I
No puede decirse que Bartek Solidej llegara a América con una mano delante y la otra detrás. Muy al contrario: desembarcó en la isla de Ellis ya transformado en un dandi de los de bigotito y pañuelo de seda. Los trámites de inmigración no fueron más que eso, trámites, y hasta el perro policía olfateó su equipaje con cierta desgana, como si comprendiera que debajo de semejante olor a colonia elegante no pudiera esconderse ningún producto ilegal. Bartek se libró de las vacunas, de la cuarentena, del corte de pelo y hasta de mancharse el pulgar de tinta porque al inspector de aduanas le bastó con recorrer el traje de paño con la mirada para sellarle el pasaporte sin hacer más preguntas que las estrictamente necesarias.
—¿Residencia en los Estados Unidos de América? —preguntó en un tono de mero trámite.
—Hotel Waldorf Astoria, Manhattan.
—Claro.
Traía tres baúles, dos sombrereras, varias maletas de cuero y una cartera negra encadenada a la muñeca. Ahí dentro viajaba el dinero. La pistola descansaba para siempre en el fondo del océano Pacífico, en algún lugar de algún archipiélago por el que había navegado su barco una noche de mar gruesa. Aparte de los billetes, perfectamente colocados en montoncitos de a cien, Bartek guardaba con cuidado los treinta o cuarenta recortes de prensa en los que se daba noticia del paradero de Greta Bouvier, la que fuera «viuda de América» hasta que otra Bouvier, de nombre Jacqueline, le arrebatara el título algo más de una década después.
Era un hombre de gran presencia el señor Solidej. En cuanto engordó los ocho o diez kilos que la posguerra le había arrebatado y volvió a brillarle el pelo dorado, y los ojos recuperaron el azul de hielo de siempre, en cuanto se calzó unos zapatos nuevos y se colocó el sombrero y bajó a desayunar al comedor del hotel con un periódico en la mano del anillo de oro, los mozos lo saludaron inclinando la cabeza resignados ante aquel galán de cine que pertenecía a un mundo diferente al suyo, más afortunado, más luminoso, porque la mayoría de aquellos muchachos de sonrisa fácil y pantalón suelto eran hijos de inmigrantes italianos o irlandeses que habían tenido que hacerse sitio a codazos en aquel mundo prohibido diseñado para un puñado de ricos de solemnidad como el señor Bartek Solidej.
Su rutina era la de un rentista bon vivant. Se levantaba a deshora, perdía media mañana delante de un café con leche, paseaba en solitario por Central Park, piropeaba a las pin-up en un idioma incomprensible en el que residía parte de su atractivo, almorzaba con la servilleta sobre las rodillas, no se perdía un estreno y era famoso en los locales de moda donde el jazz era tan necesario como el aire que se respiraba. Solía acostarse en buena compañía pero amanecía solo, libre de cualquier cadena que lo amarrara a ninguna cintura ajena y dispuesto a recomenzar aquella vacación aparentemente perpetua que, sin embargo, para su desesperación, reconocía con fecha de caducidad.
Quedaban muchos menos billetes en el fondo del maletín la tarde en la que conoció a Boris Vladimir por pura casualidad. Ambos tomaban un té con pastas en el piano bar del Pierre y fumaban los mismos pequeños cigarros sin filtro, pero sólo Bartek llevaba encima, aquel día, las cerillas de la suerte. El búlgaro se aproximó a su mesita y, tras el saludo de rigor, el comentario jocoso con relación a las virtudes de las cerillas sobre los encendedores de oro y la presentación formal, con título nobiliario incluido, tomó asiento junto a su reciente adquisición y le desnudó el alma sin recato. Tal vez le fascinó el porte aristocrático del austríaco hasta más allá del límite de lo permitido, pero el otro no supo o no quiso entender la naturaleza de sus insinuaciones y sólo prestó auténtica atención cuando salió a relucir el tema de la inminente fiesta en la Maison Bouvier.
En menos tiempo de lo que tarda un cigarro en consumirse, Bartek Solidej tenía en sus manos una de aquellas invitaciones escritas a plumilla con letra picuda: el tarjetón que le abría la puerta a su nueva y definitiva fortuna.
Es cierto que podía haber aparecido un día cualquiera ante el umbral de Greta, sin anunciarse ni rodearse de toda aquella parafernalia, pero entonces hubiera sido como reconocer su derrota, como descubrirle a aquella despreciable traidora que su plan de huida había dado resultado y que él no era más que un perro callejero disfrazado de príncipe que se arrastraba ante su presencia con el rabo entre las patas. Por eso esperó pacientemente hasta que la oportunidad vino a buscarlo aquella tarde en el Pierre.
Para deslumbrar a Greta se compró un esmoquin blanco, una pajarita negra, unos gemelos de oro, y se dejó crecer un bigotito estrecho que parecía pintado a mano. Se lustró los zapatos y se pulió las uñas, se peinó con vaselina, se embadurnó de crema y se roció con perfume del caro. Aquella noche, el portero del Waldorf Astoria estuvo a punto de hacerle una reverencia.
Dio resultado. A su puesta en escena sólo le faltó un acorde de piano agudo y sostenido de fondo, como la nota que marca el clímax en las películas de terror. Y fue eso precisamente, terror del bueno, lo que asomó a los ojos de Greta cuando se
lo encontró de frente.
—Teníais que haber visto la cara que puso Greta al descubrir la sorpresa que le tenía preparada —presumió durante años Boris Vladimir ante su variopinto auditorio—. Todo salió a la perfección. Lo habíamos planeado hasta el último detalle Bartek y yo. Él debía aparecer de pronto, a medianoche, sin que nadie, excepto yo mismo, supiera de su existencia. Llevaban casi diez años sin verse, sin saber nada el uno del otro. Durante la guerra, Greta se había refugiado en una granja en Baviera junto a sus padres mientras que Bartek, por formar parte de La Rosa Blanca, el grupo de valientes que se enfrentó a los nazis a pesar del riesgo terrible que aquello significaba para sus vidas, aguardaba su más que probable sentencia de muerte en una cárcel de Berlín. Cuando la ciudad fue liberada, Bartek trató de ponerse en contacto con su familia, pero todo fue inútil.
—¿Y cómo lograste encontrarlo?
—El destino —insistía Vladimir con la voz engolada.
—¿Y qué sucedió después?
—Bartek y Greta formaron la pareja más deliciosamente chic de los años cincuenta. Eran tal para cual. Dos hermanos altos, rubios, exquisitos, refinados, muy cultos, amantes del arte, de la música, de la buena compañía.
Bartek Solidej ejecutó su plan con la precisión de un reloj suizo. Llegó con la medianoche, aterrorizó a Rosa Fe con una simple mirada, atravesó el salón de baile dejando a su paso un aroma a lirios desmayados, se aproximó a Greta por la espalda y, en lugar de clavarle el cuchillo con el que llevaba meses soñando, le hundió el filo de su mirada de hielo en el centro mismo de su alma.
—Greta —fue lo único que tuvo que decir para asesinarla por dentro.
—¡Dios mío, Bartek, creí que no volvería a verte jamás! —se delató ella.
Cuando hasta el mismísimo Boris Vladimir reconoció su agotamiento y se despidió con un beso en la mejilla de su anfitriona, Bartek, el último ser humano que todavía permanecía en pie en aquel salón, la agarró con fuerza por los antebrazos y la obligó a sentarse en un sofá, donde Greta se derrumbó con la guerra perdida de antemano.
—Perdóname, Bartek —sollozaba ella a puerta cerrada—. Perdóname, perdóname.
—Eres una traidora. No mereces ni el aire que respiras —le escupió Bartek a la cara.
Levantó el puño cerrado, las uñas hundiéndosele en la carne, y lo descargó con fuerza sobre el cuerpo de Greta, que parecía de trapo.
Por la mañana, la señora, con la luz apagada, pidió una bolsa de hielo, un analgésico y una tregua de dos días para recuperarse de la fiesta. No volvió a abrir la puerta de su dormitorio en aquellas cuarenta y ocho horas de encierro, a pesar de los llantos del pequeño Tom y los ruegos de Rosa Fe, la única que conocía la verdadera naturaleza de su jaqueca, y cuando al fin salió, con los ojos ocultos tras unas inmensas gafas de sol, la voz quebrada y las flores marchitas, ya no parecía la misma. Ahora tenía el cuerpo arrugado, la espalda doblada, las piernas temblorosas y la mitad de la fortuna de Thomas H. Bouvier filtrándose como el agua entre los dedos de sus manos y derramándose sobre la cabeza de Bartek Solidej, el nuevo administrador del usufructo de aquel patrimonio incalculable.
II
Emilio Rivera dormitaba con las piernas en alto en su despacho de la planta treinta y nueve del edificio THB de la Quinta Avenida cuando su secretaria le anunció por el interfono la visita que él había adivinado con antelación de días, aunque también, con la misma aptitud premonitoria, había tratado de catalogar en su mente como una de esas pesadillas absurdas que por la mañana han perdido toda su capacidad de intimidación.
—La señora viuda de Bouvier y el señor Solidej —anunció la voz enlatada.
El mexicano tuvo el tiempo justo de enderezarse y pasarse un peine por la cabeza. Inútil gesto, por cierto, ya que cada vez que se encontraba con las avellanas de los ojos de Greta se le erizaba el poco pelo que le quedaba sobre el cráneo.
—Emilio, querido —dijo Greta, y esta vez, al contrario de lo que solía ser una costumbre entre ambos, no le saludó con un beso en la mejilla—. ¿Te acuerdas de mi hermano Bartek?
Cómo olvidar al elemento aquel, metro noventa, ochenta kilos y una cara que parecía tallada con un cincel, las mandíbulas apretadas, el ceño levemente fruncido, los músculos de todo el cuerpo en tensión permanente y un acento áspero, de papel de lija.
Se sirvieron una copa del mueble bar y se sentaron los tres en los sofás. Antes de abandonar su lugar frente a la mesa de caoba de aquel despacho, Emilio acarició la superficie suave de la madera a modo de despedida. También paseó la vista por las paredes desnudas, la moqueta de lana y el mirador de cristal al que se asomaba cada mañana para contemplar la ciudad en movimiento, el cielo sobre los rascacielos, el parche verde de Central Park y el lugar, escondido entre las torres de hormigón, en el que amanecía la mansión Bouvier con Greta entre sus sábanas.
—En fin, Emilio, no sé cómo empezar… —Greta traía las palabras aprendidas de memoria—. Has sido lo más parecido a un ángel caído del cielo. No sé lo que habría sido de mí si no llegas a estar tú a mi lado durante todos estos meses. Y Bárbara también, claro. Y Ernestito.
Bartek recorría los cuatro rincones del despacho con sus ojos de hielo. Allí donde posaba la mirada parecía que se congelaba el aire. Atendía a medias el discurso de su hermana, más pendiente de los detalles banales que de aquella declaración encendida de gratitud y fraternidad.
—Nunca me ha gustado el color marrón —comentó refiriéndose al tono de las tapicerías mientras Greta trataba de contener las lágrimas al afirmar que Ernestito siempre sería como un hermano para el pobre Tom, y que el papel de Emilio, desde antes incluso de faltar Thomas, así lo dijo, «faltar», había sido insustituible, providencial.
—Pero ahora, Emilio querido, tienes que entender que ya no estoy sola. Mi hermano Bartek —lo señaló con la mano del anillo de Tiffany— ha regresado y lo natural es que de ahora en adelante sea él quien cargue con la responsabilidad que hasta ahora has soportado tú.
Emilio Rivera tuvo el coraje de abandonar la lucha sin pelear siquiera. De todas formas, la guerra estaba vencida de antemano y lo único que habría conseguido con una protesta formal hubiera sido distanciarse aún más de Greta. Desde que Bartek había hecho su aparición formal en escena, Emilio había ido perdiendo posiciones poco a poco: ya no era aquella figura omnipresente e indiscutible que acompañaba a la viuda Bouvier a todas partes. Ahora el brazo en el que descansaba la mano de Greta, el hombro en el que recostaba su cabeza y los pasos que marcaban el ritmo de sus caderas por la Quinta Avenida pertenecían a Bartek, a su anatomía colosal, a su porte aristocrático y a su hermética personalidad. Y lo peor de todo —reconocía Rivera— era que Greta y Bartek formaban un binomio ideal, mucho más lógico y comprensible que aquella unión artificial de su bigote y su barriga con la perfección griega de Greta. Cuando se reunían alguna vez frente al lago las dos parejas y los dos niños a lanzarles trocitos de pan a los cisnes, resultaba evidente quién pertenecía a quién, a pesar de la tendencia de aquel señor mexicano a revolotear alrededor de la flor de Edelweiss.
—No estoy seguro de entenderte, Greta —mintió—. ¿A qué responsabilidad te refieres exactamente?
—Bueno, Emilio, tu labor al frente del Consejo de Administración de la compañía ha sido fantástica…
Rivera sabía que sus dos o tres gloriosas intervenciones —carraspeo, ninguna objeción, carraspeo— en aquellas incomprensibles reuniones a puerta cerrada que solían componerse de gráficas, cifras, enigmáticos términos económicos, sonrisas de satisfacción, estrechones de manos, copa y puro, habían sido tan prescindibles como innecesarias. Al fin y al cabo, él era un hombre de letras, de filosofía y letras, para ser más exactos, y jamás le habían interesado las finanzas hasta entonces. En sus arcas familiares aún descansaba una bonita fortuna de procedencia antigua, achacada a un antepasado que había sido virrey de Nueva España en tiempos de Felipe V, que le permitía vivir de las rentas con una despreocupación absoluta.
—Pero también muy sacrificada para ti y para Bárbara. —Emilio Rivera maldijo en silencio a su mujer—. A ella le gustaría volver a México, es comprensible, con los suyos. Que Ernestito crezca en su propia tierra y no como un extranjero en un país extraño.
Emilio dejó la copa sobre la mesita de cristal. Se santiguó, sólo en espíritu, ya que hacerlo físicamente hubiera sido lo mismo que descubrirse el pecho y mostrárselo a Bartek para que le metiera un balazo.
Dijo:
—Bárbara ha de entender que nuestro futuro está acá. Nuestro hijo Ernesto es norteamericano. Igual de norteamericano que George Washington. Eso es algo que ya hemos discutido muchas veces. Los Rivera no vamos a volvernos atrás.
Pero no era ésa la cuestión que se discutía. Los ojos de Greta apuntando a un lugar inconcreto de la moqueta marrón terminaron por confirmárselo.
—Emilio —le rogó—, no me pongas las cosas más difíciles.
Bartek se había puesto en pie. Ahora contemplaba embelesado el paisaje de hormigón que florecía a la sombra del edificio.
—Sin embargo —concedió Rivera (lo que hace el amor, sobre todo el platónico)—, te doy la razón en un extremo: el mundo de la empresa me resulta ajeno. Soy un administrador pésimo.
—No digas eso, Emilio, por favor.
—Y pongo mi cargo a tu entera disposición.
—Muy bien, Rivera —intervino Bartek Solidej sin girarse—. Muy bien.
—Bartek, querido —logró pronunciar Greta, a la que le temblaba la voz—. ¿Podrías dejarnos solos un momento?
El austríaco fulminó a su hermana con sus ojos de hielo.
—¿Por favor?
En cuanto se cerró la puerta del despacho, a espaldas del hombretón, Greta agarró con fuerza el brazo de Emilio Rivera. Habló deprisa, como si temiera que de un momento a otro aquella puerta pudiera volver a abrirse y su carcelero diera por terminada la audiencia.
—Escúchame, Emilio —le dijo atropelladamente—. ¿Recuerdas la reunión con el notario el día que nos leyó el testamento de Thomas?
—Claro.
—He firmado un documento en el que te nombro tutor legal de Tom en el caso de que a mí me ocurra alguna desgracia.
—Greta…
—Esto es algo que no debe saber nadie, ni siquiera Bárbara. ¿Entiendes?
Entendía Emilio, aunque sólo a medias. Se tomó el secreto de Greta como una declaración de amor. Abandonó aquel despacho con una sonrisa bajo el bigote y de camino a casa, al pasar por un puestecito callejero, le compró un ramo de rosas a la extrañada Bárbara. «He dejado la compañía», le comentó sin más. Y Bárbara no supo si alegrarse o echarse a temblar.
La otra mitad del secreto la negoció Greta con su conciencia como quien contrata un seguro de vida a sabiendas de su necesidad. «Mi hijo Tom tiene un tutor —le anunció a Bartek cuando todavía era mentira—. Por si has pensado en matarme, que sepas que no serás tú quien administre su fortuna». «¿Y si muere primero el tutor?», le respondió él con una rapidez que le sobrecogió las entrañas. Entonces fue cuando calculó la verdadera importancia de su silencio.
Así las cosas, con Bartek Solidej tomando decisiones desde lo alto del rascacielos, Emilio Rivera replegado estratégicamente en su saloncito de Park Avenue, Rosa Fe esquivando la corriente de aire helado que le salía al encuentro cada vez que se cruzaba con el asesino de su esposo por los pasillos de la casa y Greta temblando de miedo sin nadie más que Bárbara en quien refugiarse a ratos, compartiendo los primeros pasos y las primeras palabras de los niños bajo el tilo, pasaron tres o cuatro años como una mala noche. La cómoda presencia de Boris Vladimir en aquella casa, la terca soltería de Bartek, la viudez de Greta, que se estaba convirtiendo en una enfermedad crónica y, sobre todo, el dinero, un habitante más de la mansión, que empezaba a conquistar paredes y suelos, le proporcionaron a la viuda Bouvier un estatus social privilegiado y tal vez inmerecido que le abrió puertas y balcones, amistades interesantes e interesadas, cuentas bancarias en Europa, temporadas de caza, cruceros por los siete mares y mil y una noches de encanto y diversión.
Pero Bartek no soportaba a Tom. Se le notaba a pesar de la sonrisa forzada que le dedicaba al niño cuando había invitados a cenar y Greta se empeñaba en hacerlo bajar en pijama, arropado en una bata de terciopelo, convertido en una miniatura de millonario con la raya en medio, para decirle «buenas noches, mi amor, saluda a estos señores, sé bueno, duerme bien, te quiero mucho, mucho, mucho». No era lo mismo que Emilio, que no dudaba en tirarse al suelo y revolcarse de risa con Ernesto y Tom saltándole encima, dejándose despeinar, arañar, mordisquear, ensuciar, que a veces le pedía permiso a Greta para llevarse a los niños a las carreras de caballos o a pasear por el río en un balandrito de vela, o al cine, que estrenaban un western cada cuarto de hora, y desaparecía con un niño en cada mano, el sombrero torcido, silbando una canción de moda y disfrutando de esa segunda infancia en el país de las maravillas.
Bartek recelaba de Emilio, recelaba de Tom, recelaba del futuro de aquella relación casi paternal que debería corresponderle a él si no fuera por el asco que le daban las manos sucias, las narices húmedas y los rizos sudorosos de su sobrino. Lo consideraba un estorbo incómodo para sus planes. Se negaba a llevarlo a cuestas en aquellos viajes por la Vieja Europa que a veces obligaban a los hermanos Solidej a pasar largas temporadas separados del niño. Greta lloraba, se desesperaba, le rogaba, lo amenazaba y sólo encontraba consuelo si Emilio se ofrecía a quedarse con Tom el tiempo que hiciera falta, «no es molestia, Greta, de verdad, soy su padrino, mi casa es su casa». Entonces ella, personalmente, doblaba las camisillas y los pantalones en una maleta grande y los llevaba a casa de los Rivera, donde su hijo tenía ya su propio dormitorio, su silla en el comedor y su esquina en el sofá.
Luego, tres o cuatro semanas después, volvía con regalos para todos, con un nuevo peinado y un nuevo color de piel y rescataba a Tom de aquella otra familia que también lo quería, pero no tanto como lo adoraba ella.
Por eso Bartek encontró un colegio en Lausana que admitía internos a partir de cinco años, por la rabia que le daba que su sobrino llamara «papá Emilio» al único amigo vivo que le quedaba a Thomas Bouvier sobre la faz de la tierra.
Al principio, Greta se negó de plano a separarse del pequeño, pero luego el príncipe Boris y tres o cuatro elementos afines a la educación europea la convencieron de la necesidad de hablar francés, practicar la esgrima, jugar al criquet, relacionarse con aristócratas y cultivar las artes y las letras de las que tanto adolecía la cultura norteamericana por mucho que hubieran descubierto el valor de la organización.
Entonces, a ella se le llenaron los ojos del agua de los lagos italianos y la boca de frases como: «Mi hijo estudia en el mejor internado de Suiza»; y la lengua de llagas de tanto mordérsela, y la piel de arañazos de tanto clavarse las uñas. Porque a ratos, cuando no había nadie delante, lo echaba tanto de menos que no le alimentaba el aire, y porque lo llamaba en sueños, y porque si no estaba viajando, subida en alguno de esos yates de maravilla, se quería morir. Porque no aguantaba un minuto más sin Tom.
Y pasaba los años sonámbula, sin atreverse a levantarle la voz al bestia de su hermano, sin confesarle a nadie que ella preferiría mil veces estar en casa, con el niño, que en la Selva Negra cazando ciervos, o en París disfrazada de catrina de alta costura, o en Escocia, pescando asquerosos y malolientes salmones.
Entonces llegó la Navidad de mil novecientos sesenta y dos y el tren al que se había subido con una venda en los ojos descarriló, llevándose por delante todos los cimientos de lo que hasta entonces había sido su vida.
III
El diez de diciembre —porque eran rigurosamente necesarios quince días a jornada completa para tenerlo todo listo a tiempo— Boris Vladimir se instalaba en la mansión Bouvier como si fuera uno de esos tíos lejanos que aparecen cargados de baúles, con un caniche en los brazos, e instauran un nuevo orden a partir del caos que ellos mismos provocan. Se paseaba por la casa con un cuaderno de notas y la paciencia infinita de Rosa Fe, a la que tantos apuntes le daban lo mismo, ya que siempre consideró que era demasiado tarde para aprender a leer y por eso lo registraba todo directamente en su memoria de elefante. Iba dos o tres pasos por detrás del búlgaro, procesando toda aquella información sobre cristales de Bohemia, orquídeas japonesas, estatuas de hielo y bandejas de plata.
Los dos primeros días los pasaban encerrados en el despacho de Thomas, rodeados de libros antiguos, Greta y Boris y un montón de tarjetones que escribían a mano, con pluma y tinta y papel secante. Los lacraban uno a uno con aquella cera gruesa y un anillo que tenía tallado el escudo Wittelsbach. Los llevaba el propio Norberto en mano, casa por casa, como si fuera el emisario de un palacio real de cuento de hadas o el portador de una gran noticia: «Le ha tocado a usted el gordo de la lotería, señora», y solía volver ya con la respuesta, afirmativa, claro, encerrada en otro sobre, también lacrado, que olía a perfume del caro.
Entonces volvían a recluirse los anfitriones para decidir el lugar de cada uno en las mesas, según afinidades tan estrambóticas como el gusto por los marfiles tallados o la común excentricidad de fumar cigarros en boquilla.
El batallón de decoradores, electricistas, jardineros, cocineros, camareros, doncellas, floristas, músicos y el tímido afinador de pianos que siempre llegaba el último, cuando ya la casa parecía el escenario del baile de Cenicienta, se dispersaban por los salones y los pasillos como una plaga de langosta capaz de darle la vuelta a todos los tapices y todas las alfombras, de modo que la mansión Bouvier, de un año para otro, se transformaba completamente, hasta resultar irreconocible incluso para sus propios habitantes.
El pobre Tom volvía todos los años a una casa extraña y disparatada. Unas veces encontraba las lámparas cubiertas de seda, otras, los techos tapizados de farolillos chinos, o los pasillos plagados de espejos, o la escalera pintada de rojo, o las puertas rodeadas de muérdago, o las chimeneas invadidas de musgo. Y en el recibidor, eso siempre, le salía al encuentro un abeto atiborrado de candelitas, guirnaldas, estrellas y bolas de cristal que custodiaba, como un gigante feroz, un millón de regalos envueltos en celofán con su nombre escrito a plumilla en la letra picuda de su madre.
Greta estaba tan ocupada preparando la fiesta de Nochebuena que, después de media hora larga de achuchones y besos, enviaba a Tom a la cocina, con Rosita Fe y sus muñecas de trapo para poder decidir con calma el color de las servilletas, y él, todavía vestido con el uniforme del colegio suizo, aparecía en el horizonte de la niña igual que un príncipe a lomos de un caballo árabe.
Después venía papá Emilio, con Ernesto en pantalón corto, y los rescataba de aquel vodevil. Siempre traía un buen plan escondido en el bolsillo, porque en aquella ciudad no había zoo, cine, carrusel, coche de caballos, barca de remos, helado, hot-dog, partido de béisbol, noria, teatro, juguetería o museo que no hubiera disfrutado Rivera escudándose en los tres niños como excusa para su propia diversión.
Devolvía a Tom medio dormido y a Rosa Fecita toda alborotada a eso de las nueve de la noche y se llevaba como premio un beso en la mejilla, una copa de coñac y diez minutos de conversación con el amor de su vida, Greta, que le agradecía de veras la paciencia que demostraba con su hijo, más aún en esos días tan agitados en que ella tanto le necesitaba. «Estoy agotada», solía suspirar reclinándose en el sofá y entrecerrando las pestañas. Sólo eso, ese gesto de desmayo, le resultaba a Emilio tan sensual que casi se volvía loco, casi se abalanzaba sobre ella, casi le mordía la carne y le lamía el cuello, y le arrancaba la ropa y le descubría todos y cada uno de los secretos de su piel. Pero entonces, ella, bostezando, decía algo así como: «Bárbara estará preocupada, son más de las nueve y media», y a Emilio el espejismo se le venía abajo como un castillo de naipes en medio de un terremoto que lo dejaba temblando de frío en lo alto de un montón de cristales rotos.
Y parecía adrede, porque tal vez lo era, que nada más desaparecer Emilio con Ernesto de la mano por el extremo norte de la calle, surgiera por el sur la inconfundible figura de Bartek Solidej, que se aproximaba silbando, o fumando, o danzando casi con el bastón y la pajarita, y entraba en aquella casa como si fuera el dueño incuestionable de todo su contenido. A esas alturas, ya consideraba que la compañía THB, la planta décima del Waldorf Astoria, el Capitol Club, el solomillo de Smith & Wollensky, la Quinta Avenida y toda la extensión de la isla de Manhattan que se divisaba desde el Empire State eran suyas y de nadie más.
De espaldas a Greta se servía un whisky a secas, se encendía un habano, se desabrochaba el chaleco y dos o tres botones de la camisa, siempre blanca, se subía las mangas hasta los codos, se pasaba la mano por el pelo, para despeinarse a conciencia, y lanzaba los zapatos italianos a estrellarse contra la pared más lejana del salón. «Siempre serás el mismo patán», le reprochaba Greta. «Y tú la misma víbora», le respondía él mientras mordisqueaba el extremo del puro y luego lo escupía directamente sobre la alfombra persa.
Parecía que los días y las noches tenían una cadencia rítmica, armónica y germánica; que aquella rutina no podría romperse por nada del mundo, y, sin embargo, el doce de diciembre de mil novecientos sesenta y dos, al salir del estreno de la última película de Montgomery Clift, Bárbara Rivera recordó angustiada que le había prometido a Greta devolverle sin falta los soportes de plata para las tarjetas con los nombres de las mesas que ella, tan amablemente, le había prestado el Día de Acción de Gracias y que ahora se los reclamaba con tanta urgencia que temió que pudieran ser motivo de un enfado histórico. Así que, en lugar de encaminarse directamente a la mansión Bouvier a recoger a Ernestito, como estaba previsto, Emilio tuvo que acompañar a Bárbara a casa, revolver armarios y cajones hasta que dieron con los dichosos angelitos con ranura entre las alas y salir corriendo después para llegar a la rotonda de la mansión Bouvier pasadas las diez.
Encontró la casa temblando de frío y a Rosa Fe con una expresión de susto entre ceja y ceja. Era la misma cara de espanto que se le venía encima todas las noches, en cuanto le abría la puerta a Bartek Solidej, pero Emilio creyó que su llegada a deshora aquella noche tan negra era la razón de su palidez y le dijo, sonriendo:
—Buenas noches, Rosa Fe, no se asuste, que soy yo, el señor Emilio, inofensivo, como siempre, y vengo en son de paz. ¿Dónde me escondió a Ernestito?
—Arriba está, en la recámara, con Rosita Fe y con Tom, jugando a no sé qué guerra de barcos —respondió ella sin perder los nervios—. Ya pensé que no vendría hoy, que el chamaco dormiría acá en la casa, y le puse el piyama. Ya déjelo hasta mañana.
—¿Y qué le digo a su mamá, Rosa Fe? ¿Que nos lo secuestraron?
Emilio Rivera conocía cada rincón de aquella casa desde mucho antes de la llegada de Greta a México. Había sido su residencia neoyorquina durante años y años; desde los tiempos de Linda hasta los de Gloria, así que, sin encomendarse a nada ni a nadie, apartó con delicadeza a Rosa Fe del umbral de la puerta y avanzó decidido hacia la escalera.
—Ya subo yo —le atajó Rosa Fe tratando de ponerse delante.
—No se preocupe, que conozco muy bien el camino.
—Es que la señora está descansando.
—Pues no haré ruido.
Pero al alcanzar el piso superior, Rivera escuchó con claridad los sollozos apagados de la diosa en el interior de su dormitorio de viuda. Greta estaba llorando. A la sordina. Y su llanto era de esos que llevan sonando años enteros sin que nadie los escuche. No pudo, o no quiso, porque comprendió que si se daba la vuelta no volvería a pegar ojo en toda su vida, hacerse el desentendido de aquella pena antigua que arrastraba Greta desde quién sabía cuándo. Tal vez desde su juventud terrible en el escondite de Baviera, o desde la cuarentena a bordo de un buque maldito, viendo consumirse a su madre y al resto de los fantasmas de aquel barco, o desde la muerte inoportuna de Thomas Bouvier once años atrás, o desde el día en el que se despidió de su hijo Tom ante la verja del colegio suizo y supo que más de la mitad de su alma se desprendía en aquel mismo instante de su cuerpo para dejarla casi vacía, que ya ni lágrimas debían de quedarle en los ojos de avellana.
Así que, sin llamar a la puerta, el caballero andante Emilio Rivera, quijote con el seso definitivamente perdido, el juicio empañado, el entendimiento marchito antes incluso de abandonar Acapulco, empujó la puerta del dormitorio de Greta con la decisión tomada de empezar por besarla y terminar por devolverle una a una todas las gotas de felicidad que la vida le había arrebatado. Estaba frenético, obsesionado, excitado. Se había rendido y ya lo mismo le daban Bárbara y el apellido Rivera, y las promesas y los sacramentos, y hasta la vergüenza de su hijo Ernesto o las habladurías de todos los Estados Unidos de América, y los de México, y los del universo entero si es que existía la vida más allá de este planeta.
La puerta se abrió, sí, pero al otro lado no había una mujer llorosa e indefensa esperando al valiente que la despertara del desmayo con un beso de amor, sino una escena tan sucia y vil que a Emilio Rivera se le arruinó el futuro en ese mismo instante y para siempre.
Greta tenía un amante. Lo había tenido siempre. Un hombre de mandíbula cuadrada, raya en medio, pelo rubio, espalda fuerte y hombros tan anchos como poderosos. Las manos grandes, la carne prieta, los músculos de todo su cuerpo en tensión sobre la piel de Greta y su agotamiento. Ella ya ni siquiera oponía resistencia, ni se defendía, ni se quejaba, sólo se dejaba hacer, llorando con las últimas lágrimas que le quedaban, después de llevar toda la vida soportando el peso de Bartek Solidej sobre su conciencia.
Rosa Fe llegó jadeando al final de la escalera y fue testigo de la definitiva muerte en vida de Emilio Rivera, ya que quien descendió uno a uno los peldaños barnizados y llegó a duras penas hasta la puerta y luego cruzó la rotonda y caminó sin levantar la vista del suelo hasta que se perdió por el bosque de Central Park no era ya el hombre sano y bonachón de la barriga y el bigote, sino un espectro que se arrastraba con el vientre en carne viva sobre las brasas del infierno.
Tras él, abrochándose el botón del pantalón, el torso al descubierto, descalzo y sudoroso, salió Bartek Solidej a la carrera, desoyendo los gritos de Greta: «¡Por Dios, Bartek, déjalo ir!», con los puños apretados y el arrecife violento que caía de la hacienda al mar instalado en sus ojos; el mismo al que se asomó Rosa Fe la noche en la que murió el indio Pedro. La parca, la pelona se había encarnado en él para arrebatarle a este mundo la poca nobleza que le quedaba y que residía precisamente en el espíritu gentil de Emilio Rivera.
A Rosa Fe la impulsó el odio profundo que sentía hacia el asesino de su esposo, la lealtad que le profesaba a su señora, el ansia de venganza que había aprendido a encontrarle a su hija Rosita en las líneas de la mano, el amor que había volcado en el pequeño e indefenso Tom desde el mismo día de su nacimiento y la sed de justicia que no le permitiría seguir viviendo si Bartek Solidej lograba su objetivo y asesinaba por la espalda al señor Rivera, que sonreía cuando Rosa Fecita lo llamaba «papá Emilio», destruyendo con su inocencia salvaje cualquier convención social preestablecida.
Extendió los dos brazos, cerró los ojos y empujó aquel cuerpo medio desnudo escaleras abajo con toda la rabia de sus entrañas y las de todos sus antepasados tarahumaras, aztecas y castellanos viejos hirviendo en un caldo de sangres mestizas.
Y Bartek Solidej cayó como un pelele, golpeándose la nuca, abriéndose el cráneo, descoyuntándose todas las articulaciones, desollándose como un cerdo, rebozándose en su propia inmundicia hasta acabar doblado sobre sí mismo, con la cabeza colgando del último escalón.
Greta se asomó al vacío y lo vio en el fondo del barranco, aún con los estertores de la muerte animando el cadáver, orina y baba, sangre y piel y pelo convertidos en un ovillo grotesco. Luego volvió el rostro hacia Rosa Fe, que temblaba apoyada en la pared blanca y comprobó con espanto que los niños también estaban allí, asomados igual que ella al hueco de la escalera, en el escondite desde el que asistían a los bailes y las fiestas, ocultos por los barrotes, a cubierto, a salvo de todo menos de esta escena de película de terror. Ernesto abrazaba a Tom, Tom a Rosita Fe, las tres cabezas unidas, las manos entrelazadas, y sus vidas ligadas para siempre por una mentira que de tanto repetirse llegaron a creerse de veras: «El tío Bartek se cayó por las escaleras».
Se lo contaron tal cual al inspector de policía, que sentenció: «Los niños nunca mienten», al director del periódico, a sus padres, amigos y vecinos: «El tío Bartek se cayó por las escaleras», «se cayó por las escaleras», «por las escaleras». Y el eco de sus voces también cayó por el mismo hueco y se hizo añicos en el fondo. Porque en el fondo, los tres sabían, lo habían visto, que había hecho falta más que un accidente para acabar con la vida de Bartek.
Greta se vistió de negro, Rosa Fe se puso el uniforme gris y los titulares de prensa del día siguiente corroboraron la versión de todos los presentes, junto con la fotografía de la silueta de Bartek dibujada con tiza en el suelo de madera. Boris Vladimir fue el único que lloró lágrimas auténticas. Las lloró años y años, y siempre llevó escondido en la cartera un retrato de Bartek Solidej vestido de esmoquin al lado de sus tarjetas de visita. En cambio, los Rivera no asistieron al entierro. Ni enviaron flores, ni condolencias, ni acompañaron en esta ocasión a Greta en su fingido duelo.
Aunque nadie lo supo jamás, una noche, varios días después de la muerte de Bartek, Bárbara Rivera apareció borracha en la rotonda y se dedicó a lanzar piedras contra las ventanas de la mansión Bouvier.
—¡Asesina! —gritaba desencajada—. ¡Asesina!
Pero nadie salió a su encuentro, nadie la respondió, nadie llamó a la policía y su voz se fue apagando poco a poco hasta que se confundió con el ulular de un búho que llevaba varias noches posado en el tilo.
También la sombra de Emilio Rivera se difuminó entre las brumas de las orillas de los estanques. Primero se dejó crecer la barba, después el pelo, luego se negó a bañarse,
se olvidó de comer, se aferró al cuello de una botella de licor y se hizo dueño de un banco de madera donde pasaba los días de espaldas al sol. Mascullaba palabras en una mezcla extraña de lenguas, escupía al hablar, orinaba en las esquinas y revolvía en las basuras.
Murió como un perro abandonado una madrugada de hielo, en un callejón oscuro del barrio chino, y nadie reconoció aquel cuerpo de vagabundo alcohólico porque ya no le quedaban dientes, ni anillos, ni huellas dactilares en la piel ajada que pudieran arrojar alguna pista sobre su identidad perdida.