Capítulo 6

I

Bárbara Rivera llevaba varios años cumpliendo setenta y cinco. La viudez antigua la había dotado de unas energías, una vitalidad, una alegría, una levedad de espíritu tal que, como ella misma afirmaba sin importarle un comino los juicios ajenos, la hacían tan apta para el placer como a los veinte.

—Es que me casé demasiado joven —solía decir por toda explicación a su comportamiento escandaloso.

Irrumpió en el salón de Greta Bouvier vestida de verde de arriba abajo, con una estola de visón sobre los hombros, gafas de sol, bolso de charol, y envuelta en un perfume denso y empalagoso, procedente de algún lugar escondido bajo el cardado de su pelo gris.

—Te traía un Cuervito, comadre, pero veo que no te hace falta —exclamó señalando el cuello de la botella de tequila que asomaba por su bolso entreabierto—. Mejor me lo guardo para otra ocasión.

Se giró sobre sus zapatos a juego y gritó «Rosa Fe» con una estridencia capaz de hacer estallar los cristales de las vitrinas.

—Tráigame un martini, no sea malita.

Luego se dejó caer en un butacón, a la derecha de Greta, frente a Clara, que se había puesto en pie nada más verla entrar, con el cuaderno aún en una mano y la grabadora en la otra.

—Soy Clara Cobián… —empezó.

—Ya sé, ya sé, vuelvan a lo suyo, no se interrumpan. Ustedes ignórenme —añadió Bárbara Rivera dirigiéndose a Greta, la cual, de todas formas, se había hecho la desentendida desde la aparición de su amiga.

Clara volvió a sentarse.

—Me estaba hablando del anillo —señaló, indecisa.

—¿No vas a presentarme, Greta Bouvier? —exclamó Bárbara alzando la voz por encima de la de Clara.

Clara dio un respingo.

Greta expulsó el humo por la nariz y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

—Clara, ésta es Bárbara Rivera —dijo sin más ceremonias.

Sorprendentemente, eso bastó para que Bárbara se acomodara entre los cojines, se despojara de su estola de piel y dibujara en su rostro una rotunda sonrisa.

—Encantada —comenzó—. Debes saber, Clara, que esta mujer y yo somos como hermanas. Se puede decir que hemos crecido juntas; nuestros maridos eran íntimos amigos; llegamos a Nueva York a la vez; tuvimos a los niños el mismo año, hemos llevado vidas paralelas, somos como dos gotas de agua.

Clara se río para sus adentros. Acababa de recordar una cita de Oscar Wilde: «Las mujeres sólo se llaman hermanas entre sí después de haberse llamado antes muchas otras cosas». No cabía duda de que en aquella amistad había habido las mismas rosas que espinas. Conocía de sobra la figura de Bárbara Rivera. Sabía casi tantas cosas de ella como de Greta Bouvier. No en vano su nombre aparecía siempre a renglón seguido del otro; su rostro, casi siempre semioculto tras un sombrero, un paraguas o un brazo de Greta, solía ocupar un lugar fijo en el fondo de todas las fotografías de su cuaderno de recortes. Era como la sombra incómoda que envejecía al compás, impidiéndole a Greta negar la evidencia de sus mismos años, sus mismos recuerdos o su pasado común. Clara se daba cuenta de lo molesta que debía sentirse Greta con Bárbara Rivera en medio de su pretendida confesión.

—Era de organdí —la corregía Bárbara—. De guipur era aquel otro vestido de Dior, el azul. Y no se llamaba Pancho, sino Francisco. Don Franciso Bermúdez Barbadillo, el sacerdote. Lo recuerdo bien porque fue confesor de Emilio durante muchos años. Murió aplastado por el techo de la ermita, cuando lo del huracán, en el sesenta y tres.

Y a Greta se la llevaban los demonios.

Se habría vuelto a encerrar en su dormitorio junto a otra migraña imaginaria, pero la idea de dejar a Bárbara a solas con Clara en el salón era un motivo más que suficiente para permanecer allí sentada, presta a intervenir en cualquier momento, pero con un cierto temblor en la mano del cigarrillo. En realidad, fue la llegada de Tom y su entrada triunfal en aquel salón, con una macetita de geranios en la mano, «para que te sientas como en casa, Clara», lo que acabó por sacarla definitivamente de sus casillas.

—Creo que ya está bien por hoy —sentenció dando por terminada la conversación.

De cualquier modo, el relato inconexo de sus memorias, que fluía a trompicones, siguiendo el desorden de su propio proceso mental, parecía haber alcanzado un punto de inflexión en el momento preciso del día de su boda. A partir de ahí, Greta se enredaba una y otra vez en los mismos recuerdos; sufría un bucle amnésico que la trasladaba de nuevo a Acapulco cuando parecía que se encaminaba ya hacia su destino final en la ciudad de Nueva York. Sin embargo, en cierto modo, Clara encontraba una lógica, tal vez casual, tal vez no, en la estructura del relato. «Los primeros veinte años en la vida de una mujer son decisivos —le había dicho Greta a modo de introducción—, ahí es donde cuaja la condición femenina, mucho antes que en el caso de los hombres, que no alcanzan la madurez hasta bien cumplidos los setenta». Quizá Greta tenía previsto un esquema preciso, estructurado por capítulos, medido en tiempos concretos, con un principio y un final decididos de antemano, de modo que la primera parte comenzaba en el invento de su niñez aristocrática y terminaba el treinta de noviembre del cincuenta y uno, nada más adquirir para el resto de sus días el apellido Bouvier, que la definiría a partir de entonces.

La boda de Thomas H. Bouvier, de setenta y ocho años, y Greta Solidej, de veinticinco, fue portada de casi todos los periódicos de México, de todos los de Texas sin excepción, de varias revistas de sociedad de difusión internacional y ocupó además las páginas centrales de numerosos diarios y semanarios del mundo entero. En todas se destacaba la inigualable belleza de la novia, una joven austríaca que había llegado a Acapulco huyendo de la penosa situación de su país y había logrado pasar de ser la protegida consentida a la flamante esposa de uno de los hombres más ricos del mundo. De cuento de hadas llegó a calificarse esta romántica historia de amor, aderezada con los labios picantes de Greta y los ojos de miel de Thomas. Un primer plano de la nueva señora Bouvier luciendo una tiara de Tiffany & Co. valorada en muchos miles de dólares presidió durante décadas el escaparate de la Quinta Avenida de la famosa joyería neoyorquina; el mismo al que se asomó Audrey Hepburn diez años después, al regresar de una fiesta, sin haber dormido en toda la noche y a pesar de todo más hermosa que ninguna otra mujer de la historia. A Greta le divertía mucho explicar a sus amistades que, si uno se fijaba bien en la primera escena de la película, podía ver reflejada en las gafas de sol de Holly Golightly su propia fotografía enmarcada en plata, con aquella corona de reina sobre la frente.

—Te he contado veinte años de una sentada —le comentó a Clara con el tono de quien espera que le den las gracias—, creo que ahora tienes mucho trabajo por delante.

Y con estas palabras dio por zanjada la cuestión.

Esperó hasta comprobar que Clara apagaba la grabadora y cerraba definitivamente el cuaderno de notas para levantarse del sofá y entonces, antes de salir de la estancia, pareció escoger entre los dos peligros el más inminente y, tomando a su hijo Tom del brazo, se encaminó a la cocina para apremiar a Rosa Fe con la cena. Era consciente de que Bárbara aprovecharía su ausencia para llenarle a Clara la libreta de pájaros, pero prefería aquella posibilidad a la de Tom mirando a la española a través de los pétalos de los geranios con esa expresión de bobo que no había vuelto a asomarle a la cara desde la muerte de Luisa. Abandonarlo en aquel salón era una temeridad mayor que la de dejar a un alcohólico a solas frente a una botella de licor.

—Cenaremos enseguida —anunció desde el hueco de la puerta tirando de Tom con disimulo.

En el corto silencio que siguió al tiqui tiqui de los pasitos de paloma, Clara tuvo tiempo de sentirse utilizada y confusa, forzada a escribir en un orden y en un tono establecidos por Greta, una más de sus marionetas. Por eso, encomendándose a la divina Providencia que le servía en bandeja de plata a una testigo impertinente, indiscreta y, digámoslo todo, dispuesta a hablar por obra y gracia del martini, se volvió hacia Bárbara Rivera con una inocencia mal pretendida, pero que a la otra la encandiló sin reparos.

—Qué preciosa historia de amor —aseguró con malicia.

—Bueno —respondió Bárbara cayendo en la trampa—, no tanto.

Y así Clara pudo comenzar a escribir mentalmente el capítulo que a Greta le hubiera gustado olvidar.

Thomas H. Bouvier había amado a su esposa Gloria hasta el punto de abandonarse a la locura cuando la muerte pelona se la llevó consigo más allá de los confines de este mundo. «Compadre —le preguntó un día a Emilio Rivera—, ¿qué se siente al estar uno en su sano juicio?». Tenía en aquella época la mirada ida, el cuerpo se le escurría bajo la ropa de gentleman, y más parecía un mendigo elegante que un hombre de bien. Había que rescatarlo noche sí, noche también, de los tugurios del puerto, en donde encallaba empujado por Dios sabe qué corriente de aire o de mar con la idea absurda de encontrar algo de Gloria entre las piernas de las mulatas.

—Emilio lo llevaba literalmente a rastras a la hacienda —relató Bárbara entre trago y trago de un martini seco—, medio muerto de pena, con la cartera desvalijada, el cuerpo amoratado, la sombra del caballero que fue en su día. A nadie le extrañó que terminara cometiendo aquella barbaridad.

—¿Qué barbaridad?

—La de meter en casa a una cualquiera.

Después de cincuenta años largos de amistad, Bárbara era capaz de revivir aquella época con la misma rabia de entonces. Parecía no caer en la cuenta de que la condición de «cualquiera», como ella decía, no termina con una boda de postín, sino que persigue a la mujer que la encarna durante el resto de sus días. Clara conocía la historia de una tía lejana, rescatada de un burdel por un señorito andaluz. Se cambió el nombre, de Paca a Magdalena, que era más fino, y se paseaba en coche de caballos por la alameda, hasta que en cierta ocasión alguien le recordó su origen indigno: «¿Tú no te llamabas Paca?». «¡Esa era mi abuela!», respondió ella, que era muy brava.

—¿A quién pensaba Thomas Bouvier que iba a engañar con el chisme de la pobre niña que buscaba refugio de la gran guerra europea? ¿A quién? —estaba diciendo Bárbara.

—A todos —respondió Clara—. Que yo sepa, ésta es la primera vez que alguien pone en duda el origen de Greta Solidej.

—Porque todos los cuates de Thomas disimularon su espanto como pudieron —protestó la otra—. Era un buen amigo, T. H. Bouvier. A más de uno le había sacado las castañas del fuego. No olvides que era muy poderoso, muy rico y muy generoso también.

Le siguieron el juego. Le dejaron enjuagar las lágrimas en los cabellos dorados de su amante y hasta se sintieron aliviados, en cierto modo, del peso del desconsuelo de Thomas sobre sus hombros. La vida resplandeció de nuevo en lo alto de la colina. Regresó la música, la luz, la alegría, y al cabo de un tiempo, hasta el propio Thomas creyó a pies juntillas la mentira que él mismo había inventado.

—Ahora bien —otro martini—, lo que nadie podía imaginar siquiera era que en el plazo de un mes Greta iba a lograr su propósito.

A Clara, en el fondo, le disgustaba que Bárbara Rivera le desmontara el mito con aquella crueldad. Se sentía incómoda, desleal, sólo por estar allí, callada, escuchándola. No sabía cuánto crédito debía darle a sus palabras y, aunque anhelaba testigos, los cuales eran difíciles de encontrar a esas alturas de la película, tenía la sensación de que tanto resentimiento no podía obedecer únicamente a los efectos del alcohol. Algo había tenido que ocurrir entre ellas para envenenar de aquel modo su amistad. ¿Qué daño tuvo que hacerle Greta Bouvier a Bárbara Rivera para que a lo largo de toda una vida aquella mujer disimulara su odio detrás de una apariencia de normalidad, de cordialidad incluso, de devoción enfermiza, con la única esperanza de destruir a Greta en cuanto tuviera ocasión?

—Cómo lo convenció para que se casara con ella, nadie lo supo —estaba diciendo ahora, y, aunque tenía los ojos clavados en Clara, su vista había vuelto al pasado y se paseaba por los arrecifes de Acapulco—. Pero su intención era evidente para todos, excepto para el pobre Thomas. Él llegó a creer de veras que Greta se había enamorado de él. Vamos, que no me hagan reír, si tenía casi ochenta años y ella veinticinco. Lo único que quería era la fortuna de Thomas, de eso no hay duda. Ahora bien, lo que nadie podía imaginar era que estuviera dispuesta a llegar tan lejos.

—¿A qué se refiere, Bárbara? ¿A casarse con él?

—No, tonta —le respondió la otra regresando de golpe al presente—. A terminar tan pronto con la vida de Thomas.

—¿Cómo?

Clara se estremeció. ¿Sospechaba Bárbara que Greta había asesinado a Thomas?

—Bueno —continuó la otra—, podía haber esperado un poco. Haber hecho el teatro de su enamoramiento durante un par de años, haberlo envenenado poquito a poco, haber tenido una pizca de paciencia. Al fin y al cabo, al pobre Thomas no debían de quedarle ya muchas primaveras. Pero no. Lo hizo en la misma noche de bodas.

—Pero, Bárbara —protestó Clara—, ¿de veras cree que Greta…?

—¿Si lo mató? —adivinó—. Claro que sí.

Tenía el corazón delicado Thomas Bouvier en todos los sentidos; el figurado y el real. Sufría una cardiopatía congénita que había limitado su actividad física toda su vida. De vez en cuando, viajaba a solas a Houston para revisar los engranajes de su máquina defectuosa y, al volver, invitaba a todo el mundo a emborracharse con él. Decía que al cuerpo había que engañarlo; que si uno lograba convencerlo de que estaba sano, acabaría por creerlo de veras. Por eso se había propuesto desobedecer las órdenes de sus doctores al pie de la letra. Bajaba y subía la cuesta a pie, a pleno sol, bebía y comía lo que le daba la gana, trasnochaba y visitaba a las mulatas con una frecuencia desmedida. Y el caso era que la técnica le estaba dando buen resultado. Era uno de los hombres más imprudentes de la Tierra y, sin embargo, estaba a punto de cumplir ochenta años de excesos.

Al parecer, existía una corriente de preocupación entre los amigos de Thomas que remataba siempre en el último piso del Casino Español ahogada en vino tinto. «Si sigues así —le decían dando tumbos por la escalera—, un día nos vas a dar un disgusto», y luego lo acompañaban a la cantina del puerto, donde le fiaban la última copa y lo abandonaban allí, como a un perro vagabundo de esos que amanecen atropellados en una cuneta. Así las cosas, Bárbara Rivera culpaba a Greta de la muerte de su esposo.

—Todo el mundo sabía lo enfermo que estaba su pobre corazón —aseguró—. Resistió a duras penas el disgusto de Gloria. Su médico nos avisó de que cualquier emoción podría ser fatal.

—¿Y entonces?

—Entonces se casó con Greta.

—Y murió.

—Exacto. En la noche de bodas. —Vació la copa de un último trago—. Lo mató de amor.

Lo malo de los borrachos es que uno no sabe cuándo dicen la verdad. Aquella noche, después de la cena, cuando las palabras ya se le escurrían de la boca a Bárbara sin que ella pudiera impedirlo, Clara compartió con Tom el peso de ahogada de la dama hasta el salón. «Sólo te dije puras mentiras, puras mentiras, puras mentiras», iba gritando Bárbara entre carcajadas.

II

«Para que te sientas como en casa, Clara», le había dicho Tom al entregarle la macetita de geranios envuelta en papel celofán. Ella la colocó en el alféizar de la ventana que daba a la rotonda y aspiró su aroma a puro invernadero. «Vaya excentricidad, geranios en diciembre», había comentado Greta derramando su particular jarro de agua fría sobre el detalle del hijo. Aquel perfume a flores trasladó a Clara muy lejos de allí. Supo entonces lo mucho que añoraba el olor del campo húmedo en otoño, la tierra negra bajo el paraguas de los castaños y los chopos, y los álamos del Guadalete. En la fachada de su casa de Arcos las ventanas tenían una hendidura a ambos lados para poder ver quién subía y bajaba por la calle sin tener que asomarse al viento. Eran de cal las paredes de todas las casas de su barrio, y de hierro los balcones, de madera las vigas y de cantos rodados las calzadas. Y de vez en cuando, en alguna esquina, quedaba todavía un pie de estribo, en recuerdo de los tiempos de los coches de caballos, las mulas y los asnos que debían de llenar el aire de la ciudad, ya de por sí impregnado de los tañidos de las campanas y del grito de los vencejos, del eco de las herraduras.

Las callejas eran tan estrechas en aquel Arcos de su alma que más valía recorrerlas a pie. Gabriel Hinestrosa dejó el Mercedes donde Clara le dijo, en la plaza nueva, a los pies de la cuesta, y la siguió jadeando por la pendiente, cargando con la maleta de los dos. Era mayo, pero hacía un calor de agosto. Clara llevaba las piernas a la vista, desnudas y suaves, con los músculos acostumbrados a trepar laderas, el dobladillo de la falda rozándole la piel morena, una cola de caballo sobre el cuello húmedo, un vestidito de algodón que apenas le recogía el cuerpecillo sin peso. Se maravillaba Hinestrosa de lo etérea que resultaba aquella niña bajo sus sábanas.

Podía levantarla sin el menor esfuerzo, hacerla rodar entre sus brazos, acunarla entre los pliegues del colchón. A veces temía sofocarla en sueños y dormía mal, despertándose a cada rato para comprobar que Clara seguía allí, enroscada en la almohada de plumas como una pluma más.

—Nos esperan a comer —iba diciendo ella. Se le notaba el miedo en el tono de la voz, un poco más agudo que de costumbre—. Tú no te preocupes, que les vas a encantar. Mi padre disfruta lo mismo que tú de los poetas viejos. Tiene seiscientos libros apilados en lo alto del desván y por las noches se sube a leerlos con una vela encendida. Se le oyen las pisadas, como si fuera un fantasma.

—¿No hay luz?

—¿Cómo?

—Que si no hay luz en tu desván. —A Hinestrosa no le llegaba el aire a los pulmones.

—Creo que sí —respondió ella, confundida—, pero él siempre se lleva una vela.

La catedral estaba cerrada, las campanas quietas, los vencejos dormidos. Clara y Gabriel se asomaron al tajo y vieron revolotear a los cernícalos que habían hecho sus nidos en las paredes.

—Aquí vivió un pintor inglés hace muchos años —le contó ella— que se empeñó en dibujar el vuelo de los cernícalos. Se hizo construir un columpio con una tabla y dos sogas gruesas y todas las mañanas dos hombres lo bajaban y lo dejaban colgando del vacío. Tenía una mujer de mucho carácter. Una señora que siempre vestía de luto. Pues, ¿sabes?, cuando se enfadaba con él, lo dejaba el día entero en el columpio. —Clara estalló en una sonora carcajada—. El tiraba de la cuerda, protestaba, chillaba. Y ella se asomaba a este mismo balcón, qué cruel, con la sombrilla de lunares y le decía que no con el dedo. ¡Ahí te quedas!

—Es que las mujeres sois muy pérfidas —resopló Hinestrosa secándose el sudor con un pañuelo blanco.

Había sido idea de Clara la de llevarse a Gabriel Hinestrosa a conocer a sus padres. Hacía más de seis meses que vivían a salto de mata, siempre sobresaltados por los ruidos de la calle, el timbre del teléfono o la amenaza de ser descubiertos queriéndose en secreto, la niña y el viejo, como dos vulgares ladrones, en aquella azotea helada. A Clara le dolía el miedo de Gabriel y por mucho que él le pidiera tiempo, paciencia, comprensión, ella necesitaba estallar como un cohete de feria, porque tanta alegría contenida le estaba volviendo la sangre de fuego.

—Al menos, ven a conocer mi casa, mi gente, mis recuerdos —le decía—. Déjame que te presente a mis padres. Diremos que eres mi tutor o el director de mi tesis.

—Un cobarde.

—Demuéstrame que te importo, maestro, arriésgate, esfuérzate, pelea.

Una décima de segundo después de aceptar el combate ya se había arrepentido Hinestrosa de su tímido sí. «Pérfidas mujeres que siempre se salen con la suya». Clara estaba dando botes de alegría sobre las sábanas deshechas y él, colgando de un columpio en el vacío sin saber qué era mejor, si tirarse al tajo o morirse de hambre.

Eran las tres de la tarde de un sábado de primavera. La congestión empezaba a apoderarse del rostro colorado del galán.

—¿Para qué te pusiste corbata, Gabriel?

—Para conservar la dignidad.

La casa donde Clara había crecido hacía equilibrios en la cuesta. Estaba chueca. Tenía tres balcones en el segundo piso, un altillo con claraboyas y una puerta de madera abierta de par en par. Al asomarse dentro, se veía el patio verde, con la fuente chiquita y el limonero. Había azulejos en el zaguán. Ella cruzó la penumbra. Llamó a voces, salió a la luz.

De pronto, la casa despertó de su letargo y volvió a la vida para que Gabriel Hinestrosa pudiera morirse de susto.

—Papá, mamá, éste es el profesor Hinestrosa, del que os hablé.

La versión madura de su tierna Clara lo observaba con cierta prevención y la sonrisa forzada, con la mano extendida, el abanico plegado. Era una mujer de una belleza espléndida, a lo Romero de Torres, morena, delgada, elegante y recia. Tenía a su vera a un hombre de gesto afable y brazos abiertos que, en otras circunstancias, habría podido ser su amigo del alma, ambos de la misma quinta, con gustos parecidos y un pasado semejante.

—Por fin nos conocemos —le dijo haciendo un esfuerzo—. Clara nos ha hablado muchísimo de ti.

Y Gabriel pensó: «Gracias, gracias por tutearme».

Había una jarra rebosante de agua de limón con hielo y azúcar empañada de vaho sobre una mesita de hierro forjado, una tinaja de barro en cada rincón, geranios tapizando las paredes, tiestos verdes, la sombra del limonero. Desde ese día, Gabriel Hinestrosa no pudo volver a pensar en Clara sin saborear la dulzura ácida y fresca de la limonada. Tuvo una revelación. Aquella niña era para él como agua del limonero en una tarde de agosto. Alivio para su sed.

Al caer la tarde, Clara lo cogió de la mano y lo llevó a rastras hasta el cobertizo, donde guardaba una motocicleta polvorienta. Le dijo que en aquella ciudad de montaña rusa todos sus amigos se movían en dos ruedas. Lo sentó a horcajadas detrás de su espalda y se lanzó temeraria cuesta abajo.

No hubo nadie que no los siguiera con la vista, que no los saludara con las manos, que no los llamara a gritos desde los balcones. Y Clara, como si anduviera subida en una carroza repartiendo flores y dulces a puñados, iba respondiendo a todas esas voces presumiendo del nombre de Gabriel Hinestrosa, el catedrático, el cronista, el Premio Nacional, que tímidamente soltaba una mano de la cintura de ella para estrechársela a aquellas personas alborotadas.

—¿Dónde me llevas?

—A que conozcas mi río, mis árboles, mis escondrijos. Te voy a enseñar dónde jugaba de niña.

—Pero si tú sigues siendo una niña, chiquilla.

Regresaron con el pelo revuelto persiguiendo el sol por las calles de los alfareros. Hacía el mismo calor, aunque algo matizado por una brisa como de ventana abierta.

—¿Sabes lo que escribió Pemán? —le preguntó Clara al llegar a la plaza—. Que a Arcos, cualquier mañana, se lo pueden llevar las águilas, las nubes, los ángeles o Dios.

Encontraron a Miguel Cobián sentado en el patio, aparentemente disfrutando de la fresca, con los dos botones superiores de la camisa desabrochados y una copa de vino detrás del libro que pretendía estar leyendo.

—Mamá ha preguntado por ti —dijo cerrando el libro y arrastrando levemente una silla junto a la suya. Hinestrosa comprendió el gesto, tomó asiento, se encomendó a San Judas Tadeo, por aquello de los imposibles, «que sea para bien», rogó.

En cuanto Clara entró en la penumbra, Miguel Cobián se enfrentó por fin al hombre que le estaba robando la juventud a su niña.

—Mi padre, que era partidario del vino de Jerez y de mojar pan en la salsa de las almejas —empezó a contar sin pronunciar apenas las eses—, cuando volvió a Ronda después de la guerra, fue casa por casa preguntando por sus amigos. Habían muerto todos. Los habían matado a todos. Al llegar al final del pueblo, simplemente siguió calle abajo, caminando como un vagabundo, hasta que más allá de la sierra se topó con Arcos, en lo alto de este barranco, donde no tenía ningún conocido, ningún recuerdo ni nadie a quien llorar. Aquí echó raíces, lo mismo que el limón. Lo plantó él con sus propias manos. No regresó jamás a su vieja Ronda porque le dolía el alma de sólo pensar en lo que le habían quitado.

Hinestrosa asintió.

—Yo me parezco mucho a mi padre —continuó Cobián—. También me duele el pecho cuando pienso en lo que estás haciendo con Clara. —Levantó la copa, trató de pasar por la garganta el oloroso viejo y le supo amargo—. A ver si te crees que nos hemos caído de un guindo. Quiero que sepas que no descansaré hasta ver cómo te ahogas en el charco de mierda en el que te has metido. —Sacó dos sobres del bolsillo del pantalón—. Esta carta es para el rector de tu miserable universidad —añadió, agitando el papel—. Esta otra es para el director de ese periódico que cada vez que puede te recuerda que no eres más que un hijoputa. Gabriel Hinestrosa perdió la batalla sin pelear siquiera. Se quedó tieso como un niño al que han sorprendido en medio de una travesura atroz. Le temblaban las manos y el pecho, le temblaban las piernas y la voz. Se levantó de la silla. Echó a andar, atravesó el patio, el zaguán, la puerta de madera, la calle sombría, y siguió bajando por la cuesta, hasta más allá de la sierra, camino de un Madrid sin Clara en el horizonte. Porque a Clara se la habían llevado las águilas, las nubes, los ángeles o Dios, junto con la ciudad del risco, el agua del limonero y el resto de su vida.

—Por el miedo te perdono, maestro. Por el peso de tu conciencia rancia te perdono también, pero jamás podré perdonarte por haberme abandonado aquella tarde en la casa de mis padres. Me devolviste como uno de esos maridos de antaño que, cuando descubrían la vergüenza de haberse casado con una mujer que no era virgen, la repudiaban sin mediar palabra. La llevaban de vuelta a la casa del padre, maldita para siempre, y la dejaban allí, pudriéndose de asco, vulnerable a las miradas acusadoras del pueblo, a sus cuchicheos. El teléfono había sonado demasiado temprano: a las cinco de la mañana de una noche aún dormida. Gabriel Hinestrosa había calculado la hora para Clara y había tenido la plena seguridad de que esta vez era ella, la chiquilla, quien lo despertaba con un grito lejano, procedente de la orilla opuesta del mar. Y había sabido, con antelación de meses, que aquella llamada llegaría tarde o temprano, cuando la rabia de Clara sedimentara como el barro en un charco turbio y por fin, a través del agua limpia, pudiera asomarse al fondo de la cuestión.

—No podía quedarme, chiquilla, ni un minuto más.

—Pero yo me hubiera ido contigo.

Habían pasado cinco años y, en la memoria de Clara, Miguel Cobián todavía seguía sentado en el patio. «¿Y Gabriel?», le había preguntado la chiquilla con los ojos clavados en el vacío del cuerpo del galán sobre la silla. «Se ha marchado». Y había echado a correr, dejando caer la jarra al suelo. Patio, zaguán, puerta, calle, cuesta, detrás de la sombra sin huellas del maestro.

Cómo la consoló su padre aquella noche contándole historias viejas de la familia, rescatando retratos en sepia del fondo de los arcones. «Éste era tu abuelo, ésta mi tía Paca», y ella, ausente, descolorida, tratando de entender los motivos de la huida de Hinestrosa a través de la sierra.

Cuando volvió a ver al maestro, éste no era más que un catedrático casi anciano sentado en una mesa coja.

—Guarden los apuntes —pidió, lacónico, mirando al infinito como si pudiera verlo.

No merecía una matrícula de honor aquel examen. En realidad, no era más que un desahogo. Con la letra apretujada por la rabia, Clara le echaba en cara su debilidad de carácter, su falta de hombría. Pero estaba muy bien escrito, ciertamente, con una claridad de ideas, una argumentación, una concisión, una semántica que Hinestrosa, por deformación profesional, le colocó un diez en todo lo alto. Al leer aquel papel había sentido que se le sacudían las entrañas y una mezcla rara de culpa, tristeza, nostalgia y desesperación se había apoderado de su ánimo. Irónicamente, decidió romper con ella en el instante mismo en el que comenzó a amarla. Pudo más el miedo, qué cobarde, y la estúpida creencia de que sólo la fama concede la vida eterna a los mortales.

La llamó a su despacho y ella entendió el envite. Apareció en la azotea a eso de las once de la noche del último día del curso con el pañuelo de enjugar lágrimas escondido en el bolsillo. Al final, fue ella quien lo tuvo que abrazar, porque a Hinestrosa le colgaban los dos brazos a ambos lados del cuerpo.

—Ya estoy aprendiendo a tener paciencia —aseguró ella, que llevaba quince días esperando a que el maestro diera señales de vida.

—Y yo a quererte de veras.

Eso dijo. «A quererte de veras». Pero en medio de aquel río revuelto, de aquellas aguas tan turbias, la chiquilla no supo descifrar las palabras de Hinestrosa. Quererla no era recibirla con un bolero encendido, ni esconderla detrás de la puerta cuando llamaban al timbre. No era desear el calor de su piel, ni contarle secretos al oído. No era encerrarla en la jaula, apresarla en la tela de araña. No era robarle la juventud.

Quererla era dejarla ir.

—Me parece que ya entiendo tus razones —les dijo a los geranios después de colgarle el teléfono a Hinestrosa—. Viejo desalmado.

Abrió una rendija de aire helado para alimentar a su planta de un poco de cielo. Empezaba a cogerle el gusto a eso de dejar al maestro con la palabra en la boca. Sucia venganza. La noche era fría, como corresponde a Manhattan en diciembre, pero también clara y limpia, silenciosa incluso. Un coche atravesaba la rotonda y se detenía en ese momento al pie de la escalera donde Tom aguardaba aún con Bárbara Rivera colgada del brazo.

—¡Ernesto, hijo de mi vida! —gritó la buena señora—. Déjame quedarme un poquito más en esta santa casa, no me seas malo.

Pero el hombre aquel, corpulento y dueño de un contundente bigote poblado de canas, introdujo a su madre en el coche con la ayuda de Tom y cerró la puerta con un golpe seco.

Cuando los dos hombres quedaron frente a frente, se contemplaron en silencio un instante y entonces se abrazaron con fuerza, propinándose sonoras palmadas en la espalda.

—Hermano —murmuró Ernesto Rivera, el vivo reflejo de su padre, Emilio, al oído de Tom, ambos envejecidos como los buenos vinos, en barrica de roble, conservados a la justa temperatura para resultar deliciosos.

Clara sonrió para sus adentros. Aquella imagen parecía una escena procedente del pasado; un deja vu, un juego de espejos imposible, ya que, en realidad, Thomas Bouvier le sacaba treinta años al bueno de Emilio Rivera. Uno era ya un respetable carcamal cuando el otro apenas arañaba los cincuenta. No. No eran Thomas y Emilio, dos fantasmas de otro tiempo, sino Ernesto y Tom quienes se abrazaban en la rotonda y, a pesar de todo, parecía que aquella amistad hubiera desafiado a los años, a la vida y a la muerte para unirlos de nuevo bajo su ventana.

Algo había de cierto en las palabras de Bárbara. Un hilo invisible que de alguna manera vinculaba a esas dos familias en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, por los siglos de los siglos.

Clara apuntó mentalmente esa idea: tirar del hilo.

Pero entonces la escena se amplió de pronto, como si el objetivo de una cámara cinematográfica hubiera abierto el plano sobre el resto de la casa y del jardín.

Por detrás de los árboles apareció la figura sorprendente de Rosa Fe envuelta en un chaquetón de plumas. Se acercó lentamente hacia los dos hombres hasta quedar situada tras ellos, a una distancia de un par de metros, con los brazos cruzados sobre el pecho, el cabello suelto, la cabeza ladeada, los labios apretados, las mejillas coloradas.

Ellos notaron su presencia. Se giraron al tiempo, se aproximaron a ella, y entonces, rompiéndole a Clara los esquemas en pedazos, volvieron a abrazarse, esta vez en un nudo de tres vueltas, Tom, Ernesto y Rosa Fe, como tres notas discordantes en una melodía equivocada, tres vértices de un triángulo absurdo, tres pies de un banco inconcebible.

Clara Cobián se metió para dentro.

Comprendió que no tenía derecho a hurgar en un misterio de ese calibre. Que, si la suerte o el destino la habían puesto detrás del cristal de esa ventana, tenía que ser por un error garrafal en los planes del cielo. No era posible que ella, la Clarita de la calle empinada de Arcos de la Frontera, tuviera escrita en las líneas de su mano la solución a una adivinanza como aquélla: ¿qué podían tener en común Thomas Bouvier, Ernesto Rivera y Rosa Fe más que, tal vez, el lejano recuerdo del sabor de los chiles picantes?