I
El día de Navidad, la mansión Bouvier amanecía transformada en un aterrador campo de batalla. Rosa Fe se enfrentaba al desastre de la mejor manera que conocía: escoba en mano y paño húmedo, cepillo de abrillantar, aspiradora Hubbleford y fregona española, la única aportación realmente útil de la señorita Luisa a las tareas domésticas. Hacía inventario de los cubiertos de plata y de las copas de cristal de Bohemia, de las servilletas bordadas y hasta de los ceniceros. Recapacitaba: «Que alguien se lleve una cucharita por error, pos lo comprendo nomás, pero que no la devuelva después… híjole». Cuando al despuntar la mañana Greta bajaba solemne las escaleras recién barridas, con la urgencia de todos los veinticinco de diciembre —«Vamos, Rosa Fe, ayúdeme con los paquetes»—, sin un mal café en el cuerpo y las señales en el rostro de una noche más que larga, Rosa Fe ya había logrado recuperar el control sobre su territorio comanche y aguardaba somnolienta a que la casa despertara con resaca.
Entre las dos colocaban los regalos bajo el árbol, tratando de no hacer demasiado ruido, pero siempre, siempre, las delataba un golpecito, o un paso en falso, y entonces, el príncipe Boris Vladimir asomaba media cara por la puerta de su cuarto y gritaba con sorna: «¿Es que no se puede descansar en paz en esta casa?», porque sabía que no había cosa que más detestara Greta que proporcionarle el placer de quejarse con razón.
Seguían siendo buenos amigos, habían envejecido al ritmo lento de los buenos vinos y adoraban ese juego de rivalidades y vanidades compartidas que consistía básicamente en decirle al otro a la cara, sin tapujos, todo aquello que pudiera molestarle de veras. «Perra», le soltaba Boris. «Esnob», le respondía Greta con una carcajada.
Para Tom, aquel príncipe destronado era lo más parecido a un tío solterón y divertido, tan excéntrico que coleccionaba tarjetones de boda en lugar de sellos, que se presentaba sin avisar, cuando menos se le esperaba, nada más que para fiscalizar quién estaba invitado a cenar en la mesa de los Bouvier. Si el convidado le resultaba interesante por vaya usted a saber qué motivo, irrumpía en el comedor esgrimiendo alguna excusa por su tardanza inventada. Decía: «Han hecho ustedes bien comenzando sin mí. No hay peor descortesía que hacer esperar a los comensales», y se sentaba a la mesa, donde Rosa Fe, con un ataque de nervios, añadía un cubierto a toda prisa. Si, por el contrario, el invitado en cuestión le desagradaba, aunque fuera lo más mínimo, desandaba el camino hasta su dulce hogar con una sonrisa en la boca, la cual mantenía indemne hasta la mañana siguiente, cuando, teléfono en mano, se burlaba de Greta y de su mal gusto a la hora de escoger a sus amistades.
Boris Vladimir fue el único, aparte de Tom, que se fascinó con la oscuridad de los ojos de Luisa. Visitó al joven matrimonio en secreto, en su escondite de los Hamptons, y cuando nació Carol con aquellos ojos azules que no eran ni de Greta, ni de Tom, ni de la madre que la parió, la tomó en brazos el primero, sin darle la menor importancia al hecho de que una niña sietemesina pudiera pesar casi cuatro kilos al venir al mundo. «Es clavadita a ti», le aseguró a la indignada abuela. Y esta vez no
lo dijo con otra intención que la de halagarla de veras.
Todos los años, desde aquel primer invierno en el frío Manhattan, el búlgaro pasaba la mayor parte de diciembre en casa de Greta. El pretexto era sencillo: la preparación y posterior disfrute y comentario de la famosa fiesta de Nochebuena, pero la auténtica razón era más íntima: Greta y Boris compartían la soledad y la nostalgia con la misma naturalidad que otros el pan o la cama. Eran dos amantes platónicos que se necesitaban mutuamente para seguir adelante con las farsas de sus vidas y que de algún modo intuían que no existe ocasión más propicia para venirse abajo que la de la Navidad, lejos de casa. Mientras se tomaban el consomé a sorbitos ante la chimenea de la sala de estar, orquestaban aquella reunión anual de egos inmensos, decidiendo quién hablaría con quién y de qué asuntos y dónde se situaría este año la presidencia del salón y con qué pieza comenzaría el baile y qué cantidad de caviar se amontonaría en cada canapé.
—Ya estáis confabulando —les regañaba Tom al sorprenderlos tejiendo como dos hilanderas los enredos del tapiz.
—Tenemos una bellísima sorpresa para ti este año, Tommy —le decía con picardía Boris, guiñándole un ojo a Greta.
Pero esta vez, las maquinaciones de los conspiradores no se habían tenido en cuenta: Vivian Crane, aquella morena elegante y estilizada que dirigía el departamento de proyectos sociales del Museo de Arte Moderno de Nueva York, había conquistado el centro del salón de baile, con su vestido de seda y sus tacones de aguja. Tom no había tenido ojos para nadie más, ni siquiera para su pequeña Carol, la niña de sus desvelos.
—Su nieta se regresó a España en la noche —le soltó Rosa Fe a Greta de sopetón—, empacó sus cosas y le pidió a Néstor que la llevara al aeropuerto.
Otra vez el jarro de agua fría sobre la espalda.
—¿Tampoco se despidió de su padre?
—No.
—Está bien —resolvió después de pensar un poco—. Pues devuelva esas tres bolsas al armario. Este año no hay regalos. Ea.
Rosa Fe asintió.
—Y telefoneó la señorita Clara. Que viene a cenar.
Esta noticia sí desconcertó de veras a la señora Bouvier.
—¿A cenar? —repitió incrédula. Y añadió para sus adentros: «A estas niñas no hay quien las entienda».
El príncipe Boris, enfundado en una bata de terciopelo color burdeos con remates de pasamanería dorados y un pañuelo de seda alrededor del cuello, descendía en aquel instante por las escaleras cargado con un montón de paquetes de todos los tamaños y colores.
—Boris, querido, si son para Carolina, puedes ahorrarte el trabajo. Se ha ido a Madrid.
—Claro. Culpa de Tom —respondió el príncipe contrariado. Y luego, tomando a Greta por los hombros, la condujo al salón—. Lo de anoche no tiene nombre. Pobre niña.
—¿Carol?
—No. Tú, mi niña. Pobrecita tú.
Unos minutos después amaneció Thomas Bouvier Jr. con una ancha sonrisa en la cara. Había dormido vestido y con los zapatos puestos. De milagro había logrado llegar a la cama, borracho como estaba de tanto baile y tanta alegría contenida que por fin se había desparramado como champagne por el cristal de una botella. Notaba la boca algo pastosa y la garganta reseca, los pies doloridos, la cabeza aturdida. Levantó el auricular del teléfono que había sobre su mesilla y marcó un número.
—¿Buenos días? —respondió una voz de mujer al otro lado del hilo.
—Buenos días, Viv, te echo de menos.
Curiosamente, el mismo asiento que abandonó Carolina Bouvier al llegar a Madrid en un vuelo procedente de Nueva York a eso de las ocho de la mañana hora española fue el que ocupó Clara Cobián a las doce del mediodía. Carol estaba a punto de descubrir quién era en realidad. Clara lo había descubierto ya.
No llevaba más equipaje que un pequeño maletín de mano en el que había guardado la página del registro civil en la que estaba inscrita la boda de Bartek Solidej y Greta von Schónborn en la localidad alemana de Würzburg hacía cincuenta años. Con eso bastaba. La reunión que pensaba mantener con Greta Bouvier no tenía por qué extenderse más de un par de horas. Consistiría, a lo sumo, en una pequeña ceremonia de fuego: cerilla, cenicero y abrazo formal para sellar el final de la esclavitud y el comienzo de una nueva era, libres las dos de las mismas cadenas. Habría una taza de té, claro que sí, y tal vez un paseo por Central Park como colofón de toda aquella vivencia inolvidable, y hasta podría ser que entre las dos arrojaran la grabadora, las cintas y los cuadernos de notas al estanque helado. Se despedirían como lo hacen las damas de veras, sin lágrimas ni grandes aspavientos, pero conservando, eso seguro, un evocador recuerdo de la otra. Greta, cuando pensara en Clara, la inventaría asomada al Madrid de los Austrias, tramando argumentos fabulosos, y Clara, cuando se acordara de Greta, la imaginaría vestida de azul, descendiendo magnífica por los escalones de la hacienda. Y no podrían evitar que una sonrisa cómplice y secreta asomara a sus bocas cada vez que alguien les preguntara: «¿En quién piensas?».
—Buenos días, Rosa Fe, Feliz Navidad —había dejado grabado en el contestador de la mansión Bouvier—. Soy Clara Cobián. Quería avisar a la señora Greta de que mañana vuelo a Nueva York. Quisiera cenar en la casa si fuera posible. Dígale que tengo un regalo para ella y que debo entregárselo en persona. A solas.
La ceremonia de apertura de los regalos de Navidad tenía una cadencia semejante a la de una ópera. Comenzaba más bien piano e iba in crescendo hasta la apoteósica actuación de la soprano y el tenor; en este caso, Greta y Boris, en éxtasis al descubrir cada uno los presentes del otro. Tom y Carol asistían a la representación con una mueca divertida en sus rostros y Rosa Fe con lágrimas en los ojos. A media mañana hacía su entrada en escena la buena de Bárbara Rivera, aún describiendo curvas en sus andares medio ebrios de la noche anterior, cargada de paquetes que envolvía ella misma con los más aterradores papeles de regalo.
—¿Se quedará a almorzar, doña Bárbara? —preguntaba todos los años Rosa Fe sin perder jamás la esperanza de que la mexicana respondiera que no, que tenía otros planes, cosa que jamás, hasta el momento, había ocurrido.
Luego regresaba a la cocina para meter el pavo en el horno, batir el puré de castañas, rehogar la guarnición y elaborar el apfelstrudel que la señora Greta se empeñaba en ofrecer a sus comensales todas las Navidades y que nunca, en todos los años que llevaban juntas, había logrado hacer al gusto de su patrona. Podía faltarle azúcar o sobrarle canela, o tener demasiadas pasas o quedar la manzana dura.
—¡Cómo añoro el strudel de mi madre! —exclamaba Greta año tras año con un suspiro nostálgico y cara de asco.
A continuación el café, la sobremesa, la chimenea encendida, la siesta de salón.
Rosa Fe recogía la cocina, se cambiaba de ropa y salía sin hacer mucho ruido por la puerta de servicio cargando con su maletita de viaje, rumbo a los Hamptons, donde la esperaban su madre y los fantasmas de la familia Bouvier. Permanecía entre fresnos, castaños y abedules tan sólo un par de días, ya que el ciclo se repetía de nuevo al llegar la noche de Fin de Año, cuando la mansión Bouvier volvía a vestirse de gala y una orquesta se instalaba en el salón, y una horda de aristócratas expatriados, empresarios y banqueros, políticos y artistas invadía otra vez los miles de rincones de aquella casa. No era de extrañar, pues, que después de aquel trajín, la señora Greta, su hijo Tom, su nieta Carol y un grupo de amigos entre los que no faltaban jamás Boris Vladimir y Bárbara Rivera partieran rumbo al Caribe en un avión privado que los depositaba con sumo cuidado en la cubierta superior del yate Lady Luisa, con el que recorrían las islas, deteniéndose a veces en las playas más blancas y solitarias del mundo.
Pero aquella tarde, la del veinticinco de diciembre, después de la siesta Bárbara se levantó del sofá con la excusa de un estreno de cine en el Odeon y Boris la secundó del brazo porque dijo que lo habían invitado a unas copas en el Astoria y que regresaría de madrugada si era capaz de encontrar el camino de vuelta, y Tom se marchó también sin decir a dónde y Greta se encontró de pronto más sola que la una en aquella casa en penumbra.
Entonces, llamaron a la puerta. Dos timbrazos alegres que sonaron a campanillas de fiesta. La señora Bouvier se levantó a duras penas del sofá que la envolvía y se
asomó a la ventana por donde se atisbaban la rotonda y la escalera. Recordó de golpe las palabras de Rosa Fe, las cuales había enterrado en el fondo de sus emociones, indignada como estaba por la huida de Carol y la deserción de Tom, que habían dado lugar a la trágica consecuencia de su repentino abandono, y casi tuvo que frotarse los ojos de la impresión cuando vio a Clara Cobián ante la puerta. La joven española había regresado con un portafolios y una extraña sonrisa entre los labios.
II
Las cortinas del salón aún estaban abiertas, aunque ya no entraba más luz a través de los cristales que la de una farola encendida en la calle de enfrente. Greta se preocupó de cerrarlas a conciencia, tirando con fuerza de los extremos y montando un paño sobre otro, no fuera a ser que la vieja Gloria se levantara de nuevo de su tumba —que debía de ser incomodísima, a juzgar por las ganas que tenía siempre de abandonarla— y asomara su joven rostro de fantasma inquieto por la ventana. Después, tomó asiento en la butaca más próxima al fuego y clavó los ojos claros en la expresión impaciente de Clara.
Bajo una gruesa capa de maquillaje y a pesar de los liftings y del bótox y demás filtros de la eterna juventud, la señora Bouvier no dejaba de ser una anciana asustada que evitaba contemplar el paso del tiempo en los espejos de su casa, lo mismo que Thomas y que Gabriel, aunque ella prefería ocultar las arrugas de su rostro a base de cirugía, lo cual era un poco menos cruel, pero más falso aún si cabe.
Clara, en cambio, seguía siendo una niña revoltosa que llevaba los calcetines arrugados y las trenzas deshechas y que así, sentada como estaba sin parar de moverse, balanceando las piernas de delante atrás, igual que una colegiala esperando ansiosa la hora del recreo, parecía más cándida de lo que realmente era, y más inocente, y menos conocedora de la auténtica dimensión de la imperfección humana.
—No sé por dónde empezar —dijo mordiéndose el labio inferior con unos dientes que a Greta le parecieron de pronto demasiado grandes, desproporcionados en aquella cara menuda salpicada de pecas.
Alcanzó el portafolios que había dejado sobre la mesa que las separaba y lo abrió por la mitad. Extrajo un documento ajado, lo desdobló, lo sacudió un poco como para quitarle el polvo y se lo entregó a su anfitriona diciéndole:
—Creo que esto le pertenece.
Greta no reaccionó. Tomó el papel en una mano y permaneció rígida, callada, hasta que una lágrima se desbordó por el caminillo de sus ojos y fue a parar al borde de su boca.
—¿Gabriel Hinestrosa te ha dado esto? —preguntó, incrédula.
—No exactamente —respondió Clara sin poder evitar que una sonrisa de satisfacción asomara a su cara—. Lo encontré escondido detrás del Premio Nacional de Literatura.
—Esa rata…
—Gabriel me contó que usted lo envió a Würzburg con la misión de destruirlo. —Clara esperó a ver la reacción de Greta. Fue un leve entornar de los ojos—. Pero, como ve, se lo quedó de recuerdo.
—Lleva veinte años chantajeándome —confesó ella en un tono casi inaudible. El papel temblaba entre sus manos—. Desde hace diez le envío el dinero directamente a una cuenta de Suiza. Ha hecho una buena fortuna a mi costa nuestro amigo Hinestrosa.
Clara llevaba también una pequeña bolsa de viaje de lona negra con cremalleras. Abrió una de ellas y sacó un paquetito envuelto en papel de celofán con un gran lazo rojo.
—Le he traído un regalo de Navidad —le dijo al tiempo que extendía la mano ceremoniosamente.
Greta dejó el documento doblado en su regazo y durante unos instantes se dedicó a desenvolver con cuidado la cajita, la cual contenía un elegante encendedor dorado.
—Ojalá fuera de oro —añadió Clara—; es lo que merecería la ocasión.
—Es perfecto —respondió Greta sonriendo por fin.
Se inclinó sobre la mesa, contempló durante un instante la llama y acercó el borde del documento al fuego. Ninguna de las dos dijo nada mientras se consumía aquella sucia hoja de papel. Ambas asistieron en silencio al extraño ritual observando las caprichosas figuras que dibujaba el humo antes de desvanecerse definitivamente en el aire del salón. Era Gabriel Hinestrosa el que se quemaba; su impostura, su arrogancia, su tiranía y su apariencia de hombre recto, intachable, al que sólo dos mujeres en el mundo, Greta y Clara, conocían de veras.
—Yo ya no tengo ganas de más hombres —aseguró Greta de pronto, cuando arrojaba de un manotazo las cenizas a la chimenea—. Con la edad que tengo, no me apetece pasarme lo que me queda de vida aguantando sus achaques.
Clara sonrió.
—Si te soy sincera —continuó—, creo que en toda mi vida sólo he amado a un hombre. A mi esposo, Thomas, aquel otoño del cincuenta y uno.
Greta se acomodó de nuevo en el sofá. El salón estaba en penumbra, tan sólo iluminado por la claridad de las llamas y sus vaivenes. La dama era elegante hasta en el modo en que acariciaba el encendedor entre sus dedos. Clara Cobián se sintió de golpe trasladada al hogar de sus abuelos, donde había siempre una chimenea encendida, una copa de jerez y una conversación larga y reposada. Sintió la necesidad de sentarse en el suelo, como hacía en aquella casa andaluza que en invierno perdía el calor de los veranos agobiantes y se volvía fría en cuanto uno se separaba más de tres metros del fuego. Comprendió que las historias, por muy extraordinarias que fueran, deberían escucharse siempre así, con los pies descalzos sobre una alfombra cálida, la cabeza apoyada en el borde del sofá y los ojos entrecerrados, sin más ruidos que el chisporroteo de la madera y sin más acompañamiento que la voz de una mujer mayor que desglosa uno a uno sus recuerdos.
—Conocí a Bartek Solidej cuando todavía era una niña. No había cumplido aún los veinte el día en que lo vi por primera vez remando a contracorriente en la pequeña embarcación de madera de los Waffen. Era un chico increíblemente atractivo, Bartek. Tenía los ojos de un color azul brillante, la piel tostada, las palabras justas y el don de aparecer por arte de magia allí donde se le necesitaba. Llegué a pensar que era un ángel. Uno de esos centinelas celestiales que en medio de la guerra vagaban de un lado a otro tratando de paliar todos los desastres con el aleteo de sus plumas blancas. Luego supe que no era más que un demonio, un espía que nos vigilaba a todas horas, que nos adivinaba los pensamientos, que tramaba venganzas, ojo por ojo, de un modo enfermizo y morboso, disfrutando con antelación del sufrimiento que pensaba causarnos.
Mientras prendía un cigarrillo con la ayuda de su nuevo encendedor, Greta parecía leer en el humo del tabaco. Clara disfrutaba escuchando el relato de su juventud en Würzburg porque se imaginaba aquellas escenas envueltas en un halo de color verde esperanza y el fondo sonoro de las notas de la flauta de Bartek.
Comprendió perfectamente que una joven Greta, de apellido Von Schónborn, creyera haber hallado el centro del universo en aquella barquita de remos, que se hubiera dejado llevar, como en un dulce paso de vals, hasta el claro del bosque en el que nació su matrimonio y que hubiera despertado después, al encontrarse cara a cara con la verdadera naturaleza del primer hombre al que amó por error.
Se contagió después de las lágrimas de la narradora al llegar a la parte del bombardeo, se aterró con la idea de que a Frida y a Hansel pudiera pasarles algo malo y gritó, incluso, crispada como estaba, con las manos y el corazón en un puño, cuando Greta le describió la escena de los niños muertos en sus camas.
—¿Quién la encontró en el bosque? —preguntó Clara después de un largo silencio, aprovechando la pausa obligada en el relato que Greta había detenido por culpa de aquellas lágrimas que se tragaba desde hacía cincuenta y siete años.
—Nunca lo supe —respondió Greta—. Estuve diez días sin poder hablar. Me contaron que tenía los ojos abiertos de día y de noche, que me agarraba las rodillas con las manos y que me balanceaba de delante atrás, como los locos. Que no comía, ni bebía, ni dejaba que me tocaran. Me ingresaron en un hospital psiquiátrico. No supieron mi nombre hasta que apareció Bartek.
Por lo visto, Bartek Solidej había investigado durante días la misteriosa desaparición de su esposa en los bosques de Würzburg. Al principio, la imaginó oculta en alguna cueva, esperando a que la tormenta amainara y las aguas volvieran a su cauce, pero, al cabo de un tiempo, le dio por pensar que tal vez la cándida Greta fuera más lista de lo que parecía. «Soy un estúpido», se repetía creyendo que su esposa lo había abandonado y se había escapado con el dinero, mientras, incansable, seguía buscando su nombre en las listas de desaparecidos, enfermos, heridos y muertos. Por fin, dio con ella en un sanatorio mental a las afueras de Munich, después de muchos días de búsqueda infructuosa. Le costó reconocerla en el estado en el que la halló, flaca, despeinada, sucia y con la expresión perdida de quienes se han olvidado hasta de su nombre. Pidió que los dejaran a solas, la tomó de la mano, le apartó un mechón descolorido de la cara y, con un susurro apenas audible, le preguntó: «¿Dónde enterraste el dinero?». Greta lo miró sin comprender. Aquella frase no tenía el menor sentido para ella. Cuando el doctor le pidió su opinión sobre el tratamiento denominado electroshock terapéutico, Bartek quiso saber si aquello le devolvería la memoria a su mujer. Después de dar el visto bueno al método, se instaló en un apartamento cercano al sanatorio para poder visitar a Greta a diario.
«Cuánto la quiere», solían decir las enfermeras con lágrimas en los ojos, y los dejaban a solas, en un banco del jardín, donde él la tomaba de la mano, la miraba fijamente a los ojos y le hacía siempre la misma pregunta: «¿Dónde enterraste el dinero?».
—De repente, un día lo recordé. —Greta arrojó el cigarro a medio consumir al fuego. Clara, todavía en el suelo, se apoyó en el asiento del sofá y estiró las piernas—. Tuve un sueño o algo parecido en el que me vi corriendo por el bosque, con un maletín y una pistola en la mano. Había un árbol verde rodeado por otros árboles más pequeños y algunas matas de bayas rojas. Me arrodillé, escarbé como un perro en la tierra negra y eché aquellas cosas al fondo del agujero. Después apelmacé el terreno a patadas y luego me desmayé. —Hizo una pausa—. Pero no sólo me vino a la cabeza aquella escena —continuó—, también volví a ver las caras de Hansel y Frida manchadas de sangre, volví a sentir las uñas de Oskar Waffen arañándome la espalda, volví a sostener entre las manos el brazo de mi madre, con su alianza puesta y sus pulseras, pero sin el resto de su cuerpo en el otro extremo, y perdí de nuevo el habla, perdí el pie, perdí el hilo, lo perdí todo.
Hicieron falta tres años más de terapias más o menos intensivas. Bartek se armó de paciencia y continuó con sus visitas y sus preguntas, pero a cierta distancia. Un puesto de vigilante nocturno en uno de los edificios del departamento de justicia lo mantuvo ocupado durante un tiempo. Luego conoció a un estraperlista con el que hizo negocio, se compró unos zapatos italianos y viajó por los lagos del sur.
Al comenzar el año cincuenta y uno, el tratamiento de Greta llegó a su fin.
—Creemos que ya no se puede hacer nada más por ella —le dijeron al buen esposo los doctores, afligidos—. La mente es capaz de eliminar de un modo selectivo aquellos recuerdos que le resultan insoportables. Es posible que no recupere la memoria jamás.
Entonces Bartek pidió dos meses de excedencia y comenzó una terapia paralela inventada por él mismo consistente básicamente en amenazas lanzadas en voz baja que por fin dieron el fruto apetecido.
—En el bosque, bajo un abedul —confesó Greta temblando como una hoja.
Ya estaba la maleta hecha y el alta médica firmada cuando los devaneos de Bartek y el mercado negro salieron a la luz. Lo condenaron a tres meses de cárcel.
—¡Maldita sea! —gritó el polaco, que ya había comprado los billetes de barco para México y que había diseñado con total precisión el itinerario que debían recorrer el maletín, la pistola, su esposa y él mismo para terminar sus días en uno de aquellos paraísos tropicales donde pensaba adquirir una hacienda y vivir de las rentas.
Greta se había aprendido de memoria el plan, desde el número del muelle del puerto de Hamburgo hasta el nombre de la casa de huéspedes de Acapulco, pasando por la mentira de su origen aristocrático, la historia de la granja de Baviera donde supuestamente había pasado los últimos días de la guerra refugiada de los nazis y la pertenencia de su esposo a La Rosa Blanca, la única referencia auténtica de toda la farsa. Al desbaratarse el programa, convinieron los dos, él entre rejas y ella recién liberada de las suyas, en seguir adelante con el viaje, a pesar de tener que hacerlo por separado. El pillaje persistía en la Alemania liberada y aquella cantidad de dinero no era fácil de esconder. El pasaje no era barato y, a pesar de los contactos del polaco con el submundo del trapicheo, la sola obtención de aquellos billetes había sido toda una hazaña. Bartek pensó que si no era entonces, tal vez no encontraran luego el momento ni la ocasión de emprender el vuelo.
Se despidieron con un guiño de ojos y un apretón de manos. Greta no reconoció jamás al hombre con el que se había casado en secreto, creyéndose lady Marian en aquel claro del bosque donde se refugió con su Robin Hood de carne y hueso.
—Cuando llegué a Acapulco, ya le había olvidado. Me encaminé a la pensión siguiendo el mapa mental que me diseñó Bartek, pero sin la más remota idea de qué demonios hacía yo en aquel país de locos, sola, aferrada al bolsito gris en el que escondí la pistola y sin más esperanza que la de instalarme en aquella sucia habitación y aguardar.
—Entonces apareció Thomas Bouvier —comprendió Clara.
—Era un hombre muy mayor —recordó Greta asintiendo—. Estaba más cerca de los ochenta que de los setenta, pero poseía un porte muy distinguido, una apariencia noble, de aristócrata europeo, una voz firme y unos modos tan refinados que fue capaz de mostrarme la juventud de su alma a través de su vieja armadura de caballero. Me dijo: «Me llamo Thomas Bouvier, y no puedo ofrecerle más que mi sincera amistad. Lamento no tener treinta años menos para regalárselos todos». —Sonrió nostálgica—. Me acogió en su casa, me alimentó, me consintió, me hizo sentir bella en el más amplio sentido de la palabra. Me convirtió en la reina de Acapulco, y él fue mi trono, mi emperador. Me llamaba güera, güerita, como la gente del mercado, me regaló un tesoro de piedras preciosas y una boda de cuento de hadas.
Y fue capaz de morirse de amor.
—En la noche de bodas —recordó Clara.
—Y de darme un hijo —replicó Greta—. El regalo más espléndido que nadie me ha hecho jamás. Tiene los ojos de su padre mi hijo Tom, y la misma limpieza de corazón, la misma generosidad, la misma dulzura.
—Bárbara Rivera —comenzó Clara.
—Ya —atajó Greta—. Ella piensa que maté a mi esposo de un infarto aquella noche. —Sonrió—. Es otra manera de verlo. Yo prefiero pensar que Thomas se arriesgó, consciente de la debilidad de su corazón, y que no hubiera dejado de amarme a pesar de todo. Si ignoraba los consejos de su médico en cuanto a las comidas y el tabaco, ¿no iba a desobedecerle también en lo referente al amor? Su vida se acababa de todas formas y él sólo deseaba que un hijo suyo ocupara su lugar en este mundo. Que heredara sus bienes, el fruto de su trabajo, que contemplara el mar desde el arrecife y que escuchara el aleteo de las gaviotas, que saboreara el zumo de las naranjas más dulces, que adorara a su madre como se adora a una diosa pagana, que se enamorara de una mujer con la misma intensidad que lo hizo él y que llevara su nombre, Thomas Bouvier, como una premonición, anticipando el sufrimiento infinito de los que más capacidad tienen de amar.
—Sin embargo —dijo la periodista arrepintiéndose por adelantado de sus palabras—, Tom se enamoró de Luisa y usted jamás lo aceptó.
Greta se levantó con cierto esfuerzo del sillón y atravesó el salón en busca de una botella de tequila. Regresó al instante con dos pocillos de barro rebosantes del licor de agave. Vació el suyo de un trago. Esperó a que Clara lograra consumir el suyo a sorbitos. Tosieron las dos al tiempo. Se reclinó.
—Esto que voy a contarte no lo sabe nadie —habló por fin Greta Bouvier con los ojos enrojecidos—: Luisa se casó embarazada. Mi nieta Carolina no es sangre de mi sangre, ni de la de Thomas. ¿Cómo quieres que yo estuviera de acuerdo con aquella boda? Me negué a tratar a la chica que me robó la felicidad, a la impostora, a la ladrona… hasta que enfermó.
Clara recordó entonces las confidencias de Rosa Fe en el cementerio. La anciana le había hablado de las visitas clandestinas de Greta a su nuera enferma en aquel escondite de los Hamptons al que se retiró cuando los doctores le dijeron, moviendo la cabeza de un lado a otro, que lo suyo no tenía remedio, que de esa ruina ya no iba a levantarse. Greta le guardó a Luisa el secreto de su paradero desconocido, el de su piel marchita y el de su cuerpo vencido. Estuvo de acuerdo en evitarles la pena a Tom y a Carol.
—Y no lo saben, ni lo sabrán nunca, porque no lo entenderían —afirmó—. Puede que no me perdonaran jamás si llegaran a enterarse de que yo estuve con Luisa en su último día. Se fue llorando, pero convencida de que hacía lo correcto.
—Pero Tom y Carol sufren al pensar que Luisa murió sola —protestó Clara.
Greta dejó el pocillo sobre la mesa.
—No estuvo sola ni un minuto —concluyó.
Después, pasó página. Lo hizo de un modo singular, reclinándose de pronto sobre la mesa, de manera que su cara quedó a pocos centímetros de la de Clara.
—Cuando nos conocimos, Clara, te dije que te contaría la vida de veinte en veinte —recordó—. Que los primeros veinte años de una mujer eran fundamentales porque era entonces cuando se formaba su personalidad. Pero yo a veces pienso que mi infancia y mi juventud pertenecen a otra persona, a una chica inocente y boba que se quedó para siempre en las bucólicas colinas de Würzburg. La auténtica Greta Bouvier —continuó, nostálgica— nació en Acapulco, a la sombra del tamarindo que fue Thomas, pero amenazada siempre por la inquietante presencia de Bartek Solidej. De los cuarenta a los sesenta fui madre y suegra, y abuela, y equivocadamente traté de manejar los hilos de mis marionetas, sin comprender que el destino es siempre quien tiene la última palabra. Ahora no soy más que una mujer sabia que está más cerca del abismo cada vez. Y fíjate lo que te digo: más sabe la vieja por vieja que por sabia.
Se hizo el silencio en el salón de la mansión Bouvier. Un reloj de pared dio las siete en algún rincón de la casa vacía. Clara se levantó del suelo, se acercó a Greta y la abrazó. Todas las barreras que hasta entonces eran tan sólidas como la diferencia de edad de cuarenta y seis años, diez mil kilómetros de distancia, cien mil millones de dólares y hasta la frontera insuperable de haber compartido el cuerpo y las caricias del mismo hombre se rompieron en pedacitos en aquel momento.
Cuando se despidieron para siempre ante la puerta de la casa, les pareció escuchar de fondo el rugido del viento del arrecife y una caricia como de mano áspera que se arremolinó en su pelo cubriéndolo de nieve.
Lo que más enterneció a Clara, pensándolo bien, fue que ni entonces ni nunca Greta Bouvier mostrara la menor preocupación por saber qué pensaba hacer ella, Clara, la periodista que tenía en sus manos el poder de destruir, y el de edificar, y el de moldear a su antojo la imagen de dama por la que tanto había luchado ella, con aquella información que le había entregado en bandeja de plata. Por eso supo que todo lo que le había contado Greta era, tenía que serlo, la auténtica, dolorosa, absoluta y sincera verdad. Y que las dos coincidían, sin necesidad de promesas, ni contratos, ni cláusulas de confidencialidad, en que sólo existía un modo de escribirla.
III
Los vencejos amanecían a eso de las seis de la mañana y sobrevolaban el campanario de la iglesia mayor. Se colaban como rayos de luna por los recovecos donde las palomas construían sus nidos. Algunos se lanzaban en picado barranco abajo, desafiando el hambre de los cernícalos, y luego subían otra vez al cielo y chillaban como sólo ellos y las golondrinas saben hacerlo. Clara apagaba entonces la vela a medio consumir, se estremecía levemente con el frío de la madrugada y bajaba por las escaleras aún dormidas hasta su cuarto de niña, donde la esperaba paciente una cama de sábanas blancas abierta desde la noche anterior.
En el patio, el limonero había parido sus frutos después de meses perfumando el aire de azahares, y ahora, cuando empezaba a apretar el calor, siempre había alguien que preparaba un zumo fresco, mezclando el zumo ácido con el azúcar de caña, y que picaba el hielo hasta convertirlo en escarcha. Qué mejor desayuno que aquél al mediodía.
«¿Cómo va tu novela?», preguntaba el padre, que ahora leía a la sombra del árbol verde por haberle cedido su desván a Clara. Luego bajaban los dos a mojarse la cara en el Guadalete. Una chopera nueva, de arbolillos chicos, empezaba a crecer donde talaron la otra. La vida de vuelta. Otra vez las conversaciones profundas y el gazpacho con pan.
Las noticias llegaban tarde de la gran ciudad. A veces ni siquiera coronaban la cima del pueblo. Sin embargo, a finales de julio, Clara Cobián se topó con la edición de fin de semana de un periódico serio que abría su sección de cultura con la fotografía de Gabriel Hinestrosa disfrazado de doctor honoris causa en el campus de una universidad norteamericana. Seguía teniendo las manos grandes y la sonrisa de dandi y, bajo la toga negra y el birrete con borla, se adivinaba el nudo de una corbata elegante, un traje planchado con raya, unos zapatos de ante y hasta el perfume olvidado por Clara, pero que él continuaba utilizando en su ausencia.
Ya no sintió el vuelco del alma cuando reparó en sus ojos tristes, ni añoró la azotea del ático de Malasaña, ni sus caricias a oscuras, ni su voz de roble viejo. Hizo con el papel un cucurucho y lo utilizó para echar dentro las cáscaras húmedas de un montón de pipas de girasol que se comió en la plaza, antes de regresar al desván y a la vela.
Sí lo sintió, el vuelco, el día en que recibió una carta sellada en Nueva York, porque el sobre era grande, de buen cartón, y estaba escrito a mano, con pluma, tinta y papel secante. Carecía de remitente y, en cambio, estaba lacrado por detrás con aquella cera gruesa y la huella de un anillo que llevaba tallado el escudo Wittelsbach. Clara notó un profundo aroma a gardenias escapándose por las esquinas del tarjetón, que aparecía doblado por la mitad y que, al abrirlo de par en par, le descubrió la sorpresa más dulce y más grande y más inesperada de su vida. Thomas Bouvier Jr. y Vivían Crane la invitaban a su boda, el día treinta de agosto, en la mansión de Park Avenue donde residían desde hacía meses. El mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, se celebraría también el enlace de su hija Carolina con el joven artista francés Hugo Beneteau.
Había abierto aquel sobre consciente de que contenía una tentación difícil de vencer y había imaginado a Greta y a Boris enfrascados en la compleja tarea de elaborar listas y encajar gentes muy dispares en los infinitos lugares de las mesas. Probablemente habría un altar de rosas en el fondo del jardín, un pasillo largo que partiría del porche trasero, pasaría por debajo del tilo y alcanzaría, después de un glorioso desfile sobre mil pétalos, el batallón de sillas blancas adornadas de flores donde estarían ya sentados Bárbara Rivera, su hijo Ernesto, el príncipe Vladimir con su particular corte, las damas que compartían el té con pastas de Swifty’s, los millonarios, políticos y artistas que conforman el elenco de extras de esta historia, las tres o cuatro amigas íntimas de Carol, los padres y la hermana del novio francés, un señor muy raro de origen marsellés y grandes narices, Rosa Fe madre y Rosa Fe hija, envueltas las dos en el mismo rebozo, y hasta Carlos y Néstor de uniforme.
Y en pie, con su eterna gardenia en el ojal y sus andares de paloma herida, reinaría la gran Greta Bouvier del pelo de plata. Quieta, muy quieta. Erguida, altanera y orgullosa, como sólo una dama de mundo sabe aguardar las tormentas. Consciente de que no hay viento, por fuerte que sea, capaz de arrancar sus raíces de la tierra.
Clara Cobián estuvo a punto de salir corriendo de vuelta a Madrid y desde allí a Manhattan, ávida de asistir a la última representación en el fabuloso escenario de la mansión Bouvier. Entonces se imaginó buceando de nuevo por las profundidades abisales de los ojos de Tom y tuvo la revelación del peligro que la acechaba en cada recodo del camino. Si regresaba al origen de la historia, podía ocurrir que un nuevo capítulo en blanco se abriera de pronto y trepara, como la hiedra fresca sobre el tronco seco, invadiendo con sus extremidades leñosas todo aquel árbol ya casi maduro. «Las historias», se dijo, «como los desengaños, requieren un planteamiento, un nudo y un desenlace, una lógica capaz de explicar los motivos y las consecuencias, sin rencores dañinos ni esperanzas vanas, pero, sobre todo, necesitan un final».
Por eso decidió que jamás volvería a la casa de la escalera larga, de la chimenea encendida y del aroma a gardenias. Sintió nostalgia de lo que jamás ocurriría entre sus paredes sabias, pero levantó la vista, por encima del balcón de sus novelas, que no era otro que aquel mirador de vértigo sobre el barranco, y contempló a sus pies la curva que dibujaba el río, las copas verdes de los chopos nuevos, los nidos de los cernícalos y los campos agostados de Andalucía perdiéndose en el horizonte como un océano amarillo cuyas olas las mecía el ir y venir del viento entre las espigas. Notó entonces un aire distinto, como de agua y sal, y supo que Acapulco se le había impregnado en la piel, lo mismo que la dulzura del limón lunero, y que permanecería entre su ropa para siempre. Luego, bajó por la calle del Viento, estrecha y blanca, y fresca y callada, con unos pasitos ligeros, de paloma joven, hasta que poco a poco fue levantando el vuelo, arriba, arriba, alrededor del campanario, por encima de los tejados y de las nubes, y vio, desde lo más alto del cielo, esa ciudad chiquita, casi un nido vacío, que un día las águilas, las nubes, los ángeles o Dios se llevarán entre sus alas.