II. «Tablas a nuestro favor»

Los alemanes se retiraron del Marne ordenadamente y eligieron con buen criterio el terreno en el que se plantarían y ofrecerían resistencia. Moltke, en la última orden significativa que dio antes de ceder el mando, dispuso que los ejércitos del sur de Reims abandonaran sus asaltos —especialmente, en los alrededores de Verdún y de Nancy— y se atrincheraran. Así, las tropas quedaron disponibles para nuevas iniciativas en otros lugares; en particular, en el gran vacío del oeste de Bélgica y el norte de Francia, aún no castigado por los ejércitos. El 14 de septiembre, el káiser ordenó al jefe del Estado Mayor que se declarase enfermo, aunque como al pueblo alemán se le ocultó la noticia, durante varias semanas un desdichado Moltke se quedó en el OHL, que solo abandonó para una salida frustrada al frente de Amberes.

Falkenhayn, que asumió las responsabilidades operativas de Moltke, solo contaba cincuenta y tres años; era más joven que ningún otro comandante del ejército. Era un oficial de la guardia, frío y huraño, que al káiser le resultaba socialmente aceptable, a diferencia, por ejemplo, de Ludendorff. Aunque era rápido e inteligente —estuvo entre los que, desde el principio, predijo que la guerra sería larga—, a veces resultaba indeciso. Era un hombre enérgico, que necesitaba dormir poco y a menudo compartía horas de la madrugada con los comandantes, pero también un solitario y dado a los secretos. Se trataba de una personalidad mucho más estable que Moltke y, como caudillo principal de Alemania, en los dos años posteriores, Falkenhayn exhibiría mucho talento. Pese a todo, se enfrentaba a los mismos problemas intratables que su predecesor. El coronel Gerhard Tappen, arquitecto de la invasión alemana de Francia, seguía siendo el oficial de operaciones, lo que hacía improbable que hubiera cambios en la estrategia. En un principio, Falkenhayn se negó a considerar el revés del Marne como decisivo. Su labor inmediata fue tomar el mando, ejercer la autoridad e imponer la coordinación a los comandantes del ejército, cuestiones en las que Moltke, como hemos visto, había fracasado miserablemente.

Casi de inmediato, surgieron tensiones entre Falkenhayn y Tappen. El nuevo jefe del Estado Mayor era partidario de recuperar el plan de la gran maniobra envolvente, enviando tropas al interior de Bélgica, para pasar por detrás del flanco aliado, rodeándolo por una zona que flotaba en el aire, con más de trescientos kilómetros de espacio vacío por delante. Tappen, en cambio, quería renovar el ataque por el centro, entre Soissons y Reims. En el corto plazo, se impuso la perspectiva del oficial de operaciones, en parte porque la capacidad ferroviaria disponible para desplazar tropas por el frente era limitada: la mayor parte de las líneas iban de este a oeste, y no de sur a norte; y el sistema belga, muy saboteado, estaba en una condición caótica. Los alemanes realizaron una serie de ataques mal planeados, costosos y carentes de éxito.

Los aliados, entre tanto, intentaron convertir el buen resultado del Marne en un triunfo estratégico, cuarenta kilómetros más al norte, en una sucesión de enfrentamientos que se prolongó durante un mes y se dio en llamar «batalla del Aisne». Este río, de curso lento, corre por un valle tras el cual una colina boscosa se alza abruptamente hasta un monte de un millar de metros. Al norte, por detrás de los montes, hay tierras de labranza, que suben suavemente. Las atraviesa una carretera de unos treinta y cuatro kilómetros de longitud, modestamente famosa en la historia francesa como Le Chemin des Dames; recibió este nombre por Adelaida y Victoria, hijas de Luis XV, que la recorrían a caballo para visitar a la condesa de Narbona en el château de la Bove.

Durante el avance francés, algunos hombres rescataron «trofeos vulgares de los cuerpos de los alemanes, cubiertos de barro y sangre… cargan sacos con abrigos y cascos alemanes, que no podrán conservar», según dijo desdeñosamente Edouard Cœurdevey. Una noche de septiembre, el sargento de Cœurdevey trajo a rastras a un soldado enemigo que llevaba cinco días y noches al raso, inmovilizado por un fémur roto. «Nos estremecimos de horror al pensar en la agonía de esos hombres heridos, incapaces de moverse para ponerse a salvo ni del calor del sol ni del frío de la noche, o protegerse de la lluvia. Este pobre hombre le dio a su salvador sus medallas y sus botones, y le ofreció dinero».

Al este quedaban los montes de la zona de Reims y los bosques de la Argona, donde estaba atacando el 5.o Ejército, de Franchet d’Espèrey. Sus formaciones habían avanzado desde el Marne, con la lentitud de los británicos, pero con más disculpa, a tenor de las penalidades del mes anterior. Recuperaron Reims y mantuvieron los ataques desde allí, aunque con gran coste y poco adelanto. Del 17 al 19 de septiembre, los alemanes bombardearon la ciudad, causando grandes destrozos en la catedral. Este vandalismo produjo conmoción y una nueva oleada de alarma en la capital francesa: los parisinos se convencieron de que, si su propia ciudad quedaba al alcance de la artillería alemana, el Louvre, los Inválidos, Notre Dame y todos los demás tesoros de su patrimonio quedarían sentenciados; y el temor no parece infundado.

Entre Manoury y Franchet d’Espèrey, durante la segunda semana de septiembre, los británicos continuaron avanzando lentamente hacia el norte, más incomodados por la lluvia intensa que por una tenaz resistencia. «Según me temía», escribió Alexander Johnston el día 11, «hemos dejado que los alemanes desaparezcan con muy pocas pérdidas… Sin duda, deberíamos haber acosado al enemigo todo lo posible». Pero la FEB se entregó, en su mayoría, al optimismo. El 13 de septiembre, el capitán Dillon, de los Ox and Bucks, escribió a su casa: «Todo está yendo bien y creo que los alemanes están acabados. Ayer, después de dormir bajo la lluvia, los alcanzamos. Durante un tiempo estuvimos bajo un fuego de infantería bastante intenso, pero no hubo bajas y el regimiento capturó a 116 prisioneros, incluidos cinco oficiales… Este espectáculo no me fastidia, salvo por las marchas y por estar siempre mojado, con sueño y demás»[34].

No obstante, al tiempo que la FEB se aproximaba al Aisne, un nuevo 7.o Ejército alemán se apresuraba a ocupar la brecha abierta entre Kluck y Bülow. Algunos de estos refuerzos llegaron hasta el río a marchas forzadas y tomaron posiciones tan solo unas horas, o incluso unos minutos, antes de que aparecieran los británicos. El VII Cuerpo de la reserva alemana recorrió sesenta y cinco kilómetros y alcanzó la cima justo por delante de la vanguardia de sir John French. El 13 de septiembre se inició un mes de sangrientos combates, durante el cual los aliados se esforzaron por penetrar por el Chemin des Dames. Las fuerzas de Joffre, al norte y al este de Reims, aportaron una cuota de peso; pero la atención posterior se ha centrado sobre todo en las operaciones del sector británico, porque se pensaba —aunque, probablemente, no era cierto— que allí había una ocasión espectacular para desquiciar la línea alemana, si se cruzaba el río, se coronaba la sierra y se continuaba adelante por el campo abierto de más allá. Para Louis Spears: «Al echar la vista atrás, doy las gracias de corazón porque ninguno de los que dirigieron la mirada al otro lado del Aisne… tenían ni la menor idea de lo que les esperaba. No se inquietaban por las visiones de barro y trincheras rezumantes… años de penalidades por delante»[35].

La primera vez que los británicos cruzaron fue la más exitosa. En la tarde del 12 de septiembre, la 11.a brigada de infantería se alojó en Septmonts, cansada tras veinticuatro kilómetros de marcha y un largo período de lluvia. Solo llevaban dos horas de reposo, sin embargo, cuando se les hizo levantarse, vestirse las cinchas y el equipo, tiesos y empapados, y ponerse en marcha otra vez. El general de brigada Aylmer Hunter-Weston había tenido noticia de que los alemanes habían fallado en la demolición del puente del Aisne en Venizel, algunos kilómetros más adelante. El arco estaba fracturado, pero no partido; según una unidad de reconocimiento, con cuidado se podría pasar por él.

Hunter-Weston, con una urgencia inusual, aquel otoño, entre los comandantes de la FEB, insistió en que la brigada cruzara de inmediato, aprovechando la oscuridad. El oficial del Estado Mayor Lionel Tennyson escribió sobre el general de brigada: «Como hombre, no lo aprecio mucho, ni lo aprecia nadie. Es muy quisquilloso y tiene la reputación de que tiende a perder la cabeza y es bastante incompetente»[36]. Pero aquella noche, ante el Aisne, por una vez, Hunter-Weston actuó con eficacia. A las 2 de la madrugada, en fila de a uno, con un intervalo de unos cinco metros entre cada hombre, la infantería empezó a cruzar la destartalada estructura, con la sola guía de una luz semicubierta en la orilla oriental. La obra de hierro estaba fracturada y vibraba y temblaba cada vez que uno de los hombres pasaba nervioso, unos dieciocho metros por encima del cauce. Al cabo de una hora, los batallones se habían reagrupado y chapoteaban por las húmedas vegas situadas por debajo de la cima, en la orilla septentrional. Los hombres llevaban veinticuatro horas sin comer, tenían frío y estaban calados hasta los huesos; en la FEB, nadie tenía ropa verdaderamente impermeable. Pero como les quedaban solo menos de tres horas de oscuridad, Hunter-Weston impuso otra vez su voluntad firme, e insistió en que la infantería, por cansada que estuviera, llegara hasta el terreno alto. La empresa tuvo recompensa: al amanecer, los hombres de los batallones de Somerset, Hampshire y la brigada de rifles sorprendieron a los piquetes alemanes, que salieron huyendo hacia el grueso de su frente.

Los recién llegados excavaron trincheras en un reborde de la sierra. Aún tenían por encima algunas posiciones alemanas fuertes, pero al menos estaban en el lado bueno del río. La historia oficial británica comenta con aspereza: «Si otras divisiones hubieran mostrado el mismo carácter emprendedor —y las marchas del día 12 hubieran sido más cortas—, los combates del 13 quizá habrían tenido un resultado distinto». En otras palabras, el resto de la FEB se acercó al Aisne con el mismo ánimo despreocupado con el que había avanzado desde el Marne, y no acertó a intentar seriamente el paso del río hasta el amanecer del 13, cuando hubo enfrentamientos en una docena de puntos de vadeo. Los alemanes habían situado un formidable despliegue de morteros y cañones pesados más allá de la cresta; desde la altura, los observadores podían contemplar todos los movimientos y lanzar un torrente de fuego sobre el valle. Un oficial de la artillería británica escribió, descontento: «El avance se realizó sin el impulso suficiente, lo que permitió a los alemanes preparar una posición defensiva fuerte… de la que no logramos desalojarlos»[37].

En Bourg-et-Comin, una ametralladora asoló el paso de la caballería británica: lord Gerald Fitzgerald, del 4.o regimiento de dragones, recibió un balazo entre los ojos; hacía solo treinta y tres días que se había casado. La infantería llegó a la orilla norte del Aisne cruzando por un acueducto que los alemanes no habían logrado destruir, pero, en cuanto los británicos ocuparon la población de Bourg, un diluvio de proyectiles cayó sobre ella. Los ingenieros que se esforzaban por construir un puente flotante sufrieron mucho por la artillería y los francotiradores. Una de las balsas recibió un impacto directo que lanzó al agua a una docena de zapadores; la mayoría murió. Tres hombres se arrojaron al río con valentía, en cueros, para recuperar la balsa entre las balas del enemigo. Uno fue alcanzado, pero los otros dos lograron subir a bordo y llevar la sencilla embarcación hasta la orilla, lo que salvó la vida de cinco ingenieros heridos que aún quedaban en ella.

Por debajo del pueblo de Paissy, los hombres de Surrey occidental perdieron a un centenar de hombres al pasar el río bajo el fuego. En Pontarcy, miles de infantes llegaron a la orilla oriental pasando por otro puente a medio demoler; pero los proyectiles alemanes seguían cayendo sin descanso, al igual que una lluvia intensa. En Vailly, decenas de hombres de French se jugaron la vida —y muchos la perdieron— al cruzar por un puente de planchas. En Missy, los ingenieros se esforzaron, en las horas de oscuridad de la madrugada del 14 de septiembre, por trasladar caballos en balsas. «Fueron horas espantosas… las orillas eran muy abruptas, y la corriente, muy intensa», escribió el teniente Jimmy Davenport, del batallón de Bedford[38]. Otro de los oficiales, el comandante Singer, resbaló y cayó al agua mientras tiraba de una de las balsas, y se halló aferrado precariamente al borde, con la cabeza a escasos centímetros de las pezuñas de un caballo. A medio trayecto, el animal empezó a repartir coces y el desafortunado oficial tuvo que retorcerse frenéticamente para ir esquivando los golpes letales. Varios caballos saltaron por la borda a la corriente y no fueron rescatados hasta pasadas varias horas.

En la mañana del 14 de septiembre, miles de soldados británicos habían logrado pasar a la orilla norte del Aisne, pero se hallaban en un aprieto. Calados hasta la médula, exhaustos y, en su mayoría, sin comer desde hacía muchas horas, se aferraron a posiciones situadas justo por encima de los bosques que bordeaban el Chemin des Dames. En todos los puntos quedaban por debajo de los alemanes, emplazados en las tierras de labranza de más al este, que se iban elevando suavemente. A lo largo de los días siguientes, los británicos lucharon por coronar la sierra, mientras los alemanes se esforzaban una y otra vez por obligarlos a volver al río. Ambos bandos fracasaron en el intento y sufrieron pérdidas cuantiosas. Además, el tiempo era pésimo, y la moral se hundió. Se habría hundido todavía más si alguno de los dos ejércitos hubiera sabido que, aunque todavía se producirían allí una gran cantidad de muertes, el frente del Chemin des Dames permaneció sin apenas cambios durante los cuatro años posteriores.

El soldado Charles Mackenzie, de los highlanders de Cameron, resultó herido en ambas piernas el 14 de septiembre, y escribió: «Es un lugar terrible ese de ahí afuera: no hay sino montones de cadáveres y sangre en abundancia. Hemos perdido a un montón de hombres… de los 1400 solo quedan 300»[39]. La guardia de Coldstream y la escocesa también padecieron mucho. Los rangers de Connaught cruzaron el Aisne en Pont d’Arcy, durante la noche del 13 de septiembre, y se hallaron en la población de Soupir, dominada por un espléndido château que había pertenecido a Gaston Calmette, el editor de Le Figaro que había sido sensacionalmente asesinado por madame Caillaux. No tenían órdenes de ir más allá, aquella noche, pero el oficial al mando, el comandante William Sarsfield, con una notable exhibición de iniciativa, decidió que, si debían conquistar la zona alta en algún momento, era mejor hacerlo cuanto antes. Guió a sus hombres por un camino que subía desde el pueblo, serpenteando entre el bosque, hasta salir a campo abierto, en una gran casa de campo llamada La Cour de Soupir. Allí se establecieron y esperaron al amanecer. A las 9.45 de la mañana, bajo la acostumbrada lluvia torrencial, llegó el 2.o regimiento de granaderos, que desconocía que tenía por delante a los soldados irlandeses. En ese mismo momento, los alemanes lanzaron contra la granja un poderoso ataque de infantería, lo que obligó a los dos regimientos a arreglárselas como pudieran para rechazarlos, entre el ruido de la mosquetería, sin mapas y sin apenas idea de quién estaba dónde. A continuación hubo una batalla menor, confusa, desordenada y costosa, librada entre diversas granjas y zonas de bosque del lugar.

El granadero Guy Harcourt-Vernon escribió: «Detenemos a muchos de los rangers de Connaught, que se “retiran” con bastante desorden, y nos dicen que su regimiento ha caído en una emboscada y su comandante les ha ordenado retirarse. Nos los quedamos a todos y se juntan con nosotros. Encontramos a un montón de destacamentos menores, como el nuestro… Se nota que, si alguien se pone nervioso, acabaremos disparándonos todos contra todos. Eso es lo peor de estos combates de bosque: no se ve y nadie dirige. Oigo disparos a mi derecha y me detengo para que los hombres me alcancen; se han quedado horriblemente rezagados. De pronto, veo uniformes grises por delante, disparan y casi en seguida resulto herido»[40]. Harcourt-Vernon recibió un tiro en la ingle, lo apresaron brevemente y, al cabo de una hora, cuando se repelió a los alemanes lo liberaron y enviaron a un hospital.

Fue un día de acciones locales desesperadas en una docena de lugares, de ataques y contraataques, con un goteo constante de pérdidas porque los fusileros alemanes disparaban desde atalayas ventajosas, en las copas de los árboles. Llegaron a dar su apoyo la guardia de Coldstream y luego la irlandesa. Durante el día, combatieron esporádicamente hombres de cuatro batallones, que no tenían nada claro, salvo la necesidad de disparar al enemigo en cuanto hiciera aparición. En un punto, cuando los granaderos empezaban una acometida, unos doscientos alemanes que estaban tumbados en un campo de remolacha se pusieron de pronto en pie, levantaron las manos y avanzaron ondeando una bandera blanca. Mientras los soldados británicos iban apresando a aquellas figuras desalentadas, otra unidad de infantería enemiga abrió fuego contra el grupo heterogéneo, sin distinción. George Jeffreys, de los granaderos, escribió: «Creo que no hubo intención traidora de parte de los alemanes. Los de la primera línea habían tenido bastante y querían rendirse de verdad. Coincidía que apenas les quedaba munición. Pero los apoyos que tenían a la espalda no tenían intención de rendirse y abrieron fuego en cuanto tuvieron un buen blanco. No imaginaba la buena cobertura que ofrece un campo de remolacha a unos hombres tumbados; allí dentro eran invisibles como perdices».

Ningún general dirigió la batalla de Soupir; simplemente, los batallones y las compañías lucharon lo mejor que pudieron. Entre los oficiales, las pérdidas fueron atroces. En los regimientos de la guardia, que se jactaban de tener tantos aristócratas, la sangre azul fluyó libremente: mientras lord Guernsey estaba hablando con lord Arthur Hay, ambos cayeron muertos por balas disparadas por un único, y habilidoso, fusilero alemán. Los rangers de Connaught sufrieron 250 bajas; los granaderos, 120; la guardia de Coldstream, 178. Un joven soldado de los granaderos, llamado Parsons, recogió a doce hombres de un batallón que se había quedado sin oficiales ni suboficiales, y los dirigió todo el día con notable eficiencia. Esta actuación le valió un ascenso y su mención en los partes; pero Parsons, como tantos otros, moriría a las pocas semanas.

Aquella tarde, la guardia se atrincheró. En el pueblo de Soupir, colina abajo, donde estaban alojados los británicos, cerca de un kilómetro por detrás del frente, empezaron a caer proyectiles. Jeffreys escribió sobre aquella noche: «Intenté dormir, pero hacía demasiado frío, y también me mantenían despierto una serie de alemanes heridos que… gritaban continuamente “Kamerad!”. Nunca antes había comprendido el significado de “Mis heridas hieden y se pudren”[*3]. Desde luego, ¡aquellas heridas sin curar hedían y se pudrían!»[41]. Cuando un ranger de Connaught ofreció a Jeffreys una taza de té, el comandante estaba tan molesto por el recuerdo de la que se decía fue una pobre exhibición de los de Connaught en la retirada, que estuvo a punto de declinar, pero a la postre, sucumbió a la tentación.

Los combates de La Cour de Soupir continuaron a lo largo de los días siguientes, y también las pérdidas. Los alemanes atacaron con fuerza; cada vez que ganaban algo de terreno, había que desalojarlos. Cada enfrentamiento costaba vidas, y los británicos, por su parte, tampoco avanzaban significativamente. En la tarde del 16 de septiembre, un proyectil aterrizó en una cantera en cuyo acceso se había desplegado una compañía de granaderos; dentro estaban todos los heridos de su bando. Más de la mitad de los granaderos, cincuenta y nueve hombres, murieron de inmediato, así como once hombres de otras unidades y el único oficial médico de la posición: el doctor Huggan, un famoso jugador de rugby, internacional por Escocia. La distinción según el rango imperaba incluso en la muerte. George Jeffreys, de los granaderos, leyó el servicio fúnebre que, a la luz de unas teas, se dedicaba a los muertos de la tropa británica y alemana, enterrados en grandes fosas excavadas junto a un cruce de caminos. En cambio, los cadáveres de los oficiales alemanes se enviaban colina abajo y eran sepultados en el camposanto de Soupir[42].

El capitán Lionel Thurston, de los Ox and Bucks, que se sumaron a la batalla de Soupir, escribió a su familia el 20 de septiembre: «Hace una semana… nos topamos con los alemanes en una posición preparada, y desde entonces, no hemos ganado ni un centímetro, ha sido un infierno… Aquí el combate es incesante; hace dos días, 150 bueyes acabaron asados y murieron; a todas las vacas les han pegado un tiro; y ayer, de los cinco cerdos que quedaban, solo sobrevivieron dos»[43]. El capitán Rosslyn Evelegh murió por un proyectil que lo alcanzó cuando tuvo la imprudencia de exponerse para poner fin a las penalidades de un cerdo. Thurston concluyó con un escrúpulo: «Hay unos 500 alemanes muertos a cosa de 700 metros de nuestras trincheras, y la verdad es que creo que habría que hacer algo al respecto, porque llevan ahí cuatro días».

Bernard Gordon-Lennox escribió: «Todo el día sufrimos un bombardeo infernal… Desde las trincheras podíamos ver buena parte de la posición alemana, y a ellos también los veíamos cavar a toda prisa; pero sus cañones cuesta mucho encontrarlos. Durante todo el día, había metralla estallando por encima de nosotros y donde estábamos. Se acercaron Ma [Jeffreys] y el doctor Howell, que es gordo y bajo. Howell dice que ha dejado lo de “ir a dar una vuelta”»[44]. Algunos artilleros británicos se entretuvieron con un pequeño cálculo materialista: los proyectiles del bombardeo de la tarde en su sector habían costado a los alemanes 35 000 libras. El nuevo oficial al mando de los granaderos, Wilfrid Abel-Smith, escribió a su esposa: «Los hombres son espléndidos, y creo que la valentía con la que hacen caso omiso del peligro se debe sobre todo a la estupidez británica. Creo que no se dan cuenta del peligro que corren, lo que es toda una bendición, y les hace aguantar como rocas ahí donde los extranjeros, menos resistentes, no lo soportan. Pero los hombres están cansados; lo puedo ver»[45].

Aunque, entre los británicos, Soupir cobró triste fama como escenario de frustración y derramamiento de sangre, la FEB sufrió experiencias similares a lo largo de todo el Chemin des Dames; y también los franceses, a su derecha. La fábrica de azúcar de Cerny se convirtió en un lugar de reputación particularmente funesta. En un puñado de regimientos, las bajas fueron muy graves. Entre el 15 y el 17 de septiembre, el regimiento real del norte de Lancashire, que atacaba Troyon, perdió a catorce oficiales (nueve muertos y cinco heridos) y quinientos soldados de la tropa. Una compañía que cruzó el Aisne con doscientos hombres quedó reducida a dos oficiales y veinticinco soldados. El día 20, el batallón de Yorkshire del oeste perdió el flanco en una acción menor, pero desastrosa, que los hizo rendirse en su mayor parte. Los alemanes sufrieron de un modo similar. El suboficial Ernst Nopper anotó, el 23 de septiembre, que su compañía había pasado de doscientos hombres a setenta y cuatro: «El comandante Zeppelin, cuando tuvo noticia de estas pérdidas, quería pegarse un tiro»[46].

Para los hombres que lucharon en el Aisne, la experiencia fue mucho peor que nada de lo que habían vivido en Mons o Le Cateau, porque la batalla fue mucho más larga. En el Chemin des Dames empezaron a experimentar la nueva naturaleza de la guerra, en la cual las operaciones eran continuas y los combates duraban semanas, sin descanso ni resolución. A veces, los bombardeos duraban horas y en una posición dada caían proyectiles con intervalos de solo unos segundos. Un oficial alemán herido en septiembre dijo, premonitoriamente: «En esta guerra, la última palabra la dirá la artillería»[47]. Los ocupantes de las trincheras parecían muñecos de barro: bañarse no era más que un recuerdo distante; incluso entre los oficiales, pocos se las arreglaban para afeitarse; la mayor parte de la FEB vestía la misma ropa desde Mons.

El carácter de la contienda estaba cambiando a medida que los hombres comprendían un mensaje simple: quien quisiera sobrevivir, debía hacerse invisible. Los soldados recién llegados al campo de batalla del Aisne quedaban impresionados porque aparentaba estar vacío, a todas horas, salvo cuando había un ataque en marcha. Solo por los chasquidos y silbidos de las balas, y la explosión de los proyectiles, se veía que se estaba librando una guerra. Por la noche, aprendieron a maldecir al soldado aislado que, llevado por los nervios, disparaba un tiro que provocaba una tormenta de mosquetería y bombardeo por todo el frente. El 14 de septiembre, Haig aseveró que «era imposible confiar en algunos regimientos de la 3a división que habían recibido un castigo tan grave en Mons y Le Cateau».[48]. El día 20 describió que los hombres de Yorkshire occidental «salieron huyendo» y, para detenerlos y devolverlos al frente, hizo falta la intervención de los dragones[49].

Mientras, en Gran Bretaña, el 22 de septiembre The Times escribió: «“¿Se están viniendo abajo los alemanes?”, se preguntan todos». Pero no, no se hundían. Cuando Julian Grenfell reprendió a un oficial alemán y algunos hombres a los que había apresado, creyendo que habían matado a hombres de su propia unidad, el alemán lo miró a los ojos y le saludó. Grenfell se arrepintió de su arranque de cólera: «Nunca he visto a un hombre de mirada tan orgullosa y resuelta, y tan elegante y confiado, en una hora de amargura. Me hizo sentirme terriblemente avergonzado de mí mismo». El capitán John Macready, del regimiento de Bedford, escribió: «Si lo hubiéramos sabido, aquello era el principio de la guerra de trincheras… No había, claro está, alambrada, y las trincheras estaban muy distantes, con el terreno intermedio cubierto por el fuego. Se seguía patrullando de noche, a través de las líneas de los boches y vuelta. Perdimos a muchos hombres por los francotiradores, tanto es así que en una de las secciones avanzadas de Allason no se podía mover ni un pie a la luz del día. La moral de ese puesto, desde luego, estaba hundida… El tiempo se volvió caluroso y el olor de los cadáveres en los bosques era espantoso; tanto alemanes como hombres nuestros habían caído en sitios extraños y no se los había descubierto. Los cuerpos de los caballos y las reses eran algo aún peor. Poco a poco, los íbamos enterrando, pero hay que esforzarse lo suyo para darle tierra a una vaca que se ha hinchado hasta tres veces su tamaño normal»[50].

En el Aisne, el promedio de bajas británicas fue de dos mil al día. Un soldado escribió: «La tropa está empezando a desmoralizarse, porque los alemanes han demostrado ser un ejército mejor de lo que pensábamos… En la guerra de 1870, los alemanes defendieron esta misma posición y derrotaron a los franceses»[51]. El suboficial de artillería alemán Wilhelm Kaisen, escribió el 2 de octubre: «He visto ataques que han hecho a los hombres sacudir la cabeza porque no daban crédito a que se dirigieran con tan poco sentido. Incluso los oficiales ingleses ven que asaltar en un frente de 600 a 800 metros, contra una posición bien preparada, es un desperdicio de vidas humanas»[52]. Afirmó que los infantes iban al ataque con un exceso de pertrechos, lo que generaba una lentitud de movimientos penosa, y deploraba la espeluznante repetición de los horrores: «Primero bombardeamos un pueblo durante un día, hasta que todo está destruido. Luego la infantería avanza con la bayoneta calada y se desarrolla una lucha asesina. Vi que unos bávaros se quitaban la guerrera y combatían en mangas de camisa, dando la vuelta a los fusiles y golpeando con las culatas. Entonces se desata el fuego de la artillería enemiga y baja sobre nosotros una columna de humo y llamas. Si alguien escapa ileso, ha tenido mucha suerte».

Unos meses después, cuando se estableció la censura de campaña, la carta de Kaisen no habría llegado nunca a su destino, porque afirmaba que las pérdidas de la infantería eran tan desastrosas que, sin refuerzos, algunos regimientos próximos habrían dejado de existir. Pasados tan solo unos minutos desde que un teniente se unió a la batería del propio Kaisen, el joven recibió el impacto casual de una esquirla de munición, que le causó la muerte. Se habían agotado las reservas de la munición fabricada antes de la contienda, por lo que los artilleros de todos los ejércitos dependían ahora de la producción de guerra, tan apresurada que su precisión y fiabilidad eran muy inferiores. «Los alemanes son valientes hasta el extremo de la absoluta necedad», escribía el capitán Ernest Shepherd, de la FEB, a un amigo que tenía en Alabama; por extravagante que resulte, aun siendo británico Shepherd había sido miembro de la guardia nacional de Alabama. «Imagínate a un millar de hombres agrupados en formación de regimiento… que se dirigen, sin vacilar, a trincheras ocupadas por los soldados con mejor puntería del mundo… Es un asunto que pone los pelos de punta, y nunca antes ha existido nada semejante.»[53] En realidad, claro, sí habían existido casos semejantes: la guerra civil de Estados Unidos, como Shepherd debería haber sabido. Pero la conciencia colectiva británica prestaba poca atención a los precedentes.

Solo unos pocos hombres de uno u otro bando seguían afectando chulería, como un soldado alemán que escribió a su casa el 4 de octubre: «Aquí, a los ingleses no se les toma en serio… Deberíais haber visto a esos tipos, cómo corrían… Los abatíamos a sangre fría, entre risas estruendosas. Cayeron como moscas desde distancias de hasta 1200-1300 metros»[54]. También caían así los alemanes; el 21 de septiembre, el doctor Lorenz Treplin le contó a su esposa que a su regimiento solo le quedaba un tercio; seis de los oficiales habían muerto y otros treinta habían resultado heridos: «Es terrible cómo la guerra moderna sigue y sigue adelante»[55]. Por entonces, pocos hombres, en cualquiera de los ejércitos, avanzaban hacia el frente con alguna de las ilusiones de agosto. El soldado alemán Kresten Andresen, uno de los sentenciados, escribió en su diario el 28 de septiembre: «Estamos tan embotados que marchamos hacia la guerra sin lágrimas ni terror, y, sin embargo, todos sabemos que vamos de camino a las fauces del infierno. Pero vestidos con un uniforme tieso, el corazón no late como quiere. No somos nosotros mismos. Ya apenas somos humanos; a lo sumo, somos autómatas bien instruidos que realizamos la acción que sea sin ninguna gran reflexión. ¡Ay, Señor! ¡Ojalá pudiéramos volver a ser humanos!»[56].

La batalla del Aisne terminó oficialmente el 16 de octubre, cuando la FEB cedió sus posiciones a los reservistas franceses. El combate, de un mes de duración, fue un foco de polémicas apasionadas durante los años siguientes e incluso después de la guerra. ¿Había perdido el ejército de sir John French una gran oportunidad por la lentitud con la que avanzó hasta el Aisne, pasó el río y aprovechó para ir más allá? ¿Se podía haber logrado una penetración si se hubieran concentrado las fuerzas en un frente estrecho, antes que cruzar el Aisne por una docena de puntos? Desde el principio de la ofensiva del Marne, los británicos se movieron, frente a una oposición débil, con una lentitud vergonzosa. Nunca acosaron a los alemanes en retirada, que pudieron elegir el terreno en el Aisne y situar sus cañones a placer, para castigar a los aliados mientras cruzaban el río y se esforzaban por seguir más allá.

Más arrojo e impulso, desde luego, quizá habría permitido a la FEB llegar a la orilla oriental con menos desgaste y pérdidas menores. Pero, dicho esto, es muy improbable que se hubiera perdido una gran oportunidad estratégica. En el Marne, el ejército alemán se había visto arrastrado a una situación delicada e insostenible, pero no quedó hecho trizas. Hubo un envío rápido de refuerzos al Chemin des Dames, al mismo tiempo que los británicos se esforzaban por remontar las montañas. La artillería de campaña británica, situada en el valle, solo podía disparar con trayectoria plana, por lo que apenas podía prestar ayuda a los desdichados infantes, situados más arriba; en cambio, los obuses alemanes tenían todo el terreno a su alcance. Los intentos de llegar a la cumbre difícilmente podían prosperar cuando se pedía a los hombres que avanzaran a campo abierto, sin ninguna cobertura; los alemanes, si querían atacar a la inversa, se hallaban con la misma desventaja. La batalla del Aisne destacó las mismas lecciones derivadas de todo lo que había ocurrido desde agosto: en un terreno favorable, donde el resto de circunstancias eran más o menos iguales, los defensores tenían gran ventaja sobre los atacantes.

Se manifestaron novedades extrañas. Los hombres de caballería clamaron por tener bayonetas, porque casi siempre luchaban desmontados. Algunos caballos de la artillería procedían de granjas y, la primera vez que oían los cañones en acción, corcoveaban aterrorizados. Los carreteros debían esforzarse mucho para domeñar unas bestias que coceaban y se encabritaban con furia, durante las semanas necesarias hasta que aprendían su nuevo papel, si llegaban a vivir tanto. Los soldados británicos dejaron de quejarse de que las bandas de música del enemigo se burlaban de ellos tocando el himno nacional británico, como hizo uno en el frente del Aisne, el 18 de septiembre; se les explicó que la música de God Save the King era también la de Heil dir im Siegerkranz, el himno del káiser. Pero nadie pudo aclarar a los soldados de ningún ejército por qué los combates más feroces solían coincidir con los domingos.

El 16 de septiembre, sir John French visitó en el hospital a un grupo de oficiales británicos heridos, que le preguntaron qué estaba pasando. El comandante en jefe replicó: «En este momento, tablas a nuestro favor», lo que hizo que uno de los oyentes añadiera con cierta confusión, en la carta a su familia, «signifique eso lo que signifique»[57]. Por su parte, el comandante en jefe escribió al rey Jorge V, en una carta que, después de la guerra, recibió mucha atención: «Creo que la batalla del Aisne es muy característica de lo que, en el futuro, es probable que sean las batallas. Las operaciones de asedio caerán en gran medida dentro de los problemas tácticos; la pala será tan necesaria como el fusil, y en apoyo de ambos bandos se traerán los calibres y tipos de artillería más pesados»[58].

La concepción de French, y su pesimismo, fueron compartidos en el otro lado de la montaña. Schlieffen siempre había temido que una campaña de movimiento cediera el paso a una parálisis: «A lo largo de toda la línea, el cuerpo intentará, como en la guerra de asedio, abordar al enemigo de posición en posición, día y noche, avanzando, atrincherándose, avanzando otra vez, atrincherándose otra vez, etc., utilizando todos los medios de la ciencia moderna para desalojar al enemigo de su cobertura». Ahora, la aprensión de Schlieffen se había hecho realidad. «¡Esta guerra de asedio y de trincheras es horrible!», se lamentaba el jefe del Estado Mayor del príncipe Rupprecht[59]. El granadero George Jeffreys dejó constancia de su cansancio poco antes de que los reservistas franceses relevaran a su batallón: «Cada día se parece mucho al anterior. Casi siempre hay bombardeo»[60]. Freddie Guest, uno de los edecanes de sir John French, describió así, en carta a un amigo, los ataques incesantes de los alemanes: «No logro entender cómo sacan tanto de sus hombres»; y añadió, sombríamente: «Me temo que pronto verás otra larga lista de bajas»[61].

La FEB podía enorgullecerse de la obstinación con la que defendió sus posiciones en el Aisne, durante un mes de combates feroces que diezmaron a muchas unidades. Pero si los aliados no habían perdido la batalla, tampoco la habían ganado. En ese momento, ambos bandos se esforzaban desesperadamente por identificar algún terreno, entre Suiza y el mar, en el que maniobrar para asestar un golpe decisivo en el vasto conflicto al que estaban entregados.