Capítulo 2

I

Clara Cobián obtuvo una sola matrícula de honor en toda la carrera de periodismo. Se la concedió el profesor Hinestrosa como muestra de gratitud por haberle encontrado la juventud después de tantos años de haberla perdido. Ella le dijo, en broma, que parecía uno de esos viejos que andan buscando sus gafas por todos los rincones sólo para terminar descubriendo que las llevaban puestas desde el principio.

Las listas de notas las colgaba el bedel en unos tablones de corcho junto a la puerta de cada clase. Abría la vidriera, pinchaba los cuatro o cinco folios en riguroso orden alfabético y luego le echaba el cerrojillo a la cristalera con que los protegía de los probables asaltos. Con el mismo fin, el de evitar males mayores, llevaba a cabo esta labor en medio de la más absoluta cautela, a puerta cerrada, con la noche encima, veinte o treinta minutos antes de abrir las puertas de la facultad y permitir la entrada a esa horda de estudiantes borrachos e insomnes que habían pasado las últimas horas celebrando por adelantado el final de las clases, los exámenes, el flexo de la biblioteca y el olor a calamares fritos de la cafetería.

Clara tampoco había dormido mucho aquella noche tan corta, tan cálida y luminosa, que luego, con el paso del tiempo, recordaría como un retal de madrugadas cosidas las unas a las otras.

—Escúchame, Clara.

Gabriel Hinestrosa había dejado la puerta de la azotea abierta y un bolero encendido cantándole a la calle estrecha.

—No.

—Tengo sesenta y tres años, doscientos cincuenta de colesterol, la tensión por las nubes, la vista cansada…

—Y azúcar. Te olvidas del azúcar.

Clara preparaba mejor los mojitos que el gazpacho.

—Ya no vamos a salir nunca más ahí fuera, chiquilla.

Ella guardó silencio, pero continuó exprimiendo limones como si no lo hubiera oído.

—¿Quieres que te mienta? ¿Es eso?

El profesor Hinestrosa era un hombre corpulento, de los que al pasar bajo los marcos de las puertas agachan levemente la cabeza. Subía al tercer piso de la facultad apoyándose en la barandilla y deteniéndose a recuperar el aliento cada diez o doce peldaños, sin importarle que sus alumnos lo adelantaran a grandes zancadas, a derecha y a izquierda, de arriba abajo, por aquella escalera del demonio.

—Me aproveché de ti, Clara Cobián, de aquella manera como me mirabas, tan atenta que parecías no haber visto otro hombre en tu vida, sin parpadear apenas, sin bajar los ojos ni para tomar apuntes.

—Te equivocas, maestro. Yo no te miraba. Te escuchaba.

—¿Me escuchabas?

—Y me parecía que todo lo que decías era un poema en prosa. Me acunaba tu voz porque era de madera. Me sabías a whisky escocés, a jamón curado.

—¿Y por qué no quieres escucharme ahora?

Clara puso el hielo en la batidora y comenzó a picarlo haciendo un ruido atronador. Se giró sobre sus talones, se enfrentó a su rostro, a sus manos grandes, a sus ojos tristes, a los quince o veinte años que esperaba vivir todavía.

«No son pocos. Para mí, no son pocos», y supo que Gabriel Hinestrosa, Premio Nacional de Literatura, académico y catedrático, poeta y periodista de la vieja escuela, había tomado la decisión irrevocable de romper con ella.

Dejó la cocina revuelta, el hielo picado, el limón exprimido, el bolero encendido, la azotea abierta y a Hinestrosa en pie, levemente agachado bajo el dintel de la puerta.

—¡Vuela, vuela! —dijo él en lugar de adiós.

Clara vagó por los callejones de Malasaña hasta que se apagaron las farolas nuevas, las que habían transformado el barrio y lo habían despojado de aquellas sombras y aquellos portales oscuros de antes. Ahora colgaban gitanillas en lo alto de los balcones.

Cuando amaneció por fin y las calles se vaciaron de gente sonámbula, Clara tomó el autobús en el que solían viajar los dos hasta Moncloa, donde a veces él, a veces ella, dependiendo del frío, la lluvia, el cansancio de uno o la prisa del otro, se despedía con un beso y un pañuelo blanco y esperaba en la misma parada al siguiente autobús, para que nadie los viera llegar juntos. Para no alimentar los rumores, los susurros, las miradas esquivas, los secretos a voces.

Eran amantes Clara Cobián y Gabriel Hinestrosa. Él había nacido cuarenta años pronto o ella cuarenta tarde. Culpa de ambos. Por eso y por miedo a que el catedrático tomara represalias si alguno de sus alumnos se iba de la lengua, nadie se había atrevido jamás a hablar de ellos en voz alta. Al menos hasta esa mañana, la última del último curso, cuando ya la suerte estaba echada y no había modo de dar marcha atrás.

La estaban esperando los mismos que cuchicheaban a sus espaldas por los pasillos de la facultad para seguirla por la escalera, escoltarla hasta la puerta del aula y felicitarla por aquella matrícula de honor tan bien merecida.

—Conseguida a base de esfuerzo y sacrificio —dijeron entre carcajadas—, del estudio en profundidad de la asignatura de geriatría, de tu dureza de estómago, de tu falta de escrúpulos. Llegarás lejos, araña trepadora, te harás famosa, te comerás el mundo.

Y ella se marchó para siempre de aquel edificio de hormigón armado sin recoger las papeletas firmadas ni comenzar los trámites para la obtención de su expediente académico.

Hinestrosa la vio salir desde la ventana de su despacho, a través del humo de un cigarro que le temblaba en los dedos.

—¿Te valió la pena, Gabriel?

El rector, Francisco Olavide, era más que un amigo. Se habían hecho viejos el mismo día y se habían dejado crecer la barba juntos, ante el mismo espejo. Olavide no se la volvió a afeitar. Hinestrosa, en cambio, se había adaptado mejor a los nuevos tiempos.

—Claro que valió la pena —respondió él sin apartar la vista del camino por donde empezaba a perderse la imagen de Clara—. Tuve la oportunidad de vivir de nuevo. De volver a empezar. —Sonrió—. Acuérdate de mí el día que murió Marcela, viejo como un harapo, vencido como la Revolución del sesenta y ocho, con dos hijos mayores y tres nietos que me llaman abuelo sin piedad cada vez que levanto el auricular del maldito teléfono. Y piensa ahora en el cuerpo de Clara, suave, caliente, dulce y lleno de vida. Imagina que eres tú a quien acarician sus manos, quien se encuentra ante una mujer que contempla el futuro como una realidad, que no teme a la muerte, que te habla de viajes, de retos, de hijos, que está dispuesta a acabarse contigo, que te busca en la noche y se abraza a ti como si no quedara ningún otro ser humano en esta tierra. ¿No crees que valdría la pena?

—¿Entonces?

—Pero ¿y el miedo? ¿Acaso vale la pena pasar tanto miedo?

Clara Cobián se labró un nombre a fuerza de trabajar muy duro desde el instante mismo en que le dio la espalda a la fachada de la universidad. Aquel verano consiguió un puesto como becaria en la redacción de un periódico de provincias en el que aprendió a colarse por las rendijas de la Administración, a despertar del susto a más de una conciencia dormida y a escribir la crónica del estío, que es la época de mayor sequía informativa, con una frescura tan sorprendente que a nadie pasó desapercibida. Y tuvo la suerte de coincidir en aquella playa del sur con el aburrimiento mortal de la directora de una prestigiosa revista femenina que pasaba las tardes sentada en la arena, embadurnada de loción solar y rodeada de periódicos, añorando su despacho del paseo de la Castellana.

Muy pronto vio Clara levantarse y ponerse el sol desde el mismo edificio que ella, envuelto en cristales negros. Sus crónicas, decían, parecían poemas escritos en prosa, y ella sonreía nostálgica cuando alguien le preguntaba dónde había aprendido a escribir de aquella manera.

Se compró un Lancia, alquiló un piso muy cerca del Palacio Real y se ganó fama de solitaria entre sus vecinos.

Las personas con tanta vida interior como Clara Cobián tienden a relacionarse mal con sus semejantes. A veces se quedan embelesadas delante de una gota de lluvia que resbala por una ventana y dejan con la palabra en la boca a quienquiera que esté confiándoles media vida delante de un café. Y, sin embargo, tienen una especie de imán para los desconsuelos, tal vez porque hablan poco y callan mucho, y ahí, entre silencio y silencio, uno cree que escuchan cuando en realidad sólo ven caer la lluvia al otro lado de la ventana.

Siempre un poco de amargura en las crónicas de Clara. Una gota de limón en la vainilla. Porque después de Hinestrosa nada volvió a ser totalmente dulce, ni salado, ni recuperó el sabor aquel mojito primero que le hizo perder definitivamente el sentido del gusto.

—Clara, tengo que pedirte un favor. —Se llamaba Iluminada su jefa, y creía que el estilo de una publicación empieza por uno mismo—. Siéntate un momentito, anda.

Los muebles del despacho hacían juego con las portadas de los suplementos especiales de decoración e iban variando con las estaciones del año. Sobre la mesa auxiliar siempre había una orquídea fresca. En el sofá solía dormitar un perrillo faldero que había llegado a identificarse tanto con aquel lugar que podría haber pasado por un almohadón de piel o por un adorno más de entre todos los que congestionaban la vista.

—Necesito una redactora que no tenga planes para las Navidades.

—Y has pensado en mí, qué halagador.

Después de cinco años mirando a la calle desde el mismo balcón, Clara e Iluminada se habían convertido en algo muy parecido a dos buenas amigas, aunque ambas sabían que era mucho más lo que las separaba que lo que las unía y mucho más lo que intuían que lo que conocían de veras la una de la otra.

—Bueno, tú tómatelo como quieras, pero a mí me parece que lo que voy a proponerte es un regalo. Una perita en dulce. Si no tuviera tantos nietos, iría yo misma perdiendo los zapatos.

Iluminada sonrió misteriosa y después de un segundo más de suspense miró a Clara directamente a los ojos y disparó a bocajarro:

—Greta Bouvier nos ha concedido sus memorias.

Clara no pudo reprimir una exclamación de sorpresa tal que provocó un ladrido de pánico en el caniche.

—¡No es posible!

—Sí, Clarita. Lo es. Aquí tengo el fax que lo demuestra.

La firma, en un negro muy turbio al final de un folio muy blanco, disipaba todas las dudas.

—Pasarás dos meses en Nueva York para entrevistar a la señora Bouvier. Te alojarás en su casa y vivirás rodeada de todas las comodidades. Asistirás con ella a todas las fiestas, reuniones y aburridas galas que puedas imaginar. Viajarás allá donde estén sus recuerdos y, por supuesto, conocerás a su hijo, el famoso Thomas Bouvier, y a su nieta Carol, que, por cierto, creo que anda por Madrid siguiendo no sé qué curso de arte. Ya sabes lo rara que es esa niña.

Clara seguía contemplando aquella firma sin poder dar crédito a lo que le estaba ocurriendo.

—Pero hay un pequeño detalle —añadió casi en voz baja—. Resulta que, técnicamente, la entrevista no nos la ha concedido a nosotros, sino a Gabriel Hinestrosa.

Clara levantó la vista del papel y palideció de golpe. Sintió el nombre de Hinestrosa en el centro de su cuerpo, como siempre que lo oía, pero ahora, en medio de aquel despacho, no podía apagar la televisión ni cerrar el periódico, ni hojear los libros de Gabriel evitando mirar la solapa donde estaba su fotografía. No tenía más remedio que tragar saliva y procurar mantenerse erguida en lugar de hundirse en el sofá de Iluminada, que seguía hablando sin sospechar que Clara estaba a punto de venirse abajo.

—Por lo visto, lo conoce desde hace años. Fue el biógrafo de su marido, no sé si lo sabes —apuntó—. Verás, Hinestrosa me ha llamado esta mañana para decirme que no se encuentra con fuerzas para hacer un viaje tan largo. Está medio retirado, creo. Y me ha propuesto que vayas tú en su lugar. Dice que le encantan tus artículos, Clara, que los lee todos. Le he dicho que irías a tomar un café con él esta tarde a las cinco, para que te explique, ya sabes, cómo plantear el tema y para que te ponga en antecedentes. Me ha asegurado que Greta Bouvier no tendrá ningún inconveniente en que seas tú quien la entreviste, siempre y cuando le permitas a él orientarte un poco. ¿Qué te parece? ¿No te mueres de ganas?

Clara tomó un sorbo de agua de un vaso de cristal azul. El papel temblaba entre sus manos. «De la) emoción», le contaría luego Iluminada al santo de su marido, que cada tarde escuchaba salir atropelladamente de esos labios de metralleta que habían perdido en parte la frescura de antaño los chismes de la redacción. «Se fue de mi despacho sin decir una palabra. Tiene sangre de periodista esta Clara Cobián».

II

Había una chopera a la orilla del río Guadalete que en otoño se volvía toda de oro macizo. Entonces solía llevarla su padre a dar un paseo, casi siempre bajo una lluvia muy fina, y le contaba historias del campo en el que habían nacido los dos. «La vida hay que disfrutarla como viene —le decía a menudo—. Cada minuto. Porque hasta aquello que damos por hecho puede terminar en cualquier momento. Sin avisar. Y luego, cuando eches la vista atrás y no recuerdes ya cuándo fue la última vez que llevaste a tu hija en brazos, la última vez que subiste al monte o la última vez que galopaste a caballo, sentirás no haber sido consciente de eso, de que lo hacías por última vez en la vida».

Cuando talaron aquellos árboles, el verano en el que Clara cumplió los trece años y supo a ciencia cierta que jamás volvería a pasear con su padre por debajo de esas hojas amarillas, se encerró en su cuarto con dos vueltas de llave y, una a una, fue envolviendo todas sus muñecas en papel celofán después de haber jugado con ellas por última vez.

Del mismo modo, la noche triste en la que abandonó a Hinestrosa al final de la escalera, antes de perderse por los callejones del barrio de Malasaña, Clara Cobián se detuvo bajo la luz de una farola y contempló por última vez, durante más de diez minutos seguidos, la casa a la que se juró no volver; aquella en la que aprendió a querer cuando ya era demasiado tarde. Se recreó en la tristeza, en el ocre de las paredes y el óxido de los balcones, en la azotea vacía, en la calle estrecha, en la música de un bolero que seguía sonando arriba, hasta en las pintadas y los cubos de basura, para que no le ocurriera aquello que tanto temía su padre: que al echar la vista atrás, no recordara ya lo que se siente estando vivo.

Y no volvió. A pesar de las noches de luna llena, no volvió. Hasta le pareció que le llovían pétalos marchitos de geranio según se alejaba de allí para siempre.

Le dieron las cinco de la tarde delante de una tila en el Café Comercial sin haber tomado todavía ninguna decisión. Durante los cinco años que habían transcurrido desde que se despidió de Gabriel Hinestrosa a Clara le había dado tiempo a acompañar a la mayor parte de sus amigas por los pasillos de las iglesias y de los hospitales donde se convertían en felices esposas y madres mientras ella se instalaba en los treinta en la más absoluta soledad. Había alcanzado ese estado de autonomía aparente en el que quienes no la elogiaban por su independencia y libertad la criticaban por el mismo motivo, pero nadie dudaba de que la soltería de Clara Cobián era tan consciente y voluntaria como el matrimonio de los demás y se debía en buena parte al amor desmedido hacia su trabajo.

Sin embargo, a veces, como hoy, delante de una tila caliente y temblando de frío por dentro, no podía evitar ser sincera consigo misma y reconocer, como siempre que se atrevía a mirarse de frente, que el verdadero motivo de su celibato no era otro que el persistente recuerdo de Gabriel Hinestrosa.

Si alguna vez se había dejado convencer por la sonrisa blanca y los ojos negros de algún aspirante a suplir las caricias de las manos ásperas del maestro en el cuenco de su vientre, se había arrepentido antes de abrirle la puerta de su casa. Lo había dejado fuera, maullando de hambre, sin ofrecerle siquiera las sobras de su banquete. «Me arruinaste la felicidad, Gabriel Hinestrosa —le decía al fantasma que la perseguía incansable—. ¿Cómo quieres que vuele si me robaste las alas?».

Ahora, una vida y cinco años después de soñarle de lejos, se enfrentaba a una encrucijada: o escapar del abismo o caer en él. Con todas sus consecuencias.

No. No volvería a dejarse atrapar por la telaraña del maestro. Le diría a Iluminada que se buscara otra mosca.

Sí. Se arrastraría por las calles del barrio al que juró no regresar jamás y subiría uno a uno los escalones hasta la azotea, llamaría a la puerta, le dejaría abrir y le diría: «Vine porque me llamaste. Porque lo quisiste tú».

No. ¿Qué le importaba a nadie Greta Bouvier y la crónica de su existencia absurda?

Sí. ¿Quién si no firmaría en su lugar, al final del artículo más anhelado de toda su carrera?

Clara dio una vuelta más a la tila ardiendo. Bastante injusto era ya que Hinestrosa se entrometiese de aquel modo en la intimidad de su suerte. ¿Iba a permitirle también que interviniese en su vida profesional hasta el punto de negarle un sueño como el de publicar las memorias de Greta Bouvier?

Gabriel sabía de sobra que la historia de aquella mujer mayor y misteriosa de pasado turbio y presente glamuroso era el objetivo absoluto de todas sus ambiciones y que desde niña coleccionaba cualquier recorte de cualquier revista en la que se hablara de ella, de sus intrigas, de sus andanzas.

El propio Hinestrosa había contribuido a avivar las llamas del deseo cuando una tarde lluviosa, refugiados los dos en el Café del Espejo, le había contado que él, veinte años antes, había publicado la única biografía autorizada de Thomas Bouvier y se había dedicado durante tres años a investigar y documentarse antes de sentarse a escribir una sola línea.

En algún rincón del desorden de su casa encontraron las notas cubiertas de polvo. Clara las leyó mientras Gabriel dormía. Luego fue mezclando una a una aquellas páginas viejas con las de sus cuadernos nuevos, papel con papel, letra con letra, hasta que se engendró el embrión de su tesis doctoral.

—Tú me la diriges, maestro, y yo te la regalo luego, para que la eduques en la anarquía de tus papeles caóticos —le propuso.

Pero jamás vio la luz aquella obra. Se ahogó en el tintero, igual que muchas de las ambiciones de Clara.

—Viajaremos juntos a Nueva York —llegó a decirle con la mirada perdida—. A bordo de uno de esos transatlánticos de película en blanco y negro. Yo, con mi boina de lana, tú, con tu abrigo largo, pasearemos cubierta arriba, cubierta abajo, nos asomaremos a la proa con el viento en contra y tomaremos el sol en una tumbona de madera, con una manta sobre las piernas.

—Chiquilla.

—Y te esperaré bajo la lluvia en lo alto del Empire State. Y tú aparecerás recién peinado, con la corbata anudada, el paraguas abierto y el recorte del periódico por el cual supiste que estuve a punto de morir cuando iba a verte.

—Chiquilla.

—Y habrá un local de jazz en una calle oscura donde nos refugiaremos de la tormenta. Gilda te arrojará el guante, y tú, con tu esmoquin blanco y tu pajarita negra, sólo querrás bailar conmigo, porque seré tu Frida, tu Guiomar, tu Simone de Beauvoir.

Decía estas cosas tumbada sobre las sábanas mientras él le acariciaba la espalda. Por eso no veía cómo se le iban llenando los ojos de bruma.

Jamás hubiera comprendido el miedo que le tenía Hinestrosa a la vejez. Ni lo que sufría cuando comparaba sus manos secas con la humedad de la piel de Clara. Ni la razón por la que había cubierto los espejos de la casa con velos de seda —«¡qué cosas tienes, maestro!»—, ni por qué le pedía siempre que apagara la luz antes de dormir a su lado.

—¿Pero qué dices, chiquilla? —A veces se detenía en sus caricias y ella le pedía más—. Hablas de una ciudad que ya no existe. Olvidas que estamos en el siglo XXI, que se abolió la ley seca, que arrasaron los Beatles, que invadieron los chinos, los hombres de negocios, el pop art. No soy tan mayor —añadía dolido—. Ya no quedaban gánsteres cuando yo nací.

—¡Ay, Al Capone, no me vengas con ésas! —respondía ella muerta de risa.

Y seguía soñando con sentarse a escribir su tesis, como Walt Whitman, a la orilla del río Hudson, con el maestro a su lado acariciándole la espalda.

Siempre imaginó aquel trabajo con más poesía que otra cosa, comenzando por un barco que llegaba a la bahía de Acapulco con una mujer a bordo, y un hombre mayor, qué cosas, igualito a Hinestrosa, esperándola en el puerto con un habano entre los dedos. Greta sería muy joven y muy rubia y muy austríaca. Y quizá apretaría contra su pecho aquel bolsito gris con el que apareció retratada por primera vez, en septiembre de mil novecientos cincuenta y uno, en las páginas de sociedad de un periódico local: «La señorita Solidej, una belleza llegada de Europa, sonríe a nuestro fotógrafo en un momento de la velada. A su lado, el millonario norteamericano T. H. Bouvier, su anfitrión en Acapulco, y un grupo de elegantes socialités». Luego, ella, Clara Cobián, contaría, uno a uno, los pasos de aquella dama por la vida y los iría dando con Greta, del brazo de Gabriel, porque necesitaba un Thomas Bouvier de carne y hueso para poder dibujarle los ojos, las manos, el pelo y los andares.

Pero todo terminó la noche del bolero y el mojito. Nueva York, la tesis, el puerto de Acapulco, todo. Cuando Clara contempló despacio, consciente de que lo hacía por última vez, la fachada del edificio en el que vivía Gabriel Hinestrosa, vio todas estas cosas proyectadas en la pared como en una inmensa pantalla de cine que fue apagándose poco a poco, después de la palabra «fin». Y como en una de aquellas películas de la Metro, al encenderse las luces de la sala de butacas, el público, o sea, Clara, se enjugó lo que quedaba de unas lágrimas de melodrama y abandonó el lugar para volver al mundo real.

Qué cruda, qué previsible, qué insulsa era la existencia sin Gabriel Hinestrosa sentado al piano de Casablanca.

Ahora, cinco años después del end, llegaba el reviva, igualito que en el cine, adaptado al nuevo siglo: remasterizado, digitalizado y con sonido dolby-surround martilleándole la conciencia.

Pasen y vean, comienza la venta de entradas. Pueden adquirirlas por internet o acudir directamente a la taquilla si logran reunir el valor suficiente.

Empezó a llover contra la ventana del Café Comercial. Las gotas de agua tamborileaban en el cristal y dibujaban toboganes líquidos, carreras de lágrimas. Clara Cobián escogió dos de las grandes. A una la llamó Gabriel. A la otra le dio su nombre, Clara, como si fuera posible separar lo uno de lo otro.

En el agua de Gabriel nadaba Greta Bouvier por el río Hudson, las caricias de Hinestrosa sobre su espalda, la anarquía de sus papeles desordenados, la pluma de Simone de Beauvoir amando a Sartre y las palabras de su padre bajo la chopera del río Guadalete: «La vida hay que disfrutarla como viene, cada minuto». En la gota de Clara se ahogaba Clara, su piso de la calle del Alamillo, el limón en la vainilla, el orgullo malherido, la soledad.

No esperó a presenciar el triunfo de Hinestrosa sobre Cobián. Abandonó la tila sin probarla, se levantó de la mesa, del café sin compañía, y salió a la lluvia a eso de las cinco y media de un jueves de noviembre, decidida a bailar de nuevo sobre la cuerda floja.

III

Recordaba cada esquina, cada plaza, cada portal y cada acera de aquellas calles que había jurado no volver a pisar jamás. Cinco años no se notan más que por dentro. Tal vez algunas canas más, algunos kilos menos, dos o tres disgustos acumulados bajo los ojos, ropa nueva, largo o corto, dependiendo de la moda, pero los mismos adoquines, las mismas cornisas y el mismo trozo de cielo colándose entre los tejados. Hasta los gatos parecían los de antes y los niños jugaban en los charcos de siempre.

La casa de Gabriel tendría todavía baldositas azules en la cocina, algunas astillas en la tarima que no barnizaba nunca, por mucho que Clara le dijera que así no se podía andar descalza. «¿Y tú a dónde quieres ir descalza, niña, mi niña, que sólo por ti me invento un suelo de mármol o de alfombra persa?». Y azulejos en la azotea, y de hierro la balconada. Todo igual, con ella y sin ella.

O no.

Si llamaba a aquella puerta y el timbre sonaba distinto, si no flotaba en el aire el olor de la colonia que ella le regalaba, si no colgaba ya su bufanda del perchero, si Gabriel había quitado su fotografía del marco donde ella la puso, en la entrada a su mundo patas arriba, si ahora cada cosa estaba en su sitio y había otras flores en aquel jarrón, Clara se marchitaría de golpe, aferrada al pomo de la puerta, toda ella esqueleto y cuero seco, sólo por sentirse una intrusa en el paraíso.

Al principio de la calle estrecha habían abierto un salón de té. Tenía las paredes pintadas de lila, los manteles de cuadritos de Vichy, y entre sus tazas de porcelana inglesa se sentaban las señoras del barrio a hablar de sus nietos. Tierra de nadie.

Clara se detuvo ante la puerta, sacó el móvil del bolso y marcó los nueve números que no había logrado olvidar.

—¿Dígame?

Hasta el modo de responder al teléfono resultaba anacrónico.

—Soy Clara.

Un latido rompió el silencio.

—Te estoy esperando, chiquilla, con la puerta abierta.

Clara sonrió. Recordó su primera tarde en aquella casa embrujada. La voz de Hinestrosa se le enredó en el pelo, le acarició el lóbulo de la oreja, se balanceó en el pendiente.

—No voy a subir, Gabriel, no me pidas que suba.

—¿Dónde estás?

Lo vio llegar cobijado en un paraguas negro, diez o doce minutos después de colgar el teléfono, envuelto en una gabardina gris y con media sonrisa en la cara. Seguía teniendo los ojos tristes y la boca en desacuerdo.

Se detuvo un momento al llegar. Luego cerró el paraguas y empujó la puerta. Todas las cabezas se volvieron hacia él. Una voz de mujer dijo «Hinestrosa» por lo bajo y sonó una campanita, como cada vez que alguien entraba o salía por aquella lámina de cristal.

Clara se había colocado de espaldas a la calle. Llevaba el pelo suelto, levemente mojado por la lluvia, un colgante alrededor del cuello, una camisa blanca de algodón y un pantalón vaquero. Le esperaba con cierto temor; como si fuera a salir volando del fondo de una chistera, convertido en paloma, para mayor gloria del prestidigitador y desencanto propio. Y por si se trataba sólo de una ilusión, le pidió que se sentara sin mediar palabra.

—Hola, chiquilla —le dijo—. Estás preciosa.

—Llámame Clara, por favor.

Hinestrosa se desabrochó la gabardina, se pasó la mano por el pelo, se dejó caer en un rincón.

—Sigues enfadada.

—No, Gabriel —respondió ella—. ¿Sabes lo que queda cuando se pasa el enamoramiento?

—El amor, dicen.

—Pues eso. A mí se me pasó el enfado hace mucho tiempo.

Se miraron por primera vez.

—Te he pedido un Earl Grey —comentó Clara mientras revolvía en su bolso en busca de un bolígrafo mordisqueado—. Vengo a hablar de Greta.

—También yo.

Luego se preguntaría Clara, Clarita, hecha un ovillo de lana y lágrimas en el sofá de la calle del Alamillo, cómo había podido exhalar tanto frío que hasta las señoras del salón de té echaron mano de sus estolas de piel. Cómo no se desmoronó como el terrón de azúcar en el agua caliente. Cómo se mantuvo erguida, cómo sacó pecho, cómo le salió la voz de esa garganta anudada, cómo no se murió allí mismo, delante de Gabriel, su asesino envenenador, el que de a poquitos la llevaba matando cinco años enteros, con sus noches y sus días, a base de lágrimas negras, ácidas, amargas, cianuro potásico, arsénico, amoniaco.

Lo notó temblar un poco, abrocharse la chaqueta, evitar dos o tres veces mirarla de frente, quebrársele el habla en una tos seca, humedecérsele el cristal de sus gafas de ver, la vista cansada, el alma cansada, el cuerpo cansado, envejecido, abandonado. Sin rastro de vida.

Y fue sólo cuando él ya no estaba allí, cuando salió por la misma puerta de cristal que lo enmarcó al entrar, con la misma voz de mujer pronunciando su nombre por lo bajo, «Hinestrosa», como un susurro lejano, cuando Clara reconoció el perfume que ella siempre le regalaba y tuvo la certeza absoluta, total, kantiana, crítica de la razón pura, de que su fotografía seguía presidiendo la entrada de la casa de Gabriel.

—No comprendo las razones —admitía el maestro mientras ella apuntaba en su cuadernillo de alumna aplicada—. Tal vez la edad, o el puro aburrimiento, o esa novia tan guapa que le achacan a su hijo. El caso es que Greta Bouvier, por algún motivo que se me escapa, ha decidido contarlo todo. Contármelo todo —aclaró—. No había vuelto a hablar con ella desde que publiqué la biografía de Thomas hace la friolera de veinte años.

—¿Cómo te encontró?

—A través de mi editorial, o de internet, qué sé yo. Lo cierto es que consiguió mi número de teléfono y me llamó a las doce de la noche del martes.

Una camarera de uniforme oscuro y delantalillo blanco les sirvió un té muy caliente en una taza de porcelana inglesa.

—¿Azúcar? —le preguntó a Hinestrosa.

—No —respondió Clara por él olvidando que la salud del profesor no era ya cosa de su incumbencia.

—A la niña tráigale medio limón, por favor —pidió él como venganza.

Clara levantó la vista del papel y se encontró con su mirada de perro abandonado.

—Así que te llamó el martes —continuó para zanjar la cuestión.

—Exacto. A las doce de la noche. Sonó el teléfono y era ella. Greta. Dijo: «Necesito urgentemente hablar con el profesor Gabriel Hinestrosa. Soy la señora Bouvier, desde Nueva York».

—Ya, como un telegrama de los de antes.

—Es muy de antes esta Greta.

—Sigue.

—Bueno, no recuerdo palabra por palabra lo que me dijo después, pero la conclusión es la que sabes. Quiere que le redacte sus memorias y que las publique tu revista. En todas sus ediciones, eso sí. Me puso esa condición: «En Europa y América».

—A lo grande.

Hinestrosa guardó silencio mientras Clara garabateaba algo en su libreta.

—Ya la conocerás, Clara. A Greta Bouvier no le gustan las medias tintas. Cuando toma una decisión la lleva a cabo hasta sus últimas consecuencias.

El té tenía un regusto amargo. Clara tomó el limón entre sus dedos de escritora moderna, sin rastros de tinta, y lo exprimió sobre la infusión oscura. Aquel gesto suyo, aquella identificación de su persona con el sabor del mojito dulce, del caramelo ácido, del sorbo caliente al despertar escocía en el cuerpo de Gabriel Hinestrosa, que en aquel momento hervía por dentro, igual que el té.

—Le hablé de ti enseguida. —Sonó sincero—. De tu facilidad para extraer el jugo a cualquier historia; de tus dotes de narradora, de tu estilo directo y al tiempo tan lírico, de tu manera de estar sin que se note tu presencia, de tu capacidad para traducir sentimientos en palabras…

—La convenciste.

—Quiso saber tu edad. —Hinestrosa hizo una pausa—. Después me preguntó desde cuándo éramos amantes.

Clara se atragantó.

—¿Qué le contestaste?

—No le contesté nada. Le dije que debía confiar en mí. Que irías tú en mi lugar y que me permitirías dirigirte desde España.

El viejo profesor hizo ademán de tomarle la mano. Clara no se lo permitió. Cuando volvió a hablar, parecía que había envejecido diez años.

—Es tu sueño —imploró él, derrotado—. Tu tesis, tu obra. ¿No lo comprendes?

—¿Qué no comprendo esta vez, Gabriel?

—Mi posición, chiquilla, mi posición. —A Hinestrosa le temblaban los labios—. Podía servirte a Greta Bouvier en bandeja de plata o colgar el teléfono y dejarme devorar las entrañas por el remordimiento maldito.

—Parece que lo conoces bien, el remordimiento, profesor —le escupió Clara con rabia.

—Puede decirse que dormimos juntos.

Era un hombre de conciencia Hinestrosa, pero a su manera. Cuando se trataba de juzgar a los demás, se le ensanchaban las mangas intentando encontrar una excusa razonable para cualquier comportamiento, por muy reprobable que fuera, pero si la falta era propia se mostraba radicalmente inflexible. Dormía mal, callaba mucho, paseaba a solas. A Clara, al principio, le costaba entender que sólo por mirarla el profesor perdiera la paz. Y la guerra. Que le atormentara la culpa. Cuántas veces lo encontró deshecho, frente al retrato de su esposa Marcela, consumido por la rabia y la pena juntas, cóctel mortal. Cuando se despedían alguna mañana después de una noche en vela, él se quedaba en silencio viéndola irse, mientras la muerta, Marcela, recuperaba su puesto en aquella casa vacía.

Clara acabó aceptando el espacio que ella le consentía. Un rincón claroscuro al cruzar la puerta y el título de delegada de curso como excusa para su presencia permanente al lado del profesor. Y una sonrisa irónica en las bocas de los vecinos, los compañeros de clase y los amigos de Hinestrosa.

Una vez llamaron al telefonillo cuando aún no había amanecido y él saltó de la cama con la angustia de un marido infiel. «Quédate aquí, no te muevas, no hables, no salgas, no hagas ruido, no sea uno de mis hijos, no nos encuentre así, medio desnudos, no me mires, no me juzgues, no me culpes, no me mates».

El amor clandestino, al final, no tiene ninguna gracia.

—Qué poco hemos cambiado, Gabriel —dijo Clara maldiciendo su suerte.

Él calló, se levantó despacito, como si le doliera el cuerpo entero, tomó la gabardina entre sus manos ásperas, las de las caricias en la espalda, y se apoyó en la mesa.

—Lo harás, ¿verdad? —le susurró casi.

—Lo haremos los dos juntos, maestro —respondió Clara.

Gabriel Hinestrosa se olvidó de abrir el paraguas al volver a casa. No sintió la lluvia atravesándole la piel. Clara lo había llamado maestro y el mundo había comenzado a girar de nuevo.

En el recibidor, sobre la mesita bajo el espejo, todavía reinaba la sonrisa de Clara con un fondo de nubes. Tal y como la recordaba él: alegre y viva, toda vainilla, sin rastro de la amargura que le había descubierto ahora entre las líneas de la cara.

—Discúlpame, chiquilla —le dijo a la fotografía con la que llevaba manteniendo un diálogo de locos desde hacía cinco años—. Discúlpame por el daño que te hice. Y por el que voy a hacerte. Ojalá comprendas mis motivos cuando sepas la verdad sobre Greta Bouvier. Ojalá tengas piedad de este pobre viejo.