I
Gabriel Hinestrosa presumía de haber superado la crisis de los cincuenta a base de esfuerzo y santa voluntad. Solía contar la historia de cierto tinte para el pelo que le destiñó una mañana de lluvia sobre el cuello de la camisa, al tiempo que renegaba de las canas al aire que de vez en cuando salían volando de las cabezas de alguno de sus amigos de la facultad, especialmente de la de Francisco Olavide, el rector de Periodismo, que tenía la peligrosa costumbre de alternar con las alumnas.
—¿Lo ves, Gabrielín? —le echó en cara el día en que supo, porque se los encontró por casualidad en un café del centro, que tenía un lío con Clara—. Ya te dije que tarde o temprano también tú conocerías la gloria. ¿Qué me dices, pillín? ¿No es jugosa la carne del fruto prohibido?
—Lo mío con Clara es diferente —se excusó Hinestrosa.
—La única diferencia, amigo, es que tú te escondes mejor que yo.
También presumía de haberle sido fiel a Marcela durante los veinticinco años en que se mantuvo en pie su matrimonio, sin un mísero traspiés del que arrepentirse o del que jactarse en alguna reunión de trasnochadores nostálgicos en la que cada copa tenía un nombre distinto de mujer. Y de seguírselo siendo, en el fondo de su alma, a pesar de su viudez, porque el amor —solía decir—, si os verdadero, está muy por encima de las contrariedades de esta vida. Incluida la muerte.
Pero a Hinestrosa la realidad le salía al encuentro en cada esquina de su hipócrita existencia. Venía disfrazada de ráfaga de aire o de aleteo de las palomas o de los susurros que sin querer escuchaba desde el banco de la iglesia y que sabía que procedían de los confesionarios abiertos, bocas negras en donde tal vez habría encontrado por fin el consuelo si no hubiera sido tan orgulloso como para negarse a reconocer sus mentiras.
En el año mil novecientos ochenta y dos las canas ya comenzaban a asomarle por detrás de las orejas y algunas líneas de expresión le cuarteaban la piel. Pero sus grandes manos todavía eran suaves, sus labios conservaban la tersura de la juventud y, al sonreír, se le organizaba un remolino a ambos lados de la boca.
Greta, por su parte, caminaba por la madurez con pasos tan firmes que nadie le hubiera achacado más de cincuenta años; muy bien llevados, eso sí. La piel rosada y luminosa, los ojos claros, limpios, sin el peso de los párpados azules, que parecían de seda, las piernas de siempre, la cintura estrecha, las caderas de barro cocido y la melena al viento, ondulada a ratos, dorada como la primera luz del día, tostada como el pan del desayuno, y su olor a gardenias, y su acento extraño, y su miedo. A estar sola.
—Es un placer saludarla, señora Bouvier —le dijo al tiempo que besaba torpemente su mano a la vieja usanza española—. Me llamo Gabriel Hinestrosa, soy catedrático de Literatura Contemporánea en la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, España.
—Sé dónde está Madrid —le respondió ella con picardía—. El mundo no es tan grande, ¿verdad?
Había sido tremendamente difícil conseguir que Greta accediera a recibirlo. Desde la muerte de Bartek Solidej se había vuelto huraña con la prensa. Había cerrado la puerta de su intimidad a cal y canto y, a pesar de haber continuado protagonizando portadas en contra de su voluntad, se negaba a permitir que ningún periodista hurgara en su vida privada. Sus únicas declaraciones desde mil novecientos sesenta y dos eran las que de vez en cuando dejaba caer, como caramelos desde el campanario, en alguna de las mil y una instituciones de caridad en las que colaboraba.
—Díganos, señora Bouvier, ¿qué le parece la señorita Luisa? ¿Es cierto que su hijo Tom se ha casado con ella en secreto? ¿Es verdad que esperan un hijo?
—He venido a hablar de la emergencia humanitaria en Etiopía. Seamos serios, señores. Y sí. Todo es cierto. Mi hijo está muy feliz.
Si al final aceptó el envite fue porque se lo pidió Boris Vladimir. Nunca supo decirle que no a Boris. «Mira, Greta, este caballero es amigo de un amigo, quiere conocerte, está escribiendo sobre Thomas y desea tener tu beneplácito antes de publicar su libro. Creo que es muy noble por su parte contar con tu aprobación. Cualquier otro no lo habría hecho, ya sabes cómo son los escritores y los periodistas, nunca permiten que la realidad les estropee una buena historia, o eso dicen. Será media hora, una a lo sumo. Podéis encontraros en mi casa, os prepararé un buen té y habláis tranquilamente, sin que nadie os moleste. Yo estaré en el cuarto de al lado, o escuchando detrás de la puerta, lo que prefieras. Y si te incomoda, lo echamos a patadas, puede ser divertido. Greta, hazme el favor».
—El mundo es una partícula de polvo en el universo, sí —respondió Hinestrosa.
—Y una casualidad cósmica que usted y yo estemos aquí, el uno frente al otro, a pesar del tiempo y el espacio. ¿Usted cree en la reencarnación?
—No.
—Yo tampoco.
Gabriel Hinestrosa se alojaba en un hotel más allá de Broadway, cerca de los muelles. Desde la ventana de su habitación veía pasar los barcos por debajo del puente de Brooklyn y escuchaba las discusiones de los vecinos de madrugada. La calle olía a cebolla frita, los coches se atascaban siempre en el mismo semáforo que él cruzaba para tomar el metro, su desayuno consistía en un café y un bollo relleno de crema que compraba en el puesto de la esquina, y el resto del día transcurría apacible en la penumbra de la Biblioteca Pública. Por la tarde daba un paseo por el parque mientras ordenaba mentalmente los apuntes que había barajado por la mañana, formando tríos y escaleras de color, a veces póquer, a veces nada.
«La investigación es lo que tiene —le decía por teléfono a su mujer—, que a ratos dan ganas de dejarlo todo y volverse a casa». Pero un profesor que se precie, catedrático, además, tiene que publicar, publicar, publicar. «Una obra al año, Hinestrosa, una sola, mira que vas a perder la cátedra, mira que los jóvenes vienen pisando fuerte. ¿Qué te apetece? ¿Una biografía? ¿Un libro de texto? ¿Un ensayo? Vamos, hombre, si tú en dos meses lo terminas, julio y agosto, y en septiembre, después de los exámenes, te llevas a Marcela de vacaciones, y a los chicos, diez días en Torremolinos, y como nuevos».
—Y bien, ¿qué quiere saber de mi marido? —Greta conservaba un acento extraño.
—Thomas Bouvier tuvo una vida fascinante —comenzó Hinestrosa sin saber si debía sentarse o permanecer de pie—. Cuando me decidí a contarla, pensé que me resultaría fácil. Que la mayor parte de los acontecimientos que la integraron habrían quedado recogidos en hemerotecas y bibliotecas, que mi labor de documentación sería sencilla, pero me equivocaba.
—¿No encontró lo que buscaba? —Greta le dedicó una sonrisa enigmática.
—En absoluto.
—Thomas era vanidoso. Como todos los triunfadores. Disfrutaba hablando de sí mismo, de sus logros, sus hazañas… ¿Sabía usted que su madre fue una de las primeras mujeres que condujo un automóvil? —Hinestrosa asintió—. Hay una fotografía de ella en mi casa. Con goggles y pantalones de montar. Tiene la misma mirada que Thomas. Una manera de ver más allá, más lejos, como si pudiera atravesar la materia de los objetos y la piel de las personas, y asomarse al interior de las cosas.
—Me encantaría verla.
Greta contrajo el gesto. La mansión Bouvier no estaba abierta al público, y mucho menos a un periodista español, por muy catedrático que dijera ser.
—Hagamos un trato: yo la invito a cenar y, a cambio, usted me permite hojear alguno de sus álbumes familiares.
Hacía mucho calor aquel verano, y la casa de los Hamptons había sido ocupada por Tom y la española. La pequeña Carol había nacido amparada por el silencio de los Bouvier y la rabia se había apoderado de cada vaso sanguíneo que recorría la anatomía de Greta. «Español por español, toma empate, qué bochorno, llevo dos semanas sin dormir, me estoy haciendo vieja».
—En el Tavern On The Green a las nueve y media. Llevaré tres fotos, ni una más ni una menos.
—Trato hecho.
Había un jardín que daba la vuelta al restaurante, con mesitas redondas de hierro forjado en las que se sentaban las parejas a tomar una copa antes de cenar. Colgando de las ramas de un inmenso plátano de sombra, cientos de farolillos tapizados con telas estampadas de flores o de aves exóticas iluminaban el recinto amurallado de boj, que, a su vez, había sido tallado con formas de elefantes y de pavos reales, dando a aquel lugar un aire de cuento de hadas, de elfos en el bosque y nenúfares en la laguna.
Corría una suave brisa que movía los farolillos de delante atrás, y las hojas del plátano, y la llama de las velas. Desde su mesa para dos se veía el interior del comedor acristalado, una gigantesca carpa circense toda de cristal de cuyo interior emanaban una luz y una música también de cuento, procedente de sus lámparas dispares, de Murano y de Bohemia, y de su piano de cola.
Greta llegó tarde, pasadas las diez. Gabriel Hinestrosa había preguntado al camarero cuál era el secreto de aquella bebida tan dulce y tan amarga y tan ácida. «La ambrosía y el azúcar, el agua del limonero, la nostalgia de mi tierra. Se llama mojito, señor, y nació en los cañaverales de Cuba».
Pero ella pidió un tequila, a secas, en pocillo de barro.
Llevaba un vestido negro que le arrastraba la piel hacia los rincones más oscuros. Se había recogido el pelo detrás de las orejas y se había prendido dos perlas blancas a cada lado de la cara. Sonrió al sentarse frente a los remolinos de las mejillas de Hinestrosa.
—Tres fotos, tres platos —dijo como si apostara a las cartas.
—Suena bien —respondió Gabriel.
—Primer plato: ensalada de perdiz.
—Yo tomaré lo mismo, gracias.
—Primera fotografía. —Greta abrió su bolso y sacó las tres imágenes que, misteriosa, colocó boca abajo, junto a su plato. Volvió a cerrar el bolso antes de darle la vuelta al retrato de una mujer que fumaba apoyada en uno de los primeros automóviles de la historia—. Nuestra intrépida Caroline Bouvier y su loco cacharro.
Gabriel alcanzó la postal en sepia y la contempló en silencio durante un rato.
—¿Puedo tomar apuntes?
—Claro.
En una libreta de cuero Hinestrosa anotó que, a finales de mil novecientos cuatro, Caroline Bouvier tenía casi cincuenta años, los labios gruesos y el pelo ondulado. Que el vehículo era un Buick, modelo B, de los que presentó Billy Durant en la Exposición Universal de Nueva York, el mundo un lugar demasiado ancho como para recorrerlo a solas sin pensárselo dos veces y que el vestido de Greta le hacía un pequeño pliegue exactamente en el lugar donde terminaba el pecho.
—Thomas hablaba de su madre con una admiración rayana en el fetichismo —relató Greta—. Decía que hubiéramos sido grandes amigas. Admiraba su determinación, su independencia y su valentía. Fue una de las primeras norteamericanas que usó pantalones, fumaba más por rebeldía que por gusto —al parecer, jamás encendió un cigarrillo en casa—, y dedicó todos sus esfuerzos a la doble lucha de las feministas de su tiempo: la igualdad entre hombres y mujeres y la defensa de los derechos de la gente de color. Sin embargo, entendía la maternidad como una injusticia social, así que abandonó la educación de Thomas en las rudas manos de su marido.
—Henri Bouvier.
—Sí, pero se pronuncia Henry. Mi suegro cambió el acento el día que encontró el primer yacimiento de petróleo. Le saltó a la cara, el petróleo —Greta se rió con una sola carcajada—, cuando buscaba agua en aquel patatal.
Hinestrosa apuntó que Greta, al reírse, perdía la rigidez de sus hombros rectos y que tenía los dientes muy blancos y que las pupilas se le ensanchaban tanto al apartarse de la vela que parecía una gata o una tigresa salvaje. También escribió que el color del vino tinto era tan semejante al de sus labios que no se sabía dónde terminaba uno y comenzaban los otros.
—Segundo plato —anunció Greta Bouvier en cuanto el camarero levantó la tapadera de plata—: Lenguado Meuniére.
Entonces, tomó la segunda fotografía y la destapó deprisa, como quien descubre el as que completa el par.
—La hacienda, en Acapulco.
—No vale —protestó Gabriel Hinestrosa—. Entre las dos fotografías han pasado más de sesenta años.
—El juego es así, Hinestrosa —replicó ella—, las normas las inventé yo. Anote —le ordenó—. En lo alto de la colina, arriba de los cocotales, había una cabaña de barro con el techo de palma y tres o cuatro gallinas medio muertas de hambre. Thomas subió a pie desde el pueblo, con su sombrero blanco y su bastón de ébano y marfil y, al llegar al final del camino, clavó aquel bastón en el suelo como si fuera la bandera de Estados Unidos y tomó posesión de su luna particular, previo pago de no sé cuántos miles de dólares que cambiaron la suerte del campesino y su familia para siempre. Después, levantó la casa más sólida de cuantas se construyeron jamás en aquella colina, con balaustradas y miradores de mármol, con una escalera de doble baranda, con seis chimeneas y dos salones. «Tu palacio», le dijo su esposa de entonces, una belleza mexicana de las de almanaque. «Mi mausoleo», respondió él, que sabía ser el más cínico de los mortales.
—No me gustan las fotografías en las que no aparece ninguna persona. Están como sin alma —volvió a quejarse Hinestrosa alcanzándole la foto con cierto desdén.
—Se equivoca, no sabe jugar —le respondió Greta algo ofendida—. La hacienda tiene alma. Pero es un alma negra, condenada. Por eso no he vuelto por allá. Ni volveré jamás.
Esta vez, en lugar de devolver la vieja estampa al montón de las cartas boca arriba, Greta la rasgó por la mitad. Acercó el papel a la llama de la vela y permaneció inmóvil mientras el fuego prendía en ella y crecía abrasando los recuerdos. Antes de consumirse del todo, la dejó sobre el cenicero y, con las brasas, encendió un cigarrillo.
—¿Fuma?
—Claro.
Le cedió el cigarrillo tintado de carmín. Hinestrosa se lo llevó a los labios e inspiró. Un aroma a coco y naranja, a café tostado, a mango y caña le invadió los pulmones. Comprendió que a Greta, de por vida, cualquier humo le sabría exactamente a lo mismo.
—Fresas con champagne y la última foto —dijo ella con la tercera imagen en la mano. La dejó sobre la mesa ya vuelta hacia Gabriel y esperó la reacción del catedrático conteniendo la respiración.
Hinestrosa no dijo nada. Después de contemplar durante unos segundos la fotografía en silencio regresó a sus apuntes y escribió que Greta Solidej, en el año cincuenta y uno, era, probablemente, la mujer más sensual del mundo. Tenía la piel erizada, como si acabara de recibir una caricia, las mejillas encendidas, los labios húmedos. Allí donde terminaba el mentón olía a gardenias, igual que esta noche de verano. Su expresión, los ojos muy abiertos, los hombros en tensión, la cabeza erguida, alerta, era la de un animalillo asustado, dispuesto a salir corriendo a la menor señal de peligro. Y daban ganas de abrazarla, y protegerla, y susurrarle palabras de consuelo al oído. O de morderla, de comérsela a bocados, de consumirla con saña y con sed. Porque la cuestión era poseerla, igual que se posee un pozo de petróleo, una hacienda en Acapulco, un Hewlett-Packard, un yate o un avión. Y apartarla del resto de los mortales para gozarla a solas, convertida en el más íntimo de los pecados, el más inconfesable, el más tentador.
Hinestrosa levantó la vista de sus anotaciones y se encontró frente a frente con la mujer de la foto. También por él había pasado el tiempo. Ya no era el joven idealista de la barba deshilachada, ya había aprendido a contener sus deseos y sus impulsos. Ya llevaba corbata y el pelo corto. Pero si en esa fotografía de Greta Solidej quedara espacio para alguien más, él ocuparía un lugar a su espalda, con la boca en su cuello, las manos en su cintura y un calor insoportable, como el que sentía en ese instante en aquel restaurante de Central Park, en presencia de aquella mujer, que le estaba provocando quemaduras en la piel.
—El juego ha terminado —sentenció Greta arrancándole la fotografía de las manos sudorosas—. Ha sido un placer, señor Hinestrosa, espero haberle sido de alguna ayuda.
—Quiero volver a verla. —Hinestrosa sonó desesperado—. Por favor.
—Un trato es un trato.
—Pero ha hecho trampa, Greta. —Ella levantó las cejas—. No me ha enseñado ni una sola fotografía de Thomas. Y, al fin y al cabo, de eso se trataba, ¿no?, de investigar el pasado de Thomas Bouvier.
Greta encajó mal el envite. Se ofendió como sólo saben hacerlo las mujeres bravas. Se levantó sin permitirle que le apartara la silla. Se cubrió los hombros con un chal, y antes de darle la espalda, se agachó frente a Hinestrosa y le susurró al oído:
—Sólo guardo un retrato de Thomas, es un óleo de dos por dos. Está colgado en la pared de la biblioteca y pesa demasiado como para traerlo a cenar. Tendrá que ser usted quien vaya a verlo. Pero asegúrese de que yo no esté en casa cuando aparezca por allí.
Gabriel Hinestrosa recogió el guante con el que acababa de recibir la bofetada más dulce de toda su vida. Ya no volvió a dormir ni una sola noche de las que pasó en Nueva York sin soñar con la mujer de la fotografía.
II
La biblioteca era de madera de roble y cubría todas las paredes de la estancia. Sólo quedaban tres espacios desnudos de libros: el que ocupaba una ventana envuelta en cortinas, el de la puerta de salida al recibidor de la mansión Bouvier y el rectángulo iluminado presidido por el retrato al óleo de Thomas Bouvier.
Curiosamente no se trataba de uno de esos cuadros formales, antepasados de las fotografías, que solían adornar despachos y salas de juntas en las viejas compañías petroleras, sino una auténtica obra de arte, más al estilo de Diego Rivera, con fondo de vegetación exuberante, ave del paraíso en primer término y Thomas vestido de lino blanco, pañuelo al cuello, sonrisa en la cara, la frente ancha, el pelo revuelto, recién amanecido de una bacanal, dos noches sin dormir, arena entre los dedos, viento balanceando las hojas de palma. Hinestrosa dio por hecho que la pintura había sido rescatada del naufragio de Acapulco, porque no le era posible imaginar a ningún artista neoyorquino recreando el jardín del edén sin haberlo conocido.
El duelo con Greta había dado comienzo aquella misma mañana, la siguiente a su primer encuentro, con la aparición de Hinestrosa a las nueve en punto en la rotonda de entrada a la casa.
—Dile que no estoy —le ordenó Greta a Rosa Fe—. Hazlo pasar a la biblioteca y enciérralo allí dentro.
Gabriel, enjaulado, sacó su cuaderno de notas y escribió que alrededor de Greta todo eran gardenias y narcisos, que la luz penetraba en la mansión a pequeñas dosis, a sorbitos, que el suelo era de madera noble, los techos altos, las paredes anchas, que el silencio no agobiaba y que Rosa Fe, servicial como parecía, tenía órdenes estrictas de no ofrecerle ni un vaso de agua.
Después comenzó su tarea de investigador con una descripción detallada de la biblioteca, del color del cuero de las encuadernaciones, de los títulos y los autores de cada uno de los numerosos libros y de su contenido. Estudió a fondo la personalidad de Thomas Bouvier a partir de los tomos de su colección y le descubrió intereses más allá de los meros tratados de economía. ¿Qué magnate del petróleo leía al marqués de Sade y a Charles Baudelaire?
Mientras escribía, esperaba en vano secretamente que la puerta se abriera y que Greta, en su majestad, entrara vestida de reina para poder besarle los pies. Pero pasó la mañana y después la tarde, y, al caer el sol, Gabriel Hinestrosa supo que había sido derrotado en el primer asalto, pero también que no se rendiría jamás.
Entonces pasó al ataque. Se quitó uno de sus gemelos, el del puño derecho, y lo dejó sobre la mesa. Bien visible.
Al día siguiente, Rosa Fe se lo devolvió fingiendo que lo había encontrado ella al limpiar. Luego olvidó un pañuelo, después la pluma, otro día una carterita de cuero, y la cigarrera, y el paraguas.
Tuvo que pasar una semana entera hasta que Rosa Fe se fue de la lengua:
—Dice la señora que parece que lo hace usted a propósito, don Gabriel.
Ese día le dejó una rosa.
Cuando regresó, la mañana del día después, la flor ya no estaba allí.
El campo de batalla floreció a partir de entonces con todo tipo de especies exóticas arrancadas de quién sabe qué jardines extraños. Las floristerías de Nueva York son así de misteriosas. Unos días, el tallo era tan largo que parecía una vara de Pascua; otros, el color tan intenso que a la fuerza tenían que haberlo pintado a mano; otros, la flor era chiquita y delicada; otros, salvaje y peligrosa. Y no fue hasta la tarde del séptimo día, después de haber encontrado por fin en una tiendita de Little Italy la flor blanca de Edelweiss, cuando Greta le dio a Rosa Fe los tres días libres que llevaba reclamándole desde que a su madre le empezaron a doler las piernas para ir a atenderla a la casita del cementerio de los Hamptons.
La mansión se quedó entonces en silencio. Solos Greta y Gabriel, cada uno en una esquina de la casa.
El profesor Hinestrosa salió de la biblioteca y esperó al pie de la escalera. Había un reloj que marcaba cada segundo con un latido, una ventana abierta, un fuego imaginario en una chimenea apagada; qué lastima que no fuera invierno, para encenderla y extender una manta de piel ante las llamas, abrir una botella de Dom Pérignon, perder la cabeza y la noción del tiempo. Que si frío, que si calor, que si lluvia, que si sol.
O sol o luna.
Greta llevaba el pelo suelto sobre la mitad de su cara. Se había pintado los labios de rojo y los ojos de azul. Una túnica griega, la que usaba descalza en el barco de Niarchos, en la isla de Skorpios, en el mar Mediterráneo, en el Egeo, en el Jónico, la que insinuaba el contorno de sus caderas y su cintura dejando todo lo demás a la imaginación, caía ligera desde el último escalón.
Él quiso llevarla de vuelta a la biblioteca en brazos. Ella se negó. Dijo que era incapaz de serle infiel a Thomas delante de su retrato, y fueron al salón, porque la cama no les pareció lugar para cosas como éstas.
Después de la eternidad, amaneció a tragos, como ocurría siempre en aquella casa, el sol colándose por donde le permitían las cortinas, y Gabriel acarició otra vez el cuerpo dormido de Greta, perezosa. Ambos sabían que habían perdido la guerra, o la habían ganado, según se mire.
Era de día. Estaban desnudos. Hacía calor. Una sombra cruzó por detrás de las cortinas y se detuvo en el centro de la ventana.
Gabriel pestañeó, se frotó los ojos y se incorporó a medias. Greta protestó con un gruñido de gata.
—¿Tú en qué crees, vamos a ver? —le reprochaba el rector Olavide entre copas—. ¿En la resurrección de la carne, en la casualidad cósmica o en nada de nada?
—Creo en lo que veo —le respondía Hinestrosa.
Sin embargo, lo que veía en ese momento era absolutamente imposible. Tras el cristal acababa de encontrarse con la mirada acusadora de una mujer pálida y desencajada, traicionada, acuchillada, muerta en vida. Ni más ni menos que Marcela, recién adquirido el don de la ubicuidad, un pie en Madrid, otro en Manhattan, como si tal cosa.
III
El día de su boda, treinta de junio de mil novecientos sesenta y nueve, Marcela llevaba un vestido verde abultado en el vientre, flores en el pelo, henna en las manos y un punto rojo entre las dos cejas. Gabriel se había recortado la barba y le había dado a su madre el gusto de ponerse una camisa con cuello y corbata marrón. El resto no habían sido más que disgustos: «Mira que esa chica es argentina, mira que quiere cazarte, mira que te cazó, tonto del bote, que eres más tonto que hecho de encargo, mira lo que pasa con el amor libre, ya se te acabó la libertad, mira que te lo advertí, hijo de mi vida, que esa chica era argentina».
Pero Marcela era el vivo retrato de Simonetta Vespucci emergiendo del mar sobre una concha mecida por los vientos de la primavera. No tenía el menor pudor, lo había perdido en el barco en el que atravesó el océano para venir a alborotarle la vida a Gabriel Hinestrosa. Se instalaron juntos en un ático destartalado de la Carrera de San Jerónimo y pecaron tantas veces y con tanto empeño que llegaron a la iglesia de milagro, con el primero de sus dos hijos a punto de hacer su aparición en este mundo sin más bendición que la del sándalo. Intercedió la abuela de la criatura y los llevó a rastras hasta la parroquia de su barrio porque había un cura obrero que ponía discos de Simón & Garfunkel durante la comunión.
El pan bajo el brazo que acompañó al nacimiento de Bruno, un chiquillo muy despierto al que su madre cargó en una mochila para espanto de las vecinas desde mucho antes de cumplirse la cuarentena, llegó en forma de plaza fija de profesor de literatura en la nueva Facultad de Periodismo de la Complutense. Gabriel Hinestrosa se compró unas gafas graduadas con montura de concha, se afeitó la barba, se cortó el pelo, se volvió formal.
Marcela se agobió en el ático, abandonó la guitarra en un rincón, aprendió a coser parches en las rodilleras de los pantalones, a disolver el Cola Cao para que no hiciera grumos, a envolver los bocadillos en papel de plata y a leer cuentos en voz alta. Luego le dio por el punto y el croché, la cocina casera y las excursiones a la sierra.
Cuando Hinestrosa recibió el Premio Nacional de Literatura, parecían dos funcionarios de carrera, tal para cual, corbata y pañuelo a juego, besito en los labios, lágrimas compartidas, dos hijos, tres nietos, un piso en Malasaña, una casita en Guadarrama y un currículo académico intachable.
De Greta ni mención.
La fulminante pasión que lo arrastró hacia la señora Bouvier y que estuvo a punto de acabar para siempre con su cordura se le enquistó en la memoria, como un tumor maligno, y allí permaneció por los siglos de los siglos, sin tener jamás la decencia de confesarle a nadie, y menos aún a Marcela, que una vez, una sola pero tan intensa que nunca pudo quitársela de la cabeza, ni del alma, ni de la conciencia, le fue infiel. Gabriel Hinestrosa pasó a la historia como el más honesto y leal de los hombres: catedrático de caminos rectos, inmune a las tentaciones de la carne, el poder y la gloria, insobornable, justo, ecuánime e imparcial. Por eso, tres años después de enviudar, mientras que con una mano acariciaba la espalda de Clara, con la otra se cubría las vergüenzas para que nada empañara su imagen en la posteridad.
Greta entreabrió los ojos y se lo encontró de espaldas a ella, envuelto en la luz del amanecer. Gabriel Hinestrosa estaba desnudo y temblaba de frío y de miedo; apartaba las cortinas con las dos manos para asomarse a la calle.
—¿Qué miras, Gabriel?
—No hay nadie —respondió él entre aliviado y extrañado.
—¿Quién va a haber?
Hinestrosa regresó al sofá. Tenía la piel erizada; los músculos en tensión.
—Tuve la sensación de que alguien nos vigilaba. Que nos observaba desde fuera, con asco.
—¿Con asco?
Greta se rió a carcajadas. Se incorporó, acarició los hombros del maestro, los masajeó con habilidad hasta que perdieron la rigidez y se relajaron, después lo besó en la nuca, en el cuello, se agarró a su pecho y le susurró palabras en alemán al oído. La noche empezó de nuevo y esta vez no hubo un solo ruido que no surgiera de sus gargantas.
Era tarde cuando se despidieron por fin bajo el dintel de la puerta. Greta le colocó el nudo de la corbata en su sitio.
—Hemos trabajado muy poco en la biografía de Thomas. Conviene que regrese mañana, señor profesor.
—Gracias, señora Bouvier, la esperaré a las siete al pie de la escalera.
Gabriel Hinestrosa cruzó la rotonda sabiendo que ella lo contemplaba desde el interior de la casa. Lo vio alejarse a pasitos lentos e introducirse en una neblina húmeda procedente del parque.
El calor de todo el día se transformaba al caer la tarde en vapor de agua, las hojas más altas se cerraban como puños, los caminos se perdían entre los arbustos, se vaciaban las praderas y los campos de béisbol, se encendían las luciérnagas y las farolas, y todo el mundo coincidía en advertir a los extranjeros que Central Park era como el hombre lobo: humano de día y salvaje de noche.
Pero a Hinestrosa le daba lo mismo. Su cuerpo ardía como una tea encendida, aún arrebatado por el hambre que le despertaba Greta, y no veía más animal en el horizonte que su propia naturaleza indómita. Se sentó en un banco de madera, encendió el último cigarro y dejó que la brisa fresca que se levantaba del lago le acariciara la piel.
El asedio había tenido éxito. En su boca todavía permanecía el sabor dulcísimo del fruto prohibido. El cuerpo de Greta se parecía al mango maduro o a la papaya: áspero en las paredes, jugoso en el interior, con tanta pulpa y tan carnosa que se derramaba aún por las comisuras de sus labios. Si se pasaba la lengua por el perfil de la boca, encontraba el roce de su barba incipiente sobre la suavidad de ella, deliciosa irritación, rubor o sofoco.
Inspiró el humo del tabaco negro, le supo a madera, espiró. Dibujó aros concéntricos, los deshizo de un manotazo. Qué cosa, había creído ver a Marcela en la ventana. Y luego esfumarse igual que la nube gris de habano seco. Pensó en ella. Ahora solía recogerse el pelo con un pasador y ya no se paseaba desnuda por la casa como antes. Trece años juntos los habían vuelto del revés. Se amaban al contrario, desde dentro hacia fuera, perpetrando una imagen de ambos que ya no se correspondía con la realidad. Porque él seguía haciéndole el amor a Simonetta Vespucci y ella a Marcello Mastroianni, subidos los dos en una Vespa camino de ninguna parte, y en cambio, vistos de lejos, no eran más que una pareja convencional, Gabriel con su Loden inglés y Marcela con su gabardina Burberry.
En ese momento un soplo de viento se levantó del suelo y subió hacia las copas de los árboles. Hinestrosa se estremeció. Al pensar en Marcela había perdido de golpe todo el calor del cuerpo; como si ella, al darse la vuelta en la cama, le hubiera arrebatado la manta y le hubiera dejado en cueros en medio de la noche. Y entonces lo vio venir: era un frío sólido que poseía tronco y extremidades. Que empezó por asirle los tobillos y le fue subiendo por el arco de las piernas hasta que rozó su sexo y se enredó en él, y después lo abandonó dolorido y gélido para alcanzar la cumbre del pecho e introducírsele en la carne, aprisionarle los pulmones, detenerle el corazón y salirle después por la boca lanzando un grito de espanto, de hombre y de mujer al tiempo, ya que lo parió entreverado con el eco de su propia voz.
Se puso en pie, se giró sobre su cuerpo helado y no vio más que hojas al viento, un reguero de hojas secas mezcladas con polvo negro que lo precedían en el camino de regreso al hotel. Tomó un taxi porque tuvo miedo y, al mirarse en el retrovisor, junto a sus propios ojos y los del conductor, descubrió otros, grandes y oscuros, que le recordaron de nuevo a Marcela y que desaparecieron en cuanto el coche enfiló la calle vacía.
Esa noche soñó que Greta se le abrazaba llorando, que tenía la señal de cinco uñas hundidas en la piel. Soñó que Marcela lo abandonaba en un desierto de arena, que Bruno y Miguel lo señalaban con el dedo, que una mujer tocada con una enorme pamela de plumas y un vestido de lentejuelas añil se giraba en redondo y le mostraba que en lugar de rostro tenía una calavera descarnada en la que la muerte había pintado una sonrisa cruel.
Cuando despertó estaba empapado en sudor.
Solía llamar a casa nada más desperezarse, a eso de las tres de la tarde hora española. Marcela le retransmitía en directo las noticias del telediario y luego pasaban unos minutos charlando del verano compartido, las ocurrencias de los niños, los chismes del vecindario y los avances en la investigación de Gabriel.
—¿Cuántos días calculas que te quedan para volver a casa?
—Ya menos, no desesperes. La biblioteca de los Bouvier está repleta de artículos y recortes. Hay muchísimos libros, la mayor parte de ellos dedicados por los autores o con anotaciones del dueño a pie de página. Son interesantísimos. Ayer mismo encontré unos documentos en los que por casualidad se mencionaba el lugar en el que está enterrado Thomas Bouvier.
—¿Irás a visitar su tumba?
—Claro.
Pero aquella mañana eran ya las nueve y media y el auricular del teléfono parecía un yelmo de puro hierro. Hinestrosa estaba mareado, débil y enfermo. No tuvo ánimo para enfrentarse a la confianza ciega de Marcela porque empezaba a vislumbrar algo parecido al arrepentimiento reflejándose en el espejo del fondo de la habitación. ¡Cómo se asemejaba la conciencia a un espectro acusador! La culpa disfrazada de fantoche señalándolo con un dedo exento de carne, acechándolo en la oscuridad, congelando sus entrañas.
Fumó sin salir de la cama tres cigarrillos seguidos y el estómago se le dio la vuelta. Vomitó. Se arrastró por el suelo, se tiró de los pelos y se duchó con agua fría, pero de ninguna manera logró evitar que su boca y sus manos y su mente regresaran al sofá de Greta, al cuerpo de Greta, y que su voluntad no tuviera más remedio que desearla otra vez encima y debajo de su propio peso, consumiéndola igual que a un caramelo, por mucho que repitiera en alto el nombre de Marcela, Marcela, Marcela, para ver si con eso se le pasaban por fin las ganas de traicionar a la madre de sus hijos.
Luego se excusaría por no haberla telefoneado en dos días contándole una verdad a medias: «Estuve en el camposanto, Marcela, y no te imaginas lo que descubrí allí. Mañana mismo me vuelvo a España. Ya no me queda nada más que hacer aquí».
Condujo por una autopista muy ancha hacia los Hamptons, unos doscientos kilómetros, hasta que encontró la salida que le introdujo en la comarcal de doble sentido por la que se llegaba al lugar marcado como Bouvier Memorial en los viejos papeles del notario. Detuvo el motor ante la verja, se asomó al cementerio y vio la iglesita gris, con su campanario en alto y la casita blanca.
Rosa Fe le salió a abrir.
—Señor Hinestrosa, esto sí es una sorpresa.
—Rosa Fe, la sorpresa es mía. ¿No estaba usted con su madre?
Una mujer chiquita se mecía en el interior de la casa. La mucama asintió.
—Mamita —le gritó casi—, este señor es don Gabriel Hinestrosa, el biógrafo de don Thomas del que le hablé.
—Pues déjanos a solas, mi hijita, ya te dije que vendría a verme —contestó—. Ella me avisó.
Rosa Fe la joven lo dejó pasar.
—No le haga mucho caso, se está haciendo mayor —le susurró al marcharse.
Rosa Fe la vieja lo escrutó con la mirada.
—Siéntese —le rogó.
«La investigación es lo que tiene —le diría Gabriel a Marcela esa misma noche—. Que a veces dan ganas de dejarlo todo y volverse a casa, y otras, como hoy, te reparten póquer de ases en la primera mano».
Rosa Fe habló ininterrumpidamente durante media hora. Dibujó en el aire los caminos a la hacienda, rodeados de cocotales, naranjales y algún que otro palmeral. Retrató al gentleman envejecido de los ojos de almendra, sus bacanales, su reloj de oro y el olor de las mulatas en su ropa de señor. Luego la llegada de Greta una noche de brisa y cómo regresó la música al piano del salón. Por último, le contó que la muerte no era mujer, sino hombre, y no era negra, sino guerra, güerita de ojos claros, una criatura marina esculpida por las olas. Del indio Pedro le mostró las manos, de Bartek Solidej la boca torcida. Le contó al detalle cómo empujó al alemán escaleras abajo y cómo cayó él hecho un ovillo, cómo se le quebró el cráneo y se le esparcieron los sesos por el suelo, cómo la protegió la señora Greta, cómo la ayudó a limpiar la sangre y que no derramó una sola lágrima nunca jamás.
—Pero usted debe contar la verdad pa que se sepa. Que la señora Bárbara deje ya de maldecir a mi señora por lo bajo. Que el señor Emilio descanse en paz, que ya es hora.
Hinestrosa no había tenido tiempo de sacar su libreta de notas. Daba igual. Aquellas revelaciones le habían cincelado la conciencia, como epitafios en una tumba abierta. Y las incógnitas que surgían a partir de ese momento eran aún más profundas. En primer lugar debía investigar la verdadera identidad de Bartek Solidej, aquel monstruo surgido del fondo del mar que, al parecer, compartía el lecho con Greta a pesar de convenir los dos en que eran hermanos. Luego había que encontrar el origen de aquel dinero maldito y de la pistola que terminó con la vida de Pedro. Y en tercer lugar, como resultado inmediato de lo anterior, había que reescribir toda la historia desde el principio, porque Greta Bouvier acababa de transformarse en una mujer nueva, inventada en lo alto de un arrecife a partir de un misterio absoluto, por obra y gracia de Thomas Bouvier y sus ansias de inmortalidad.
Durante un instante, Hinestrosa creyó que todo había sido orquestado por Greta. Que ella seguía estando arriba del barranco, sujetando todas las cuerdas, tirando de un hilo y soltando el otro. Ahora te muestro una foto y ahora un hombro, ahora te pongo música y tú bailas, y te hago esperar una semana entera, y te convenzo de que Marcela jamás estuvo mirándote desnudo en mi sofá desde detrás de la cortina.
Pero la respuesta de Rosa Fe le congeló el alma.
—¿Y quién dice que le avisó de que yo vendría, Rosa Fe? Fue la señora Greta, ¿verdad?
—¡Ay, no, ni modo! —exclamó ella con susto.
—¿Pues quién?
Rosa Fe madre se puso en pie, se acercó a la ventana, la abrió de par en par. Señaló una tumba con sus dedos de hueso.
Gabriel Hinestrosa se aproximó despacio.
En el jardín del cementerio, las losas estaban tan limpias que parecían charquitos de nieve. Los parterres de flores crecían aquí y allá en pequeños corrillos de colores, la iglesia del fondo tenía una campana en lo alto que comenzó a doblar, primero perezosa, después más alegre, hasta que su tañido se transformó en una carcajada demente.
—Fue la señora Gloria —respondió la vieja sin dudarlo.
Greta esperó en vano aquella tarde y muchas más. Llegaron las siete y no hubo nadie al pie de la escalera. Regresó Rosa Fe de casa de su madre, preguntó si volvería el profesor y la señora tardó en contestarle. Le dijo:
—A partir de hoy lleve usted cada tarde una jarra con agua a la biblioteca, venga o no venga don Gabriel.