Capítulo 4

I

Con un gorrito de lana y un abrigo de piel habría desembarcado Clara en la isla de Ellis. Con su libreta de papel de seda y una pluma de tinta china. Y una ráfaga salada de aire turbio la habría envuelto, como envuelve el papel de estraza los peces del mercado, y la habría acompañado por los pasillos lúgubres de inmigración hasta un despachito donde flotara el humo de un habano apenas consumido. Y un inspector de voz ronca la habría contemplado de arriba abajo, como hombre primero, como agente después, y el periodismo entonces habría sido una especie de patente de corso para ingresar en la tierra del ciudadano Kane. Una alfombra roja la habría precedido por la Quinta Avenida hasta la mansión Bouvier, y un criado con levita la habría conducido al salón en el que Greta recibía a las visitas, donde olería a gardenias tiernas aunque fuera diciembre y la nieve coronara el jardín.

Pero la realidad era otra. Hacía un frío húmedo, una noche precoz. En vez de abrigo llevaba un anorak de plumas; en vez de pluma, un ordenador portátil; en vez de mil novecientos cincuenta y uno, una era de luces rabiosas y rostros hostiles. Clara Cobián se sintió chiquita, desamparada, terriblemente sola en un Nueva York que había avanzado medio siglo en su ausencia. Tenía razón el maestro: ya no circulaban los gánsteres en sus viejos Ford bajo las farolas, ni Audrey Hepburn desayunaba en Tiffany, ni Gene Kelly bailaba bajo la lluvia de Broadway. El taxi en el que iba salpicaba agua sucia contra las aceras grises igual que en cualquier otra ciudad del mundo, las mujeres cargaban el peso de la compra, los hombres arrastraban un cansancio de años y por los callejones oscuros se colaba la luz de los portales.

—¿Decepcionada, dices? —Greta se enojó cuando Clara le confesó durante la cena que la ciudad le había parecido triste—. Yo la conocí bajo una lluvia de lágrimas, y a pesar de eso la vi tan linda como una de esas bolas de cristal que al agitarlas se llenan de nieve blanca, patinadores alegres, árboles de Navidad y castañas asadas. Era treinta de noviembre, igual que hoy.

La recibió una doncella de uniforme, con cofia y delantal. En el jardín, un mozo con librea que se frotaba las manos para espantar el frío se empeñó en subir sus maletas a pulso, despreciando las medulas, rechazando la ayuda que ella le ofrecía.

Una vez, el maestro cargó una tarde entera con su bolsa de viaje por las callejas empedradas de una ciudad del sur y Clara protestó al principio sintiéndose culpable al oírle jadear. Pero él se detuvo bajo un balcón invadido de geranios, a media cuesta, y le dijo: «Chiquilla, estoy educado de un modo que o me dejas llevarte la bolsa o no pego ojo en toda la noche».

También se rindió ahora a la autoridad del mozo sin más discusión que un leve encogimiento de hombros y la duda de si debía o no darle una propina al final de la escalera.

La doncella aquella tenía ojos de miedo, como si cada vez que abría la puerta de la casa temiera que entrara el hambre. Condujo a Clara por un pasillo largo cubierto de láminas pintadas a plumilla y le mostró la habitación que le habían preparado, en el primer piso, con dos ventanas grandes que daban al jardín. Le dijo que la señora no tardaría en volver, que había ordenado la cena a las siete, que si prefería sal o pimienta en el salmón. Y que se llamaba Rosa Fe, como su madre. En ese momento Clara cayó en la cuenta de que todo eso lo había dicho en español y sintió un alivio tonto, una sensación rara de bienvenida.

Las paredes de su dormitorio estaban empapeladas en un toile de Jouy azul sobre fondo blanco. La moqueta también era azul, como las cortinas de terciopelo recogidas a los lados con sendos cordones de pasamanería que terminaban en borlones dorados. La cama era de madera noble, lo mismo que el resto de los muebles de aquella estancia: dos mesillas repletas de cajitas de porcelana y figuritas de plata y un escritorio inglés al que Greta daba el nombre de secreter, por conservar aún, en el doble fondo de uno de los cajones, un pedazo de papel con la firma de lady Clarke y la fecha remota de 1812.

Habían perfumado el aire de lavanda. Habían colocado un ramillete de flores de invierno sobre el escritorio. Habían ahuecado los almohadones y estirado la colcha. A la izquierda de la cama, una puerta disimulada daba entrada a un cuarto de baño pequeño, blanco, luminoso, que era una continuación natural del toile de jouy a menor escala.

La ropa de Clara en el interior del armario desentonaba tanto como su pobre reflejo enmarcado en el dorado del espejo decimonónico. Nunca, en toda su vida, se había sentido más intimidada y al tiempo tan afortunada como durante los quince primeros minutos de su estancia en la mansión Bouvier. Se vistió como para una cena de gala en el Alfonso XIII, con un vestido negro ceñido a la cintura, medias de seda y zapatos negros de tacón. Se retiró el pelo de la cara, se pintó los ojos como les había visto hacer a las gitanas del Albaicín, los labios con brillantina. Se adornó las orejas con unos aretes de oro y se perfumó el cuerpo con Agua de Sevilla. Después, se sentó a esperar en una butaquita tapizada de terciopelo azul a que Rosa Fe tocara a la puerta, o a que sonara una campanilla, o a la voz profunda de un criado que anunciara la cena a golpe de bastón.

Para Gabriel Hinestrosa eran las doce y media de una noche helada sin sueño. Se imaginó a Clara en la orilla contraria del océano que los separaba, temblando de nervios, a punto de conocer por fin a la protagonista de todos sus cuadernos de recortes. Se mordería las uñas, se atusaría el pelo, se cambiaría de dedo aquel anillito de amatista que le regaló su padre. Dudaría si llamarlo o no porque calcularía la hora y lo creería dormido. Supuso que no tendría noticia de las andanzas de Clara en Nueva York hasta el día siguiente por la tarde. Sin embargo, el timbre del teléfono le sobresaltó a eso de las dos y media de la madrugada con unos maullidos tan estridentes que no tuvo corazón para ignorarlos, aunque sabía de sobra que no podía ser ella, Clara, quien le alterara el metabolismo de aquella manera. Al otro lado del mundo, Greta Bouvier esperaba su respuesta con un enfado memorable.

—Es vulgar —le escupió al auricular—. Aniñada, escuchimizada, insegura. Y peor aún, lleva el vestido por debajo de la rodilla, Gabriel, por debajo.

Hinestrosa sonrió para sus adentros.

—Es delicada, Greta Bouvier, y por eso se te llevan los demonios.

La gran dama colgó de golpe y destrozó una gardenia a mordiscos. Luego se encerró en su dormitorio dos días seguidos pretextando un dolor de cabeza que al final resultó ser tan cierto como aquella explosión de rabia contenida, libre por fin después de tantos años de despecho.

Ocurrió que Clara se dio de bruces con los ojos color miel de Tom al otro lado de la puerta y cayó en la cuenta de que nadie la había prevenido contra aquella dulzura tristona. Él en persona fue quien la avisó de que la cena estaba servida en el comedor de diario. La saludó con un apretón de manos y una sonrisa elegante, sin poder apartar la vista de los aretes de oro que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Fue como si un relámpago iluminara de repente el recuerdo de su esposa Luisa, la madre de su hija Carol, en su memoria. De su acento español, de sus ojos negros, de su ausencia. Clara lo notó.

—Yo soy de Arcos de la Frontera. Arriba de la sierra —le dijo.

Y con eso bastó para que Tom comprendiera que esa sierra era la misma de Luisa, sólo que vista desde una ladera diferente. Y también que Clara había sabido interpretar su silencio. Y no tuvo que darle ni entonces ni nunca explicación alguna sobre su soledad de los últimos quince años, ni contarle con pelos y señales la historia de amor de su vida, ni describirle la manera como se movía Luisa al bailar, ni lamentarse con la tragedia de su muerte prematura, ni confirmarle que, por un momento, se había quedado colgando del balanceo de sus pendientes.

Mientras tanto, Greta los esperaba de pie, levemente apoyada en el mueble bar, con un cansancio estudiado y envuelta en perfume. Había enviado a su hijo a buscar a Clara Cobián para poder representar esta escena de manera convincente. Sabía que la primera impresión contaba lo mismo que veinte días de arduo trabajo dramático y no quería estropearlo con una mala iluminación o un tropiezo en el pasillo. Se situó bajo el arco de la puerta, con la ventana entreabierta para que el aire de la calle le ahuecara el pelo, y le pidió a Tom que avisara a la joven periodista que había cruzado el océano sólo para entrevistarla.

Luego se arrepintió horrores de no haber utilizado a Rosa Fe para semejante misión en cuanto vio entrar a Clara y a Tom cogidos del brazo y se fijó en cómo se había pintado los ojos aquella reproducción de Luisa en chiquito que le había alborotado el ritmo de la respiración a su hijo. Entonces supo que Clara le había ganado la partida; que su puesta en escena, consciente o no, había sido cien veces mejor que la suya y se sintió vieja, oscura y casi muerta. Por eso, en cuanto Clara y Tom abandonaron la casa, otra vez del brazo, para ver las luces de la Quinta Avenida, Greta alcanzó el auricular del teléfono y despertó a Gabriel Hinestrosa hecha una fiera. «Es vulgar», dijo ella. «Es delicada», respondió él. Y la noche cayó al tiempo a ambos lados del mundo.

Rosa Fe notó la tensión en cuanto escuchó los golpes del cuchillo en el filo de cristal de la copa de Greta. Se le agarrotaban los nervios con el cling, cling, cling que utilizaba la señora para mostrarle su impaciencia o su descontento, para decirle que faltaba vino, que la carne estaba seca, la servilleta mal planchada, el mantel descolorido. Escuchar el cuchillo en la copa y ponerse a temblar era una sola cosa. Igual que se les hacía la boca agua a los perros de Pavlov con sólo oír la campanilla, a ella se le descomponía el cuerpo y se le nublaba el entendimiento con el mero sonido del tintineo aquel. Entró en el comedor con la bandeja del consomé bailándole entre los dedos.

—Rosa Fe, te he dicho un millón de veces que no llenes tanto las tazas, que se desbordan. —Greta decía las cosas entre dientes; sin perder la sonrisa—. Ahora, cuando las sirvas, ten cuidado de que no goteen en los platillos, no sea que manchemos sin querer el deslumbrante vestido de nuestra invitada.

El comedor de diario estaba junto a la cocina. Era de pequeñas dimensiones, cuadrado y sin ventanas, pero había sido delicadamente decorado con un papel de seda estampado en motivos orientales y del techo colgaba una lámpara de araña que

lo llenaba todo de destellos de colores. Las copas, una para el agua y otra para el vino, eran de cristal de Murano, compradas en Venecia, con el borde ribeteado de filigranas de oro. Era tal vez el sonido de la plata sobre el oro lo que llenaba de espanto a Rosa Fe, responsable, entre muchas otras tareas domésticas, de mantener la cubertería inglesa tan lustrosa como el primer día, la cristalería translúcida y brillante, los candelabros resplandecientes y la vajilla impoluta.

—Es de Carolina Herrera, no me engañes —comentó la señora mientras se colocaba la servilleta sobre las rodillas.

—No, de veras que no —respondió aquella chica a la vez tímida y mundana.

—Pues en ti lo parece.

Rosa Fe conocía lo suficientemente bien a Greta Bouvier como para darse cuenta de la falsedad del cumplido. Ni el vestido era deslumbrante ni lo parecía. Otras veces le había descubierto la misma manera de bajar la vista en un halago, pero siempre que la persona a quien fuera dirigido lo mereciera de veras. Se preguntó quién sería en realidad la pálida mujercita que ejercía semejante poder sobre la soberbia de Greta. Después observó algunos detalles en el proceder de Tom; en su modo de paladear el vino, en su alegría repentina y, sobre todo, en la profundidad de sus silencios, que terminaron por desconcertarla completamente. Desde que había muerto Luisa, la mujer que le desbarató el destino al prometedor horizonte sentimental de Thomas Bouvier Jr., muchas y muy diversas habían sido las jóvenes que habían ocupado el lugar de Clara en esa mesa. Pero hasta esa noche/todas ellas habían pasado de largo por los corredores de la casa como ráfagas de viento que se cuelan por una ventana abierta, sin la menor esperanza de causar mayor descalabro que el de levantar algo de polvo antes de desaparecer para siempre. Y todas ellas habían tenido en común, además, el perfume inconfundible de las maquinaciones de Greta a espaldas del hijo, cuyo máximo entretenimiento consistía en mover los hilos de un matrimonio de conveniencia con el mismo ahínco que otras abuelas tejen toquillas para sus nietos. Por eso, a Rosa Fe no le cuadraban las cosas. Esta chica no tenía comparación con las otras. No parecía digna de los cumplidos de Greta ni de la mano de Tom, y, sin embargo, daba la sensación de que alguien había cerrado la ventana por la que había entrado para atraparla dentro.

Antes de acostarse los oyó entrar en la casa. Clara y Tom regresaban charlando animadamente en la misma mezcla de inglés y español con la que se comunicaban el patronato y ella, la mucamita, de niños cuando nadie los oía. Todavía algunas veces, si la nostalgia se le hacía insoportable, Tom la buscaba en la cocina y se sentaban los dos, delante de un tequila, a escuchar boleros lastimosos y rancheras desgarradoras mientras les rodaban lágrimas gruesas por la cara.

Clara se arrepintió inmediatamente del desafortunado comentario sobre sus primeras impresiones de Nueva York. «¿Decepcionada, dices?», le había espetado Greta en un tono que le había hecho sentirse aún más ajena al hormigón armado. No podía evitarlo. En las grandes ciudades se ahogaba, se desorientaba, perdía pie. Le costaba aclimatarse al vaivén de las olas y a su espuma de humo.

—Te creo, Clara. —Tom salió en su auxilio—. Yo he nacido aquí y aún noto el peso de todos estos rascacielos sobre mis hombros. Pero tengo un remedio infalible.

Le pidió que se pusiera el abrigo, los guantes de lana, las botas de nieve; le dijo que la humedad era de hielo; le ofreció un brazo fuerte, un camino largo, y ella accedió porque tuvo la certeza de que a ese hombre era imposible decirle que no.

Enhebrada a su brazo fuerte le pareció que la ciudad brillaba bajo una luz diferente. Tom era capaz de iluminar la isla de Manhattan y de volver a apagarla. Recorrieron la Quinta Avenida deteniéndose en sus escaparates dorados, sus músicas lejanas, sus mendigos de retales y mitones, sus taxis amarillos, sus esquinas sombrías y el estrecho trozo de cielo negro del que caía la nieve como la sal.

Al llegar a un edificio tan alto que de la mitad para arriba se confundía con la noche, Tom se detuvo y golpeó con los nudillos la puerta de cristal. Un guardia de seguridad acudió a abrirles. Llevaba en la solapa las tres letras que identificaban a la compañía en el mundo entero —THB— bordadas en hilo blanco. Saludó a Tom con pocas palabras y a Clara con picardía, y volvió a sus cámaras y a sus anotaciones y a sus novelas policíacas y a su café sin leche. Ellos subieron cuarenta pisos en un ascensor de cristal, salieron a una azotea desierta desde la que contemplaron la ciudad como un campo de luciérnagas y no hubo nada ni nadie que rompiera aquella bola de cristal de la que hablaba Greta.

—El remedio es infalible —aseguró Clara.

—Ya te lo avisé —respondió Tom.

Y no quiso contarle, para no estropearle el cuento, las veces que había subido a esa misma azotea con la decisión tomada de tirarse al vacío en busca de Luisa y su fantasma de faralaes. Clara, por su parte, se calló la historia de sus noches en vela en una azotea parecida a aquélla, con las luces de Madrid haciéndole guiños desde abajo, con un mojito en una mano y el beso de Hinestrosa en la otra, porque de pronto vio con claridad, uno a uno, los miles de kilómetros que la separaban del maestro y los sintió con el mismo peso que si fueran años de distancia.

—¿Don Gabriel?

La puerta estaba entornada y Clara no sabía bien cómo debía dirigirse al catedrático fuera de la universidad. Optó por el respeto a las canas, el don y el usted, aunque la mayoría de sus compañeros de pupitre llamaban a los profesores por su nombre de pila y la miraban con sorna cuando ella se ponía en pie al entrar éstos en el aula cuando comenzaba la clase.

Aquella tarde había pasado por el despachito del bedel y se lo había encontrado literalmente enterrado detrás de una pila de papeles sin clasificar. Era un hombre simpático aquel bedel. Procedía de un pueblo cercano al suyo y conocía a su padre de lejos, aunque ahí, en Madrid, las amistades como aquélla se estrechaban tanto que cualquiera hubiera jurado que eran íntimos desde la infancia. Cuando el bedel supo por casualidad que la alumna Clara Cobián había crecido al otro lado de su barranco, hizo lo imposible por hacerla sentir como en casa. A menudo le mostraba viejas fotografías de su familia, la ponía al día de todo lo que acontecía en su añorada tierra y de vez en cuando le traía rosquillas del santo y carmelas envueltas en papel de plata.

—¿Qué tal, Antonio? Mucho trabajo, ¿no?

—Mucho. Aquí me tienes, liado con la correspondencia y sin un mal café en el cuerpo.

—Pues yo me iba ya, porque el profesor Hinestrosa no viene y son casi y media.

—¡Digo! —El bedel dio un respingo por detrás del montón de cartas—. ¡Si me ha llamado para decirme que está con fiebre y se me ha olvidado dar el aviso!

—Bueno, no se preocupe, ya sólo quedaba yo.

—Y menos mal que me lo has recordado, Clara, porque me pidió que le llevara este libro a su casa y, si no es por ti, me olvido también.

Clara se sintió obligada a corresponder a las rosquillas.

—¿Quiere que se lo acerque yo? Como ahora tengo un rato…

Y ahí estaba. Sin saber cómo llamar a una puerta abierta. Ni cómo presentarse ante Hinestrosa: «¿Profesor?», «¿señor?», «¿Gabriel?», «¿se puede?», no, eso sonaba a cuarto de baño. «¿Hay alguien ahí?», a película de terror. «¿Oiga?», a vecina cotilla…

—Soy Clara Cobián —dijo desde la puerta, aunque el silencio que siguió a aquel tímido «¿don Gabriel?» le hizo sospechar que la casa estaba vacía.

Se decidió a pasar sin esperar respuesta y empujó aquella puerta por la que entró en un mundo de gatos invisibles y naipes con cabeza.

El recibidor era pequeño y oscuro. La luz llegaba desde el fondo del pasillo tamizada por los visillos y había partículas de polvo suspendidas en el aire flotando inmóviles en medio del silencio.

—¿Don Gabriel? —repitió un poco más alto.

Clara se había imaginado un entorno mucho más convencional para el único profesor que llevaba a clase corbata y gemelos a diario. Tal vez una doncella con delantal que la invitara a pasar a un salón tapizado de libros en el que la estampa de Hinestrosa formara parte natural de la decoración: escritorio de nogal, lentes de ver de cerca, tintero, pluma y papel secante, un perro viejo dormitando a los pies de su amo y una taza de té caliente para curarse el resfriado.

Sin embargo, tras la puerta entreabierta del ático, sujeta por un libro que Clara apartó con el pie, el caos parecía haberse adueñado de todo. Una mezcla de objetos que nada tenían que ver entre sí se disputaban los cuatro rincones del recibidor: un perchero aquí, un paragüero allá, una repisa atiborrada de libros y cajas, tarros de especias, lámparas orientales, un par de paisajes al óleo. Aquello parecía la antesala de un desván o un castillo cubierto por la espesura tras cien años de quietud, con la Bella Durmiente desmayada al fondo. Se percibía que debajo de varias capas de sedimento alguien, alguna vez, ideó un orden lógico para todo aquello; una mujer, seguro, que tuvo el detalle de colocar un jarrón con flores sobre la mesa, ante el espejo. Ahora, el jarrón estaba vacío y el espejo parcialmente cubierto con fotografías, postales, recortes de prensa y tarjetas de visita.

Clara dio un paso al frente. Se vio la cara a trozos en el espejo. Sonrió.

Sujeto en la parte de atrás de la puerta, con cuatro chinchetas clavadas a mano, el Premio Nacional de Literatura había aparecido reflejado a su espalda. Ahí estaba. Qué sorpresa. Un poco ladeado a la derecha. Con la firma del rey de España rubricando el documento en tinta negra. Cuánta gente habría dado media vida por poseer semejante trofeo y poder exhibirlo enmarcado presidiendo su salón. Hinestrosa, en cambio, lo había dejado allí, colgado detrás de una puerta, dormido en la penumbra. No había perro guardián en aquella casa. Tan sólo un premio que gruñía a los extraños cuando entraban sin permiso: «Cuidado con el premio». Clara dejó el libro sobre la mesita del recibidor, junto al florero, y se giró en redondo para salir de allí a toda prisa. Mejor así, sin tener que saludar al profesor de la voz de roble.

Salió al rellano. La puerta se cerró tras ella con un leve crujido.

—¡No! —La exclamación de Hinestrosa subió ahogada por el hueco de la escalera—. ¡No cierre la puerta!

—¿Profesor? —Clara se asomó al vacío.

—¿Señorita Cobián?

Gabriel Hinestrosa, visto desde arriba, no pasaba de los cincuenta; tenía el pelo a mechones grises, un poco más claro en las sienes; vestía un Loden verde con botones de cuero y llevaba una bufanda de lana alrededor del cuello; el pantalón le caía con elegancia sobre unos zapatos ingleses y la expresión de su rostro, entre sorprendida y contrariada, le disfrazaba de desconcierto las líneas que otros días delataban su verdadera edad.

Subió con esfuerzo los diez o doce escalones que lo separaban de su alumna. Era unos veinte centímetros más alto que ella y bastante más corpulento.

—Se cerró —dijo resignado refiriéndose a aquella puerta de madera barnizada.

Clara se sintió tan culpable que no fue capaz de pronunciar ninguna palabra. Se limitó a asentir, como una colegiala a la que han descubierto fumando en el baño.

—Pues la hemos hecho buena —farfulló Hinestrosa—, porque las llaves están dentro. —Se sentó en el último escalón.

Entonces ella se fijó en sus ojos líquidos, sus labios secos y su nariz enrojecida.

—He venido a traerle un libro de parte de Antonio, el bedel. Me ha dicho que estaba usted con fiebre —logró pronunciar con un hilo de voz—. Siento muchísimo haber cerrado la puerta, don Gabriel, no me podía imaginar que…

El profesor comenzó por toser y terminó por reír. Lo hizo con unas carcajadas sonoras de fumador empedernido.

—¡Qué situación, chiquilla! —La miró desde su asiento en la escalera—. Has dejado sin casa a un pobre anciano enfermo y abandonado. ¿Qué vas a hacer ahora?

Clara sacó el móvil del bolso.

—Voy a llamar a urgencias.

—No, señorita. Nada de urgencias. —Hinestrosa dejó de reírse—. No necesito una ambulancia; sólo que alguien eche abajo esta maldita puerta.

—¿Los bomberos?

Otra vez estalló el catedrático en una risotada ronca.

—¿No has oído hablar de los cerrajeros?

Con el paso del tiempo, Gabriel Hinestrosa sentiría el cosquilleo de un rubor incómodo cada vez que pensaba en la escena de Clara Cobián sentada a su lado en la penumbra de aquella escalera. La niña llevaba una falda de flores que le dejaba dos rodillas menudas al descubierto, dos piernecillas flacas y dos botitas de cordones como las de los bucaneros. Tenía los ojos negros, el pelo revuelto y aretes en las orejas. Hablaba con la dulzura suave de quienes piensan que el mundo termina en Despeñaperros y mezclaba entre su voz y su aliento todas las plantas aromáticas de los campos de Andalucía. Olía a retama fresca, a lavanda y tomillo, a olivos y aceitunas negras, a agua del limonero.

Le apeteció probarla a sorbitos, como si fuera un jarabe capaz de curarle la fiebre, la edad, la soledad, la tristeza. Pero tuvo que conformarse con respirarla, porque en ese momento cayó en la cuenta de los cuarenta años que lo separaban de ella y se sintió viejo verde de repente.

Clara lo trepó como la hiedra al roble. De la raíz al tallo, del tallo a la espesura de su pelo gris, sin darse cuenta de que empezaba a asfixiarlo poquito a poco, con una culpa de la que ella nunca se sintió culpable.

«Padre, me atormentan los pensamientos impuros, a mi edad, fíjese qué cosas, por culpa de una chiquilla que apenas terminó el colegio, alumna mía, para colmo. Desde la tarima le miro el pecho, cómo sube y baja al ritmo de su respiración ligera, las piernas escondidas en el pupitre, la boca entreabierta y no sé si eso del propósito de enmienda me va a ser posible, padre».

Cada tres minutos exactos se apagaba automáticamente la luz del rellano y Clara Cobián se levantaba a oscuras para volver a encenderla. Cada vez que pasaba junto a su cuerpo, Hinestrosa notaba oscilar la falda de ella muy cerca de su cara y cerraba los ojos para imaginarla corriendo por una playa del sur.

—Está ardiendo, Gabriel. —Clara le posó la mano en la frente, que le latía entre sudores fríos.

—Tengo fiebre —mintió él.

Para distraerlo mientras llegaba el cerrajero, Clara le habló de la chopera junto al río Guadalete, de la hoguera en verano donde se asaban las patatas dentro de una enorme montaña de arena, de las uvas de su parra, de la sombra, del sol, del eco de las palabras en el barranco, del vértigo, del grito de los vencejos que cuelgan sus nidos en el vacío. De la plaza de toros de Ronda, de la goyesca, de las rosquillas del santo y de las carmelas, del vaivén de los abanicos, de las agujas con las que las viejas tejían encajes de bolillos en los portales, del agua fría de los botijos y de la manera como había visto pintarse los ojos a las gitanas del Albaicín de Granada una noche de luna llena en la que contempló con su padre la Alhambra desde el otro lado del puente.

El atendía a medias, admirado como estaba de la repentina falta de dominio sobre su santa voluntad. Llevaba treinta y siete años justos encaramándose a la tarima sin otra cosa en la cabeza que sus clases de literatura española. Presumía de haber superado la crisis de los cincuenta sin más estropicio que el que le causó un tinte para caballeros que le destiñó con el sudor y le dibujó carreteritas de color negro sobre la frente. Nunca le toleró a Francisco Olavide que se jactara de tener sueños eróticos con las alumnas ni le permitió que le contara un solo detalle de éstos. Decía que esa perversión era el único escollo de su amistad de toda la vida. Jamás se dejó convencer a base de zalamerías, llantos o insinuaciones de fémina vertidos en su despacho a puerta cerrada, porque sabía de sobra que las mujeres tienen armas diferentes a las de los hombres y no quiso darles ventaja académica alguna por semejante desigualdad. También pensaba que el amor repentino, a su edad, no era más que un engaño de la vanidad masculina; que el hombre, pasados los sesenta, es capaz de creerse las mentiras más evidentes siempre que salgan de la boca de una mujer menor de treinta.

Por todo eso, aquélla fue tal vez la hora más larga de su vida, la lucha más feroz, en aquel rellano que se encendía y se apagaba de manera intermitente, con esa niña que se levantaba para volverse a sentar a su lado, que le abanicaba aires de fruta fresca y lo volvía hombre malo de repente cuando ya parecía que tenía las puertas del cielo abiertas y el peso del alma más en el otro mundo que en éste.

Por su parte, Clara no calibró entonces la trascendencia de aquella noche en el resto de sus días. De la vergüenza mortal por haberle dado con la puerta en las narices al catedrático que más admiraba de toda la facultad pasó al esfuerzo sobrehumano de vencer su timidez para hacerle la espera más soportable. Trató de entretenerlo con cuentos de su infancia; de mostrarle la sierra, el tajo, el río allá al fondo, le imitó el ruido de los pájaros, le cantó en voz baja una nana gitana que le enseñó su abuela y cuando por fin lograron entrar en la casa, después de que dos fornidos operarios destrozaran a golpes la triste cerradura, sintió lástima de aquel señor que no tenía fuerzas ni para llegar al sofá.

Se asomó a la cocina, recalentó una cena de viudo en un fuego de gas, preparó una bandeja con lo que encontró en los armarios y se la llevó a la sala donde él seguía rogándole que se fuera a casa, que se valía muy bien él solo, que era tarde, que gracias, que qué amable, que qué rica la sopa, que qué bonita la canción que me cantaste en la escalera, que vuélvemela a cantar, que si te gustan los boleros. ¿Y los mojitos?

Fue después, cuando Gabriel Hinestrosa regresó a clase plenamente recuperado de su gripe y volvió a recitar con su voz de madera, cuando Clara saboreó otra vez el gusto a whisky y jamón curado y, al levantar la vista del papel donde tomaba los apuntes, se encontró con los ojos del maestro explorando entre las costuras de su blusa. Entonces intuyó que los sudores fríos de ciertas fiebres podían también deberse a enfermedades del alma y, para estar segura del origen de los de Hinestrosa, se desabrochó el primer botón. El maestro se llevó la mano al bolsillo, extrajo un pañuelillo de hilo y se secó la frente. Clara dejó de escribir.

III

Greta Bouvier llevaba cuarenta horas encerrada en su habitación alegando una jaqueca histórica cuya autenticidad echaba por tierra la actitud de Tom y la de Rosa Fe, quienes, tras la primera noche de insomnio, habían retomado la normalidad de sus vidas sin mostrar la menor preocupación por la salud de ella. Clara, en cambio, se revolvía en el sofá de seda sin saber a qué atenerse. Repasaba sus apuntes, tomaba notas, resolvía algunos enigmas con sólo fijarse en los marcos de fotos, los títulos de los libros de la biblioteca, los objetos reunidos durante cincuenta años que andaban ahora desperdigados por la casa, y le surgían dudas nuevas, más preguntas que lanzarle a Greta en cuanto la tuviera a tiro. No se imaginaba que aquella maniobra de desgaste es la misma que utilizan los presidentes cuando se reúnen con las guerrillas y los guerrilleros cuando lo hacen con los presidentes: dejar esperando al contrario hasta que se le agote la paciencia, desarmarlo, someterlo, sin que se dé cuenta de que todo el tiempo ha estado luchando contra sí mismo.

La de Clara era una batalla perdida de antemano y por partida doble. Con respecto a Greta, la ansiedad de saberla tan cerca estaba minando su sistema nervioso. Garabateaba entre sus anotaciones deseando comenzar a escribir, de una vez por todas, aquella crónica escrupulosa de los avatares de la dama por el mundo, pero notaba que poco a poco se le debilitaban las ínfulas con las que había aterrizado en Nueva York. Llegó a temer que cuando la tuviera delante se le encogiera el cuerpo o se le olvidara el habla o se le nublara el entendimiento, así que recurrió a Hinestrosa, con lo cual perdió definitivamente la segunda parte de su batalla personal.

Aunque se había propuesto mantener al profesor en la más absoluta oscuridad, no hacerlo partícipe de sus movimientos y no telefonearle más que en caso de extrema necesidad, las horas en blanco sentada en el salón de Greta Bouvier habían tenido un efecto fatídico sobre tamaña determinación. Del deseo de enfrentarse a Greta armada con su cuaderno de notas y una vida de recortes había pasado al cosquilleo de contar minutos y calcular el tiempo al otro lado del planeta.

A eso de las nueve en Malasaña comenzó a llover en Nueva York y los dedos de Clara se rindieron sin condiciones al cielo gris, la proximidad de la noche, el silencio de la mansión Bouvier, la soledad de sus paredes empapeladas, sus suelos cubiertos de alfombras y el tictac de un reloj desquiciante que daba los cuartos con campanitas de cobre.

—¿Gabriel? —preguntó ella aunque no podía ser nadie más que Gabriel al final del hilo telefónico.

—Clara —respondió él, aunque podría haber sido cualquiera.

Para impedirle al silencio tomar forma, Clara le arrojó sus miedos encima, los pasó de un brazo a otro, sin darle tiempo a Hinestrosa a interesarse por nada que no tuviera que ver con Greta.

—Cuando la tenga delante, entonces ¿qué?

—Déjala que te cuente.

Clara miró de reojo los papeles amontonados, con sus recortes y anotaciones.

—¿Y todo lo que investigamos, maestro, a la luz de aquella lámpara?

—Olvídalo. Si algo de todo eso terminara por ser cierto, tampoco te valdría de nada.

Gabriel Hinestrosa carraspeó como hacía siempre que daba comienzo una clase. Clara se lo imaginó en lo alto de la tarima, con su corbata de rayas, sus gemelos, sus manos ásperas, y volvió a notar en el paladar el sabor del jamón curado.

—Hay una diferencia esencial entre una biografía y unas memorias, no te equivoques —explicó el catedrático—. Tú, en tu romanticismo cándido, piensas que Greta te va a abrir las puertas de su alma como las del armario ropero. No, chiquilla, nadie hace eso, al menos voluntariamente.

—¿Estás diciendo que me mentirá?

—Te mentirá, sí. Palabra por palabra.

—¿Y cómo podré descubrir la verdad?

—La verdad no te interesa.

—Claro que me interesa.

—Entonces, chiquilla, recoge tus cosas, regresa a casa y comienza a escribir una de esas biografías no autorizadas. Conozco una editorial que paga mucho por página.

La fina ironía del maestro fascinaba a Clara a ratos, pero otras veces la sacaba de quicio. «Te crees muy listo, Hinestrosa, divirtiéndote de mí», le decía con toda la rabia que podía contener y varias gotas más que se le derramaban por la comisura de los labios. «Pero el que ríe el último ríe mejor», y luego le echaba sal en el café.

—Ten clara una cosa —continuó él tras una tos—. No escribirás la verdad sobre Greta Bouvier, sino su verdad. Piensa que nunca dos personas, por mucho que lo intenten, coincidirán siquiera en el olor de sus recuerdos. Yo, por ejemplo, cada vez que paso bajo un limonero, inevitablemente, me acuerdo de ti.

Clara colgó asustada y arrojó el móvil bajo un almohadón, como si por no verlo no existiera. Acababa de notar, con toda claridad, que en Manhattan llovía agua de limón y que el aroma a azahar se estaba extendiendo por Park Avenue, lentamente, en forma de corriente de aire amarillo.

En ese momento Rosa Fe empujó la puerta con la misma energía con la que limpiaba el polvo por las mañanas. Iba a cerrar las cortinas, no fuera a ser que se les metiera la noche en la casa.

—Luego no hay quien la bote a la calle —le dijo a Clara con ganas de conversación.

Al principio, Clara le dejó hacer su trabajo con una sonrisa forzada y un profundo silencio. Se arrepentía con toda su alma de haber llamado al maestro sin más urgencia que la de compartir con él la soledad de aquel salón, ya que no sólo le había demostrado su falta de recursos por no saber a qué atenerse con respecto a la jaqueca de Greta, sino que, además, le había permitido hurgarle en las entrañas, con aquella historia del olor a limones que la había desarmado por sorpresa. Touché, la espada al suelo, el escudo a los pies. Uno a cero.

Mientras Rosa Fe descolgaba las abrazaderas, sacudía los borlones dorados y colocaba por enésima vez las flores en sus rincones, Clara rumiaba las palabras del maestro. Se le habían desmontado los propósitos de un plumazo. Qué tonta. Había creído de veras que Greta le desvelaría uno a uno todos sus secretos y había acariciado ya con la punta de los dedos esa narración auténtica que pensaba titular La verdad sobre Greta Bouvier, pero ahora Hinestrosa le había sembrado la duda, como cizaña o amapolas en medio del trigo. Y lo peor era que encontraba cierta lógica en aquel discurso. De hecho, seguía sin comprender la razón por la que la dama Bouvier había decidido contar su vida. Siempre había tenido la sensación de que el misterio formaba una parte esencial de dicha biografía y no hallaba el motivo por el cual debería dejar de serlo.

Tal vez el maestro estuviese en lo cierto. Quizá el engaño formaba parte de los planes de la mente manipuladora de Greta y su papel de escribana en aquella farsa no era otro que el de dotar de un poco de literatura a la leyenda con miras a la posteridad.

Volvió a hundir la cara en los apuntes de una vida entera, en los espacios en blanco, en el qué sucedió, en el quién dijo qué, en el dónde y el porqué de cada incógnita. Y entonces, sí, entonces, antes de comenzar siquiera las conversaciones con la protagonista de aquella maraña de acontecimientos, tomó la decisión inexorable de ser fiel a su propio sueño. Ella, Clara Cobián, periodista de raza y de destino, investigadora de huellas y coartadas, defensora de la verdad por encima de cualquier coacción, llegaría hasta las últimas consecuencias. Lograría recuperar una a una todas las piezas del rompecabezas de Greta Bouvier, con permiso o sin permiso, con derecho o sin él, y las ensamblaría a puntadas hasta bordar el tapiz con el que mostraría a Hinestrosa que, por una vez, estaba rotundamente equivocado.

Levantó los ojos de sus cuadernos de recortes, clavó la vista en la mujer regordeta que limpiaba sobre limpio y, como acababa de jurarse solemnemente que no descansaría hasta dar con la verdad, le dijo:

—¿Cuánto tiempo lleva usted con los Bouvier, Rosa Fe?

Y la otra le respondió:

—Desde antes de nacer, señorita.

—Llámeme Clara —le rogó, astuta—, y siéntese conmigo un rato, por favor.

Rosa Fe no tomó asiento. Se limitó a apoyar sus espaldas anchas en la repisa de la chimenea. Le contó que su mamá, la primera Rosa Fe que existió en Acapulco, mucama antigua de la mansión Bouvier, se casó con su papá una noche de truenos, y que no hubo cura que los bendijera porque ella llevaba siete meses de embarazo en el cuerpo cuando acudieron a la iglesita nueva. Así que la boda fue de mentira, con tequila y mariachi, pero sin Dios. Y cuando uno se casa sin Dios, luego pasa lo que pasa. Le contó, con lágrimas en los ojos, que su papá murió al poco de nacer ella, que lo mataron de un balazo. Y que su mamá, con la niña envuelta en una toquilla de algodón, buscó por medio mundo a la señora Greta hasta dar con ella y, cuando al fin la encontró, le explicó que a las personas no se las abandona así, como a los muebles, que hay que hacerse cargo.

—Ella qué iba a saber, si nunca tuvo hacienda hasta que llegó a México —aseguró con la firmeza de quien repite lo que ha escuchado tantas veces que ha llegado a creerse que lo piensa de veras—. En cuanto murió el patrón, cerró la casa, dejó a los peones sin trabajo, echó a perder los naranjales y los cocotales, la mala hierba se extendió por las paredes de la mansión Bouvier y el viento volvió a silbar palabras sin sentido, como antes. Dicen que los fantasmas se adueñaron de las estancias vacías, que algunas noches vieron pasearse a doña Gloria vestida de blanco, llorando desconsolada por sus cuadros, sus alfombras y sus sábanas de seda carcomidas por la humedad.

No volvió Greta a Acapulco, Rosa Fe lo dijo como con rabia. Se pudrió hasta el recuerdo de lo que hubo. Y lo poco que quedó se lo llevó una tormenta de verano a los pocos años; un huracán que levantó el tejado de la ermita e hizo volverse locos de miedo a todos los habitantes del pueblo con los tañidos desparejados de la campana.

—Nos lo contaron, no lo vimos —reconoció Rosa Fe—. Ni mi mamá ni yo regresamos allá jamás. Cuando mi mamá se puso viejita y las manos no le obedecían ya las órdenes de la cabeza, la señora Greta le buscó un oficio de vieja y yo me quedé acá de mucama, como antes lo fue ella, la primera Rosa Fe que llegó a Acapulco.

El carillón del reloj dio las cinco en punto antes de que las dos mujeres tomaran conciencia de su lugar en el mundo. Rosa Fe dio un respingo. Se excusó con el pretexto de que debía preparar la cena a las siete y de la inminente llegada de doña Bárbara Rivera, una amiga de doña Greta, que cada vez que la señora se encerraba en su cuarto acudía para sacarla a rastras, y desapareció del salón llevándose sus recuerdos en el paño del polvo. Clara volvió al presente con más lentitud; le costó un esfuerzo ímprobo perder de vista los acantilados de Las Brisas, las luces de la bahía y la jerigonza de lenguas mezcladas del puerto. Se prometió que viajaría allí algún día, aunque supuso acertadamente que cincuenta años habrían transformado aquel paisaje hasta hacerlo irreconocible y temió que le ocurriera igual que con Nueva York, que encontrara sus gánsteres sepultados bajo el sedimento de los tiempos.

Perdida en estas cavilaciones no alcanzó a escuchar el sonido de los pasitos de paloma en el piso de mármol, tiqui, tiqui, tiqui, con los que Greta anunciaba su aparición en escena y el suave crujido de la puerta la cogió por sorpresa. Greta Bouvier acababa de salir de su crisálida convertida en estrella de cine. Llevaba un vestido rojo con encaje a media manga, dos vueltas de perlas alrededor del cuello y todos los años escondidos en unos zapatos nuevos. El cabello de plata y oro levantado en vilo, los ojos ávidos de luz, la boca rellena de carmín y los pómulos cubiertos de polvos del desierto. Así se levantaba Greta de la cama: como el ave fénix del cenicero.

—He notado la muerte rondándome esta noche —comentó sin pizca de ironía—. Creía que me iba a estallar la cabeza de una vez por todas.

Se sentó en un butacón frente a Clara, hizo aparecer como por arte de magia la cajita de plata donde guardaba los cigarrillos, tomó uno al azar y encendió un extremo con el otro entre los dientes.

—Debemos darnos prisa o no me alcanzará la vida para contártela entera.

Aquella misma noche, después de la cena, cuando Rosa Fe colocó la última copa de cristal en la vitrina, una vez que lograron acomodar a Bárbara Rivera, completamente ebria, en el interior del coche de su avergonzado hijo, y Greta le confesó a Clara que aquella amiga era el peor remedio para sus migrañas, la joven y prometedora periodista que había cruzado el mundo sólo para entrevistarla comenzó el relato de las memorias de Greta Bouvier por el capítulo cuarto. Consideró que el listado minucioso de su noble estirpe, cuya exposición se prolongó durante las primeras dos horas de aquella conversación, no merecía más que un apunte, como de pasada, en alguna esquina de la narración, ya que, históricamente hablando, la rama de la familia que conectaba a los Solidej con el regente Luitpold de Baviera no había existido sino en los aires de grandeza de la dama. En cambio, a Clara le resultó más convincente la escena de su llegada al puerto de Acapulco en un carguero maloliente repleto de refugiados.

—Mis padres fallecieron de tuberculosis a los pocos días de zarpar desde Hamburgo. Durante el tiempo que duró la cuarentena, yo deambulé entre las hamacas hacinadas de aquella cubierta mientras la gente moría sin asistencia médica de ninguna clase. A los pocos que quedamos en pie nos trasladaron a otro barco rumbo a México. Mi esposo, Thomas H. Bouvier, me estaba esperando en la dársena.

También la descripción de la hacienda, los nombres de los peones, el aroma de la brisa en los acantilados, el ruido del motor del Packard, la orquesta que repetía una y otra vez los mismos boleros de fiesta en fiesta, el traje de lino blanco con el que desayunaba Thomas a las nueve de la mañana, el grito de las gaviotas y el susurro de las alas de los zopilotes parecían contener, al menos, una sombra de verdad: un motivo suficiente para incluirlos pormenorizados al principio del texto.

Pero si hubo algo aquella noche gloriosa en la que por fin se puso a escribir que le hiciera sentirse a Clara realmente a gusto, fue la imagen del telar. Se vio a sí misma sentada a la puerta de una casa encalada con siete agujas entre las manos; cada aguja una voz: la de Greta, la de Tom, la de Bárbara Rivera, la de Rosa Fe, la de Gabriel Hinestrosa, la de su cuaderno de recortes y la suya propia enredadas todas en una sola labor sin pies ni cabeza.