Capítulo 10

I

—¡Se acostaba con su hermano! —Clara no salía de su asombro. Le echaba en cara a Hinestrosa todos los pecados del mundo, como si por el hecho de no haberlos compartido con ella desde el principio se hubieran transformado en cosa suya—. Tú lo sabías y te lo callaste. Te convertiste en su cómplice, le guardaste el secreto y me lo ocultaste a mí. Mira quién habló de integridad, ética periodística, derecho a la información y búsqueda de la verdad. Eres un fraude, Gabriel Hinestrosa.

—No era su hermano, chiquilla, ¡qué disparate! No saques conclusiones a la ligera. Piensa, mide, reflexiona. —A Clara le sacaba de quicio el tono de catedrático condescendiente que a veces empleaba el maestro en su contra—. ¿Por qué iba a tenerle tanto miedo a su hermano?

—Pero tenían el mismo apellido.

—Claro, porque estaban casados. Desde el año cuarenta y cinco —añadió Hinestrosa—. Llevaban diecisiete años de matrimonio cuando murió Bartek.

Clara guardó silencio. Realmente la historia cuadraba mejor con aquella aclaración.

—Así que Tom, a efectos legales, era hijo de los Solidej, no del señor Bouvier —continuó el maestro—. Como comprenderás, en aquella época no había modo de demostrar lo contrario. Se presumía que el vástago nacido en el seno del matrimonio era hijo de ambos cónyuges.

—¿Aunque llevaran casi un año sin verse?

—Ese pequeño detalle era lo de menos. Había casos mucho más evidentes todavía. —Hinestrosa parecía estar leyendo en un libro de historia—. Ocurría a diario, en todos los estratos sociales, incluso entre reyes y reinas, y fueron numerosísimos en el periodo de guerras. Había soldados que regresaban del frente y se encontraban con dos o tres bocas que alimentar; chiquillos desconocidos, pelirrojos o cetrinos de piel que nada tenían que ver con su código genético. Pero hacían la vista gorda, todo fuera por preservar su honor. Y, además, les daba lo mismo. Al final de la guerra casi todo daba lo mismo.

—Entonces, el matrimonio de Greta y Thomas…

—Jamás existió. Por mucho que quedara inscrito en el registro civil de Acapulco, aquel matrimonio no tenía validez, porque ella ya estaba casada con Bartek en Alemania.

—Y entonces la herencia tampoco le correspondía a ella.

—Exacto. Ahí está la clave del secreto. Greta y Bartek hicieron creer a todo el mundo que eran hermanos para poder disfrutar de la fortuna de Thomas, del usufructo y del dinero de Tom.

—Y de la dirección de la compañía.

—Y de todas las propiedades, sí. Sólo había un peligro. —Hinestrosa carraspeó—. Que Bartek se decidiera a asesinar a Greta.

—¿Asesinarla?

—Sí. Para quedarse con todo. Al fin y al cabo, supuestamente era el familiar más próximo del pequeño Tom.

—Y por eso Greta nombró a Emilio Rivera tutor legal del niño.

—Exacto.

Clara se tomó un par de minutos antes de exponer sus conclusiones al maestro.

—Cuando Rivera los descubrió, Bartek salió tras él para matarlo porque sabía que si Emilio hablaba, saldría a la luz la gran mentira.

—Pero no contó con Rosa Fe. Ése fue su gran error. Olvidó que una mujer agraviada es muy, muy peligrosa. Jamás menosprecies la intensidad del odio femenino.

—Ni tú, maestro.

Hinestrosa se rió con ganas. Primero con unas carcajadas sonoras y profundas que poco a poco se tornaron en tos de fumador empedernido. Desde la ausencia de Clara, el humo se había apoderado del aire que se respiraba en aquel ático solitario.

—Tú no me odias, Clarita —dijo cuando se recuperó del ataque—. Aunque lo intentas, no me odias.

—Pues estoy consiguiéndolo, no te creas. —Clara seguía enfadada—. Además, no sé si creerte o no. ¿Quién te contó todas estas cosas? ¿Greta en persona?

—Estuve en Baviera. —Hinestrosa sonó diferente, más grave ahora—. Y lo que descubrí allí me dejó de piedra.

—Cuenta.

—No. —El maestro se plantó—. Lo siento, Clara, pero no puedo. No así, a diez mil kilómetros de distancia de ti y con este teléfono maldito entre tu boca y la mía. Si de verdad quieres saberlo todo, tienes que volver a casa.

De nuevo Clara, en la encrucijada, colgó el teléfono con la sensación de estar cayendo en una trampa. Comprendió que el cebo era demasiado dulce, demasiado tentador y brillante como para pasar de largo sin probarlo siquiera.

Miró a su alrededor. La luz del amanecer envolvía de brumas su dormitorio de toile de Jouy, los geranios, dispuestos en hilera, se desperezaban con el nuevo día, la gran arteria de Park Avenue, que no se detenía jamás, sonaba ahora distinta, con un redoble de tambores nuevos. Clara se asomó a la ventana. Vio con los ojos del recuerdo su llegada a aquella casa en la que se sintió una intrusa hasta que acudió Tom a rescatarla de sus miedos, las luces de Nueva York desde lo alto de la azotea, el abrazo de aquellos tres niños pequeños que llevaban cuarenta años callando un terrible secreto, las arrugas en la piel de Rosa Fe y su casita blanca en el cementerio, la sombra del limonero sobre la arena, los fantasmas de Thomas, Gloria, Emilio, Bartek y Luisa señalándola con el dedo, la risa de Bárbara, los pasitos de Greta, tiqui, tiqui, tiqui, igual que una paloma herida, en el mármol del recibidor.

Y luego miró con otros ojos, con los ojos de la despedida, antes de descolgar de nuevo el teléfono para averiguar a qué hora salía el siguiente vuelo a Madrid.

A partir de ese momento, Clara dio por hecho que a la historia, su historia en aquella historia, le quedaban doce horas de vida. A pesar de que en la calle nevaba con una rabia tenaz y las aceras se habían vuelto blancas como novias virginales, Clara tenía la misma sensación del final del verano, cuando los días van perdiendo poco a poco su luz, y las tardes languidecen desde mucho más temprano, y las noches se vuelven largas y tristes, y los besos, antes apacibles y sosegados, ahora se agitan, se angustian y duelen, porque saben que se acaban, que se consumen como la cera de las velas o la leña de las hogueras.

Antes de que Rosa Fe perfumara la casa de aroma a café tostado, Clara Cobián había doblado cuidadosamente su ropa y la había amontonado en el fondo de su maleta. En la bolsa de viaje ya descansaban los zapatos, el neceser, los libros, la grabadora y los mil recuerdos con las iniciales de esa ciudad de locos que ya tenían su lugar decidido en los rincones del piso frente al Palacio Real y que probablemente desentonarían mortalmente en sus estanterías de alfarera nostálgica, donde ahora reinaban los azulejos, las jarras de sangría y los platos esmaltados para el jamón.

Se recogió el pelo en una trenza de espiga y se pintó la raya de los ojos de un negro tan intenso que cuando entro Tom en el comedor no fue capaz de apartar la vista de aquella sombra de otros tiempos. Luisa le decía adiós de nuevo, con una sonrisa en los labios y un peso imposible en las pestañas, como un abanico abierto, el vuelo de una falda de faralaes o el vaivén de unas caderas que suben y bajan las cuestas empinadas de una ciudad con barranco.

«¿Y los geranios? ¿Y el limonero? ¿Y las luces de Manhattan que eran todas para ti?». Tom callaba todas esas preguntas mientras recorría la línea de abéñula deteniéndose en cada recoveco del contorno de sus ojos.

—Qué elegante —comentó Clara por decir algo.

—Te vas —respondió él, y maldijo el momento en el que perdió la ocasión de beberse el brillo de esos labios tiernos a la sombra del árbol marchito.

—Es mejor así, Tom, sin nada de lo que arrepentirse.

—O arrepintiéndose de todo —contestó él con la misma sensación de septiembre que llevaba atenazando a Clara desde que había amanecido.

Entró Rosa Fe con una jarra de agua y Tom se sentó frente a Clara, sin dejar de mirarla muy fijo a los ojos. El silencio se hizo tan denso que la mexicana temió romperlo en pedazos. No dijo ni buenos días. Ni «adiós, señorita Clara, ya vi sus maletas sobre la cama, ya supe que conoció a mi mamá, ya sufro de pensar en ese libro que está escribiendo. Ahorita de usted depende que salgan los muertos de sus agujeros y vuelvan a buscar a los vivos, para llevarlos con ellos a la cocina del infierno».

La delató el temblor de las manos. El agua salpicó el mantel. Clara volvió a imaginarla convertida en una niña, flanqueada por sus dos príncipes azules. Tom haciendo guardia en la escalera y Ernesto esperando el regreso del vagabundo y la borracha, escuchando cada uno el mismo grito: «¡Asesina, asesina!», sin comprender quién era en realidad la víctima y quién el verdugo. Despiertos, desvelados, con la respiración cortada y la tripa revuelta. Huérfanos los tres de padre y madre.

—Rosa Fe. —Tom hablaba mirando al frente—. ¿Se ha levantado ya mi madre?

—Aún no.

—Dile que hoy no vengo a comer.

Clara sonrió por fin.

—Ni a cenar.

Sabía que se llamaba Vivían la amante de Tom y que estaba a punto de librarse de una vez de las cadenas del amor clandestino. En cuanto salió Rosa Fe del comedor, le dijo: «Invítala a la fiesta de Navidad», y aunque temió lo contrario, que su voz la traicionara, o su garganta, o el gesto de su cara, fue capaz de sonar sincera, con ese tono casual que se emplea con los amigos. Así fue su despedida, sin palabras.

Lo vio salir a la calle, abrigo azul oscuro, bufanda anudada al cuello, camisa celeste y corbata melancólica, algunas canas entreveradas en su pelo negro, los ojos del color de las avellanas tiernas, las manos grandes y el paraguas abierto bajo la nieve. Esa mañana Tom prefirió atravesar el parque a pie para hacerse la ilusión de estar pisando un campo de centeno y fue muy consciente de que en el fondo, bajo capas y capas de tierra, estaba ahogándose en el mar.

II

Bárbara Rivera vivía en un piso atiborrado de objetos en un edificio nuevo de apartamentos de lujo. Estaba muy cerca de la mansión Bouvier, a sólo cinco minutos a pie, así que, a pesar del hielo y la nieve, Clara prefirió ir en botas antes que en coche. Las personas con las que se cruzó en el portal correspondían a los nombres de las plaquitas de los buzones: profesionales autónomos y señoras bien venidas a menos que con tal de seguir viviendo en Park Avenue hubieran comido frío el resto de sus días.

Salió a abrirle una doncella de uniforme que la acompañó hasta el salón y le dijo en un español con acento del sur que doña Bárbara no tardaría en llegar, que iba a misa todas las mañanas a las nueve en punto. «Caminando», dijo; «con este frío», añadió. Y luego desapareció por detrás de un biombo chino y ya no volvió a saberse más de ella.

Clara se sentó en un sofá de terciopelo verde todo rebozado de pasamanería, cojines, fundas para los reposabrazos y borlones en las esquinas. Se fijó en la alfombra de mil nudos, oriental, probablemente libanesa, lo mismo que los tibores y objetos de plata y cristal que ocupaban hasta el último rincón de cada mesita. Le llamó especialmente la atención un elefante de cobre del tamaño de un pastor alemán, la escultura en madera policromada de un guerrero azteca, los cuadros de tres o cuatro arcángeles enmarcados en oro y las más de cien fotografías rodeadas de plata que habían invadido aquel salón como una plaga de langostas hambrientas, o de termitas, en las que estaba contenida la vida y milagros de Emilio Rivera hasta que perdió el juicio, de Ernestito hasta que perdió los rizos y de la propia Bárbara hasta que dejó de hacerle efecto el bótox y su asesor de imagen la recomendó aquel lifting que terminó por transformar su cara en una máscara irreconocible.

No había un solo libro.

Gabriel Hinestrosa desconfiaba de las personas que no tienen libros en su casa. Y también de las que presumen de poseer bibliotecas de Alejandría, con tomos y tomos encuadernados en cuero viejo: tratados de medicina del siglo XVII, grabados de botánica del XVIII, códigos de leyes preconstitucionales y pesados volúmenes escritos en latín y en castellano viejo que sólo sirven, decía Hinestrosa, para hacer bonito y que se compran al peso en las tiendas de decoración. El maestro era de los que piensan que no hay cosa más indiscreta que una buena estantería llena de libros de los de veras. «Mira, Clarita —le decía en voz baja cuando alguno de los profesores de la facultad los invitaba a cenar en una de esas casas de intelectual barato—, marxista, reprimido sexual y desconocedor del arte abstracto», o «Esta mujer no sabe que es lesbiana, chiquilla, no sé si decírselo yo o dejar que siga leyendo a Virginia Woolf», y a veces, tres o cuatro semanas después de haber tomado café frente a una de esas librerías, si Clara le preguntaba por qué no había vuelto a llamar a tal o a cual persona, él decía algo así como: «¿Pero no viste los bodrios que tenía en su casa?».

Qué incómodo se hubiera sentido Hinestrosa en el salón de Bárbara Rivera, con tanto adorno y tan poco libro. No hubiera sabido cómo catalogarla ni de qué hablar con ella, ni adivinarle los gustos, las insatisfacciones y las fantasías. Se hubiera tenido que conformar con analizar las fotografías, sabedor de que ésas siempre mienten, porque uno pone buena cara aunque se esté muriendo de pena, y luego escoge aquella en la que menos se note el color del alma para colocarla en lo alto de la chimenea y engañar a los amigos cuando vienen a tomar el té.

A juzgar por aquellos retratos que pasaban del sepia al blanco y negro y luego al color desvaído de los sesenta y después al artificial de la fotografía digital moderna, que es lo mismo que la cirugía estética sólo que utilizando el Photoshop en lugar del bisturí, cualquiera hubiera pensado que Bárbara Rivera había vivido una existencia regalada, rodeada de sus seres queridos, sin preocupaciones de ninguna clase y sin el disgusto de encontrarse una sola arruga en la piel. Igual que el escenario del crimen perfecto, el salón de Bárbara estaba tan limpio de las huellas del sufrimiento que resultaba sospechoso. Si al menos hubiera dejado, como por descuido, una botella vacía de vodka,

o de tequila, o de ron, sobre el carrito de cristal de las bebidas en lugar de aquellas recién compradas, aún cerradas y llenas hasta arriba, tal vez habría logrado que Clara dejara de pensar, por un instante, en su alcoholismo evidente. Y si en lugar de aquellas flores tan perfectas, hubiera colocado otras, más callejeras y menos prefabricadas, Clara habría creído sin problemas la mentira aquella de que eran un detalle de sus nietos. Y si el retrato al óleo de Emilio Rivera no desentonara tanto sobre la chimenea, y si ella lo contemplara con un arrebato menos forzado, y si se le hubieran saltado las lágrimas antes y no después de sacar el pañuelo del bolso, puede que Clara hubiera llegado a pensar que aquella mujer, alguna vez en la vida, estuvo a punto de ser feliz.

—He venido a despedirme, Bárbara.

Qué falsa sonó aquella frase y qué forzada aquella sonrisa en la boca de Clara. A despedirse, como si no resultara evidente que su presencia allí respondía a intenciones mucho más ladinas. Incluso para Bárbara, que era capaz de creerse hasta la mentira más transparente con tal de resultar favorecida por el destino, estaba claro que no hacía ninguna falta decirse adiós. La española podría haberse marchado por donde había llegado, sin más ceremonias. Pero entonces, aquella primera conversación en la mansión Bouvier, inducida por el martini e interrumpida por la pérdida inminente de conciencia de la interlocutora más locuaz, la misma que acusaba a Greta de asesinato sin el menor pudor, habría quedado inconclusa, y eso sí que Clara no estaba dispuesta a permitirlo.

Esta vez Bárbara se sirvió agua con aspirinas.

—No puedes irte —le reprochó—. Viniste a escribir la biografía de Greta y todavía no sabes nada de ella.

—Sé algunas cosas.

—Claro —añadió irónica—. Sabes cuál es su color favorito y que no le gusta el tomate crudo y que usa un perfume de gardenias, bastante desagradable, por cierto. Mira que le he dicho veces que me da arcadas y ella, nada. —La miró a los ojos—. Créeme, Clara, saber, lo que se dice saber, tú no sabes nada.

Se levantó a duras penas del sofá y se volvió hacia la cristalera desde la cual se asomaba a todas horas al parque.

—Ven —le pidió, haciéndole una seña con la mano—, mira, ¿ves ese banco de ahí enfrente, en el parque, junto al lago?

Clara asintió.

—Cuando dimos por muerto a Emilio, compré una de esas plaquitas de bronce y ordené grabar la siguiente inscripción: «Aquí pasó sus últimos días E. R. intentando olvidar». —Soltó una carcajada que sonó a hueco—. Ahora, todas las mañanas a las nueve en punto cruzo la calle, me siento en el mismo rincón en el que se sentaba él y me bebo un botellín de ginebra a su salud. Sin agua. A secas. ¿Ves esas huellas sobre la nieve? Pues son mías. De ida y de vuelta. Yo también trato de olvidar, pero ¡ay, chaparrita!, inventaron de todo para la memoria menos cómo perderla.

Clara guardó silencio. Bárbara era de esas personas que no necesitan estímulos para desahogarse. Simplemente les fluye la rabia, colina abajo, como el agua del deshielo.

—Emilio era un buen hombre —continuó—. El mejor que he conocido en toda mi maldita vida. Y tenía un corazón así de grande. —Agitó las dos manos en alto—. Si hubieras visto cómo era de parrandero, de alborotador, de pendenciero a veces.

Cuando éramos jóvenes y creíamos que el mundo era nuestro, me llevó a lo alto del arrecife y me juró que se tiraría abajo si me negaba a darle un beso. Luego, que se ahogaría en el mar si no me casaba con él. Siempre me estaba amenazando con cosas así: o me quieres o agarro y me mato, o me crees o me doy a la borrachera, o me tomas o me dejas, y si me dejas, me arranco la vida.

—Apasionado —se le ocurrió apostillar a Clara.

—Temerario —la corrigió Bárbara—. No se puede querer con esa vehemencia, con esa intensidad, porque ahí está el límite entre la cordura y la locura, en esa línea tan estrechita que si uno da un mal paso se cae para abajo.

—Ya. Como de un trapecio.

—Sin red.

Bárbara regresó al sofá. Se hundió entre los cojines de terciopelo. Dio un sorbo largo al vaso de agua y luego se quedó mirando al cristal, como si se asomara a una ventana esmerilada a través de la cual contemplara el paisaje distorsionado y de ese modo se colocara por fin cada cosa en su sitio.

—Supe que se había enamorado de Greta el mero día que la vio por primera vez en la hacienda de Thomas. Yo misma me paré a mirarla un buen rato, porque era tan diferente del resto de las mujeres de aquel salón, tan alta, tan rubia, tan joven, que parecía recién salida del mar o del paraíso. ¡Maldito seas, Emilio Rivera! —exclamó de pronto sin apartar la vista del vaso—. No podías ser como los otros hombres, que se conformaron con bajar al puerto a aliviarse del calor, no. Tú tenías que adorarla, como un esclavo a una diosa. Tenías que temblar cada vez que rozabas tu piel con la suya, quedarte embobado, pensándola de lejos, que yo te preguntaba: «¿En qué andas?», y tú me respondías: «En cosas mías».

Clara no dijo nada. No se atrevió a interrumpir aquella conversación entre Bárbara y el fantasma de Emilio, que revoloteaba por aquella estancia convertido en polvo. Sólo cuando pasó un buen rato sin que ninguna de las dos volviera a hablar se decidió a reconducir de nuevo la conversación para guiarla hasta el lugar exacto al que a ella le interesaba llegar. Había aprendido a torear a la gente a lo largo de cinco largos años de entrevistas complicadas. Se había convertido en una especie de confeso ni o inquisidora, o negociadora, tan eficaz que siempre era a ella a quien confiaban las misiones más arduas de la revista. Los esquivos, los herméticos, los celosos de su intimidad, los ariscos y enigmáticos que disfrutaban envolviendo su existencia en un halo de misterio eran su gran especialidad. Clara tenía el don de lograr que de un modo u otro hasta el más astuto interlocutor de la tierra terminara por revelarle aquello que más deseaba ocultar.

No era el caso. Bárbara era patosa para todo. No digamos para irse de la lengua. Si una se quedaba callada mirándola de frente, ella se lanzaba a contar cualquier indiscreción, por inesperada que fuera, propia o ajena, ya fuera delito o peccata minuta, sin pararse a medir el efecto de sus palabras en el entorno.

Clara sólo tuvo que fingir una inocencia cándida y poner cara de asombro cuando Bárbara, en respuesta a su «¿Entonces fue por eso, por esa obsesión, por lo que perdió el juicio?», levantó por fin la vista del vaso para clavarla en sus ojos negros y confesar: «No, mi reina, ¿ves cómo no puedes irte todavía? Fue por la muerte de Bartek Solidej».

—Escúchame bien —dijo sin dejar de mirarla muy fijo—, sólo te contaré esto una vez. Es… ¿cómo decís los periodistas…? Off the record, ¿no? —Sonrió—. Y te juro que si alguna vez lo publicas, diré que mientes, te demandaré, te llevaré a juicio.

—De acuerdo, Bárbara. —Clara encajó con serenidad las amenazas—. No se altere.

—Muy bien.

Bárbara Rivera recorrió el salón con ojos de borracha. Cuando los posó por fin en el carrito de las bebidas, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Me voy a servir un tequilita —se rindió—, aunque yo nunca tomo por las mañanas.

Ya con el vasito vacío y un limón escurrido sobre la mesa continuó con su declaración.

—Una vez te dije que Greta había asesinado a Thomas, ¿recuerdas? —Clara asintió—. De amor —añadió—. Bien, pues debes saber que aquél no fue su único crimen pasional. Greta es una mujer fría y calculadora. Austríaca, ya me entiendes, así que la palabra «pasional» le queda bien lejos, bien grande. Los apasionados fueron siempre los hombres que la sufrieron. Primero mató a Thomas, después a Bartek y, por último, a mi esposo, y con qué limpieza, con qué impunidad. —Bárbara suspiró—. Pero de las tres muertes, la más lenta y dolorosa fue la de Emilio. Lo envenenó de a poquitos, lo volvió loco, le chupó la sangre, le desvalijó el alma, lo vació por dentro.

—Creo que sé lo que quiere decir cuando afirma que Greta mató a Thomas de amor. Y también cuando se refiere a la muerte de Emilio en vida, despechado, ignorado y despreciado. Pero no entiendo qué tuvo que ver Greta con el accidente de Bartek —mintió Clara.

—Pues ni modo, chaparrita. —Bárbara utilizó un tono condescendiente que le hizo a Clara pensar por un momento en Hinestrosa cuando sentaba cátedra—. Ella lo empujó escaleras abajo nomás.

—¿Greta?

Clara sabía de buena tinta, porque la propia Rosa Fe se lo había confesado sólo unas horas antes, a quién pertenecían los dos brazos y el odio que habían impulsado aquel cuerpo hacia el infierno más probable.

—Sí, Greta, Greta, pero valiéndose de mi esposo como de un asesino a sueldo. ¿No te dije que le lavó el cerebro con todos aquellos cuentos de miedo? Le decía: «Emilio, mi hermano está loco», «mi hermano me pega», «mi hermano quiere quedarse con todo». En cuanto vio la ocasión de deshacerse de él, le dio la orden a Emilio, igual que a un perro de presa. Le dijo: «¡Ataca!», y Emilio atacó.

—Entonces, no enloqueció por amor —comprendió Clara.

—Fueron los remordimientos.

Bárbara Rivera se tomó el segundo tequila de una de esas mañanas en las que aseguraba que no probaba una gota de alcohol. Otra vez el perfume del limón estrujado invadió el salón y removió los recuerdos de Bárbara y los de Clara en un combinado de sabores amargos conocidos para ambas.

—Qué mala es la conciencia. Qué mala es la culpa.

Clara no supo quién de las dos había pronunciado aquellas palabras.

Se despidieron con un abrazo sincero en la puerta de la casa. Dentro se quedó Bárbara, empapada en mentiras viejas. Fuera, Clara, con el tremendo peso de la verdad sobre los hombros. Había aprendido también, a lo largo de cinco años de profesión, que la información es como el polvo, que debe asentarse, reposar, ir tomando forma y consistencia antes de poder aspirarlo o barrerlo, o amontonarlo en algún rincón, o esparcirlo por las cuatro esquinas del mundo, convertido en polen, para que allí donde caiga crezca un árbol, el árbol del paraíso, el de la ciencia del bien y del mal.

Las tres muertes de las que Bárbara culpaba a Greta tenían un autor material distinto a ella: a Thomas se lo llevó un infarto de miocardio previsible e inevitablemente mortal; a Bartek, la rabia de Rosa Fe madre, dos brazos impulsados por la venganza, una escalera pintada de rojo a la que acababan de desnudar de su alfombra y un golpe en la nuca, también mortal; a Emilio se lo rifaron la muerte natural y la accidental, con victoria de la primera sobre la segunda, porque a pesar de haber estado a punto de perder la vida varias veces en alguna calle sin luz, bajo las ruedas de algún autobús de línea, la explicación médica de su defunción fue necrosis del hígado por el abuso del alcohol, lo cual es igualmente mortal.

Clara podría haberse dado la vuelta y haber regresado a aquella casa para contarle a Bárbara que Emilio no asesino a nadie. Pero, entonces, ¿la verdad habría sido más dulce o más amarga o más aromática que aquella mentira tan comprensible? Emilio Rivera no estaba loco. Sólo perdió las ganas de seguir viviendo, porque de la noche a la mañana se le había desmontado el mito, la diosa se le había vuelto de barro, como uno de esos ídolos precolombinos que tienen cara de serpiente y cuerpo de mujer, y porque ya no podría volver a mirarla a los ojos sin sentir un poco de asco al creerla amante de su propio hermano. Porque notaba la garganta seca y no había modo de devolverle el agua a su boca sedienta.

III

Dicen que el asesino regresa siempre al lugar del crimen. Rosa Fe, escalera arriba, escalera abajo, con la bandeja del desayuno, la ropa limpia, las flores frescas y las marchitas, de tanto subir y bajar había borrado sus huellas del suelo, pero no había logrado eliminar la imagen de Bartek Solidej de las memorias tiernas de aquellos tres niños. También dicen que los primeros recuerdos perduran para siempre, como la lengua materna y las tablas de multiplicar.

Ahora Clara reconstruía la escena pasito a paso. Desde la puerta de la calle hasta la del dormitorio de Greta, examinando las distintas perspectivas: la desolación de Emilio camino del parque, la furia de Rosa Fe encima de la escalera, el asombro de Bartek al verle por fin los ojos a la muerte y reconocerlos como los suyos propios y la imagen entre barrotes de tres bocas abiertas, maravilladas, como en el estreno de Vértigo, pero en colores, que eran muy niños para las películas de Hitchcock en opinión de todos, excepto en la de Emilio: «Si me prometéis que no se lo decís a vuestras madres, os llevo a una de miedo», y luego, tres noches en vela, temblando de espanto.

Clara se agachó en el mismo lugar en el que aquella tarde de diciembre, después de la proyección en el Paris Theatre de Freud, pasión secreta, interpretada por Montgomery Clift y dirigida por John Huston, Emilio Rivera protagonizó ante el público infantil su particular versión del thriller, con resultado de éxito rotundo y cuarenta años de pesadillas por cabeza. Con la aparición estelar de Rosa Fe en el papel de asesina, Bartek Solidej como villano, Greta como actriz principal y la mansión Bouvier como inolvidable escenario de esta superproducción germano-americana.

El tiempo se había deslizado por aquel pasamanos acompañando a Tom en su caída libre, como un niño más que se hace mayor sin entender por qué el hecho de que pasen los días, y luego los meses, y los años es suficiente para convertir a un crío en un hombre y cargarlo con responsabilidades que le quedan grandes, o que le son ajenas, o incomprensibles, o que simplemente le aburren hasta el extremo.

—Yo soy la barandilla de esta familia —solía decir Greta, con una falsa modestia abrumadora—. Porque es en mí en quien todos se apoyan para subir peldaños. Ellos van hacia arriba y yo soy feliz sosteniéndolos y respaldándolos en su ascenso. A la edad que tengo ya sólo me interesa dar consejos. Quiero que me recuerden como una mujer que tuvo mucha más experiencia de la vida que mucha otra gente y que supo canalizar todas sus vivencias para bien. Más sabe la vieja por vieja que por sabia.

Solían tomar un té con leche y algo de fruta a media mañana Greta y Clara antes de salir, a veces juntas, a veces en direcciones opuestas, a rellenar las dos o tres horas que las separaban del almuerzo. En la mansión Bouvier se comía a la una en punto, siempre dos platos y postre, en la vajilla de los desvelos de Rosa Fe, y luego se reposaba el banquete con una siesta sagrada de diez minutos exactos frente a la CNN, tradición de origen español y adopción mexicana que no se interrumpía así cayeran las bombas en Afganistán.

Aquel tecito de antes del mediodía que Rosa Fe anunciaba con un golpe de su puño en la puerta del dormitorio de Clara y la frase invariable «el tecito está listo, la señora la espera» era tan obligado en aquella casa como la mismísima siesta y se había establecido como una costumbre inalterable entre Greta y Clara para compensar el hecho de que cada cual tomara el desayuno donde y cuando le diera la gana; Clara muy temprano, en el comedor de diario, acompañada por el color avellana de los ojos de Tom, y Greta en su habitación, bien entrada la mañana, recostada en la cama y con el camisón todavía puesto mientras se llenaba la bañera de agua y sales marinas.

Su conversación de media hora larga, sólo interrumpida por los sorbitos que ahora una, ahora la otra daban a aquella infusión amarga y caliente, buen preparativo para combatir el frío de diciembre que las acechaba al otro lado de la puerta, era banal; el programa del día, la lluvia o la nieve, los titulares del periódico matutino, o algún comentario a tal o cual comportamiento estrafalario de Bárbara, siempre imprevisible, que un día se inyectaba una desproporcionada cantidad de silicona en los labios y otro decidía aparecer en un cóctel benéfico del brazo de un gigoló latino cuarenta años más joven que ella.

«Qué original», solía apostillar Greta a sus excesos.

Pero ese día, el desencanto de la despedida le había nublado el ánimo y durante un buen rato había permanecido callada, en una guerra interna en la que participaban la rabia, el alivio, la indiferencia y la altanería a partes iguales. Rosa Fe, con la bandeja del desayuno y el New York Times en las manos, le había disparado

lo de Clara a bocajarro. Siempre hacía lo mismo Rosa Fe con las malas noticias: las soltaba así, como si abriera el grifo del agua fría.

—La señorita Clara se vuelvo a España.

—¿Cuándo? —Al ratito.

—Y el señorito Tom no come hoy en la casa.

—Ni cena.

Entonces Greta se dejaba caer sobre los cojines que amortiguaban el peso de su disgusto y se quedaba allí el tiempo que hiciera falta, fingiendo una de sus memorables jaquecas de días, hasta que las aguas volvían a su cauce, Tom regresaba corriendo con el doctor Sontag, que era el único médico del East Side que comprendía la lengua materna de Greta, o Bárbara aparecía ruidosa con una botella de tequila escondida en el bolso para que al menos la cabeza tuviera un motivo auténtico del que quejarse.

Pero ahora, la noticia de la repentina marcha de Clara la había pillado por sorpresa y sin tiempo para castigarla con una migraña de las suyas. Había que escoger entre el encierro voluntario, lo que no evitaría que la chica se despidiera sin más, con un «adiós, gracias» desde el otro lado de la puerta, o un enfrentamiento frontal, con el que tal vez lograra que cambiara de opinión.

—Es una lástima que te marches ahora —dijo por fin—, justo cuando estábamos llegando a lo más interesante.

—Cuánto lo siento, Greta, pero lo que tengo que hacer en España es importantísimo. Tal vez sean sólo unos días, y antes de lo que se imagina, esté de vuelta con mi grabadora.

—Entonces te adelantaré los titulares para que no tengas más remedio que regresar.

Clara sonrió. Greta enumeró con los dedos de la mano izquierda:

—La muerte accidental y dramática de mi pobre hermano Bartek. Mi inolvidable viaje a Persia junto a Boris Vladimir para asistir a la fastuosa ceremonia de coronación del sah Mohammed Reza Pahlevi y su esposa, Farah Diba. Mi tórrido romance con un hombre casado, de lo que no me enorgullezco en absoluto. Esas cosas siempre acaban mal. La boda de mi hijo Tom con una desconocida y la enfermedad que le destrozó la vida para los restos. Ya le avisé de que aquella española, perdóname, no te ofendas por lo de española, no le traería nada bueno. Mi estancia en el Palacio de Buckingham, invitada por la familia real británica, para asistir al enlace entre el príncipe Carlos y lady Diana Spencer. ¿Quieres que siga o ya estás pensando en anular tu billete?

Con razón decía Bárbara Rivera que Clara conocía bien poquito a Greta. Del treinta de noviembre al diez de diciembre. Diez días, ni más ni menos.

El tiempo es un baremo peligroso. Nunca se sabe cuánto es suficiente, ni cuánto demasiado, ni cuánto hace falta, ni cuánto sobró, ni dónde tirarlo, ni dónde almacenarlo para echar mano de él el día menos pensado.

Tampoco es el tiempo una unidad de medida fiable. ¿Cuánto conoces a Greta? Diez días. Ni mucho ni poco, ni bien ni mal, ni más que a mi vecina, ni menos que a mi compañera de pupitre; diez días intensos, esclarecedores, pero diez al fin y al cabo.

El retrato de la dama se había ido pintando a base de brochazos y de pinceladas; más al estilo de un collage de artistas variopintos que como un fresco de la escuela flamenca, y para poder encontrarle el sentido, entre tanto pigmento y tanto trazo inconexo, había que separarse un poco del lienzo y contemplarlo en perspectiva. Entonces aparecían los rasgos inconfundibles de un rostro con sonrisa de Mona Lisa: que si hombre, que si mujer, que si triste, que si alegre, que si noble, que si vulgar.

Así era Greta.

«Mi madre es difícil de entender. Es frágil y dependiente, es orgullosa y cínica, es generosa y divertida, es protectora hasta el extremo, defensora de los suyos como una loba de su carnada, olvida con dificultad, tanto lo bueno como lo malo, sabe ser cruel, sabe ser compasiva, es capaz de guardar el secreto más noble y de airear la miseria más baja, de hacer reír y de hacer llorar con la misma palabra. Y tiene miedo. A la soledad. Más que a la muerte».

«La señora es muy buena, pero buena de las de a de veras».

«Greta es una asesina».

«La señora protegió a doña Bárbara y al señorito Ernesto desde que faltó don Emilio. Se preocupó de que nunca les faltase de nada».

«Greta odiaba a Luisa».

«La señora Greta pasó en la casa de la playa casi dos meses con la señorita Luisa. Cuidando de ella. Hasta el mismito día de su muerte. Le mintió al señorito Tom. Le dijo que estaba en Suiza. Pero vino acá, con todos los medicamentos contra el dolor, y llamó al doctor Sontag, y organizó un turno de enfermeras, y lloró con una rabia de las de dientes y muelas, y gritaba que no, que no se la llevara también a ella, a Luisa, esa Gloria del demonio. La maldita Gloria que le arrebató a su esposo de los brazos la mera noche de bodas y que atravesó el mundo buscándola entre los vivos hasta que dio con ella para destruir aquello que más quería. La felicidad de su hijo Tom».

«Greta es una egoísta».

Pero lo que Clara tenía que hacer en España estaba por encima de cualquier duda, de cualquier contradicción. Tenía que ver al maestro y extraerle uno a uno todos los secretos de la memoria como dolorosas muelas de raíz podrida. «Lo que descubrí en Baviera me dejó de piedra», había dicho Hinestrosa mientras tiraba del hilo invisible que jamás se rompió entre los dos. «¿Ves, Clarita? Eres como un yoyó. Yo te impulso y tú subes. Yo abro la mano y tú caes».

—De verdad, lo siento, pero no tengo más remedio que volver a casa —insistió con terquedad.

Entonces Greta atacó.

Y Clara se dio cuenta de que en el fondo del alma de la dama había un volcán que acababa de entrar en erupción. Una serpiente dormida rebosante de veneno. O peor: una mujer despechada.

—Lo que tienes que hacer en España es acostarte con Gabriel Hinestrosa, Clara Cobián, ¿a quién quieres engañar?

Clara, estatua de sal, pudo hacerse la ofendida. Pudo levantarse e irse de Nueva York por la puerta de atrás. Pudo dar un puñetazo en la mesa y gritar que quién se había creído Greta que era para decirle esas cosas, que podía hacer lo que le diera la gana, que era mayor de edad, que se acostaba con quien le parecía y que ya tenía una madre en Arcos de la Frontera para mostrarle la senda del bien y del mal.

Pudo hacer todo eso, o lo que finalmente hizo: atragantarse con el tecito y toser con un auténtico ataque de furia, morada por dentro y por fuera, llorando de asfixia y de rabia, y de sorpresa, y de asombro al darse cuenta de que Greta, en sólo diez días, había llegado a conocerla más profundamente de lo que llegaría Clara a hacerlo jamás, por muchos cabos sueltos que anudara y muchos documentos que le quedaran por rescatar del polvo.

—¿No te he dicho que más sabe la vieja por vieja? —Ahora Greta se reía cruel—. Hacía siglos que no sabía nada de Gabriel. Y, de pronto, me llama una noche cualquiera para pedirme el favor de estas memorias, y me habla de ti, y me dice que fuiste su alumna y que hueles a limones, y yo le pregunto: «¿Cuánto tiempo hace que te acuestas con ella?», y él se queda callado, dándome la razón en todo.

Clara dejó la taza sobre el platito. Tintinearon la porcelana y la cucharilla de plata.

—Un momento —dijo, y comprendió de repente—. ¿Me está diciendo que fue Gabriel quien la llamó a usted?

—Y me dijo: «Cuéntale a la chiquilla las mismas mentiras que me contaste a mí. A Clara le encantan los cuentos de hadas».

—Pero él nos aseguró que había sido usted quien le pidió que viniera a Nueva York para escribir su biografía.

Greta la miró con una mezcla de compasión y desdén.

—Yo tengo muy poco que contar y mucho que callar.

—Entonces —Clara no quería saber la respuesta a la pregunta que estaba a punto de formular, pero tampoco ignorarla—, ¿por qué aceptó, Greta? ¿Por qué estoy aquí?

—Porque Gabriel Hinestrosa es el único hombre de la tierra capaz de hacer conmigo lo que le dé la gana. Es como un titiritero, y yo, su marioneta, que sube y baja, salta y cae, ríe y llora a su antojo, siempre colgando del mismo hilo, por mucho tiempo que pase y muchos océanos que se pongan en medio.

—Como un columpio en lo alto de un barranco —comprendió Clara—. Como un yoyó.

—¿No te acabo de decir que de lo que hubo entre nosotros no me enorgullezco en absoluto?