I
A nadie extrañó que Emilio Rivera se subiera al avión deprisa y corriendo. Ni que perdiera el sombrero, ni que olvidara despedirse de su mujer como Dios manda. A Bárbara le llegó un telegrama tres días después de su marcha que sólo contenía dos palabras: «Me fui», como si su ausencia no resultara evidente; como si no fuera necesaria más explicación que aquélla. Ella le respondió a vuelta de correo: «Ya vi», y se fumó el primer cigarro de su vida.
A quien sí desconcertó un poco la presencia de Rivera en el biplano fue a Greta, aunque según estaba de alterada en ese momento, igual le hubiera dado encontrarse sentada junto a otro fantasma cualquiera. No tuvo ánimo para rechazar la mano que él le tendía ni el hombro que le ofrecía para enjugar sus lágrimas.
—No hay nada que temer —la fue consolando durante el vuelo—. Aquí tiene a Emilio Rivera, para servirla. Ahorita déjese cuidar, confíe en mí. Déjelo todo en mis manos.
Él la guío como un perro de ciego por los misterios de la gran ciudad. ¡Cómo encajaron las piezas del nuevo mundo en las imágenes preconcebidas por Greta! Cada edificio, cada esquina, cada puente y cada retal de hierba verde estaban allí donde debían estar. Su propia silueta, devolviendo a la vida a la mansión Bouvier, conformaba la última ficha del puzzle.
Pronto la rotonda se llenó de flores, las habitaciones cerradas se abrieron de par en par, la brisa de Acapulco se fundió con el vapor de las alcantarillas y el humo de las chimeneas de la ciudad, y Greta comenzó a esponjarse, como una planta tropical a la que cambian de maceta.
Emilio Rivera iba y venía acompañado de una cartera de piel donde guardaba la solución a todos los temores de Greta.
—Usted no se me angustie, que yo todito lo arreglo —aseguraba contemplando embelesado cómo ella renacía de sus cenizas.
Como albacea del testamento de Thomas, Emilio Rivera estuvo presente el día en que se reveló la última voluntad de su mejor amigo un par de meses después de llegar a Nueva York. En realidad, aparte del notario, no hubo nadie más en aquel despacho. Solos Greta y Emilio, rodilla con rodilla, como una pareja de novios en la sala oscura de un cine de barrio.
—Al no existir ascendentes ni descendientes, usted, señora Bouvier, se convierte en la heredera universal de la fortuna de su esposo.
El notario era un hombre amable que vestía chaleco y reloj de oro. Pronunció aquellas palabras, «heredera universal», con la misma naturalidad con la que otros hablan del tiempo: «Calor infernal», «frío polar», «heredera universal». Greta se llevó a los labios el vaso de agua fría que le tendió Rivera.
—¿Y si hubiera algún hijo? —preguntó contemplando el dibujo de sus labios rojos en el borde del vaso.
Rivera la miró sorprendido.
—¿Por qué pregunta eso, Greta? No se torture.
Ella lo ignoró.
—En el supuesto de existir un hijo —respondió el notario con el mismo tono neutro de antes—, a él le correspondería toda la herencia y a usted el usufructo sobre un tercio de ésta. Pero en este caso que nos ocupa, señora Bouvier —carraspeó—, dado que el matrimonio sólo duró cinco horas y treinta y siete minutos, parece bastante improbable que pudiera darse tal extremo.
—Materialmente imposible —rumió Rivera, que llevaba doce años casado con Bárbara y sabía muy bien lo difícil que resultaba lograr un embarazo. Había que calcular fechas y temperaturas, pedir permiso y encomendarse a todos los santos para ponerse manos a la obra con la adecuada preparación física y espiritual.
—¿Sería así también en el caso de un hijo póstumo? —insistió ella.
—Por supuesto. El concebido y no nacido es heredero a efectos legales.
Emilio Rivera sacó el pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. La insistencia de Greta empezaba a inquietarle.
—Por otra parte —añadió pensativo el notario—, hay que tener en cuenta que hasta que no fuese mayor de edad sería necesario que alguien administrase sus bienes.
—¿Quién?
—Su madre, normalmente.
Greta guardó silencio.
—O un tutor legal en el caso de que ella muriese o fuese desposeída de su tutela por algún motivo.
Las náuseas habían comenzado al mes de instalarse en Nueva York. Al principio Greta pensó que se trataba de una venganza gringa al mal de Moctezuma y las trató con infusiones. Luego, a medida que pasaron los días y aquel malestar persistía, comenzó a darle vueltas a la idea descabellada del embarazo. Cuando la rana del doctor Harris falleció a causa de una inyección con su sangre, no quedó ninguna duda. Por extraño que pudiera parecer, Greta esperaba un hijo, fruto de la única noche de amor que había compartido con Thomas Bouvier.
—Una bendición —se empeñaba en repetirle aquel doctor de ojos rasgados que tenía seguro algún antepasado comanche.
Tenía una trompetilla el médico con la que le auscultaba el vientre cada vez que Greta cruzaba la puerta de la consulta.
—Escuche, escuche —decía—, verá qué fuerte late el corazón de su bebé.
Y ella se llevaba aquel invento al oído con la ilusión de encontrar en el acompasado redoble el eco de otro corazón. Desde el instante mismo en que lo notó palpitar, moverse, acariciar sus entrañas, supo que el niño sería varón, que se llamaría Thomas como su padre y que no conocería otro amor más grande en toda su vida.
Se había instalado en la mansión de Park Avenue con la misma naturalidad que la glicinia en las verjas del parque, adueñándose de cada rincón, trepándolo, cubriéndolo con su espesura. El único cambio que notó Rivera cuando la visitó en casa por primera vez fue la sombra del retrato de Gloria sobre la chimenea. En su lugar había un espejo grande, enmarcado en oro, donde se miraba ella de vez en cuando con una sonrisilla de venganza.
Regresaron de la notaría caminando, tomados del brazo, a través del parque nevado. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta que se encontraron como de sopetón, cara a cara frente al fuego.
—Entonces, ¿es cierto? —preguntó Emilio sosteniendo la mirada de ella.
—Sí.
—Él siempre deseó un hijo.
Greta se levantó y se acercó al espejo. Lo miró desde dentro del cristal.
—Él siempre logró todo lo que se propuso.
En el fondo, Greta seguía siendo una mujer de carácter. Los meses al lado de Thomas le habían descubierto un modo nuevo de enfrentarse al mundo; más despreocupado, más espontáneo. Sin embargo, la meticulosidad germánica, el orden y el desprecio absoluto hacia los caprichos del azar continuaban formando parte de su condición humana. Qué lejos estaba Rivera de comprenderla.
—Ahorita sí va a necesitar un hombre —sentenció Emilio después de pensar un poco.
—¿Un hombre, Emilio? ¿Para qué?
—Pues para protegerla.
Ella se río con una sola carcajada. La primera desde que murió Thomas.
—No hay mejor ángel guardián que el dinero.
Emilio no era capaz de entender que hasta el último detalle estaba previsto desde antes de aterrizar en Nueva York. Que, asomada a la ventanilla del biplano, Greta había tejido en silencio el tapiz de su nueva vida. Que, a la altura de Baltimore, ya había decidido incluso el color de las cortinas del salón y que, curiosamente, la posibilidad de que un hombre viniera a desbaratarle los planes no se le había pasado siquiera por la imaginación.
—Permítame al menos ser el padrino del niño —continuó Emilio Rivera haciendo oídos sordos a sus palabras—. Se lo ruego.
Ocho días más tarde, Bárbara Rivera desembarcaba en la ciudad de los rascacielos seguida de doce baúles de caoba. Para entonces fumaba ya más de treinta cigarrillos diarios y la punta de los dedos le estaba cambiando de color.
—Debería dejar el tabaco —le recomendó el mismo doctor que trataba a Greta, con otra rana muerta sobre el escritorio.
—¿No era culpa del mar?
—No, señora. Está usted esperando un hijo.
Emilio Rivera no quiso echar cuentas. Llevaba casi dos meses viviendo a más de dos mil kilómetros de distancia de su esposa.
—¿Sabes, Emilio? —le dijo ella cuando volvían a casa—. Creo que te sobreviviré muchos años. Las mujeres de mi familia somos muy longevas. Mi abuelita Constanza cumplió los ciento seis. Mi mamá está sana como un roble y yo —apagó el último cigarrillo de su vida con la suela del zapato— ya tomé mi decisión: no voy a morirme nunca.
Una tarde, Bárbara apareció en la mansión Bouvier sin previo aviso y encontró a Greta con la tripa revuelta. Compartieron náuseas, bacinilla, infusiones y calambres. Se hicieron amigas.
Emilio iba y venía de una casa a otra; para Greta bombones, para Bárbara fresas, para Greta aceitunas, para Bárbara naranjas. Empezó a sospechar que aquellas dos hembras crueles en lugar de antojos tramaban venganzas; que se burlaban de él y de sus buenos propósitos. ¿Por qué no podía amar a dos mujeres a la vez como todo el mundo que él conocía?
Adelgazó hasta el extremo, le salieron bolsas bajo los ojos, úlcera de estómago y canas sobre las canas. A veces le aullaba a la luna, como un lobo en celo, y arañaba las paredes y las puertas tratando de aliviar las exigencias de su cuerpo, que no hallaba consuelo ni en una casa ni en la otra.
—No me seas tan esquiva, caray —le reprochaba a Bárbara en medio de la noche.
—¡Ah, no! —le respondía ésta—. Con tu hijo dentro ya no hay espacio para nadie más.
Y se volvía de espaldas, indiferente a la temperatura de aquel pobre hombre, tenso y sudoroso, que pasaba la noche en vela con Greta Bouvier instalada entre ceja y ceja y el único modo legítimo de gozarla, aunque fuera sólo con la ilusión de tomar a la una por la otra, cruzada de piernas y dormida a su lado cara a la pared.
A Emilio no le gustaba coincidir con ambas al mismo tiempo. Normalmente, pasaba a visitar a Greta a eso de las seis de la tarde con la excusa de los mil papeles que ella debía firmar —hoy un poder, mañana una factura— y después enfilaba el camino de su casa enfundado en un abrigo de paño y un sombrero de fieltro.
Los negocios de Thomas eran tantos y tan florecientes que hubieran hecho falta cientos de Emilios para administrarlos, pero, al contrario de lo que el mexicano le había hecho creer a Greta, aquella máquina de hacer dinero funcionaba a las mil maravillas sin necesidad alguna de su intervención. Thomas Bouvier lo tenía todo atado y bien atado desde mucho antes de morir gracias a una red de consejeros, inversores, gerentes y ejecutivos que le resolvían hasta el más mínimo problema mientras él disfrutaba de la brisa en Acapulco. De hecho, con setenta y ocho años cumplidos, el estado de sus cuentas era uno de los asuntos que menos le preocupaba. Sin hijos que heredaran su fortuna y sin una esposa capaz de perpetuarse a su lado, el que hubiera uno o dos ceros de más o de menos al final del informe del banco le importaba un carajo. Y como suele suceder en esta vida injusta, cuanto menos interés ponía él en sus asuntos, más dinero ganaba su empresa a sus espaldas.
Emilio Rivera no tenía nada que hacer en aquel edificio inmenso. Se aburría tanto afilando lápices que la cabeza se le escapaba a veces por encima de los rascacielos y aterrizaba en el tejado de Greta por si ella salía a pasear. Contaba los minutos, se mordía los labios, se peinaba veinte veces seguidas el mismo mechón de pelo, se acicalaba el bigote, se calaba el sombrero y se despedía de aquellas atareadas secretarias dando la impresión de haber arreglado el mundo.
Su única razón era ella, Greta, y su empeño de vivir en aquella ciudad de espanto, fría y desalmada, en la que cualquiera podía morirse un día en un rincón sin que nadie lo echara en falta.
El primer agosto que pasó lejos de Acapulco le pareció un infierno. El aire se revolvía sobre sí mismo y tenía la impresión de que lo respiraba una y otra vez. El asfalto le quemaba las plantas de los pies, los edificios de hormigón proyectaban sombras de horno sobre las calles desiertas. No quedaba nadie en Nueva York. Sólo él y su calentura.
Bárbara se había convertido en una tinaja inmensa que lo único que ansiaba era volver a verse los pies. Greta mantenía el porte de alemana tiesa a pesar de su nueva geografía. Mirara a donde mirara, Emilio siempre se encontraba con aquellas nuevas curvas inexplicables que, en lugar de calmar su hambre, se la despertaban todavía más.
Sonó el teléfono. Greta se levantó con esfuerzo.
—Residencia Bouvier —respondió sin pronunciar la última erre.
Emilio disimuló su curiosidad haciendo como que leía unos documentos.
—Le aviso —dijo ella.
Y colgó.
—Emilio —le advirtió—, vete a casa, con tu mujer, que vas a ser padre.
—¿Quién llamó?
—La mucama —mintió—. Dice que ya está el doctor en camino.
Emilio Rivera se olvidó el sombrero.
Greta volvió al sofá. La voz de Bárbara Rivera al otro lado del teléfono le había dado miedo. «Dile a mi marido que va a nacer su hijo mientras él anda de donjuán contigo. ¡Qué lindo modo de venir al mundo!».
Notó que el bebé se agitaba en su vientre, que el corazón le dolía, que la panza se le volvía dura como una piedra.
Llamaron a la puerta. Pensó que Emilio regresaba a por su sombrero. Abrió ella misma.
Se encontró con los ojos negros de Rosa Fe mirándola con rencor. La niña dormía en sus brazos, envuelta en una toquilla de algodón. Greta quiso hablar, preguntarle a aquel fantasma si era o no de carne y hueso, pero no pudo. Sintió un pellizco, después un desgarrón y luego un río de agua caliente empapándole las piernas. Miró al suelo y se vio rodeada por un charco turbio en el que flotaban briznas de sangre.
—Llega justo a tiempo, Rosa Fe —le indicó a su más que probable partera.
II
No fue un parto fácil, ni rápido, ni de esos que se olvidan pronto. Greta sufrió los dolores más atroces sin consuelo alguno.
—Déjeme que avise a un médico —le rogaba Rosa Fe, que tenía las entrañas encogidas.
Le secaba el sudor con paños de algodón y le prestaba la mano para que Greta tuviera donde agarrarse. Seguía las instrucciones que la alemana le daba al pie de la letra mientras rogaba a todos los santos que aquella mujer no perdiera el conocimiento.
—No hay médico, hágase a la idea —le respondía Greta.
Sabía que el doctor Harris, su maletín y su enfermera atendían otro parto a pocas calles de allí. Bárbara Rivera estaba dando a luz a un niño, parecido a su padre en tal extremo que al verlo exclamó aliviada:
—¡Gracias al cielo nació sin bigote!
Consciente del resentimiento de Bárbara por la falta de respeto de su esposo, Greta, que jamás había sentido la menor atracción física hacia Emilio, prefirió parir sola antes que arrebatarle el médico a la otra.
—¿Asoma ya la cabeza? —preguntaba de vez en cuando.
Rosa Fe escudriñaba en la oscuridad de sus piernas abiertas.
—Ni tantito.
Se desgarró de tal modo que empapó la sábana y el colchón de una sangre espesa, casi negra, que salpicó a la india el delantalillo.
—¡Ahora! —gritó por fin Rosa Fe cuando vio aparecer una coronilla blanquecina seguida por un cuerpecito todo arrugado. Lo agarró de los pies y lo balanceó boca abajo sin saber qué hacer con él.
—¡Déle un golpe en las nalgas!
—¿Dónde?
—¡En las pompas, mujer!
El bebé rompió a llorar.
—Ahora, el torniquete, como le he enseñado. Bien fuerte el nudo, Rosa Fe. Corte el cordón, deme al niño, tire del cordón hacia fuera, sin miedo, tire, tire.
Un chorro de agua, sangre, piel y tripas salió del interior de Greta y cayó al suelo haciendo un ruido de espanto. Rosa Fe se había vuelto de color blanco. Se le había soltado la trenza. Tenía sangre hasta en lo más recóndito de su cuerpo. Se dejó caer sobre una butaquita de terciopelo azul.
—Levántese de ahí, caray, que me está poniendo todo perdido —ordenó la parturienta desde el cabecero de la cama.
—Qué más quisiera yo —respondió la mucama.
Tom lloraba acurrucado junto a su mamá. Nadie hubiera dicho que Greta era primeriza. Le limpiaba con la punta de la sábana los pequeños orificios de la nariz, los pegotes de grasa que le envolvían la cabeza y el interior de la chiquita boca. Le besaba la frente, le frotaba la espalda, se lo llevaba al pecho, le guiaba los primeros pasos en la vida como una experta.
—Señora Greta, si no es indiscreción, ¿dónde aprendió a traer niños al mundo?
Ella sonrió misteriosa.
—Tal vez se lo cuente algún día, Rosa Fe.
Desde el mismo instante de su nacimiento, Thomas Bouvier Jr. se convirtió en el eje central de la vida de su madre. Olvidada de todo y de todos, Greta respiraba sólo para él. Había instalado una cuna de mimbre toda vestida de encajes en el dormitorio mejor iluminado y mejor ventilado de la casa. Se encerraba noches enteras junto a su bebé para velar su sueño, se encargaba personalmente de cambiarle la ropa y los pañales en cuanto se humedecían lo más mínimo, lo ponía al pecho cada tres horas exactas, le daba suaves masajes con una crema inventada por ella, lo perfumaba con agua de rosas y le cantaba viejas canciones en una lengua tan extraña que Rosa Fe sospechaba que no eran nanas, sino brujerías.
Mientras Bárbara Rivera permanecía convaleciente, atendida día y noche por siete doncellas, Greta, que no había pronunciado ni una sola queja sobre el probable dolor de su cuerpo, se ocupaba de su casa y de su hijo con una energía asombrosa.
Cuando, finalmente, Emilio logró arrancar a su esposa de la cama y conducirla casi en volandas hasta la mansión Bouvier, fue la propia Greta quien salió a recibirlos, con su bebé envuelto en holanes y más bella que en toda su vida. Tenía una dulzura nueva que le suavizaba las líneas de la cara y el cuerpo se le había vuelto de algodón, redondeado y sabroso como la fruta madura. Había preparado un té con pastas a la sombra de un tilo en el jardín. La porcelana era inglesa, las cucharillas de plata, la mantequilla espumosa. Bárbara sintió náuseas.
A aquella tarde siguieron muchas otras. Cuando faltaba Emilio, las dos mujeres se descalzaban y se soltaban los botones de la camisa. Extendían una manta sobre la hierba y se tumbaban encima, jugando con los niños como con dos cachorros de león. Rosa Fe les preparaba ponche frío y agua de Jamaica elaborados con ingredientes de procedencia tan dudosa que ambas damas habían optado por no indagar en el misterio de su origen. Lo llevaba al jardín en una bandeja de carey, bamboleando las caderas de delante atrás para mecer al tiempo a su hija Rosita Fe, o Rosa Fecita, que lo mismo daba, a la que llevaba colgada a la espalda en una hamaquita tejida con bolillos.
—Déjeme a la niña un rato —le pidió una tarde Greta ante el estupor de Bárbara—. Tiene que estar cansada esa criatura de tanto ir de un lado a otro.
Tomó a la indita en sus brazos y la acunó un poco antes de posarla con cuidado junto a su propio hijo en aquella manta. Tom era un bebé hermoso, con los ojos del color de la miel y la boca gruesa. Ernesto era barrigón y bueno, tranquilo. Rosita Fe tenía todos los colores del café enredados en la piel: el tostado, el verde y el rojo, amalgamados en una mezcla extraña pero muy bella. Se puede decir que aquellos tres niños crecieron a la misma sombra: la del tilo cargado de flores que los protegió de los peores vientos y las más terribles tempestades de su infancia hasta que ya no le quedó una sola gota de savia entre sus ramas.
—En fin, Bárbara, habrá que ponerse en marcha —dijo Greta el día que a Tom le asomó el primer diente.
La otra lo entendió mal. Se levantó de la silla pensando que ya era hora de volver a casa.
—Estoy leyendo un libro interesantísimo —prosiguió Greta haciéndole un gesto a Bárbara para que continuara sentada ante la mesita de hierro forjado. Los niños, que ya gateaban, jugaban con las hojas secas del tilo—. Es una biografía del señor Rockefeller, fundador de la Standard Oil, una de las petroleras más poderosas de América. Creo que Thomas hizo grandes negocios con él hace unos años. De hecho, su nombre aparece varias veces en el libro. Seguramente, por eso lo tenía tan bien guardadito en la biblioteca —reflexionó—. Era el único que no tenía ni una mota de polvo.
Bárbara no poseía una mente concebida para hacerse un hueco en el mundo de las finanzas. Creía que Greta le iba a contar alguna jugosa cuestión de amores del tal Rockefeller y por eso escuchaba atentamente, olvidada por un instante del pequeño Ernesto.
—Llegó a ser el hombre más rico del mundo —continuó Greta—. Puso en pie un imperio de dinero y poder, fue envidiado, admirado, calumniado y odiado por todos, como suele suceder a los hombres que triunfan. Pero él, además, tuvo que defenderse contra un grave defecto que lo acompañó toda su vida.
—¿Cuál? —Ahí debía de estar el fondo de la cuestión.
—Que el pobre había crecido en Ohio.
Greta se llevó la taza de té a los labios. Bárbara disimuló.
—Claro —dijo asintiendo con la cabeza sin entender a dónde quería llegar su amiga.
—Como tú comprenderás, nadie que se haya educado en Ohio puede aspirar a mucho —siguió la austríaca—, por muy rico que sea.
—Sí, es como nacer en Tijuana —comprendió Bárbara de repente.
—Por eso, a Rockefeller no le bastó con ganar más dinero que el mismo demonio.
—No.
—Se vio en la necesidad de aparentarlo.
—Claro.
—¿Y cómo lo hizo?
—¿Cómo?
—Atiende, Barbarita. Era listo como un conejo. Contrató a un hombre que lo seguía a todas partes con una bolsa llena de monedas de cincuenta centavos. A todo aquel que saludaba el jefe, él le daba una moneda de aquéllas. «Con los mejores deseos del señor Rockefeller», decía.
—Qué listo.
—Pronto la fama de Rockefeller se extendió como la pólvora. Todos decían ser amigos suyos, se le abrieron las puertas de los clubes más exquisitos, se le rindieron las más lindas mujeres y los hombres más refinados imitaron sus andares de paleto. Hasta se puso de moda su corte de pelo, pegado al cráneo como con resina.
Greta contaba todas estas cosas con la misma pasión con que las hubiera vivido en carne propia. Bárbara la escuchaba atenta, aunque a ella le daba lo mismo. Igual se lo hubiera relatado a un muro de ladrillo. Sólo cuando llegó a este punto, al del corte de pelo, volvió al presente.
—A mí me favorece la melena ondulada. Tal vez con algún mechón suelto sobre la cara —intervino.
Lo que Bárbara tardó en captar —sus entendederas eran más estrechas que las de Greta— fue que en ese mismo instante, en ese mismo jardín, al tiempo que daba comienzo el invierno más crudo del siglo, se estaba poniendo en marcha una de las primeras campañas de marketing de la historia moderna. Como en el refrán de la mujer del cesar, Greta había comprendido que en ese Nueva York de las oportunidades no sólo había que ser inmensamente rica, sino también parecerlo.
—Voy a dar una fiesta —sentenció. Y las ramas del tilo temblaron del susto.
III
Vivía un príncipe de Bulgaria en un edificio blanco a dos o tres calles de la mansión Bouvier. Se llamaba Boris Vladimir y había logrado convencer a todos los hombres de bien de la Gran Manzana de la necesidad de llevar pañuelo blanco en el bolsillo, gemelos de esmalte y zapatos italianos. No era mucho mayor que Greta, tendría unos treinta años en aquel momento, pero su fama de aristócrata lo precedía desde el instante mismo en que puso pie sobre suelo americano con un séquito de aduladores y una tarjeta de visita que llevaba impresa una corona real. Hizo traer su equipaje por valija diplomática, piano de cola incluido, en un carguero que partió de Nápoles y arribó a la costa yanqui una noche sin luna. Fue un acontecimiento aquel desembarco de baúles, muebles, porcelanas, cuadros, libros y lámparas de cristal de roca. Alguien imaginó un cielo roto por la luz de mil fuegos artificiales y una orquesta vienesa interpretando una pieza de Mozart mientras la comitiva de furgones negros abandonaba el muelle camino de algún palacio de cuento de hadas.
Greta conocía la fama de Vladimir porque devoraba las páginas de sociedad de los periódicos nacionales. Quince meses de recortes y subrayados la habían convertido ya en toda una experta en la difícil asignatura del «quién es quién».
Lo invitó formalmente a tomar el té y el príncipe acudió al instante, atraído por la fuerza magnética de los chismorreos que rodeaban a la joven viuda de Thomas Bouvier.
—Así que trató usted con asiduidad a mi esposo.
—Éramos grandes amigos. —Sorbo de té—. Una gran pérdida.
—Fue un hombre excepcional —confirmó Greta—. Un triunfador. Y muy generoso también. ¿Sabía usted que donó varios millones de dólares al Ayuntamiento de Nueva York para la construcción de una unidad de cardiología en el Hospital General?
Emilio Rivera había obedecido la orden de Greta no sin algunas reticencias. Ella le había hecho jurar por la vida de su hijo Ernesto que jamás desvelaría el origen de dicha donación. Que no había nada dispuesto en el testamento de Thomas, que la idea había sido de ella, de Greta, única y exclusivamente.
Pobre hombre: creyó que, además de bella, era humana.
Sólo se lo contó a Bárbara algunos años después, cuando no pudo soportar durante más tiempo el escozor de la verdad en su lengua. «No quiero llevarme este secreto a la tumba —le confesó—. Fue ella quien donó el dinero, pero fue tan discreta, tan humilde, que se negó a hacerlo público».
Bárbara suspiró. Para entonces era ya demasiado tarde. Greta era la reina de Nueva York.
—Deberíamos organizarle un homenaje —concluyó Boris Vladimir creyendo que la idea era suya.
—Un baile en su honor —apuntó Greta.
—Que vengan sus amigos. Que brinden con champagne francés. —El búlgaro hacía aspavientos con las manos. La manicura era magnífica—. ¿Conserva el piano de caoba?
—Haré que lo traigan de Acapulco.
—Y la vajilla de Talavera.
—Y la plata de Tasco.
Las invitaciones llevaban impresa una doble corona, la de la dinastía Wittelsbach y la de los Sajonia-Coburgo entrelazadas como las ramas de un abedul, y el nombre de Thomas H. Bouvier, convertido por obra y gracia de su astuta viuda en el mayor benefactor de la historia de la ciudad, impreso en letras doradas.
Atraídos por una mezcla de curiosidad malsana —Greta constituía un misterio en sí misma— y de confianza en las iniciativas del príncipe, que siempre lograba reunir a la flor y nata de la alta sociedad, la convocatoria fue un éxito. Pronto, los talleres de costura de la Quinta Avenida se vieron desbordados de trabajo extra y los pedidos de seda, damascos y encajes devolvieron el esplendor a una ciudad todavía convaleciente por la fiebre de la guerra.
De las cien personas que invadieron la mansión Bouvier aquella noche, Greta sólo conocía a tres: Boris, Emilio y Bárbara. El resto de sus invitados eran la cara que respondía a un nombre: el que aparecía de vez en cuando en las crónicas de sociedad, el que estaba escrito con plumilla y caligrafía picuda en los sobres de los tarjetones. Se habían puesto de moda los vestidos con vuelo y escote palabra de honor, los guantes largos de seda, los zapatos de tacón de aguja y el pelo corto. El escalón generacional era inmenso. Mientras que las damas de mayor edad se habían instalado en el recatamiento de la preguerra, las más jóvenes florecían con nuevos aires. Todas parecían recién salidas de un colegio de monjas, dispuestas a recuperar el tiempo perdido. Abusaban del rojo de labios, los lunares de pega, las risas desbordadas, la laca de pelo y las pestañas postizas. Algunas comenzaban ya a cardarse el flequillo y a subirse la falda, fumaban en público, hablaban a gritos y preferían la música estridente a la suave melodía del piano.
Greta se subió inmediatamente a aquel vagón. La vista desde allí le pareció apasionante. Pero también comprendió que debía hallar el equilibrio perfecto entre sus impulsos y su posición. Ya no volvió a entrar en una boutique cuyos precios fueran asequibles para cualquiera. Entendió que la misma prenda ridícula dejaba de serlo según el nombre del diseñador que la firmara. Se deshizo de toda su ropa la misma noche de aquella fiesta. Primero mentalmente; luego de veras.
Con la ayuda de Boris Vladimir, la gala inaugural de la «Maison Bouvier», como él bautizó a partir de entonces a aquella casa, resultó un éxito rotundo. El champagne estuvo a la temperatura perfecta, las viandas deliciosas, las flores frescas, la música en su justa medida, la anfitriona bella como una diosa recién bajada del Olimpo. Y si no lo fue, así permaneció en la memoria colectiva, ya que el propio príncipe se encargó de cincelarla al día siguiente en su columna de sociedad. «La noche mil dos», tituló aquella crónica empalagosa que Greta conservó toda la vida en un marco de plata sobre el piano.
Hasta Rosa Fe parecía otra. Su larga trenza deshilachada se la había recogido con una redecilla bajo la cofia. Vestía uniforme oscuro y delantalillo blanco, de encaje, y su piel había palidecido por andar escondiéndose del sol, con los niños, a la sombra de los árboles. Empezaba a acostumbrarse a aquella ciudad de locos, al tráfico, al humo y hasta a la gente sonámbula de las esquinas. Sólo añoraba el tequila y los chilaquiles y, a veces, pocas, un guiso de fríjoles con chocolate que cuando vivía en México le cocinaba su madre y ella despreciaba porque decía que sabía a sudor de yegua.
La noche de la fiesta, ella, que le había cogido gusto a las películas de la Metro, creyó por un momento que el mundo, por una suerte de casualidad cósmica, se vendía enlatado, convertido en celuloide. Todas aquellas damas de largas boquillas y aquellos caballeros de pajarita negra eran Ginger Rogers y Fred Astaire, sólo que a todo color, y ella, una Ingrid Bergman rechoncha que buscaba con los ojos a Humphrey Bogart nada más que para olerle el cuello de la camisa. Siempre le intrigó eso, el perfume de las estrellas.
Se lo estaba pasando de cine, contemplando la superproducción desde su particular patio de butacas situado junto a la puerta de entrada. Su misión consistía en aguardar de pie con una bandejita de plata entre las manos para que los invitados depositaran allí sus tarjetas de visita. Y en sonreír.
Otras doncellas atendían asuntos menores, como el ropero o la limpieza del baño. Los mayordomos y camareros se ocupaban de servir la cena, rellenar las copas de champagne, descorchar botellas y cumplir deseos. ¡Qué blancos eran sus guantes! ¡Qué lustrosos sus zapatos! ¡Qué diferentes al indio Pedro y a los peones de la hacienda, que vestidos de esmoquin parecían payasos disfrazados!
En ésas estaba, recordando a Pedro en camiseta, cuando notó que un aire frío le cortaba la respiración. Algo le había succionado el alma, se le había escapado por la boca abierta y había regresado a su cuerpo convertido en hielo. Levantó el mentón. Volvió a mirarle los ojos a la muerte.
Bartek Solidej había tamborileado con las uñas sobre la bandeja. Le estaba atravesando igual que un cuchillo de acero las entrañas. Llevaba el pelo rubio pegado a la cabeza, la manicura hecha, el lazo al cuello, la bala que mató a Pedro aún escondida en esa mirada azul, tan sólida, tan transparente que más parecía un pedazo de mar estallando contra el arrecife.
Se llevó un dedo a los labios para indicarle a Rosa Fe que le guardara el secreto de su presencia allí y ella tembló paralizada por el miedo. Abandonó su puesto, dejó la bandejita sobre un buró y corrió a refugiarse, primero en la cocina, después en su dormitorio, donde Rosa Fecita respiraba acompasadamente, ajena a aquella muerte que se les venía encima. Dejó al asesino suelto. Qué cobarde.
Bartek Solidej se deslizó por aquel salón con tal sigilo que, para muchos ojos, resultó invisible. Sólo ciertas mujeres, las más temerarias, se volvieron a mirarle el color de las pupilas cuando pasó por su lado. Encontró a Greta apoyada en el piano, con una copa de champagne en una mano y la otra acariciando en el aire el sonido de la música. Había un hombre a su vera, todo barriga y bigote, que la contemplaba absorto, como si el mundo entero terminara en ella.
—Greta —dijo Bartek. Y la vida se detuvo.
Durante una décima de segundo Greta perdió el compás. Palideció. Lo reconoció escondido dentro del esmoquin blanco, la pajarita negra, el perfume caro y los gemelos de oro.
—¡Bartek! —gritó casi.
Se abalanzó sobre el hombre, lo abrazó, lo besó. Lo contempló una y otra vez, de arriba abajo. Se separó de él, de su tensión y su gélida temperatura corporal. Se volvió hacia Emilio y dijo:
—Emilio, éste es mi hermano Bartek. —Volvió a mirarlo. Esta vez al fondo del arrecife—. Dios mío —añadió—, creí que no volvería a verte jamás.
Emilio Rivera sintió un alivio tal al averiguar cuál era la relación de Greta con aquel galán de cine que de la alegría palmeó la espalda del otro con una energía desmedida.
—Bienvenido a América —le saludó, como si América fuera suya.
Qué poco imaginaba Emilio lo efímera que es la suerte. Cómo América entera puede cambiar de manos en una sola noche. No pudo, o no quiso, leer en la mente de Bartek Solidej que de ahí en adelante ya no le pertenecería ni el aire que respiraba.