con un nuevo grupo de barcos alemanes similares, que regresaban de una patrulla; cinco destructores huyeron, pero uno quedó atrapado y se hundió entre una lluvia de fuego, con la bandera enarbolada y los cañones disparando hasta el último minuto.

Los británicos acababan de empezar a rescatar supervivientes cuando el crucero Stettin entró de nuevo en acción, tras una breve retirada para alcanzar la máxima presión en las calderas. Mientras los alemanes ajustaban los cañonazos, los destructores de Tyrwhitt se dieron la vuelta y abandonaron dos botes llenos de prisioneros alemanes, más diez marinos británicos. Los huérfanos se preguntaban por su destino en unas aguas temporalmente vacías cuando uno de los submarinos de Keyes, el E-4, emergió junto a ellos, hizo subir a bordo a los marinos de Tyrwhitt y tres oficiales alemanes («como muestra»), y luego se sumergió otra vez. Todo el mundo estaba resuelto a que se viera que se comportaba honrosamente: el capitán del E-4 dejó al enemigo a catorce millas, con agua, galletas, una brújula y el rumbo hacia Heligoland.

No eran mucho más de las 8 de la mañana, pero en el golfo ya se estaba desarrollando un día lleno de acontecimientos. Durante la hora siguiente, hubo algunos minutos cómicos, después de que Roger Keyes avistara unos cruceros de cuatro chimeneas. Al desconocer que en la zona hubiera barcos británicos de esas características, dio parte de la presencia de enemigos avisando por radio al crucero de combate Invincible, que estaba a lo lejos, y huyó con rapidez a bordo del pequeño Lurcher. Cuando se aclaró la confusión, Keyes expresó su alarma por la posibilidad de que los submarinos, en la misma ignorancia, intentaran hundir aquellos buques. Hubo en efecto un intento tal, que por fortuna falló, así como el empeño del Southampton de embestir al submarino británico que lo había atacado.

A las 10.17, Tyrwhitt aprovechó una pausa en los combates para ponerse al pairo, aunque esto suponía un riesgo enorme en aguas en las que cabía esperar que hubiera submarinos. Hizo que el Fearless se situara al costado del dañado Arethusa; durante veinte minutos, los dos buques estuvieron sin moverse, mientras las tripulaciones trabajaban con frenesí para desatascar los cañones y recuperar la potencia. Cuando se logró, los británicos llevaban cuatro horas en el golfo de Heligoland y, sin duda, el enemigo debía tener refuerzos en camino. La marea seguía estando demasiado baja para que salieran los buques más grandes, pero cuando el Arethusa conectó de nuevo los motores, hicieron su aparición otros tres cruceros ligeros de Hipper, que abrieron fuego contra la fuerza incursora.

Era un paso difícilmente inesperado, pero Tyrwhitt envió un mensaje de socorro a Beatty, que aún estaba a casi dos horas de distancia: «Me ataca un crucero grande… Ruego apoyo, respetuosamente, por situación difícil». El comodoro tuvo un descanso cuando los cruceros ligeros alemanes se dieron la vuelta, al enfrentarse a un torpedeo masivo de los destructores británicos. No obstante, Beatty comprendió que en el golfo de Heligoland se estaba agitando el avispero. Desconocía qué fuerzas enemigas —en particular, submarinos— podían hacerle frente, pero entendía que el mensaje de Tyrwhitt le afectaba personalmente. En lo alto del puente del Lion, se volvió a Ernle Chatfield, su capitán de banderas: «¿Qué creéis que debemos hacer? Debería ir allá en apoyo de Tyrwhitt, pero si pierdo uno de estos barcos tan valiosos, el país no me perdonará». Chatfield respondió, con el entusiasmo fácil de quien no está al mando: «Sin duda, deberíamos ir». A las 11.35, Beatty dirigió su poderosa columna —Lion, Queen Mary, Princess Royal, Invincible y New Zealand— hacia el golfo, a veintisiete nudos.

Desde la perspectiva de los marinos, cada gigante tenía su propio carácter definido: al Queen Mary y New Zealand se los tenía por buques de primera; el Princess Royal era el más alegre, socialmente; el Lion imponía más, quizá por el peso de la presencia del almirante y su Estado Mayor. Ahora, todas estas encarnaciones del prestigio naval británico avanzaban a toda velocidad hacia la puerta principal del káiser. La decisión de Beatty de intervenir fue valiente, y probablemente, inevitable, dado que se lo había enviado con órdenes de asistir a Tyrwhitt; pero aun así, era sumamente peligrosa. En los tiempos de Nelson, era rarísimo que un navío de línea fuera hundido por un barco que no fuera de un tamaño similar. En 1914, en cambio, aunque los acorazados eran invulnerables a los cañones de los barcos menores, sufrían mucho con las minas y los torpedos; estos últimos permitían que los barcos de guerra menores ejercieran un poder destructivo inmenso, de un modo que, para la mente escolar de algunos marinos, se antojaba monstruosamente injusto.

Geoffrey Harper escribió: «Los submarinos siempre me han dado mala espina, y nada me movería a alistarme en ellos, porque siempre he pensado que no eran exactamente la Marina, y ahora lo tengo aún más claro… No son trigo limpio, son repulsivos, son como apuñalar a un hombre por la espalda… No soy el único contrario a la guerra submarina, en todas partes me encuentro a gente cuya opinión general es: “No es justo, me desagrada”. Por descontado, nuestros submarinos no tienen menos culpa que los del enemigo. Quien sea, de cualquier nacionalidad, que sirve en un submarino no está jugando limpio»[29]. Dejando a un lado tales absurdos, al mediodía del 28 de agosto la escuadra de Beatty se arriesgaba mucho al dirigirse hacia los peligros desconocidos del golfo, más por el honor de la Marina Real que por ninguna recompensa sustanciosa.

Por delante de los cruceros de combate, la acción derivaba hacia el oeste: el Mainz, de 4350 toneladas, se unió a la batalla y abrió fuego con intensidad contra los destructores británicos; once de estos lanzaron torpedos contra el crucero ligero, sin efecto. Los barcos de Tyrwhitt sintieron el calor de los cañonazos del Mainz, de una precisión soberbia: la primera salva impactó en el Laurel, explosionó proyectiles de los bastidores de almacenamiento, hizo saltar por los aires la chimenea de proa e hirió de gravedad al capitán; el Laertes recibió una salva completa que, temporalmente, lo dejó paralizado. Los británicos estaban amenazados por el desastre, de nuevo, cuando el Mainz los desconcertó al virar y alejarse a toda máquina. Los vigías alemanes habían divisado tres de los cruceros del comodoro Goodenough, que se acercaban rápidamente. El Mainz, sin embargo, se retiró demasiado tarde: a los pocos segundos, recibía el duro impacto de proyectiles británicos de 6 pulgadas. Los destructores de Tyrwhitt lanzaron otra ráfaga de torpedos, a costa de exponerse ellos mismos a una sucesión de cañonazos del aguerrido alemán. Casi todos los torpedos británicos fallaron el blanco, salvo uno, que dañó gravemente el sistema de propulsión del Mainz, que redujo mucho la marcha y se convirtió en diana fácil para los cruceros británicos, que ahora pasaban a su lado bombardeándolo de proa a popa.

«Cada una de sus salvas suponía un perfecto tornado de impactos», dijo luego el teniente primero del Mainz. «Contaba todas las salvas por el destello: uno, dos, tres, cuatro, cinco; luego los proyectiles nos alcanzaban y sembraban la muerte y la destrucción. Cada andanada recibida sacudía el barco entero.»[30] A bordo del Southampton, Stephen King-Hall escribió:

El sentimiento de exultación era de lo más extraordinario. Uno ansiaba ver más destellos amarillos; quería hacer daño [al barco enemigo], torturarlo; y uno se decía a sí mismo: «¡Ja! ¡Toma otro! ¡Mándalo al infierno!», como si por hablar pudiera uno hacer que los cañones lo alcanzaran. Aunque lo golpeábamos, no golpeábamos lo bastante, porque a una distancia de 9000 metros, entre aquella niebla, era casi imposible ver las salpicaduras de los proyectiles y, de esa forma, controlar el fuego. Además, aún nos llevaba ventaja. Para nuestra consternación, la niebla se disipó y, durante cinco minutos, seguimos adelante sin verlo.

Más abajo, en completa ignorancia de lo que había estado pasando, los fogoneros forzaban las calderas hasta que nuestras turbinas no daban más de sí y, con las válvulas de seguridad levantadas, el vapor subía rugiendo por los tubos de escape del costado de las chimeneas, con un rugido ensordecedor. De pronto —todo ocurre de pronto, en una batalla naval, con barcos que se mueven a treinta millas por hora— aparecimos encima del Mainz, a solo 6500 metros, y la distancia se reducía cada vez más. Algo le había pasado mientras estaba entre la niebla, porque estaba casi parado… Nos echamos sobre él, alcanzándolo con cada salva. A intervalos irregulares, uno de sus cañones de popa disparaba un tiro solitario, que nos pasaba varias millas por encima. A los diez minutos quedó en silencio, un naufragio humeante y maltrecho, con el ancla de proa al nivel del agua. Cuando nos acercamos, vimos saltar al agua figuras que recordaban a hormigas. El sol dispersó la niebla y nos acercamos despacio, a menos de 300 metros, e hicimos la señal de «¿OS RENDÍS?» en el código internacional. Cuando nos detuvimos, el palo mayor se inclinó hacia delante y, como un gran árbol, fue cayendo en paralelo a la cubierta[31].

A las 12.50, era evidente que el Mainz estaba acabado, y Roger Keyes ordenó abarloar el Lurcher. Keyes escribió: «Se había ido hundiendo mucho por las amuras; la parte de popa estaba abarrotada de hombres, muchos de ellos, terriblemente heridos; la batería era un caos espantoso; el centro del barco era un horno en llamas, dos de las chimeneas se habían derrumbado y los restos parecían estar al rojo vivo; el calor te chamuscaba la cara, incluso desde el puente del Lurcher; todo se veía azafranado por los gases de nuestros proyectiles de lidita»[32]. El destructor rescató a 220 supervivientes. Un hombre, un joven oficial alemán que había estado dirigiendo la salida de los heridos, se negó a ir. Keyes se dirigió a él en persona, diciendo que lo había «hecho espléndidamente, teníamos que salir, tenía que venir en seguida, ya no podía hacer nada más». El enjuto comodoro británico le tendió la mano, con los ojos brillantes. El alemán se irguió, saludó y replicó: «Gracias; no». Este episodio tan encantadoramente sensiblero tuvo un colofón feliz: unos momentos después, cuando el crucero se escoró y se fue a pique —la hélice de estribor estuvo a punto de impactar en el Lurcher, que iba a toda máquina a popa—, el joven aceptó ser rescatado del agua.

Ocho cruceros ligeros se aproximaban ahora a la escena y amenazaban de nuevo a los británicos con una potencia de fuego superior. Por fortuna para las fuerzas de Tyrwhitt, Goodenough y Keyes, los movimientos de sus enemigos no estaban coordinados. Cada barco alemán, por turnos, intentaba un asalto esporádico, y se alejaba a toda prisa ante el riesgo de ser cañoneado. Hacia las 12.30, el maltrecho Arethusa se convirtió una vez más en objetivo del fuego de los cruceros alemanes. Tyrwhitt, que estaba en el puente, dijo más tarde: «La verdad es que empezaba a sentirme un poco triste». Por un momento, los británicos se alarmaron al ver la forma de un gran buque, que aparecía entre la bruma, por el oeste. Su alivio fue incalculable —y expresaron la consiguiente alegría— al identificar al Lion y el resto de cruceros de combate. Miles de hombres, a bordo de los destructores y cruceros ligeros británicos, contemplaron exultantes cómo Beatty pasaba a su lado en cabeza de la columna de monstruos de 30 000 toneladas, cada uno de los cuales levantaba hermosas olas por la proa y dejaba tras de sí humo negro y estelas hirvientes.

Llegó el enfrentamiento entre los cruceros de combate. Los hombres de Beatty estaban sumamente emocionados. «Al acercarnos», escribió Chatfield, en su puesto con el almirante, en el puente del Lion, «todo el mundo estaba en sus puestos de combate; los cañones, cargados; los telémetros, con los hombres listos; el control, alerta; los telescopios y binoculares de los responsables de señales, inspeccionando el horizonte neblinoso… Apenas se veía a dos millas. De pronto se oyó detonar cañones… [y] en nuestra amura de babor, vimos… el destello… entre la niebla. ¿Eran amigos o enemigos? No se veía caer ningún proyectil. Beatty estaba junto a la brújula e inspeccionaba la escena con sus prismáticos. Al final, distinguimos el casco de un crucero [el Mainz]… La chimenea se le había caído y el palo de proa había sido derribado de un cañonazo, había un incendio en la cubierta superior… “Dejádselo a ellos”, dijo Beatty. “¡No disparéis!”.»[33]

El almirante prefirió enfrentarse con los cruceros ligeros no dañados. Unos momentos después, habiendo atravesado las vastas torretas del barco y elevado los cañones, entre sucesivas detonaciones atronadoras, empezaron a lanzar cargas en las aguas del golfo. De los barcos enemigos a la vista, el Strassburg logró escapar; pero el Köln, con sus minúsculos cañones de 4 pulgadas, se esforzaba patéticamente por devolver el fuego al tiempo que recibía el devastador impacto de los proyectiles de 12 y 13,5 pulgadas. Un minuto o dos de tal devastación redujo la obra muerta a llamas y un amasijo de acero. A los pocos momentos, el Ariadne sufrió el mismo destino; y la columna de Beatty seguía avanzando. Pero el almirante sabía que el tiempo se estaba acabando; en cuanto la marea lo permitiera, los acorazados alemanes saldrían. Tras cuarenta minutos en el golfo, con la costa enemiga muy cerca, a la 1.10 de la tarde, comunicó a todas las fuerzas británicas: «Retirada». Mientras viraban al oeste, el Lion disparó otras dos salvas para rematar al Köln, que desapareció en seguida entre las olas, primero de popa. A los dos días, los alemanes rescataron por casualidad a un único superviviente; entre tanto, murieron un almirante junior y más de quinientos hombres.

A las 2.25 de la tarde, cuando hacía una hora que los británicos se habían ido, llegaron al fin a la escena los grandes buques de Ingenohl; hicieron un rastreo cauteloso y luego regresaron a puerto, como hizo la Gran Flota, que se había alejado doscientas millas hacia el norte. A bordo del Lion, una multitud de marinos extasiados se apiñó por debajo del puente para vitorear a su almirante adorado. El Arethusa fue remolcado de vuelta, a seis nudos. El 30 de agosto, los cruceros de combate y los cruceros ligeros llegaron a Scapa Flow, donde recibieron una bienvenida atronadora por parte de los hombres que formaban en las cubiertas y obras muertas de todos y cada uno de los barcos de la Gran Flota.

Habían hundido tres cruceros ligeros y un destructor, y causado daños a otros tres cruceros. En el bando británico, el Arethusa y otros tres destructores sufrieron daños graves, pero todos regresaron a flote. Solo treinta y cinco hombres habían muerto, una «factura del carnicero» asombrosamente reducida, en comparación con los 712 alemanes fallecidos. Churchill, eufórico, subió a bordo del buque insignia de Tyrwhitt en Sheerness, para repartir laureles; más adelante afirmó que en el golfo de Heligoland se había vivido «un episodio brillante»[34]. La opinión pública estaba entusiasmada y aclamó a Beatty como el héroe del momento. El almirante quedó «disgustado» por no recibir ningún mensaje de aprecio del Almirantazgo; a Ethel le escribió hablando de los alemanes con la condescendencia propia de un hombre de su tiempo: «Pobres diablos, defendieron sus barcos como hombres y se fueron a fondo con las banderas al viento, como marinos con todo en contra… Fueran cuales fueren sus defectos, son gallardos».

La acción resultó de enorme utilidad al gobierno británico, en medio de la retirada de Mons; en el momento se vivía una gran tensión por los acontecimientos de Francia. En el Almirantazgo, Norman Macleod escribió: «Esta pequeña batalla ha tenido un efecto muy reconfortante, al mostrar la moral de la Marina y lo improbable de una invasión»[35]. Asquith expresó su placer por el hecho de que «el pequeño ardid de Winston… ha salido muy bien… [y supone] cierta compensación a nuestras tristes pérdidas en tierra»[36]. En el ánimo posterior imperó la propia felicitación, y solo se formularon algunas de las preguntas que se deberían haber planteado: por qué la planificación británica había sido caótica, y la cadena de mando, poco clara; por qué había habido fallos en la comunicación; por qué la artillería había logrado marcas tan mediocres. No solo hubo deficiencias en la puntería, sino que muchos proyectiles que sí alcanzaron sus blancos no llegaron a explotar o no causaron daños graves; las espoletas eran poco fiables y a menudo resultaban en una detonación prematura. Los submarinos británicos desplegados en el golfo no aportaron nada. Si Jellicoe, por su propia iniciativa, no hubiera enviado a Beatty en apoyo de la incursión, la fuerza de Tyrwhitt y Keyes podría haber sido apaleada por los cruceros ligeros enemigos. Un momento de mala suerte podía haber costado un crucero de combate. El comandante en jefe creía que los peligros de aquella apuesta arriesgada eran superiores a las recompensas.

Sin embargo, también intervenían otras fuerzas mayores, de carácter psicológico, que no estimaron en lo que valían (ni lo estiman hoy) los críticos de la acción del golfo de Heligoland. Tuvo un impacto en la Flota de Alta Mar que fue mucho más allá de unas pérdidas materiales secundarias. Los marinos alemanes reconocieron que habían sufrido una humillación. Los barcos británicos habían navegado y batallado con impunidad a unas pocas millas de la costa de su patria. En la costa, cientos de miles de civiles habían oído los cañonazos y temblado de miedo. El almirante Tirpitz estaba furioso; para empezar, porque había perdido a su propio hijo, que era teniente en el Mainz. Se dirigió a Albert Hopman en términos extravagantes: «Nos hemos deshonrado. Sabía que debía sacrificar a mi hijo. Pero esto es horrible. Nos han atacado y eso ha traído el fin de nuestra flota»[37]. Tirpitz no aceptaba ningún consuelo; aunque Hopman le recordara que los británicos habían rescatado a algunos supervivientes y su hijo quizá estuviera entre ellos, estaba convencido de que el joven oficial habría muerto. Sin embargo, al día siguiente, los británicos avisaron de que, en efecto, tenían como prisionero al joven Tirpitz[38].

La operación de Heligoland puso de manifiesto que la Marina Real dominaba, anímicamente, a sus enemigos, dominio que perduraría hasta 1918. El káiser vio confirmado su respeto por la potencia naval británica y ordenó que, en adelante, la Flota de Alta Mar actuara con la mayor prudencia; los grandes buques solo podrían tomar la ofensiva con su aprobación personal. Esto era un importante logro estratégico de los británicos, lo que sin duda justificaba de sobra la acción. El 9 de septiembre, la Gran Flota volvió a buscar batalla en aguas de Heligoland, pero los alemanes se negaron por completo a responder. Aunque esta pasividad era frustrante para unos marinos ansiosos por combatir, ponía de relieve la primacía naval de Gran Bretaña.

Ahora bien, la batalla de Heligoland también evidenció que el Almirantazgo no era apto para dirigir una guerra moderna en el mar. Según un comentario del Quarterly, en 1860, la institución se había quedado en la «calma intelectual del humo de Trafalgar»; medio siglo más tarde, la frase no distaba mucho de la verdad. Era una institución dominada por hombres viejos de escasa imaginación. Aunque el primer lord del mar, el príncipe Louis de Battenberg, gozaba de respeto (y el vilipendio de la prensa, debido a su origen alemán, era injusto), no estaba a la altura de su papel. Los críticos lo motejaron desdeñosamente «Quite Concur», («Totalmente de acuerdo»), por la frecuencia con la que garabateaba estas palabras de asentimiento en la correspondencia. El Estado Mayor de guerra de la Marina se parecía más a un departamento de investigación que a una máquina de planificación y dirección de operaciones. Su estructura daba por sentado que los almirantes tomarían las decisiones cuando la flota hubiera zarpado. Pero pronto quedó claro que, en la nueva era de la radio, el Almirantazgo no resistía la tentación de intervenir, pese a que tanto la institución como su plantilla estaban mal pertrechados para hacerlo. «Tanto en la Marina como en el Almirantazgo, el cerebro se tenía en poca estima», escribió Filson Young, el oficial del Estado Mayor de Beatty[39]. Compartía el desprecio de su jefe por los lores del mar y su personal ayudante: «El espíritu que informaba al conjunto era estrecho y falto de vida, y se expresaba por doquier en la política de que los medios eran más importantes que los fines»[40].

Afortunadamente para la causa aliada, no obstante, en el Almirantazgo no solo había lobos de mar de especial lentitud. Un departamento de suma importancia —la inteligencia— cayó en las mejores manos posibles. Desde noviembre de 1914, la Sala 40 estuvo dirigida por el capitán Reginald «Blinker» Hall (apodado así por su costumbre de pestañear [to blink], sin descanso). Hall había sido una estrella emergente en el mar, que en fecha reciente había capitaneado un crucero de combate, pero la mala salud le había relegado a un trabajo en tierra. Había adquirido cierta experiencia como espía aficionado, en 1908, al tomar en préstamo un yate del duque de Westminster, con el que navegó hasta el fondeadero de la flota alemana en Kiel; allí enumeró y fotografió sus barcos, haciéndose pasar por un turista. Ahora, convertido en profesional, su figura físicamente irrisoria se convirtió en una fuerza vital: uno de esos magos de la inteligencia que Gran Bretaña ha ido ofreciendo cada cierto tiempo.

Un testigo describió su «forma de hablar incisiva» y añadió que «sus ojos y su cara atrapaban tu atención. Una nariz majestuosa, sobre una boca de labios bastante herméticos y una barbilla hendida y firme, hacía pensar, instintivamente, que no era la clase de hombre con la que uno se podía tomar libertades. Se parecía bastante a un halcón peregrino —una impresión que reforzaban sus ojos penetrantes— que se lanzara a volar entre la compañía reunida». Otro conocido lo calificó de «medio Maquiavelo, medio colegial». La segunda parte se manifiesta en una historia que le gustaba explicar a él mismo. Un juez sentenció a un espía alemán a una condena suave, basándose en el argumento de que el hombre solo indicaba a Alemania el emplazamiento de las fábricas. Se cuenta que Hall, muy irritado, hizo informar a la inteligencia alemana de que la dirección de la casa del juez se correspondía con «una fábrica importante».

La tarea de la Sala 40 contó con la ayuda crucial de la captura, en el mar, de tres libros de códigos navales alemanes. El 11 de agosto, un oficial naval australiano apresó, a punta de pistola, el libro de códigos del vapor alemán Hobart, en aguas de Melbourne; por una suma de demoras, sin embargo, no llegó a Londres hasta finales de octubre. Los rusos enviaron otro libro, capturado cuando el crucero Magdeburg embarrancó en la costa de Estonia, en el Báltico, el 25 de agosto; llegó al Almirantazgo el 13 de octubre. Por último, el 30 de noviembre un arrastrero británico, en la isla holandesa de Texel, recuperó el libro de códigos de un destructor alemán hundido allí el 17 de octubre. En diciembre de 1914, con la ayuda de un grupo de brillantes eruditos germanohablantes reclutados para este fin, el equipo de Hall quedó en conocimiento de los secretos de los tres principales códigos navales del enemigo: los denominados como VB, HVB y SKM. Más adelante, aún descifraría otros.

Eran días en los que la radio aún les parecía un milagro a los hombres nacidos antes de que se inventara. A bordo del buque insignia de Beatty, el Lion, en Scapa Flow, un oficial, que estaba de noche en la sala de radio, se puso los cascos y escuchó extasiado las charlas en morse a través de las ondas: «Oímos al comandante en jefe ruso, en el Báltico; oímos Madrid; oímos al comandante en jefe alemán, desde su refugio del otro lado del mar del Norte; y me divirtió mover arriba y abajo el selector de onda, entre los comandantes alemán y británico —las dos voces que tienen una importancia infinita para todos nosotros— para comparar sus tonos e imaginar qué estaban diciendo»[41].

Gracias a la Sala 40, el alto mando británico no tardó en enterarse de muchas de las respuestas del extremo alemán de aquel enigma. Un volumen creciente de mensajes, interceptados por una cadena de receptores de radio del Almirantazgo, situados a lo largo de la costa este, fue descifrado, traducido y leído al cabo de unas pocas horas. A la Armada le fastidiaba que los traductores civiles ignorasen la jerga náutica, lo cual derivaba en que el departamento de operaciones recibía mensajes descifrados que afirmaban, por ejemplo: «La segunda escuadra de combate [alemana] saldrá a correr a las 2 de la tarde y regresará a puerto de banda a banda a las 4 de la tarde». Como la Flota de Alta Mar operaba desde Wilhelmshaven, donde muchas órdenes se emitían en papel o por teléfono, «Blinker» Hall no podía confiar en anticipar todos y cada uno de los movimientos alemanes. Sin embargo, gracias a la excelencia técnica de sus transmisores, los barcos de Ingenohl se comunicaban por radio más que los de la Marina Real. Además, una de las primeras acciones de Gran Bretaña, como beligerante, había sido cortar los cables telegráficos submarinos que unían Alemania con el resto del mundo. Esto obligó a Berlín a usar la radio para mucho tráfico internacional delicado, y a menudo, las señales navales alertaban a la Gran Flota, con varias horas de antelación, de las salidas al mar del enemigo.

En los meses posteriores a la acción de Heligoland, sin embargo, la suerte del combate osciló de un lado a otro, de una forma que a menudo avergonzó a la Marina Real. El 22 de septiembre, el U-9 logró hundir tres viejos cruceros británicos que realizaban una inútil «labor de centinela» en aguas holandesas. Los Hogue, Aboukir y Cressy navegaban con parsimonia en un curso fijo, sin que los capitanes prestaran atención a ninguna amenaza submarina. Cuando el primer barco fue alcanzado, y luego el segundo, cada crucero tuvo la incomprensible ocurrencia de pararse a rescatar a los supervivientes; así perecieron 1400 hombres. Muchos hombres de la Flota de Alta Mar sintieron envidia del comandante del U-9, que regresó a casa triunfante. El teniente Knobloch, del Rostock, escribió anhelante: «Volver a puerto después de tal hazaña tiene que ser una sensación alentadora»[42]. Hubo palabras más exaltadas. Ernst Weizsäcker estaba orgulloso del éxito del U-9, que contrastaba mucho con la apatía de la flota de superficie: «Es un motivo de alegría ser hoy un oficial naval»[43].

El 27 de octubre, el nuevo acorazado británico Audacious se perdió tras chocar contra una mina frente a la costa norte de Irlanda. Durante varios meses, el Almirantazgo tuvo la ridícula pretensión de negarse a admitir el hundimiento, incluso en las órdenes navales, pese a que cientos de pasajeros estadounidenses, a bordo del transatlántico Olympic, lo habían visto con sus propios ojos; como celebración, los escolares alemanes disfrutaron de un día de fiesta. Entre tanto, las incursiones contra el comercio —las más famosas, las del Emden— lograron algunos éxitos embarazosos en el otro extremo del mundo, en los océanos Pacífico e Índico. Hubo un episodio turbador en la tarde del 1 de noviembre, cuando la anticuada escuadra de cruceros del contraalmirante sir Christopher Cradock fue destruida por el almirante Von Spee en aguas de Coronel, en la costa de Chile.

«Kit» Cradock había publicado un librito titulado Whispers from the Fleet [«Susurros de la Flota»] en el que advertía que «la terquedad irreflexiva con la que la Marina se lanza “de cabeza” va a acabar mal». Sin embargo, él mismo eligió interpretar precisamente ese papel: llevó la escuadra fuera del alcance protector de los cañones de 12 pulgadas del preacorazado Canopus, que se había puesto bajo su mando. El oficial de ingeniería del Canopus informó a su capitán de que, por problemas técnicos, era necesario reducir la velocidad del barco a doce nudos. Treinta y seis horas después, se supo que, sencillamente, aquel hombre había sufrido una crisis nerviosa: no había necesidad de reducir la velocidad. Aunque se abrió una brecha de trescientas millas entre el preacorazado y el resto de la escuadra, en realidad el Canopus podría haber luchado en Coronel.

Pero esta revelación no llegó a tiempo de salvar a Cradock. Aunque sus viejos cruceros blindados Good Hope y Monmouth se habían movilizado con hombres de la reserva, y como barco eficiente solo contaba con el crucero ligero Glasgow, rechazó la posibilidad de salir huyendo, pese a que lo tenía todo en contra. Había sido un cortesano leal, nombrado sir por prestar «servicios personales» al rey; como todos los oficiales de la Armada, participó del oprobio acumulado sobre el almirante Ernest Troubridge en agosto, por rehusar una ocasión de combatir contra los Goeben y Breslau, en el Mediterráneo, al poco de estallar la guerra. Aunque su propia fuerza era, comparativamente, muy inferior a la de Troubridge, Cradock se enfrentó al enemigo y no tardó en irse a pique, junto con 1600 marinos británicos y sus barcos. Asquith escribió irritado a Venetia Stanley: «Me temo que el pobre hombre se ha ido a fondo, porque, si no, ciertamente merece que se le forme consejo de guerra»[44].

Coronel, aunque estratégicamente carecía de importancia, asestó un golpe al prestigio británico e hizo perder la calma a un gobierno que ya estaba nervioso. Suele criticarse a Jellicoe como un trabajador sin genio, cuya cautela privó a la Marina Real de una gran victoria en Jutlandia. Sin embargo, la prudencia del comandante en jefe, por poco emocionante que pudiera resultar, contrastaba favorablemente con el gesto suicida de Cradock, la impulsividad de Beatty y la estupidez táctica que hizo que el Hogue y sus cruceros gemelos fueran hundidos por el U-9. Persistió, sin embargo, el problema de que, en Londres, el gobierno necesitaba desesperadamente algún éxito nacional llamativo. Asquith, con la habitual frivolidad con la que ponía de manifiesto su inadecuación como director de la guerra, escribió a Venetia Stanley el 4 de noviembre, después de Coronel: «Le dije a Winston… [que] es hora de que cace algo y rompa algunos platos»[45].

En realidad, por supuesto, el primer lord era el último que necesitaba de estímulos para asumir riesgos: acababa de adoptar una decisión extraordinariamente peligrosa. En octubre, el príncipe Louis de Battenberg terminó por abandonar el cargo, y Churchill intentó remediar la falta de firmeza en el control del Almirantazgo colocando como sucesor al anterior primer lord del mar, el almirante lord Fisher. «Jacky» Fisher, promotor de la construcción del Dreadnought, contaba ahora setenta y tres años. Era uno de los espíritus salvajes y brillantes que Churchill adoraba: este lo describió como «un verdadero volcán de conocimiento e inspiración»[46]. Sus admiradores señalaban, justamente, que durante su segunda titularidad como primer lord del mar, mostró mejor juicio y más coherencia en las cuestiones operativas de lo que parecería sugerir su correspondencia inmoderada. Pero Churchill y Fisher no tardaron en distanciarse y se embarcaron en una lucha por el dominio que no contribuyó ni a la eficiencia ni a la felicidad del Almirantazgo.

Afortunadamente para el prestigio británico, la derrota de Cradock en Coronel quedó borrada el 8 de diciembre: dos cruceros de combate capitaneados por sir Doveton Sturdee, destacados de la flotilla de Beatty para la ocasión, destruyeron los barcos de Spee cuando hizo una incursión temeraria contra las islas Malvinas, en busca de carbón, en lugar de obedecer las órdenes de regresar a Alemania. Aunque con retraso, el viejo Canopus interpretó un papel en la acción: fue varado deliberadamente en la bahía de Stanley (la capital de las islas), y el equipo de control de artillería se desplazó a una colina, por encima de la ciudad. Esto permitió al viejo acorazado disparar los primeros tiros de la acción. Los británicos tuvieron la suerte de que Spee no hizo ningún intento de reducir el alcance y atacar con torpedos cuando los barcos de Sturdee salieron de Stanley; probablemente, habría sido la única oportunidad de los alemanes de evitar la destrucción.

De vuelta en Inglaterra, todo el mundo estaba tan satisfecho con la victoria que apenas se prestó atención a la prodigiosa cantidad de munición que los británicos se vieron obligados a disparar —1174 proyectiles de 12 pulgadas, en un lapso de cinco horas— para hundir a oponentes mucho más débiles. Los barcos de Sturdee solo consiguieron un impacto por cañón cada setenta y cinco minutos, lo que suponía un mal augurio para una posible batalla en el mar del Norte. La prensa alemana desdeñó la escuadra perdida de Spee, como barcos viejos sin importancia estratégica, lo que inquietó a los marinos del káiser. «Creo que es mezquino decir que esos barcos valientes son inferiores… y carecen de valor, después de haber dado cuanto podían», escribió ofendido el cadete naval Walter Stitzinger, del SMS Lothringen[47]. La lección que ambos bandos aprendieron en Coronel y las Malvinas fue que enfrentarse a un enemigo muy superior no era un signo de gallardía, sino de necedad temeraria. Además, la prudencia de Jellicoe se intensificó más aún al acumularse datos sobre el carácter letal de las minas y submarinos: la mala suerte o un error de juicio podían transformar el equilibrio de fuerzas de las flotas con una rapidez alarmante. Y, en efecto, la Gran Flota no tardó en experimentar —sin tener constancia de ello— el momento más peligroso de su guerra.

Los alemanes anhelaban mitigar la amargura del golfo de Heligoland. Cuando cuatro destructores intentaron sembrar de minas el estuario del Támesis, se fueron a pique antes incluso de empezar a colocarlas. Se planeó otra operación de minado en aguas de Great Yarmouth, y Hipper obtuvo la aprobación del káiser para gozar del apoyo de los cruceros de combate. El 3 de noviembre, los barcos alemanes escenificaron un bombardeo —tan breve como fútil— de las playas de esta ciudad de la costa oriental de Inglaterra. Dispararon sin fruto contra algunas embarcaciones menores y huyeron a Alemania sin haber entablado batalla. El Almirantazgo no podía creerse que la salida hubiera tenido como único propósito el bombardeo de una ciudad pequeña e inofensiva como Yarmouth. Los lores del mar no enviaron barcos en pos de Hipper, porque supusieron que el movimiento era un amago con el que distraer su atención de alguna amenaza mayor. En cualquier caso, los incursores regresaron ilesos, salvo un viejo crucero, el Yorck, que chocó con una mina alemana al acercarse a Wilhelmshaven; se fue a fondo y se perdieron 235 vidas.

Pero la floja respuesta británica a Yarmouth animó a Ingenohl a repetir la operación a una escala mayor. El 14 de diciembre, la Sala 40 de Hall advirtió al Almirantazgo de que los cruceros de combate de Hipper saldrían al día siguiente. Los descifradores no tenían ni idea de que, en realidad, toda la Flota de Alta Mar pretendía salir al mar. En Londres se adoptó la decisión de enviar a Beatty, reforzado por una escuadra de acorazados y con la asistencia de varios destructores y cruceros ligeros, a esperar a los alemanes en el banco de Dogger, en medio del mar del Norte, e impedirles huir de vuelta. Los británicos desconocían el blanco exacto de Hipper; eligieron permitir que los alemanes atacaran sin impedimento porque esto facilitaría atrapar a sus cruceros de combate en la ruta de regreso —una vez que ya se hubiera revelado el objetivo—, en lugar de hostigarlos en la ida, cuando podían dirigirse a cualquier punto de una costa de casi quinientos kilómetros de extensión. Se consideró prioritario hundir los cruceros de combate del enemigo, antes que impedirles acceder a los hogares británicos.

Jellicoe, al ser informado, volvió a inquietarse profundamente por la perspectiva de ver dividida a la Gran Flota; quería sacar todas sus fuerzas. El Almirantazgo vetó la idea, con la intención de proteger los grandes buques, cuyos motores se estaban estropeando con alarmante rapidez por la frecuente navegación con mar gruesa. Los acorazados de Beatty y el contraalmirante sir George Warrender se hicieron a la mar en condiciones meteorológicas tan espantosas que se ordenó regresar a varios destructores y cruceros ligeros. Los seis acorazados y cuatro cruceros de combate —de esta última escuadra, dos no habían vuelto aún de las Malvinas— no dispondrían de gran apoyo en el banco de Dogger. Sin embargo, se les venía encima toda la Flota de Alta Mar, con sus dieciocho acorazados, ocho preacorazados, nueve cruceros y cincuenta y cuatro destructores. Era una escena dispuesta para hacer realidad la pesadilla de Jellicoe: una fuerza alemana abrumadoramente poderosa se acercaba a un destacamento de la Gran Flota que, con su potencia de fuego, podría destruir; y esto acabaría con la superioridad británica en los buques principales.

Al principio, Hipper era reticente a emprender el bombardeo de ciudades británicas, pues lo consideraba, por un lado, estratégicamente irrelevante y, por otro, incompatible con el código de caballeros de su profesión. El 29 de noviembre escribió en su diario que, si Alemania iba a arriesgar sus preciosos grandes buques, debería hacerlo contra la Marina Real. El bombardeo costero representaba un gesto insignificante, no una operación bélica seria. Además, le preocupaba el peligro que representaban los campos de minas. «Irme a pique sin batalla y honor sería un triste fin para mi carrera», reflexionaba, con una autocompasión digna de Beatty[48].

A las 8.05 de la neblinosa mañana del 16 de diciembre, en el centro turístico de Scarborough (Yorkshire), el oficial guardacostas Arthur Dean dirigió la mirada al mar y vio dos cruceros de combate. A poco más de quinientos metros del castillo de la ciudad, empezaron a disparar seguidamente contra la costa; navegaron por la bahía meridional hasta dar la vuelta y repetir el ejercicio. Viudas de edad, de las que en la ciudad había una buena provisión, estaban leyendo sus cartas sobre las elegantes mesas de desayuno del Grand Hotel cuando el establecimiento recibió una serie de impactos directos que devastaron el interior. El hastial del ayuntamiento quedó destruido, igual que varias fachadas de tiendas y dormitorios de casas de huéspedes en St. Nicholas Cliff, y una hilera de casitas de Stalby Road. Un magistrado llamado John Hall se estaba vistiendo cuando un proyectil arrasó su dormitorio y lo mató. A unos treinta kilómetros, en Whitby, otros dos cruceros alemanes provocaron similares escenas mortíferas: un proyectil demolió la crujía occidental de la vieja abadía; otro redujo a ruinas las casitas de Esk Terrace. En la vecina Hartlepool, durante treinta minutos de bombardeo, los barcos de guerra alemanes destruyeron una oficina de Lloyds Bank e hicieron explotar una fábrica de gas. Luego, los barcos de Hipper emprendieron el camino de regreso.

Entre tanto, en el banco de Dogger, en varios intervalos a lo largo de la noche y parte del día, los destructores de las flotas rivales se avistaron e intercambiaron fuego lo mejor que pudieron en la mar gruesa. Como en el golfo de Heligoland, la artillería alemana demostró ser superior: los destructores británicos fueron alcanzados varias veces, pero los barcos de Ingenohl salieron ilesos. Beatty y Warrender se esforzaban por adivinar la importancia de los movimientos del enemigo hasta que llegó un aviso crucial, con la noticia de que se estaba bombardeando Scarborough. Ahora correspondía a los almirantes destacados en el mar seleccionar las vías de intercepción más idóneas. Warrender radió a Jellicoe, con copia para los cruceros de combate: «Scarborough bombardeado; procedo hacia Hull». Beatty, arrojado caballero como siempre, respondió: «¿Sí? Yo voy a Scarborough». Pero cuando los grandes buques británicos viraron hacia el oeste, avanzada la mañana, la visibilidad se deterioró radicalmente. Los barcos británicos y alemanes, de cualquier tamaño, no tuvieron más remedio que tantear y disparar de forma intermitente entre la espesa niebla que impedía ver con claridad los movimientos del adversario.

En esos momentos, ¿dónde estaban Ingenohl y el poder de la Flota de Alta Mar? A las 5.45 de la mañana, al saber que sus destructores habían batallado con los británicos, el almirante alemán llegó a la convicción de que toda la Gran Flota debía haber salido. La sorpresa se había desvanecido. Ingenohl solo estaba en el mar en apoyo de la incursión de Hipper, pero el mandato del káiser no incluía librar una gran batalla. Regresó a casa con prontitud, ajeno a la presencia de Beatty y Warrender; con ello, desperdició la mejor ocasión estratégica de la Armada alemana en toda la guerra.

A lo largo de las últimas horas de la mañana y primeras de la tarde, las fuerzas ligeras rivales jugaron a un juego acelerado, de disparos y carreras, cañoneando en cuanto se lograba avistar al otro; los grandes buques británicos siguieron sin averiguar el paradero de Hipper. En su último informe, Warrender estaba exasperado: «Salían de una tormenta y se metían en otra». Beatty tomó la repentina decisión de virar al este, con la esperanza de mejorar las oportunidades de interceptar a Hipper en el viaje de regreso. Fue un error. Si hubiera mantenido la ruta del oeste, antes de una hora se habría encontrado con los cruceros de combate alemanes. Ahora bien, no está nada claro que el resultado del choque le hubiera sido favorable. Quizá Beatty se habría impuesto, pero —dado el posterior destino de su escuadra en Jutlandia, donde perdió dos barcos y padeció daños graves en otros dos— quizá habría sufrido un desastre. Al final, el 16 de diciembre no vio a Hipper, quien se escabulló ileso hasta volver a Wilhelmshaven. Ambas flotas llegaron a sus puertos de origen sin haber perdido ningún barco, en números absolutos, pero a dos destructores británicos les aguardaban los astilleros. Para disgusto de la Marina Real británica, con ello se había perdido la última ocasión de una gran batalla naval en 1914.

El guardiamarina Charles Daniel, del HMS Orion, comentó aquella mañana que, si la flota dejaba escapar a los alemanes, su reputación «quedaría por tierra, probablemente, a ojos de la opinión pública británica». Cinco días después, cuando en efecto había pasado lo peor, el joven añadió con amargura: «Que los cruceros alemanes se nos hayan escapado es algo que no se nos olvidará; y la decepción es peor aún cuando uno piensa el magnífico espectáculo que habría supuesto hundir[los]»[49]. Los británicos no habían identificado el blanco exacto de Hipper, pero sabían que venía y no intentaron impedirle acceder a la costa; ello supuso sacrificar las vidas de 107 hombres, mujeres y niños, en Scarborough, Whitby y Hartlepool, más otros quinientos civiles, que resultaron heridos. La Marina Real no había acertado a interceptar un enemigo cuyas intenciones había desvelado la Sala 40, incluso después de trabar contacto con alguna de sus escuadras. Fue un día deshonroso, aunque característico de la guerra naval en la era anterior a los radares.

La debilidad más grave de la Marina Real —según ha analizado con brillantez Andrew Gordon— fue la rigidez mental de sus oficiales, así como la sumisión ciega a la autoridad superior: los capitanes aguardaban las órdenes de su almirante, y si estas no llegaban o eran confusas —como ocurría a menudo con las de Beatty—, los subordinados nunca se atrevían a pensar o actuar por sí mismos[50]. En los barcos de guerra del siglo XX, la atmósfera de opresiva masculinidad hacía pensar en un internado flotante; y en la Marina Real incluso los alumnos mayores, responsables de la disciplina —aquí, los capitanes— temían dar un paso sin la aprobación del director. Por dos veces, durante la incursión de Scarborough, se desaprovecharon oportunidades porque los capitanes esperaron en vano las indicaciones de sus superiores; en cierta ocasión, cuando el guía de una flotilla de destructores empezó a virar alocadamente porque un proyectil alemán había encallado el timón del barco, todas las embarcaciones del mando copiaron sus movimientos.

Pero ¿qué suponían los alemanes que estaban haciendo, al bombardear las ciudades costeras? Era un ejercicio de terrorismo, sin propósito militar, concebido para desmoralizar al pueblo británico demostrando que era vulnerable al «espanto» alemán. Sin embargo, sirvió para lo contrario: estimuló el odio popular contra el enemigo y reforzó la determinación nacional de combatir. Si el 4 de agosto, el pueblo británico no sentía especial animosidad hacia los súbditos del káiser, a finales de año las acciones alemanas y la propaganda de los aliados habían insuflado auténtica pasión en muchos pechos. James Colvill, un oficial del Lancaster, de veintidós años, escribió, después de que los barcos de Hipper culminaran su acción más grave, el 19 de diciembre: «Ojalá tengamos ocasión de pagarles con la misma moneda, hasta el último pfennig. Pero no masacrando a no combatientes cuando entremos en Alemania. Lo que me gustaría es ver una docena de ciudades alemanas —empezando por Essen y terminando por Berlín— reducidas a cenizas y saqueadas del todo, en una palabra: verlas “lovainadas”»[51].

La Marina Real fue criticada por la incursión de Scarborough, pero la crítica habría sido mucho más feroz si la opinión pública hubiera sabido que la costa británica se había dejado expuesta deliberadamente. Los oficiales navales pidieron que, si Scapa Flow seguía siendo el único fondeadero adecuado para la Gran Flota, al menos los cruceros de combate debían desplazarse más al sur, donde pudieran intervenir con más rapidez contra otra salida alemana. Al final, los barcos de Beatty pasaron a desplegarse en Escocia, en el Fiordo de Forth.

Pero también se reconoció, en general, que el comportamiento de la Flota de Alta Mar —la vana destrucción de lugares turísticos— era un signo de debilidad, no de fortaleza. Como Ingenohl y Hipper no se atrevían a enfrentarse cara a cara con la Gran Flota, no les quedaba otra que bombardear casas de huéspedes. La incursión de Scarborough, por lo tanto, también reflejaba en parte que la guerra se estaba tornando más sucia. En ambos bandos eran muchos los que empezaban a dejar de lado las inhibiciones y angustias caballerescas con las que habían tomado las armas cinco meses antes. El oficial naval Walter Freiherr von Keyserlinck, al mando del SMS Lothringen, escribió a su tío el 29 de diciembre para pedir una campaña submarina de destrucción sin límites del comercio británico: «Salvo que hagamos que la guerra resulte algo real para los ingleses, en su propio país, esos ladrones y asesinos no reconocerán qué significa para otros pueblos. Desde los tiempos del [almirante holandés] De Ruyter [en el siglo XVII], nadie ha hecho estallar una sola bomba en las puertas [de Inglaterra]»[52].

Aun antes de la incursión de Scarborough, la mayoría de los oficiales navales, de uno y otro bando, reconocían que quizá tendrían que esperar mucho antes de que las dos flotas rivales se encontrasen en combate. El oficial del Estado Mayor Ernst Weizsäcker entendía que Alemania debería haber concentrado su programa de construcción naval en cruceros y barcos menores, antes que los acorazados, tan onerosos[53]. Reinhold Knobloch estaba de acuerdo: «Nuestra inactividad nos hace plantearnos la utilidad de los barcos de guerra de superficie. Muchos [marinos alemanes] creen [ahora] que solo cuentan los submarinos, los aviones y las minas»[54]. Walther Zaeschmar, oficial de artillería del Helgoland, escribió en su diario, en octubre: «Al parecer, no se está librando ninguna guerra». Un mes más tarde, se había vuelto aún más pesimista: «En el mar del Norte ya no sucede nada más. Solo los submarinos actúan en permanente pie de guerra»[55]. La Flota de Alta Mar adoptó una rutina que acabó siendo muy pesada y familiar: los barcos servían durante dos días en las tareas de piquete avanzado, en la rada exterior de Jade; luego cuatro más, un poco más cerca de la costa; y por último pasaban ocho días en el puerto. Todos los oficiales de a bordo deploraban la aplastante monotonía de esta rotación que, aun así, caracterizó la experiencia de la flota alemana durante cuatro años, con tan solo unos brevísimos interludios de acción.

«Desde el punto de vista de un oficial naval ordinario», escribió Filson Young, desde el otro lado del mar del Norte, «el auténtico problema de la guerra, lo que la privó de gozo y emoción, fue la ausencia continuada del enemigo. En la Flota, casi nadie había visto a un alemán desde que se declaró la guerra, y solo unos pocos, algún barco alemán… El enemigo empezó a volverse irreal y quimérico.»[56] En otro pasaje, decía: «Una vez lo vimos, como cuatro minúsculas cuñas de humo, como erizos que corrían por el horizonte distante de un mar frío y gris. De esas cuñas, ya solo se veían tres. Esto significaba que un buque grande, con la población de toda una ciudad pequeña, después de haberse incendiado y convertido en un amasijo, se había enfriado, como un infierno agónico y candente, en el pálido mar invernal»[57].

Roger Keyes escribió a su esposa, en octubre: «Lo daría todo por formar parte de las tropas de tierra, hasta que la flota salga»[58]. Al mes siguiente, aún era más enfático: «¡Estoy harto de la inacción! Creo que la próxima vez que nazca al mundo, seré un soldado. Fue una estupidez no haberlo pensado antes de decidirme a entrar en la Marina. La historia es muy clara al respecto. Los soldados luchan casi cada día de una guerra. Los marinos, quizá una vez al año, si tienen suerte. Lo peor de esto es que uno tiene que optar por la Armada siendo muy joven, y probablemente uno no sabe lo bastante de historia; y aquellos seis volúmenes de la historia naval de James… con los que me alimenté en aquella época inducían a confusión: están llenos de batallas, grandes y pequeñas, pero repartidas a lo largo de treinta o cuarenta años».

Al concluir la guerra, la Marina Real había llegado a sumar 437 000 hombres, entre marinos y oficiales; y habían muerto 32 287 de sus marinos. Tales bajas no eran en absoluto despreciables, pero representaban una proporción de pérdidas muy inferior a la que vivieron los combatientes de tierra y la Real Fuerza Aérea (RAF) —sucesora del Real Cuerpo Aéreo—. Esto ayuda a explicar el ansia combativa que pervivió en el pecho de la Marina Real hasta mucho después de que se hubiera desvanecido en la mayoría de los soldados: aunque la guerra de los marinos tuvo sus riesgos y penalidades, no cabía compararlos con los horrores del servicio en el frente occidental. En los años posteriores a la incursión de Scarborough, hubo algunos enfrentamientos de superficie, más al norte, y con largos intervalos. El más importante fue el de Jutlandia, en mayo de 1916. La Gran Flota, que pasó al mando de Beatty después de que Jellicoe fuera transferido al Almirantazgo en noviembre de 1917, se quedó sin el triunfo épico que ansiaban los marinos.

Pero fueran cuales fuesen las limitaciones y los fallos de la Marina Real británica, hizo una aportación decisiva a la victoria aliada en la primera guerra mundial. A finales de 1914, Churchill comentó, con justa satisfacción, que desde el mes de agosto se habían transportado a Francia, sin pérdidas, 809 000 hombres, 203 000 caballos y 250 000 toneladas de pertrechos. Durante los años siguientes, la marina preservó la flota de combate existente; garantizó la libertad de movimiento en todo el mundo al comercio británico y las fuerzas del país; derrotó —aunque con retraso, y después de algunos graves desatinos que situaron a Gran Bretaña al borde de la inanición, más aún que en la segunda guerra mundial— la campaña submarina de 1917; y mantuvo un bloqueo de Alemania que, desde abril de 1917, adquirió una eficacia formidable.

Los críticos de la «carrera naval» que emprendieron Gran Bretaña y Alemania antes de la guerra han defendido con frecuencia que la construcción de los acorazados británicos ayudó a precipitar la contienda y, sin embargo, no contribuyó a decidir su resultado. Ninguna de las dos proposiciones parece verdadera. No hay razón para suponer que ninguna de las potencias continentales se habría comportado de otro modo en 1914 si la Marina Real hubiera poseído tan solo la mitad de los barcos. Y aunque la Gran Flota fue incapaz de realizar una aportación directa a la victoria, en ausencia de la superioridad naval, Gran Bretaña habría resultado extremadamente vulnerable. El honorable comandante Reginald Plunkett, uno de los oficiales de los cruceros de combate de Beatty, escribió en la revista del servicio, Naval Review, hacia el final de 1914: «La Marina británica ha logrado, sin apenas combatir, todo lo que cabría esperar que una Marina lograra»[59]. Aunque en esta afirmación había vanagloria, prácticamente ningún marino alemán habría estado en desacuerdo.