I
Se estableció algo parecido a una rutina en la que Clara participaba de manera voluntaria, si bien Greta jamás le pidió opinión. Simplemente, como hacía en todas las esferas de su vida, tomó la decisión unilateral de poner hora a sus encuentros. Escogió ese espacio de tiempo que se detiene entre la tarde y la noche, en el que la mayor parte de los seres humanos regresa a casa después de un duro día de trabajo con la idea fija del baño caliente y los pies sobre el sofá. «Buenas tardes», decía Rosa Fe cuando entraba en el salón con la bandejita del agua. «Buenas noches», decía un par de horas después, cuando la recogía.
A Clara le encajó el plan en sus planes. Dedicaba las mañanas a escribir. Las tardes a escuchar. Las noches a imaginar. Así se iba tejiendo el enredo de la vida de Greta por capítulos.
A veces Greta la invitaba a acompañarla a alguna de las mil actividades que realizaba. El día que no tenía que asistir a la inauguración de una galería de arte se había comprometido a acudir a un cóctel benéfico, a la presentación de un libro, a un concierto, a un estreno, a una entrega de premios o a un aburrido recital. Clara aceptaba siempre, ávida de nuevas oportunidades de ver a la dama en acción, y le divertía escuchar una y otra vez el mismo comentario al salir de casa: «¡Qué pesadez!», porque sabía lo que vendría a continuación, el nostálgico «Ya nada es como antes» que Greta pronunciaba invariablemente como reflexión final de todas sus vivencias presentes.
—Aquéllas sí eran fiestas de verdad, Clara —le comentaba con una media sonrisa—. Allí no había un diamante falso, todos eran auténticos. El dinero era auténtico, la belleza era auténtica. Te hablo de antes de Pitanguy, de los tiempos de Helena Rubinstein y sus salones de belleza. Aquellos cardados, aquellas pestañas larguísimas, aquellas uñas de porcelana… Todas querían ser Jackie.
—¿Kennedy?
—Exacto. Cuando cambió de apellido ya dejaron de admirarla. O eso dijeron, pero le siguieron copiando las gafas de sol. Jacqueline Kennedy era muy culta, muy seria, muy callada. Tenía una vocecita muy suave y le gustaba más discutir con los hombres de política que hablar con las mujeres de tonterías. En eso estábamos de acuerdo. No hay nada más aburrido que las reuniones de señoras. No sé quién las inventó: que si un té, que si una partida de bridge…
—Ya. —Clara le daba la razón en todo.
—La verdad es que era difícil entablar amistad con ella; era una mujer poco amiga de las mujeres. Pero tenía un estilo sensacional. Se vestía en aquellos días con unos largos caftanes de seda en tonos pastel, andaba casi siempre descalza. Para salir se ponía una camiseta negra, pantalones y bailarinas blancas, se recogía el pelo detrás y estaba divina.
—Sin arreglarse.
—¡Qué palabra!
—¿Acicalarse?
—Déjalo, Clara. Apunta. Mi hermano Bartek y yo solíamos pasar largas temporadas en el castillo de Ratisbona de Johannes von Thurn und Taxis, o en la isla de Skorpios, con Onassis, o en Spetsopoula con Niarchos. Durante el verano íbamos a navegar por la Costa Azul en el barco del rey Faruq y también visitábamos a los Rothschild, que vivían en París frente al Palace Atenea. No conocí a María Callas, pero sí a Tina Onassis, en Saint-Moritz. Era alegre, encantadora, muy divertida. Después se casó con el duque de Marlborough y luego con Niarchos, el marido de su hermana. La pobre murió en circunstancias muy extrañas. De esa época tengo infinidad de anécdotas que te iré relatando poco a poco.
—¿Y Tom?
—Tom estudiaba en Suiza, en Lausana. En el mes de julio viajábamos hasta allí y nos lo llevábamos a pasar unos días al Villa D’Este. Si le preguntas cuál es su lugar preferido del mundo, te dirá que Bellagio, esa deliciosa ciudad a orillas del lago Como. Coincidíamos en el viejo palacio con muchos amigos de Nueva York y de Europa. Era nuestro punto de encuentro; nuestro escondite entre montañas.
Era fácil imaginar aquella dolce vita por la que pasaba Greta, sin otra obligación que la de disfrutar de la fortuna de Thomas Bouvier, porque sus recuerdos formaban parte de las hemerotecas y su leyenda estaba escrita en letras de molde. Algunos de los recortes que Clara coleccionaba en aquel portafolios suyo, estaban también archivados en la biblioteca de la Maison Bouvier, encuadernados en cuero. Se respiraba en la casa una cierta fragancia a narcisos, Greta al óleo, Greta en papel cuché, Greta sobre el piano o colgada de la pared.
Pero también, como consecuencia de lo anterior, era sencillo figurarse la soledad de Tom en aquel internado en tierra de nadie, permanentemente asomado a la ventana y sin saber a quién añorar. Su padre no era más que un retrato en sepia; su madre, una foto en colores; su casa, una imagen remota en medio de un millón de luces. Sólo las memorias de la niñez bajo el tilo, los primeros pasos por aquel jardín y el principio de la única amistad que perduraría para siempre, la que le unía a los dos niños que compartían las mismas sombras de los árboles del parque, Ernesto y Rosa Fe, le anclaban a esa vida que por decisión materna era la suya.
Una vez al año, Tom regresaba a casa, diez centímetros más alto, diez metros más distante, para celebrar la Navidad al estilo Bouvier.
—La fiesta de Pascua y la gala de Nochevieja se han celebrado en la Maison ininterrumpidamente durante los últimos cincuenta años —relataba Greta con orgullo—. En este salón, al que se accedía a través de una puerta de doble hoja, han bailado los diez últimos presidentes de la nación. La política nunca ha sido un problema en esta casa. Simplemente se luce, lo mismo que un atrezo de joyas; ni se ostenta ni se exhibe, sólo se lleva encima, como un perfume.
—¿Es cierto lo que dicen sobre Grace Kelly?
—¿Que perdió aquí su zapato?
—Eso.
—Aquí se han perdido muchos zapatos de cristal, Clara, puede que el suyo fuera uno de ellos.
Los niños se asomaban a ese mundo de gasas y tules a través de los barrotes de la escalera. Formaban parte del escenario, igual que el fuego de las chimeneas, sólo para hacer bonito, porque allí ni hacía frío ni se prestaba la menor atención a la presencia de esos tres elementos discordantes. Tom y Ernesto luchaban contra la presión de la pajarita y el jersey de punto, el picor de las medias de lana y el incómodo chasquido de las botas de charol. Aguantaban estoicamente las bromas de los mayores, las caricias de los desconocidos y esa manía de todos de alborotarles el pelo. Rosa Fe, en cambio, no tenía la obligación de salir a saludar. Podía pasarse la noche descalza, con las piernas colgando de la mesa de la cocina, embadurnada de azúcar y con las trenzas deshechas, que a nadie le importaba un comino. Pero eso sí, con una curiosidad malsana, salía de su escondite cuando se acercaba la medianoche y subía al primer piso para no perderse el vals con el que se abría el baile. «¿Me concede el honor?», le decían a veces Tom, a veces Ernesto, sus príncipes azules.
Todo esto se lo contó Tom a Clara una noche después del café, cuando Rosa Fe salió del salón y la española lo interrogó sobre su atípica amistad, más que evidente.
—Crecimos juntos —respondió él—. Rosa Fe, Ernesto y yo: tres hijos únicos y bastante solitarios. Estábamos muy unidos. Nos queríamos mucho.
—Dime, Tom —preguntó luego para comprobar hasta qué punto lo desconocía su madre—, ¿cuál es tu lugar preferido del mundo?
—Era.
—¿Ya no lo es?
—Hace quince años que no voy por allí. No he tenido valor para volver. —Miró a Clara—. Tal vez quieras verlo. Puede que contigo sea más fácil.
—No estamos hablando del lago Como, ¿verdad?
—No.
—De acuerdo, llévame contigo, Tom.
II
En un reportaje a todo color en una revista europea se hablaba de la maldición Bouvier como de una enfermedad hereditaria. «La desgracia se ceba con los ricos y poderosos», aseguraba el periodista citando a los Onassis, los Kennedy y los Agnelli en el mismo párrafo en el que relataba con auténtica crudeza el triste final de Luisa Bouvier. «La joven y bella española —siempre estos tres calificativos para referirse a ella— fue hallada sin vida en la residencia familiar de los Hamptons, donde, al parecer, se había retirado voluntariamente al conocer su diagnóstico. De esta manera, la muerte temprana vuelve a sacudir las entrañas de una dinastía de viudos de vocación». Recordaba a Linda, a Juliet y a Gloria, las tres esposas de Thomas H. Bouvier, todas ellas fallecidas antes de cumplir los cuarenta; a la propia Greta, que enviudó en la mismísima noche de bodas, y, finalmente, a Tom, deshecho, deshilachado, anegado, con su pequeña hija, Carol, abrazada al cuello, viendo cómo se llevaban el cadáver de Luisa de aquella casa a la que no volverían jamás.
El tiempo había transformado el jardín en un sembrado de malas hierbas, la hiedra se había apoderado de los balcones, la buganvilla había cubierto la fachada entera de flores salvajes y el lentisco había conquistado el camino. El castillo de la Bella Durmiente era una casa de madera blanca con un tejado a dos aguas y un porche grande que daba al mar. El viento y la sal de quince años recorrían las paredes igual que las arrugas la piel de Tom. Rondaba los cincuenta Tom, y Clara, hasta ese momento, no había caído en la cuenta de que las extensiones de sus gestos hacia los ojos y hacia la comisura de los labios eran señales inequívocas de su edad y también la consecuencia de esa expresión perdida en algún punto del espacio invisible donde residían sus recuerdos. Ahora, debido a la claridad con la que contempló uno a uno todos los años con los que convivía Tom, confirmó de repente de que la suya era una sonrisa rotundamente triste.
—Yo a Luisa la traje aquí casi engañada —dijo sin mirar a Clara—. Fue la noche misma en que la vi por primera vez.
—¿Otro secuestro?
A veces, la escritora que habitaba en Clara no sabía contenerse. Acababa de visualizar la escena de Greta en el pantalán, entrando en el coche de Thomas Bouvier con la misma docilidad que un caballo en una cuadra, y había pensado, qué tontería, que aquello de los secuestros era tan frecuente para los hombres Bouvier como la muerte por sorpresa. Menos mal que el viento, el estruendo del mar contra la playa y la algarabía de las memorias desordenadas y alborotadoras, casi un corral de gallinas con un zorro dentro, que les habían salido al encuentro en aquel camino impidieron que Tom escuchara el comentario.
—Carolina nació en esta casa. En ese cuarto de ahí arriba —continuó, señalando una ventana del piso superior—. A Luisa no le dio la gana ir al hospital. Ni siquiera quiso que llamara a un médico. ¡Qué cosas tenéis las españolas!
—Oye, no generalices. A mí los médicos me chiflan.
—Pues a Luisa le daban pánico. Pobrecilla.
«Pánico», dijo, «pobrecilla», apostilló. Y la escritora esta vez guardó un respetuoso silencio. A los fantasmas no hay que juzgarlos, se recordó, pero maldita la ocurrencia de tenerles miedo a los médicos, con un parto y un cáncer escritos en las líneas de la mano. Tom caminaba por aquel jardín como a tientas e iba tropezándose aquí y allá con las malas hierbas. Parecía que recorriera los viejos caminos dibujados en su memoria, no los de verdad, y que por eso no era capaz de ver los obstáculos que habían crecido durante los últimos años bajo sus pies.
Clara se contagió de aquel mal. Se encontró de repente a oscuras en el recibidor de la casa de Hinestrosa, palpando las paredes con las manos, desesperada por reconocer al menos un objeto que le resultara familiar: el espejo, el jarrón vacío, el Premio Nacional de Literatura, pero nada. Lo único que logró fue tropezar ella también con una raíz que sobresalía del suelo reseco.
—¡Cuidado! —exclamó Tom agarrándola con fuerza de ambos brazos.
Permanecieron así, frente a frente, casi abrazados, un minuto más de lo necesario. Él, con Luisa en la memoria. Ella, con Hinestrosa en el fondo de las pupilas.
—Querías que te enseñara mi lugar favorito del mundo —dijo Tom sin soltarla—. Pues aquí estamos. Exactamente en este punto. Bajo las ramas del limonero.
Era cierto. El arbolillo flaco que se sostenía gracias a raíces como aquella traidora que se había enredado en el tobillo de Clara no era sino un limonero lunero, andaluz, de corteza recia y tronco retorcido del que sobresalían de vez en cuando unos pinchos fanfarrones. Llevaba quince años alimentándose sólo de lluvia; la sal del aire le perjudicaba, la arena se amontonaba a sus pies dificultando aún más su supervivencia y, sin embargo, amarillo como estaba y raquítico, continuaba respirando contra toda lógica.
—Es terco, ¿verdad? —Tom se desprendió de aquel abrazo de cuatro y palmeó el tronco de su amigo—. Lo plantó ella. De un pepitón. En el vaso del cepillo de dientes. —Sonrió.
—Me recuerdas a alguien —confesó Clara—. Alguien que dice que soy para él como agua del limonero.
—Eso es que te quiere muchísimo.
—Es quince años mayor que tú.
—Pues tú tienes más o menos la edad de Luisa cuando la conocí. También me recuerdas a ella.
Rodearon la casa, pero no entraron dentro. Cruzaron el resto del jardín y acabaron sentados en la playa, callados, añorando a quienes no eran. Hacia frío. Sol. Una pizca de viento del sur. La orilla contraria del océano Atlántico. La misma agua.
¿Desde cuándo sabía Tom que Clara no era Luisa? ¿Antes o después de los geranios? Ahora que Gabriel Hinestrosa había recuperado su trono de nubes y estrellas, Clara no podía dejar de verlo en todas partes. Venía caminando por la orilla, envuelto en una bufanda de cachemir, con las manos grandes en los bolsillos chicos, con aquella cadencia suya que lo mecía de un lado a otro y la espalda levemente encorvada por el peso de su conciencia. Ella se ponía en pie, se dejaba acariciar despacito, nuca, espalda, cintura, pecho, una brocha de pintor meticuloso cubriendo cada milímetro de su piel, ése era Hinestrosa, su voz de roble y whisky, su tierna timidez, un pie en otro mundo, más complicado quizá pero también más glorioso, en el que el éxito consistía en pasar sin escándalo a la posteridad. Ahora, mar adentro, con los ojos empañados, ahogándose en ella, cayendo como un desesperado en la peor de las tentaciones.
—Me gustaría tener un hijo contigo —se le ocurrió decir a Clara una mañana de vencejos en la ventana.
—Será un nieto —respondió él sin calcular a quién iba dirigido el dardo envenenado, si a la pobre Clara o al pobre Gabriel.
Y Clara no volvió a sacar el tema.
—¿Nunca has pensado en rehacer tu vida con otra mujer? —le soltó de repente a Tom pillándolo desprevenido—. No sé, tal vez tener más hijos, formar una gran familia. ¿No te sientes un poco solo en esa casa tan grande, con Greta, claro, y con tu hija, por supuesto, pero, ya me entiendes, al fin y al cabo solo?
—Greta es mucha Greta —respondió él desinflándose—. Y Carol no lo comprendería. Ella es —escogió cuidadosamente las palabras— muy delicada.
La marea estaba subiendo. Unos metros más y les empaparía los zapatos. Ninguno de los dos hizo amago de retirarse. Clara se rodeó las piernas con los brazos. Tom se tumbó en la arena fría.
—Tengo una amante, Clara.
A la escritora reivindicativa le extrañó menos el hecho en sí que la manera en que aquel hombre educado, un caballero, se refería a la mujer que le estaba curando el alma.
—¿Una amante?
—Se llama Vivían. Tiene cuarenta y tres años. Es la directora del departamento de prensa del MOMA, está soltera, no fuma, tiene tendencia a engordar, pero se cuida mucho, le quedan mejor las faldas que los pantalones, es disciplinada con los horarios, odia el sushi, juega al tenis dos veces por semana y no ha visto Titanic porque dice que a ella las desgracias históricas no le divierten nada.
—Tú no tienes una amante, bruto, tú lo que tienes es una bendita que te consiente que no le hayas hablado de ella ni a tu madre ni a tu hija. Eso no se hace, Tom. Eso está muy mal.
Los hombres no lloran. O, al menos, no como las mujeres, con lágrimas gordas, contundentes. A ellos se les ponen los ojos algo irritados, eso es todo, y se les quiebra un poco la voz al hablar. Es lo más parecido a una gripe el llanto masculino.
Tom se desencajó.
—¿Y Luisa? —logró balbucear haciendo un gran esfuerzo.
Clara le apretó la mano.
—Luisa lo sabe ya. Seguro que se alegra por ti.
—Hace quince años que no voy a visitar su tumba. No he ido nunca, nunca, nunca. No sé ni cómo se va al maldito cementerio.
—Se va igual que a todas partes, Tom, en coche.
El rato en la playa tuvo tres consecuencias inesperadas: una, un dolor de riñones que compartieron Clara y Tom durante varios días y que, si no hubiera sido porque ambos achacaron el tormento a la misma corriente de aire húmedo, cualquier doctor
de ciudad lo hubiera confundido fácilmente con los síntomas del reuma. Dos, una necesidad palpable, física, perentoria, de volver a hablar con Hinestrosa, en el caso de Clara, y con Luisa en el de Tom, y que los dos satisficieron del mejor modo que se les ocurrió. Y tres, un viaje a través de varios bosques de eucaliptos, castaños de Indias y plátanos de sombra en busca del pequeño camposanto en el que reposaban los restos mortales de todos y cada uno de los miembros de la familia Bouvier que alguna vez estuvieron repartidos por el ancho mundo.
La idea descabellada de Thomas H. Bouvier de reunirlos en aquel corralillo era más propia de esta vida que de la otra. Por alguna extraña razón, un día se imaginó bebiendo tequila con todos sus muertos y aquella imagen lo persiguió para siempre. No descansó en paz hasta que firmó el documento en el que destinaba una parte de su inmensa fortuna a la construcción del cementerio al que bautizó con el mismo nombre que años más tarde recibiría la unidad de cardiología del Hospital General de Nueva York: Bouvier Memorial.
A Clara no le pareció tan rara aquella excentricidad; de algún modo, era la misma costumbre que en Arcos, la de enterrarse en familia. Había quien tenía comprado el terreno desde mucho antes de temerle a la muerte. Y también quien llevaba flores a su propia tumba para que hiciera bonito.
Lo que la admiró de veras fue comprobar que la longitud del césped era la misma en todas las esquinas. Que los parterres de flores estaban cuajados de botones aguardando la primavera. Que las losas relucían con la primera luz de la luna y que alguien, probablemente aquella viejita de rasgos indígenas que les abría solícita la puerta del cementerio, había barrido una a una todas las hojas tronchadas por el viento y el otoño y las había amontonado en un rincón.
—¡Ay, diosito! —exclamó la anciana al encontrarse con el susto de Tom en medio de la noche.
Y Clara reconoció en el acento y las formas las mismas que había aprendido a encontrarle a la otra Rosa Fe.
III
Hacía un café amargo que aderezaba con chocolate y vainilla la Rosa Fe de las manos arrugadas y, si nadie se lo impedía, le echaba también un chorrito de aguardiente más parecido al orujo que al auténtico tequila. Decía que le recordaba a las cucarachas quemadas de un bar del puerto, en Acapulco. Uno que antes tenía fama de tugurio de mala muerte y, ahorita, con la explosión del turismo —así dijo, «explosión», porque así lo había escuchado en las noticias— era el favorito de Luis Miguel.
Se habían quedado a solas en el interior de la casita de madera blanca Clara y la madre de Rosa Fe mientras Tom mantenía la primera conversación de su vida con el fantasma de Luisa. Podía verse su figura recortada al contraluz de una luna redonda que luchaba por encaramarse al muro de piedra. Desde la ventana de aquella cocina se divisaban las cuatro esquinas del cementerio; las losas, como pupitres ordenados por filas en una clase de primaria, los caminillos que las separaban y los parterres de flores, el montón de hojas, la fachada de la ermita gris y hasta la silueta de la campanita de cobre y su sombra en el césped.
Tom llevaba sobre los hombros una manta de lana que Rosa Fe le había obligado a ponerse para combatir aquel frío de diciembre. Él la había aceptado sin protestar, igual que un niño se pone el jersey que le tiende su madre, a regañadientes pero en silencio, por lo inútil de las quejas de otras veces, y sólo con una mirada de perro triste le había preguntado a Rosa Fe cuál de todas aquellas tumbas era la suya.
—La de los geranios —respondió ella señalando al frente con el dedo.
Después había comenzado a caminar y parecía el más muerto entre tanto muerto y se había arrodillado ante la lápida y había llorado a solas todas las lágrimas que le quedaban, que no eran pocas.
Clara y Rosa Fe se habían quedado dentro, frente al fuego de gas, viendo hervir el agua en el puchero, y luego mancharse de negro, y llenarse de olor a cafetales viejos aquella habitación presidida por la Virgen de Guadalupe, Vicente Fernández y Ricardo Montalbán, por guapos y mexicanos, según explicó orgullosa la dueña del altar.
La conversación comenzó tarde, cuando ambas comprendieron que aquello iba para largo, porque al principio se limitaron a saludarse con corrección, a hablar del tiempo, de la salud de Greta, de la de Rosa Fe, de las plantas del cementerio, del contenido de la nevera —«está casi vacía, qué pena, no esperaba visita»—, de la conveniencia o no de armar el lío de aquel café —«no, de veras que no es molestia, señorita Clara».
Y al final, nada más que con un trago de aquel brebaje casi de bruja, empezaron a tratarse de usted, pero con otro tono, más de comadres que de ocupantes de un mismo ascensor en un rascacielos interminable.
—Su hija Rosa Fe se parece muchísimo a usted —comenzó Clara—. He adivinado que es usted su madre antes de que nos presentara Tom.
Era agradable el calor y la charla en español después de tanto tiempo, aunque Rosa Fe lo llamara «platicar» y se escandalizara de veras con algunas de las expresiones de Clara.
—Salió a su papá, no se crea —replicó la viejuca—. Mi esposo era bien guapo, bien hombre.
—¿Hace muchos años que murió?
—Demasiados, mi reina, una eternidad. —Ya no se le humedecían los ojos después de tres cuartos de vida sin él—. Fue casi al tiempo que mi señor Thomas. Dos o tres días después nomás. Me lo mataron.
—¿Lo mataron?
—Vino un fantasma, la muerte en persona, y le atravesó la cabeza de un balazo. Yo le vi los ojos al ladrón. Se los vi, señorita Clara, igual que estoy viendo los suyos ahorita y nunca jamás he podido arrancármelos de encima. Se me quedaron acá —se señaló la frente—, entre las cejas, abiertos o cerrados, por el día o por la noche, aquellos ojos de asesino y no sé quién persiguió a quién a partir de entonces, si el fantasma a mí o yo al fantasma.
—Pero, Rosa Fe, ese fantasma del que habla, el que le disparó a su marido, ¿volvió a encontrárselo?
—Muchas veces.
—¿Dónde?
—Detrás de las puertas, en la cocina, en las escaleras, en el salón, hasta en los espejos de la casa, en todas partes, rondándome con un dedo entre los labios, diciéndome que más me valía estar callada, o cruzándose el cuello con el filo de la mano como queriéndome hacer ver que estaba muerta, igual de muerta que Pedro, o acariciándole el pelo a Rosita Fe y clavándome a mí aquellos ojos que parecían cuchillos para que supiera que mi hija era su rehén, que por muy libre que anduviera por aquella casa la niña era la garantía de mi silencio.
—A ver, Rosa Fe. —Clara no entendía nada—. ¿Me está diciendo usted que el asesino de su esposo se paseaba por la casa de la señora Greta como si tal cosa?
—¡Pues cómo no! Era su hermano nomás.
—¿Bartek Solidej?
—El mero.
Clara sorbió el café más por hacer algo útil con su boca abierta que por el gusto de tragar aquella pócima amarga. Rosa Fe la miraba en silencio, serena como la luna sobre las lápidas. Tom seguía agachado junto a la tumba de Luisa, entre los tallos podados de los geranios. Aquella mujer acababa de hacerle la confidencia más sorprendente de esta historia, así, sin más, sin venir a cuento, sin encomendarse a Dios ni al diablo, ni a la Virgen de Guadalupe ni al mismísimo Vicente Fernández padre. Lo más probable era que Rosa Fe, bien cumplidos los ochenta, hubiera perdido el juicio en algún cajón cerrado y polvoriento de la mansión Bouvier varios años atrás, y que aquí, aislada del mundo, sin otro horizonte que las cuatro paredes del cementerio, hubiera abandonado ya toda esperanza de recuperarlo. Temió de veras por la salud mental de la anciana y, peor aún, por la auténtica receta de aquel café, que lo mismo estaba hecho de algún veneno de hierbas, de un hongo letal o de pis de sapo, porque la vieja se le estaba convirtiendo en bruja y ella en la víctima inocente de su locura. Siempre le había parecido espantoso el cuento aquel de Hansel y Gretel, atraídos al interior de un escenario dulce por una caníbal comeniños. Por eso le tembló un poco la voz cuando, tras escupir el buche de café emponzoñado, logró articular su siguiente y definitiva pregunta:
—¿Y por qué me cuenta a mí esto, Rosa Fe, que no me conoce de nada?
—¡Híjole! ¿Pues no es usted la biógrafa de la señora Greta? —respondió la otra, atónita.
—Algo así.
Era cierto que Tom la había presentado de aquel modo, como la biógrafa de su madre, no como una vulgar periodista en busca de un buen artículo, y que a ella le había halagado el cumplido y no se había preocupado de aclarárselo a la anciana.
«Al fin y al cabo —había resuelto—, que piense lo que quiera esta buena mujer, qué más dará».
—Pues por eso, porque necesita usted saber algunas cosas sobre la señora para su libro —explicó Rosa Fe, impertérrita—, que muchos hablan y pocos saben, y los pocos que podrían contar las cosas tal y como son, ya ve, se callan como muertos.
'—¿A quiénes se refiere, Rosa Fe? ¿Quiénes callan?
—Pues el otro biógrafo, sin ir más lejos, el alto, el de las manos grandes.
—¿Hinestrosa?
—Ése.
—Ande, póngame otro cafecito, que éste me ha sabido a poco. —Y Clara le alargó el pocillo con una sonrisa pérfida entre los dientes, dispuesta a escuchar todas y cada una de las palabras que brotaran de la boca de su nueva e inesperada confidente.
Hicieron el camino de regreso envueltos en el más denso silencio Tom y Clara, con la niebla anidada entre sus cuerpos, el olor del cuero nuevo de aquel coche de lujo, la música del piano de Norah Jones, la nieve cristalizando en un caleidoscopio sobre el parabrisas y las luces de Nueva York al fondo, como un incendio en medio del Polo Norte. Al llegar a la casa, se despidieron con tres o cuatro palabras de cortesía y cada cual desapareció por un lado del pasillo.
Clara se sentó entonces ante el escritorio inglés al que Greta daba el nombre de secreter —«qué premonitorio»—, y escribió de una sentada y sin corregir una sola coma todo el capítulo noveno, de principio a fin, parte primera, segunda y tercera, en una única madrugada de insomnio que remató con una llamada del móvil a la casa recién amanecida de Gabriel Hinestrosa.
—¿Dígame?
Eran las nueve de la mañana de un domingo de invierno; nadie había recogido aún los cristales rotos de la noche anterior.
—Oye, Gabriel. —Ella no lo llamaba por su nombre de pila si no estaba auténticamente furiosa con el maestro—. ¿Dónde cono me escondiste los apuntes?
Él tomó aire y lo soltó de golpe, como si le hubiera dado la calada más profunda de su vida a un cigarro imaginario.
—Sigues empeñada en escribir verdades.
—Y tú en impedírmelo.
Hinestrosa se revolvió en la butaca de cuero negro con remaches apuñalados de chinchetas. Clara se lo imaginó en pijama de dos piezas, el pelo enmarañado y la barba desesperándose por invadirle la cara.
—No es eso, chiquilla —se excusó él después de un largo silencio—, es que una medicina, si se toma en dosis muy altas, puede resultar mortal.
—No me vengas con acertijos —lo amenazó ella—. Sí, he descubierto parte de la gran mentira. Me la ha contado Rosa Fe capítulo a capítulo. Me la ha dictado, vamos.
Y ninguna de las dos comprendemos por qué estúpido motivo publicaste aquella basura de biografía en lugar de la historia que te habría valido el Pulitzer.
—Si no lo entiendes, Clara, es que todavía no estás preparada para contarla tú tampoco. Y lo malo, chiquilla, lo malo es que cuando al fin lo estés, probablemente tú también te calles.
—Pero quiero los apuntes. Tengo derecho.
—Pues ven a buscarlos, ya que te has vuelto tan valiente. Si quieres, te recuerdo el nombre de la calle, el número y el piso.
—No seas cruel, Gabriel Hinestrosa.