I
Greta Solidej había abandonado bajo la cama, en la hacienda desierta, todo lo que consideró un lastre inútil para su huida. Sólo se llevó consigo lo imprescindible: las tres o cuatro prendas de ropa que de tan íntimas se le habían adherido a la piel, el bolsito gris y la porción del botín que juzgó suficiente para reconducir sus pasos por aquel México inhóspito.
Había cometido un terrible error. En su afán de confundirse con el paisaje hasta desaparecer de este mundo para siempre había equivocado el azar con el destino y ahora comprendía que su suerte no residía en el color ámbar de los ojos de Thomas Bouvier.
No podía permanecer en Acapulco ni un solo día más. Su fotografía, del brazo de aquel hombre grande, había adornado las páginas de sociedad de los periódicos locales; su nombre había recorrido plazas y salones, había brincado de boca en boca, y su leyenda, la que inventaron a medias ella y Thomas en lo alto del acantilado, formaba ya parte indisoluble de los avatares de aquel lugar.
Hizo su equipaje deprisa, sin detenerse siquiera a imaginar una vida diferente a la que se le aparecía bajo la nueva luz del abandono; sin permitirse una sola lágrima ni un solo reproche. Cuando por fin se convenció de que Thomas Bouvier no había sido más que un espejismo, salió por la puerta principal con la cabeza bien alta y esta vez, cosa inaudita, resultó que el indio Pedro roncaba a trompicones bajo un techo de palma en el que había buscado refugio contra la calima pesada de las tres de la tarde y ni él ni nadie supieron jamás a qué hora se echaron las sombras sobre el tejado de la casa.
Las mucamas que, al caer el sol, se pararon extrañadas a escuchar el silencio tras la puerta del dormitorio de Greta no quisieron interrumpir el primer sueño apacible que le conocían a la extranjera. Creyeron que estaba durmiendo de golpe todas las noches en vela y, por no despertarla, se descalzaron y volvieron a sus tareas de puntillas, deslizándose sigilosas por los largos pasillos de la hacienda.
Ya estaba oscureciendo cuando apareció el hocico del Packard precedido por el rugido de sus tripas de acero al final del camino. El indio Pedro corrió al encuentro del patrón con un candil en la mano.
—La señorita Solidej, Pedro —le suplicó éste desde el asiento trasero—. ¿Está en la casa?
—Sí —respondió el indio.
—Gracias a Dios —respiró Thomas Bouvier ajustándose el nudo de la corbata.
La escena de Greta ensangrentada escarbando en la tumba de la señora Gloria aún la tenía Pedro entre las cejas. Tenía previstas hasta las palabras precisas —«El patrón tenía razón»— y suponía que no sería necesario ni media explicación más porque, si el propio Bouvier le había prevenido en contra de la extranjera, sus motivos tendría.
—Patrón —comenzó a decir para librarse de una vez del peso que lo atormentaba.
Pero Thomas Bouvier, aún vestido de invierno y con el maletín colgándole del brazo de una cadenita de oro, le indicó, llevándose un dedo a los labios, que más le valía guardar silencio.
—Mire, Pedro —le dijo por si con su gesto no bastara—. Si Greta está en casa, lo demás me importa un carajo.
Ninguno de los dos se imaginó entonces hasta qué punto determinaría la ciega confianza de Thomas la suerte de Pedro en el futuro. Lástima que el indio no borrara de su mente en ese mismo instante lo que había visto desde los matorrales. Unos días después, mientras su esposa preparaba un caldo de gallina en uno de los pucheros de cobre de la hacienda, se lo contó todo, deteniéndose hasta en el detalle de la campana acusadora que repicó sin viento ni nadie que tirara del badajo. Ella, al contrario que su marido, en cuanto escuchó el relato comprendió instintivamente que ya no había remedio y con los ahorros de toda la vida encargó treinta misas por el eterno descanso de sus almas: el mínimo que juzgó necesario para poder entrar en el cielo sin tener que pasar por el purgatorio. Luego se sentó a tratar de olvidar.
Thomas Bouvier abrió de par en par las puertas de la casa y entró precedido por su fuerte olor a gardenias frescas.
—¡Ponga a enfriar una botella de Dom Pérignon! —le ordenó al primer ser humano que se cruzó en su camino.
Subió los escalones de dos en dos, como hacía tiempo que no se lo permitían las piernas. Arrampló con todos los obstáculos invisibles que lo asaltaron por los recovecos de los pasillos. Pronunció a voces el nombre de Greta, que de tanto repetirlo en los silencios del inacabable viaje lo traía tatuado en el paladar. Pero el eco de su propia voz y de sus propios pasos en las paredes húmedas de la hacienda fue el único habitante de la casa que le salió al encuentro. Deseó encontrar la llave de la habitación de Greta impidiéndole el paso, como tantas veces, porque eso hubiera significado que ella se refugiaba al otro lado de la puerta. Luego la imaginó tomando el aire en el mirador, luego al piano, luego probando el guiso en el fogón, luego tras una cortina jugando a asustarlo, hasta que, finalmente, después de registrar la casa de arriba abajo, se asomó a la ventana más solitaria de su vida y vio un buque inmenso atravesando la bahía.
Se llamaba La Cruz del Sur y había zarpado de Veracruz con un cargamento de granos de café, una tripulación de veinte hombres armados y tres mujeres que se rifaban el camarote del capitán al póquer. Recorría pesadamente las aguas del golfo de México deteniéndose aquí y allá con la excusa de repostar combustible para poder disimular de este modo la fea costumbre de hacer la vista gorda, previo pago de cierta cantidad de dinero, al tráfico ilegal de viajeros indocumentados. Lo esperaban desde hacía días los carromatos de varios comerciantes de abarrotes que pasaban las horas oteando el horizonte por si quedaba alguna posibilidad de verlo llegar antes de arruinarse del todo. Desde una de esas tartanas descascarilladas, con su bolsito gris y sus ondas en el pelo, Greta Solidej creyó descubrir una sombra entre las luces del faro. Resignada, se puso en pie, descendió a la dársena y, mansamente, se dirigió hacia el muelle del que colgaban las amarras de los cargueros. Su plan, si se le podía dar semejante nombre al desesperado intento de fuga, consistía en subir a bordo del primer barco que zarpara del puerto de Acapulco y descender en el lugar más recóndito de cuantos divisara desde la cubierta; cuanto más pobre y bárbaro, mejor. Una vez allí, borraría sus huellas gracias al nombre falso de Constanza Würzburg y se dedicaría a evangelizar a la población en algún credo inventado por ella misma a cambio de techo, alimentos y enseres de primera necesidad. Pasado un tiempo prudencial regresaría a desenterrar el tesoro con el que pensaba comenzar una nueva vida en algún país del hemisferio sur; uno de ésos con costa y cordillera, con mansiones coloniales y atardeceres colorados, con aguardientes de fruta y bailes descarados.
Pero Thomas H. Bouvier estaba a punto de desbaratarle el proyecto. El sí tenía una idea clara de lo que ocurriría en los siguientes meses. Y en su estrategia, concebida a base de plazos y fechas exactas, no cabía la más mínima posibilidad de dejar escapar a Greta.
Sacó a Norberto a voces del garaje sin darle tiempo a colocarse la gorra de plato que acababa de quitarse, saltó al asiento delantero del Packard con una agilidad desconocida y febril y le dijo que bajara al puerto sin reducir de marcha ni en las curvas más cerradas. Logró alcanzar el espigón al mismo tiempo que la proa del buque asomaba por detrás.
En un rompeolas que hacía las veces de pantalán estaba Greta empapándose los zapatos de espuma. Apretaba el bolso contra su pecho igual que la noche en la que el océano la trajo junto a los restos de tantos naufragios como el suyo.
—Güerita —le susurró al oído. Ella lo confundió con un golpe de mar—. Güerita, quédate conmigo.
Greta se giró y se encontró con su desaliento y el aroma de mil gardenias deshojadas.
—Ya te dije que me iría para siempre —le respondió ella.
—Dijiste mañana, güerita, y hoy es hoy.
Estaba temblando. Thomas se quitó el chaquetón de paño y se lo colgó a ella de los hombros flacos. Después, la tomó de la cintura, la condujo con suavidad hacia el coche, la ayudó a acomodarse en el asiento del copiloto y le dijo a Norberto antes de abandonarlo a su suerte en medio del malecón:
—Ya remato yo el secuestro.
Desandaron el camino entre curvas, de vuelta al acantilado donde aún esperaba la roca negra en la que Thomas se sentó a inventarle a Greta un pasado verosímil la noche en la que comenzó a contarse su historia.
Esta vez fue ella quien se derrumbó en la piedra y Thomas quien permaneció en pie, de espaldas a la bahía, en mangas de camisa, con el reloj de oro asomando por el chaleco y la corbata negra enmarcándole la barba incipiente.
—¿Qué me vas a inventar ahora? —le preguntó Greta cobijada en el olor a gardenias del chaquetón de paño.
—El futuro —respondió él sin titubear.
Después, se arrodilló frente a ella, introdujo su mano áspera en el bolsillo del pantalón y le mostró el brillante rosa más espléndido de cuantos ha fabricado la naturaleza en los últimos mil millones de años.
—Cásate conmigo, Greta Solidej, y te prometo vivir eternamente.
No fue el valor del anillo lo que convenció a Greta, por mucho que con el paso del tiempo, al revivir esta escena, ella lo nombrara siempre en primer lugar, sino la cándida promesa de inmortalidad. Estuvo a punto de responderle: «No prometas lo que sabes que no podrás cumplir, Thomas Bouvier», pero los ojos se le habían vuelto de ámbar y las ásperas manos le temblaban y la boca gruesa merecía un beso y un «sí, quiero» y las leyes de la naturaleza también merecían desafiarse desde esa noche en adelante.
—Si vamos a despeñarnos juntos, hagámoslo cuanto antes —dijo por fin mirando hacia el acantilado.
El periódico Novedades, en sus páginas de sociedad, con fecha veintitrés de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, publicó una nota en la que daba aviso de la inminente boda en Acapulco del millonario norteamericano Thomas H. Bouvier y la joven austríaca Greta Solidej. Se preveía una gran fiesta en la mansión que el rey del oro negro poseía en la colina de Las Brisas, con cientos de invitados procedentes de los cuatro puntos cardinales del planeta, orquesta de jazz importada expresamente desde Nueva Orleans, fuegos artificiales holandeses y caviar iraní a cucharadas.
Nadie se pudo explicar cómo logró el diario filtrar la noticia la misma madrugada del compromiso ni cómo pudo adelantar tantos detalles antes de ser concebidos. A mediodía, la fila de amigos y conocidos de Thomas Bouvier daba la vuelta a la rotonda. Todos venían en procesión a felicitar a los novios, a contemplar el fulgor del brillante rosa y a participar en la algarabía que se había extendido por la ciudad como una plaga de langostas. Los primeros en llegar fueron Emilio y Bárbara Rivera, que se consideraban fundamentales en todo este asunto por su intervención providencial.
—El ofrecimiento sigue en pie —le dijo Thomas a Emilio en cuanto lo vio entrar en el salón del piano de cola.
Pero éste le respondió sin palabras; sólo pendiente de Greta y del modo en que ella se movía por aquella estancia esquivando las corrientes de aire.
El desfile de allegados que hicieron su aparición en la hacienda no cesó hasta las doce de la noche. Con todos se brindó varias veces, en el mayor derroche de champagne francés que se conoció en el mundo entero desde el comienzo de la guerra, y la borrachera colectiva se recordó durante décadas.
A veces, muchos años más tarde, Greta coincidía en Nueva York con algún desconocido decrépito que le guiñaba un ojo y le recordaba aquella noche como la única de su vida en la que perdió la conciencia a base de Moet & Chandon.
Cuando por fin se quedaron a solas, Greta y Thomas, abarloados frente al fuego, decretaron unánimemente que habían tomado la mejor decisión de sus vidas. Fijaron la fecha de la boda para siete días después y comenzaron a hacer los preparativos. Entre muchas otras locuras, esperaron a que amaneciera en París para hablar personalmente con Christian Dior y encargarle el vestido de novia.
Eran pasadas las tres de la madrugada cuando se asomaron al mirador, los dos envueltos en el mismo abrazo, y asistieron por casualidad a la maniobra de salida del buque La Cruz del Sur, que atravesaba lentamente la bocana del puerto precedido por una pareja de delfines. Sin palabras, maldijeron al navío que a punto estuvo de arruinarles la felicidad. Sintieron el impulso de volver adentro y cerrar de golpe el ventanal de la galería, pero la visión de su estela de espuma blanca los fascinó de tal modo que, contagiados por una especie de superstición inexplicable, ninguno se atrevió a apartar los ojos de su popa descascarillada hasta que ambos lo vieron alejarse y desaparecer en la oscuridad.
Aquel barco y su cargamento de café y polizones había arribado la noche anterior sano y salvo a pesar de los malos augurios. Por la pasarela herrumbrosa habían descendido como sonámbulos todos los pasajeros, hartos de mar. Uno de ellos, un hombre alto y flaco, tal vez demasiado flaco para tanto hueso, se había encaminado sin dudarlo al callejón sombrío donde se anunciaba la casa de huéspedes con un cartel pintado a mano. No llevaba más equipaje que una bolsa negra, una gorra gris y unos tirantes que impedían que los pantalones le arrastraran por el suelo.
Se situó frente al encargado, sacó dos billetes de dólar del bolsillo y una cajetilla de tabaco europeo.
—Quiero una habitación —exigió en la lengua aprendida de oído.
—Firme acá —respondió el dueño de la pensión.
En el cuaderno de registro escribió su nombre emborronado por la humedad del ambiente: Bartek Solidej.
El encargado lo miró de arriba abajo y, sin hacer ningún comentario, le entregó una llave sucia.
II
A primera hora de la tarde Greta pidió que la dejaran sola con su vestido de novia. Colgó la percha de la lámpara del techo y lo destapó con cuidado. Como la ventana estaba entreabierta, la brisa que subía de los arrecifes hizo que el tul del velo cobrara vida. Greta no pudo sino admirar el encaje de guipur, la seda salvaje y los cinco metros de cola desparramados sobre la cama y el suelo de su dormitorio. Después, los zapatos de raso, con el detalle de una gardenia cosida en el lateral, y los guantes largos hasta los codos, y la tiara de Tiffany & Co. coronándolo todo con sus destellos estrepitosos.
Aunque sabía que la modista ya venía de camino con la aguja enhebrada, no pudo reprimir ni por un instante el deseo de probárselo inmediatamente. Llamó con una campanilla a la mucama, Rosa Fe, que llegó sofocada de calor y con un bebé agarrado al pecho. Había parido aquella niña morena en la propia casa, como era costumbre entonces, una noche que cambió la luna. Greta había entrado en la cocina a ver por qué la cena se demoraba tanto y había encontrado a Rosa Fe a horcajadas sobre un puchero de agua hirviendo. Le preguntó qué estaba haciendo, por el amor de Dios, con las piernas abiertas sobre la cacerola del pozole y la mujer le respondió que había notado que la criatura andaba con frío, porque sentía que las entrañas le iban a estallar, así que le estaba calentando la puerta con el vapor del perol como había visto hacer a las mujeres de su tierra. Greta mandó llamar al médico y obligó a Rosa Fe a meterse en la cama.
La bebita nació sin ruido al amanecer de un sábado. Trajo un diente clavado en la encía, y una mata de pelo muy liso y muy negro, y las uñas largas. Parecía una viejita recién nacida.
—¿Cómo se llama? —preguntó Greta meciéndola en sus brazos.
—Rosa Fe —contestó el indio Pedro desde la oscuridad—, como su mamá linda.
Entonces salió de detrás de la cortina, chaparrito como era, secándose el sudor con la manga de la camisa de algodón, el machete al cinto y el candil apagado. Levantó a su hija en vilo y la contempló entera, de la cabeza a los pies, antes de posarla con cuidado en el regazo de su esposa.
Greta había abandonado el cuarto llorando a mares.
—Ayúdeme con el corpiño del vestido, Rosa Fe —le ordenó casi sin mirarla—, y deje a la niña que duerma tranquila, en su cuna, no la acostumbre a ir siempre en brazos.
Qué harta estaba Rosa Fe de la señora Greta y sus manías germánicas. Con las horas de sueño, y las de vigilia, y las de tomar la leche. Le decía que a los niños no había que amamantarlos a capricho, sino con una disciplina férrea: seis veces al día, no más, por mucho que se desgañifaran llorando. Y que había que limpiarse los pezones con agua y jabón, hervir los pañales, desinfectar la tetina. Que había que envolver el cordoncito con una gasa empapada en alcohol, para que no se pudriera, que el agua de mar era buena para la congestión nasal, que con la cabeza de una cerillita untada en grasa se curaba el estreñimiento. Rosa Fe escuchaba todas estas lecciones con la bebé colgando de un rebozo anudado al cuello mientras daba la vuelta a las tortillas en el comal, asintiendo muy seria a todo lo que le decía la extranjera, aunque lo cierto era que por el mismo oído que le entraba le salía la lección sin aprender. En cuanto Greta abandonaba la cocina, le daba a probar a la niña el chile verde, la sopa de huitlacoche, el agua de Jamaica o el mole poblano con la punta del cucharón de palo.
No dejaba de sorprenderle a la mucama el interés de la extranjera por la «chamaquita», como le decía Pedro a su hija desde que le apretó el dedo con el puño cerrado de la mano diminuta y no se lo soltó en toda la noche. Ella, que nunca había mostrado la menor curiosidad por las tareas domésticas, de repente adquirió la costumbre de entrar en la cocina dos o tres veces al día con cualquier excusa, aunque lo cierto era que sólo ansiaba acariciar la cabecita de la niña o tocarle los pies descalzos que asomaban por debajo del rebozo, y a veces, mientras Rosa Fe colocaba los platos en la alacena o pasaba el paño por la mesa del comedor, se daba cuenta de que la miraba disimuladamente por encima del periódico.
Desde el anuncio de la boda, sin embargo, Greta parecía haberlas olvidado por completo. Pasaba los días dando órdenes con una autoridad que aún no le correspondía, pero que hacía prever el infierno que se cernía sobre las almas de todos los trabajadores de la hacienda. Entre muchos otros encargos, mandó lavar y almidonar los manteles y las sábanas sin excepción, descolgar las cortinas y ponerlas a tender, sacudir las alfombras y hasta abrillantar la vajilla de Talavera, a pesar de las protestas de quienes sabían por experiencia que con esa clase de alfarería no hay modo. También se hizo traer un camión de codornices que hubo que desplumar una a una y meterlas en hielo para poder rellenarlas en el último momento, y un cargamento de caviar Beluga y otro de champagne francés. Prefirió un cuarteto vienes a la orquesta de jazz; rechazó rotundamente la generosa oferta de Emilio Rivera, que propuso contratarles el mejor mariachi de México como regalo de boda; ordenó pintar las paredes y la fachada de blanco, plantar flores por todas partes, despejar los caminos, barnizar la puerta de la casa y colocar, en lo alto del dintel de entrada, un escudo de armas que aseguró pertenecía a su familia y no era otro que el de la dinastía Wittelsbach de Baviera.
Para cuando llegó el vestido de novia, ya todos caminaban arrastrando los pies, como sonámbulos, a causa del agotamiento. Sólo Greta se mantenía despierta, alerta, dirigiendo los preparativos de su boda como si se tratara de los ensayos de una ópera y ella fuera la prima donna de voz gloriosa. Le dijo a Thomas que no abandonara sus paseos diarios por los naranjales, ni sus partidas de bridge, ni sus lecturas a media tarde, que le bastaba con que estuviera puntual en la iglesia, vestido con un chaqué blanco y con una gardenia en el ojal. Cincuenta mesas adornadas con rosas y velas llenaban los dos salones; el piano de cola había sido trasladado al mirador, junto con el pianista alemán que se había presentado empapado en sudor dos días antes de lo previsto y pasaba las horas ensayando el vals que abriría el baile. Un chef belga se había adueñado de la cocina, ante el estupor de Rosa Fe, y se había quedado de piedra ante el comal, contemplándolo como si fuera un objeto inverosímil.
Entre unos y otros habían convertido el aire de los pasillos en una mezcla irrespirable de notas musicales, perfume de flores, humo de cirios y sabor a guiso europeo que no había manera de evitar por mucho que las mujeres se empeñaran en abrir de par en par todas las ventanas y balcones de la casa.
Eran casi las cuatro cuando Rosa Fe dejó a la niña dormida en un butacón y comenzó a abotonarle la espalda del vestido. Greta se vio de cuerpo entero en el espejo, subida en un escabel, con la cola cayendo en cascada, como un torrente de encaje sobre el suelo.
—Parece una reina —dijo Rosa Fe.
—Lo soy —respondió Greta—. Soy la reina de Acapulco.
Y su risa se derramó colina abajo.
A las cinco de la tarde comenzó a soplar viento de poniente. Hubo un caballero que perdió la chistera y la vio caer dibujando círculos desde lo alto del arrecife. Las
damas trataron inútilmente de mantener el orden en el motín de sus cabellos, los peones de la hacienda lanzaron cubos de agua sobre los caminos de polvo, los perros aullaron y los caballos patearon las puertas de las cuadras, los visillos escaparon por las ventanas abiertas, como fantasmas de fiesta, y los músicos vieneses descuidaron un momento sus partituras en los atriles y, cuando salieron al mirador, las encontraron volando por encima de sus cabezas. Las campanas de todas las iglesias de Acapulco repicaron al unísono despertando a los vencejos que dormían apaciblemente en los tejados y los ecos de sus tañidos se hicieron oír por encima de los demás ruidos, incluidos los de los burdeles del puerto. Temiendo que se tratara de una señal del cielo, mientras duró el vaniloquio, las mulatas de los barrios bajos se negaron a atender a los clientes, los dueños de las cantinas se encerraron en las trastiendas y los responsables del casino prohibieron los juegos de azar. Pero a las seis en punto el viento se detuvo en seco. Emilio Rivera, que acababa de dejar a su esposa del brazo de su mejor amigo en la puerta de la Soledad, donde ya esperaba el gentío la llegada de la novia, aparcó el Rolls-Royce en la rotonda de los Bouvier y entró muy despacito en la casa para acompañar a Greta al altar. Su peor error fue el de aguardarla al pie de la misma escalera por la que la había visto bajar aquel fatídico día vestida de azul. La imagen de sus caderas meciéndose, los hombros desnudos y la boca jugosa lo había perseguido desde entonces, arrinconando el deseo que sintió alguna vez por su esposa y apropiándose de él en beneficio propio. Ahora, las caricias de Bárbara le parecían las de una impostora, sus demandas las de una tirana, su conversación le resultaba aburrida y sus guisos insípidos hasta el punto de preferir la comida del casino a la de su casa y la compañía de sus amigos a la de su mujer.
Debajo de esa escalera, Emilio Rivera temió que el temblor de sus manos lo traicionara, que el tartamudeo de su boca lo delatara, que el sudor de su frente le arruinara el peinado. Tuvo miedo incluso de tropezar en el pasillo de la iglesia y quedar como un torpe redomado. Pero, sobre todo, sintió lástima por su pobre alma desolada, presenciando impotente cómo su mejor amigo le robaba la única posibilidad que le quedaba de ser, aunque remotamente, feliz.
Greta notó, nada más bajar el primer escalón, que a Emilio se le humedecían los ojos. «Hay que ver cuánto lo quiere», pensó refiriéndose a su inminente esposo. Pero algo en el modo en que Rivera la tomó de la mano y la condujo al coche sin mediar palabra la hizo dudar de las auténticas razones del padrino. Luego, cuando lo tuvo al lado, frente al altar, notó que murmuraba alguna cosa para sus adentros y esta vez no confundió sus bisbiseos con oraciones. Pensó: «Pobrecillo, mira que perder el mejor de los amigos de este modo tan tonto».
Thomas la esperaba en el atrio de la catedral, de blanco, y con la gardenia a juego con los zapatos de ella y el ramo de novia. Había perdido veinte años entre la casa y el templo. Parecía un muchacho que hubiera descubierto de la noche a la mañana lo que se siente al enamorarse por primera vez. Al aparecer la novia por detrás de la lomita, creyó que su vida había llegado tan lejos como le permitían los años y que de ahí en adelante los iba a vivir para atrás, rejuveneciendo cada amanecer en lugar de envejecer. Greta se levantó el velo en cuanto lo tuvo cerca, sin esperar siquiera a que el sacerdote le diera permiso para descubrirse y, con una frase que sólo pudo entender Thomas, le juró en un susurro: «Mañana me quedaré para siempre».
Lo que quedó de veras para siempre en la memoria colectiva de aquel pueblo, desde la cúspide de la pirámide social hasta su base más rastrera, fueron los fastos de la mayor celebración acontecida en aquel lugar por los siglos de los siglos. El veintinueve de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, a eso de las ocho de la tarde, la mansión Bouvier desprendía tanta luz que un buque mercante la confundió con el faro y se fue a pique luego de embarrancar en el arrecife. La música se despeñó por la colina y alcanzó los arrabales; la fiesta se contagió a las calles y a las plazas, y esa noche se concibieron más niños en Acapulco que en los tres años anteriores juntos. De hecho, algún tiempo después, se presentó el alcalde de Acapulco en la casa de Nueva York recaudando fondos para edificar una escuelita nueva porque la anterior ya no daba abasto. Exigía responsabilidades por la parte de culpa que les correspondía a Greta y a Thomas en el descalabro demográfico de la comarca.
A las once, cuando el cielo se llenó de fuego con aquella exhibición de pirotecnia traída directamente de los Países Bajos, ya la suerte estaba echada: los niños engendrados, las cantinas abarrotadas, los barcos encallados, los invitados ebrios de champagne, caviar y música, Emilio Rivera inconsciente, su esposa Bárbara excusando su falta de costumbre para con el alcohol y Greta Solidej convertida de por vida en Greta Bouvier, la reina de Acapulco.
Al despuntar la mañana, por fin subieron los escalones de la casa los recién casados sin preocuparse de apagar el fuego de las chimeneas. Tuvo que ser Rosa Fe, con su hija dormida en el rebozo, la que arropara con mantas a los invitados que pasaron lo que quedó de noche bajo el techo de los Bouvier. Fueron más de treinta los que por una u otra razón no encontraron a tiempo la puerta de la calle y entre ellos hubo quien amaneció abrazado a la persona que menos le correspondía. Pero todos, haciendo gala de una discreción infinita con respecto a las faltas propias, abandonaron la casa en riguroso silencio en cuanto encontraron a su verdadera pareja debajo de la manta equivocada.
De madrugada, por primera vez desde la llegada de Greta a Acapulco, Thomas encontró la puerta de su habitación abierta. También la ventana, con las gardenias y los visillos blancos, estaba entornada, permitiendo que entrara el aire fresco y la luz azul del nuevo día. Se sentaron al pie de la cama, los dos de blanco, la colcha blanca, las sábanas blancas, la camisa blanca, los guantes blancos, la piel azul, y se sorprendieron del sabor inesperado de sus besos. Mientras que Greta poseía el gusto inconfundible de las manzanas verdes, Thomas llevaba en la lengua la dulzura del azúcar de caña. Mientras que Greta era intensa y fría, Thomas era más bien cremoso y suave. El licor resultante se derramó por sus cuerpos, empapó la cama hasta el colchón, los cubrió de alcohol, los emborrachó al mismo tiempo y los agotó tanto que ambos sintieron que morirían esa noche sin remedio.
Cuando Greta recuperó el sentido, buscó con la mano de la alianza el calor de su esposo sobre la almohada. Acarició su pelo revuelto, su nuca de soldado, su cuello tenso, y lo notó helado, como si un soplo de viento del norte lo estuviera recorriendo de arriba abajo, deteniéndose en los recovecos de su piel. Aterrada, contó claramente cinco dedos largos con sus correspondientes uñas arañándole las entrañas al cuerpo de Thomas. Vio cómo se le empañaban los ojos con el vaho de aquel aliento frío que le bebía la vida a sorbos. Lo sintió vaciarse, aletargarse y terminarse, pero no comenzó a gritar hasta que la ventana abierta se cerró de golpe y por fin comprendió que Gloria, desde la gloria, acababa de robarle a su marido. Entonces repitió sus nombres tan alto y con tanta desesperación que hasta las palomas se espantaron y volaron alrededor de los palomares y los campanarios, estrellándose con cuantos obstáculos se les pusieron por delante. El grito de Greta despertó a los que dormían la borrachera de la noche anterior y durante años todos ellos, sin excepción, juraron haber oído carcajadas entre las nubes.
Thomas H. Bouvier había muerto en su cama blanca, la misma noche de bodas, con las piernas aún enredadas en el cuerpo de su esposa.
III
Bartek Solidej estaba teniendo graves dificultades de comunicación con los habitantes de la tierra a la que había ido a parar Greta. Ni sus gestos se correspondían con el significado que Bartek les inventaba, ni sus costumbres se ajustaban a ninguna lógica, ni sus reacciones eran proporcionales a los estímulos que las provocaban. Por menos de un cruce de miradas podía originarse una balacera sangrienta con resultado de varios muertos a los que se les velaba durante tres noches seguidas con asistencia de hombres y mujeres de ambos bandos por igual. El que decía «no» podía estar diciendo «sí», el que perdía el sentido por culpa del tequila era felicitado al día siguiente con palmaditas en la espalda; cada quien comía allí donde lo encontraba el hambre, sin horarios ni mayores ceremonias que las de abrir la boca y engullir una tortilla rellena de lo que hubiera en el perol. Los altarcillos donde se adoraba a la Virgen de Guadalupe convivían en feliz armonía con los de los esqueletos de la muerte vestidos de fiesta; y siempre era hora de siesta, y siempre había una sombra debajo de un techo de palma porque siempre hacía el mismo calor pegajoso y húmedo de las tres de la tarde.
En la última carta que había recibido de Greta, el itinerario de su viaje quedaba trazado con precisión, al igual que, en el calendario, el día y la hora en que volverían a encontrarse. Sin embargo, había pasado una semana completa desde que había desembarcado de La Cruz del Sur y aún no había tropezado con nadie que le diera noticia alguna de su paradero. La describía por señas, con grandes aspavientos, recorriendo su cuerpo ausente con ambas manos y deteniéndose en las curvas que tan bien recordaba, pero, para su desesperación, hasta el momento sólo había logrado que lo dirigieran a los burdeles del centro, tomándolo por uno de esos marineros que se orientan en cada puerto por la suavidad de la piel de sus mujeres.
El encargado de la casa de huéspedes se encogía de hombros cuando Bartek se encaraba con él. Por mucho que le gritó, le suplicó y hasta lo tentó con un suculento soborno a cambio de la información que fuera sobre la extranjera de los ojos de almendra, el otro se limitó a llevarse la mano al cinto, amenazándolo con un pistolón viejo como la revolución de Villa y Zapata.
Tras siete días de soledad y desierto, empezaba a creer que había sido víctima de un engaño tan burdo y probable que no podía entender cómo había caído en la trampa. Ahora Greta estaría disfrutando del dinero a sus espaldas, con el verdadero mapa bien dobladito en la cartera, mientras él se pudría bajo un sol regido por otro dios.
Se consolaba únicamente a eso de las ocho de la tarde, cuando el calor remitía, caminando despacito por la playa y dejándose llevar con la misma cadencia del oleaje de norte a sur, de sur a norte, con el rumbo y las esperanzas perdidas. Y ni siquiera entonces hallaba la paz que anhelaba. Los vendedores ambulantes lo confundían con uno de los turistas que arribaban a esas costas y lo agobiaban con sus abalorios y sus danzas de maracas y timbales. Que si quiere coco, que si le muevo la panza, que si cómpreme un rico elote o un cucurucho de pepitas de calabaza. Y él a todos espantaba a ladridos, aunque lo tomaran por loco.
Hasta que cierta tarde, una niña peinadita con dos trenzas muy largas se soltó un momento de la mano de su madre y se acercó a Bartek porque lo encontró sentado a la orilla del mar tan flaco y tan rubio que parecía una criatura de otro mundo. «Señor», le dijo, y él respondió con un gruñido. Entonces la niña dejó caer el cucuruchito de papel a la arena y salió corriendo al encuentro de su madre.
Fue una casualidad que el periódico con que se había fabricado aquel recipiente llevara impresa a toda página la fotografía en blanco y negro de la boda del siglo en Acapulco. Bartek lo desdobló a toda prisa.
Greta Solidej llevaba sobre la cabeza una tiara de diamantes de tal calibre que sólo con mirarla se le desencajaron los ojos. En el anular, un diamante inmenso; del brazo, un señor muy mayor que la contemplaba embelesado, vestido con un chaqué blanco, una gardenia en el ojal y un reloj de oro en el bolsillo. Bartek olvidó los zapatos en la playa y sólo cayó en la cuenta de que estaba descalzo cuando pisó la mugre del mercadillo. Fue de puesto en puesto preguntando quién era el hombre de la foto, dónde vivía, cómo se llegaba hasta esa casa tan blanca, cuál de todas era la colina de Las Brisas y la suerte tuvo el detalle de proporcionarle un don de lenguas momentáneo para entender que ése era el gringo Bouvier, que tenía hacienda y hasta avión privado, que ésa su esposa extranjera, que aquél el día de su boda y que hoy lo enviaron de vuelta a casa en un cajón de caoba, muertecito, le dijeron en lenguaje universal, cruzándose el cuello con el filo de la mano.
En ese mismo momento, a dos o tres kilómetros del mercado, en lo alto de la colina por la que un par de horas más tarde subiría Bartek Solidej con las plantas de los pies en carne viva, el indio Pedro deambulaba por la hacienda agitando la cabeza de lado a lado, pensando para sus adentros que aquello no estaba bien.
—A los muertos hay que velarlos en la casa —se quejó a Rosa Fe en la cocina vacía—, con cirios y plegarias, y agua bendita.
—Ni modo —respondió ella.
Había formado parte del grupo compuesto por hombres de toda clase con Emilio Rivera a la cabeza que aquella mañana habían acompañado el cuerpo del patrón en su último paseo por la carretera de la costa hasta el aeródromo, donde los esperaba Greta, de luto riguroso, ahogada en lágrimas negras.
—Se lo llevó abrazado —continuó Pedro—. Dijo que no lo dejaba en esta tierra infestada de fantasmas.
—¿Y qué va a ser de nosotros?
Rosa Fe y los demás trabajadores de la hacienda habían recogido los restos de la boda todavía sobrecogidos por la noticia de la muerte de Thomas. Ya la casa parecía la de antes, a excepción del vacío que había sembrado su ausencia por todas partes. «Este lugar está sin alma», convenían los que entraban o salían por los balcones abiertos, echando en falta las corrientes de aire que antes recorrían los pasillos y que ahora, de pronto, se habían esfumado sin dejar rastro. La soledad se había adueñado de lo que antes era silencio y una tristeza muy opresiva se paseaba altanera de arriba abajo, resbalando por la barandilla de la escalera.
Recién golpeados por la catástrofe, muchos de los peones se reunieron en el patio de atrás a pedirle cuentas a Pedro. Temían por su futuro ahora que faltaba el patrón y la extranjera había abandonado la hacienda sin dejar nada dicho. Exigían el jornal de los últimos días y se negaban a continuar con sus labores hasta saber si iba a ser de algún provecho todo el esfuerzo de barrer hojas y abrir caminos, y recoger cocos y cosechar naranjas, y alimentar a los caballos, o si, por el contrario, sólo lograrían aplazar por un tiempo la ruina. Pedro no tenía ninguna noticia que darles. Los recibió con un poncho blanco sobre el cinto del machete y con el pistolón cargado oculto tras él, pero sin poder disimular su propia angustia. A cada rato volteaba la cabeza hacia la ventanita que daba al cuarto de Rosa Fe y la bebé preguntándose cómo iban a salir adelante una vez que se terminaran los víveres de la despensa. Pidió paciencia, serenidad, comprensión. Repartió algunas botellas entre los más pendencieros; a los pacíficos los despidió con una palmada en la espalda y los vio alejarse a todos con el mismo paso lúgubre de los expatriados, los fracasados en el amor y los vencidos en la guerra. Después se apresuró a cerrar a cal y canto puertas, ventanas, balcones y cancelas por si alguno se desesperaba de veras y le daba por regresar a cobrarse lo que en justicia le correspondía y se cebaba con las vajillas, las lámparas y la plata.
—¿Quién cuidará ahorita de tu hija? —preguntó Rosa Fe.
—¿Pos cómo quién? —respondió Pedro—. Pos yo, que pa eso soy su padre.
—¿Y cómo crees?
Por eso, en cuanto terminó de asegurar el blindaje de la casa, salió el indio Pedro con el candil y la pala; porque sentía que entre unos y otros le iban a empujar al fondo del barranco. Y porque no era capaz ya de dirigirle la mirada a su esposa sin que se le nublara la vista.
«Qué mala es la necesidad», iba pensando para sus adentros por el camino de polvo que conducía a la ermita del camposanto. Él, que jamás habría tomado un puñado de fríjoles sin permiso, por muchos fríjoles que hubiera en la despensa, ni un solo peso de más, ni los puros restos de un cigarro habanero de los que abandonaba el patrón a medio fumar en el fondo de los ceniceros, por no hablar de las armas o los objetos de valor que contenía aquella mansión; él, que creía en la honestidad por encima de todas las otras virtudes, ahorita se veía obligado a andar desenterrando secretos ajenos, con la esperanza de hallar un tesoro con el que salir de pobre. Aunque no tenía la menor idea de qué cosa lo estaba aguardando junto a la tumba de la señora Gloria, suponía que debía de tratarse de algo importante.
Algo grande debía de haber bajo esa tierra negra para que Greta Solidej hubiera renunciado a sus uñas de nácar. Algo, por otra parte, que ya no era propiedad de nadie, puesto que nadie iba a reclamarlo jamás, y menos todavía una mujer que acababa de heredar una de las mayores fortunas del mundo. ¿Regresaría Greta alguna vez a Acapulco? Probablemente no. Pero sí enviaría a buscar todo aquello que legalmente le pertenecía como viuda de Thomas Bouvier y él, Pedro, se lo devolvería pieza por pieza, sin que ella echara nada en falta, sin que pudiera pensar: «Qué mala es la necesidad, que vuelve a los hombres ladrones».
—Ella tiene la culpa de todo —protestaba Rosa Fe, que seguía abriendo y cerrando la ventana del dormitorio de Greta como si no se hubiera marchado o como si creyera que iba a volver de un momento a otro—. No se abandona a las personas igual que a muebles. Hay que hacerse cargo.
—Ella qué va a saber —respondía Pedro—, si jamás tuvo hacienda.
Cuando llegó por fin al cementerio, se santiguó ante la lápida de la señora Gloria, se arrodilló en el mismo lugar en el que vio hacerlo a Greta y acarició el suelo con la palma de su mano hasta dar con el punto exacto, libre de hierbas, en el que estaba enterrada su buena fortuna. Lo descubrió despacito, disfrutando con cada palada, extrajo la bolsa de algodón, la cajita de madera, acarició la pistola, casi un juguete, abrió el tesoro, contó los billetes, calculó el cambio. Cacareó.
Regresó corriendo y llegó sin aliento ya con la noche encima. Encontró a su esposa cambiándole los pañales a la niña sobre la cama y no fue capaz de esperar a que terminara para vaciar allí mismo el contenido de su alforja. En cuanto Rosa Fe escuchó a lo lejos la campana de la ermita, un escalofrío le recorrió la espalda. «Es la santa muerte —pensó para sus adentros—, que ya nos descubrió con todo este dinero sobre la colcha y no va a permitir que salgamos vivos de acá». Se había quedado impávida, blanca como la cal de las paredes, al enfrentarse a la visión de su esposo Pedro cubriendo a la bebé de billetes. Una lluvia verde, una piñata, una alcancía rota en pedazos, un bautismo compuesto de sucios papeles sobre la niña Rosa Fe, que pataleaba en pañales sin adivinar lo que se le venía encima.
—¿De dónde sacaste estos billetes que no son ni de México?
—Son de tu hija, mujer, no quieras saber más.
Así estaban las cosas cuando Bartek Solidej, aún descalzo y con las manos negras de barro, alcanzó la cumbre de la colina de Las Brisas y se encontró con la silueta de la mansión Bouvier de frente. La casa estaba muerta; aún en pie, pero muerta, de modo que no halló resistencia cuando escaló la fachada y se coló al patio de atrás por el gallinero. Los animales se alborotaron como si hubiera entrado un zorro a devorarlos, pero nadie vino a echarlo del corral. Bartek se dirigió entonces hacia la única luz que salía del interior de la hacienda, en un edificio de una planta, chiquito, de ladrillo, y se asomó a la ventana. Una mujer morena vestida con una túnica de algodón teñido de mil colores se hacía de cruces mientras un indio chaparro y renegrido dejaba caer veinticinco mil dólares en billetes alemanes sobre el cuerpecito rosado de una bebita en pañales. La pistola, dorada como él la recordaba, descansaba junto a la niña encima de aquella cama, poco más que un jergón tirado de cualquier modo sobre el piso, muy cerca de la puerta, si aquella manta que cubría el hueco de la pared podía llamarse puerta.
No tuvo que pensar mucho. Conocía a la perfección el origen del dinero y sabía que no valía la pena meterse en pleitos, porque el hombre aquel escondía un pistolón bajo el poncho y en la casucha aquella en vez de puerta colgaba una manta. Entró como un jaguar, de un salto, y el pobre Pedro no tuvo tiempo ni de percatarse de aquella muerte que se le vino encima. No hubo machete ni pistolón que remediara su destino.
—Era güero —explicaría luego Rosa Fe a quien pudo entender lo que contó entre sollozos—. Primero me empujó contra la pared, después tomó una pistola, le acertó a mi esposo en el centro de la frente, me dejó ir con la bebita, véanla, cubierta de sangre, mi bebita. Vengo corriendo desde la casa, por el camino de los cocotales, sin pararme a mirar atrás. Y no, no lo había visto nunca antes. Era flaco, todo huesos y pellejo, llevaba los pies descalzos, parecía un mendigo, o un fantasma, sí, un fantasma debía de ser, porque esa casa está infestada de fantasmas, válgame Dios.
Tampoco volvió jamás Rosa Fe a la hacienda. Ella también borró Acapulco de los mapas del mundo. Pero no logró quitárselo de su mente, y muchos años después, siendo ya una viejita solemne, cuando caminaba a tientas por los caminos húmedos bajo los castaños de Central Park, recordaba aquella noche entre cocotales, con su hija recién nacida a cuestas, en la que miró por primera vez a la muerte a los ojos. Eran como el hielo, claros y sólidos, del color del amanecer en Nueva York, tan transparentes que permitían asomarse al otro lado y descubrir, qué ironía, un arrecife profundo y negro, igualito, igualito al que caía desde la hacienda al océano.