Capítulo 1

I

Nueva York, otoño de 2002

Greta nunca salía de casa sin una gardenia en el ojal. O una rosa de té, blanca y breve, como su taconeo de paloma inquieta. A estas alturas de su historia trataba a la vida como a una vieja amiga y era capaz de perdonarle hasta sus desplantes más crueles. Sabía que algunos recuerdos duelen para siempre; que el tiempo tiene la fea costumbre de dejar su firma en el rostro de quienes lo ven pasar; que ciertas personas no aprenden jamás; que las que nacen buenas casi nunca se tuercen, y que las que nacen malas no tienen remedio. Acababa de cumplir setenta y seis años —aunque sólo bajo el bótox y el lifting; frente al espejo nadie le hubiera adivinado más de sesenta—, pero era frágil. Frágil de andares y firme de carácter; una contradicción que le amargaba la existencia, ya que si no fuera por esos vuelos tan cortos y esas plumas tan deshechas, y esos huesos tan quebradizos, Greta Bouvier todavía sería aquella dama de largometraje que hacía maldecir su suerte a cada hombre que se cruzaba con su mirada y se descubría sin ella entre los brazos.

Se empolvaba la nariz antes de salir y se colocaba la flor en la solapa. La arrancaba del tallo largo evitando las espinas, o del barullo de hojillas tiernas de las que brotaba aquel botón de nieve en que consistía todo su perfume de esa mañana.

—Huele a verano —le decía al aire.

Y dejaba que los frascos de Chanel N.º 5 la aguardaran encerrados en el armario del tocador mientras levemente, en su ausencia, se iba evaporando su contenido, gota a gota, de alcohol y jazmines.

—Buenos días, señora Bouvier —la saludaba Carlos desde el interior de su uniforme.

Se quejaba infinito Carlos frente a medio litro de cerveza en un sótano de Brooklyn al que acudía noche sí, noche también, a jugarse las propinas al póquer. Decía que con los pantalones de rayas y el chaleco burdeos, con la camisa blanca y ese ridículo sombrero de copa, y no digamos con los guantes de algodón, parecía un empleado de Friday’s o un esclavo negro del viejo Alabama. Pero Greta, «vaya con Dios» —esto lo decía en un español nasal y arrastrado, producto del alcohol y de una infancia en tecnicolor, con banda sonora de Celia Cruz y el recuerdo borroso de un vergel que le contaron fue Cuba y no un sueño—, vio aquel uniforme trasnochado en un hotel de Londres y decidió que no volvería a salir a la calle si no la esperaba al pie de la escalera un portero con librea.

—Buenos días, Carlos —respondía ella entre dientes, con cierto fastidio en la voz por culpa de aquel nombre de traficante de cocaína; ya podía llamarse David, o Jefferson, o incluso Walter. Sí, Walter hubiera estado bien; más acorde con el mármol del suelo y la altura del techo.

Y él:

—Bonito día.

Y ella:

—Bonito.

—¿Desea que avise al chófer, señora Bouvier? —preguntaba Carlos con el silbato en la mano, como si con sólo chascar los dedos fuera a asomar por detrás de la rotonda una carroza de oro tirada por cuatro caballos árabes.

Entonces Greta asentía y él preguntaba, y ella respondía:

—El Bentley.

Y cuando la veía alejarse acomodada en el asiento trasero del coche, cuando la veía incorporarse al tráfico de Park Avenue, chiquita y estirada, media circunferencia de plata sobresaliendo en el respaldo, Carlos respiraba aliviado y se permitía desabrocharse cinco minutos el primer botón de la camisa, consciente de que de la cancela para fuera la responsabilidad cambiaba de manos. De sus manos enguantadas a las recién pulidas de Néstor Cifuentes, hijo y heredero del difunto Norberto, que todas las semanas se hacía la manicura en un salón de belleza de la calle Setenta y tres por dos motivos tan dispares como razonables. Uno, porque a Greta le gustaba ver sus uñas recién limadas sobre el volante del Bentley; y dos, porque la dueña del salón olía a lirios.

—Buenos días, señora Bouvier.

—Buenos días, Néstor.

—Bonito día.

—Bonito.

—¿Su padre?

—Algo mejorcito, gracias.

Así solían comenzar los imprevisibles pasos de Greta en la ciudad: sin más destino que sus caprichos; hoy a desayunar al Pierre, mañana a tomar el té en Swifty’s, todos los días una decisión tomada en el último minuto; al final de la calle, cuando no quedaba otra que escoger por fuerza una dirección —norte o sur, derecha o izquierda—, manteniendo el suspense hasta el instante en que cambiaba de color la luz del semáforo, arrancaba el coche de delante o tocaba el claxon el de detrás. Tal era su particular rutina del desorden.

Pero había un día al año, un único día, en el cual el recorrido del Bentley estaba ya trazado con tal antelación que no era necesario reducir siquiera la marcha al acercarse a la esquina. Tampoco había que abrir de par en par las puertas de los armarios y presentarle su ropa ordenada por colores, tejidos o cualquier otra lógica de las suyas y dejarla pasear los ojos por encima de aquellas prendas con el mismo placer que sentiría si las contemplara por primera vez en el escaparate de Bloomingdale’s. Ni prepararle ningún dulce especial con el que adornar la bandeja del desayuno, ni asomarse con ella al diseño de patchwork del parque en otoño, que visto desde su ventana más parecía una colcha puesta a secar que ese bosque tan terco rodeado de torres y empeñado en echar raíces bajo el asfalto.

Ese día en concreto, un año tras otro desde hacía exactamente cincuenta y uno, la señora Bouvier se vestía de luto riguroso, se desdibujaba la sonrisa fingida de cada mañana y la sustituía por el gesto amargo de su verdadero ánimo, y una vez a solas con sus nostalgias visitaba la tumba de su esposo, Thomas, que murió un treinta de noviembre nada más amanecer.

El coche la dejaba frente a la verja de hierro del pequeño camposanto, al que se llegaba por una carretera secundaria desgajada de la autopista en el camino de los Hamptons. Greta avanzaba lentamente, aspirando el aire húmedo de la sombra de los castaños, envuelta en una estola negra de visón y con los tacones enganchándosele de vez en cuando en la hierba que brotaba sin ton ni son entre las piedras.

Ante la verja había una casa muy humilde. Al final del camino se levantaba una iglesia gris con el tejado de pizarra negra, una sola campana y cuatro paredes simétricas con dos ventanas cada una. Alrededor de aquella ermita crecía lo que cualquiera hubiera confundido con un jardín cubierto de hojas verdes y amarillas, con sus parterres de hortensias, sus arriates de rosas recién florecidas y un muro de piedra junto al cual brotaban tomillo y lavanda a partes iguales. Sólo si se observaba con detenimiento, se descubrían aquí y allá algunas losas muy limpias, con sus nombres y fechas desvaídos a fuerza de tiempo y olvido, y sus cruces salpicadas por la escarcha. Algunas atravesaban dos siglos, otras dos generaciones, pero todas tenían en común la B del apellido que las congregaba precisamente allí y no en ningún otro cementerio de la América profunda. Thomas Bouvier había dejado escrito en su testamento el deseo de descansar eternamente junto a todos los miembros habidos y por haber de su desperdigada familia, y para ello había sido necesario liarse a trasladar muertos desde las cuatro esquinas del mundo hasta aquel rincón perdido de la carretera de los Hamptons, porque si durante su larga existencia cualquiera de sus caprichos se había transformado automáticamente en una orden de obligado cumplimiento, más aún en su lecho de muerte habría de hacerse realidad esta última voluntad, por muy extravagante que pudiera parecer.

Una mujer mayor vestida de negro la esperaba junto a la verja, a los pies de la casita de madera blanca. Era menuda y regordeta, con los rasgos de su raza todavía muy visibles entre las arrugas de su semblante. Conservaba el pelo lacio, negro y trenzado, la piel morena, la sonrisa blanca y la mirada dulce y nostálgica de la gente que crece a la sombra de los volcanes.

Greta la abrazó como si estuviera en deuda con ella y, al separarse de su rostro húmedo de lágrimas, también estaba llorando.

—¿Florecieron las gardenias, Rosa Fe? —le preguntó.

—Más de mil —respondió la india—. Parecía que nevó en mayo.

Las gardenias de una canción en español sureño que marcaron el ritmo de sus últimos pasos por la bahía de Acapulco tenían la cualidad de trasladar a Greta a través del tiempo y del espacio hasta aquel día, el treinta de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, en el que por primera y última vez en su vida estuvo a punto de ser rotundamente feliz. Y a pesar del frío que se le instalaba en las puntas de los pies dentro de aquellos zapatos negros de tacón, ella sentía que pisaba arenas, que respiraba salitre, que escuchaba el grito de las gaviotas, el roce de las alas de los zopilotes; que se le mojaban los dedos con la espuma batida de las olas y que se le acomodaban los ojos a los recovecos de la costa.

Por eso ordenó que siempre hubiera gardenias a los pies de la cama donde se echó a dormir Thomas de la muerte en adelante, para poder visitarle sin añorar la sombra de las brisas sobre la playa.

—Que borren Acapulco de los mapas del mundo —la escucharon decir al subirse en el avión en el que trasladaron el cuerpo de su esposo de regreso a Texas.

Asomada a la ventanilla, viendo cómo se le escapaba México sin haber podido saborearlo apenas, lloró las únicas lágrimas sinceras de toda su vida. Y no volvió. A pesar de las noches de media luna, no volvió. En cuanto amarró los cabos sueltos de la herencia de su marido, se trasladó a Nueva York con su súbita fortuna y se dispuso a vivir de espaldas al sur.

Pero dejó abierta esa ventana a la que se encaramaba una vez al año a la sombra de los castaños amarillos del cementerio, cuando con los ojos leía el epitafio de dos cifras —1873-1951— y con la memoria veía ponerse el sol al otro lado de la bahía.

II

Tenía setenta y ocho años Thomas Bouvier, y sólo vestía de blanco cuando paseaba por el golfo de México. De lino blanco, con la camisa de hilo y una cinta desanudada alrededor del cuello, con un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y una dignidad que no perdía ni a fuerza de tequilas. Tampoco la edad había podido con las líneas rectas de su mandíbula, ni con las de los nudillos de sus manos grandes, pero había dibujado caminos en el cuero de su rostro, alrededor de los ojos color avellana, de la boca gruesa, de la frente ancha, y aunque no le había robado un solo cabello de su cabeza, sí había conseguido rociársela de gris.

Al caer la tarde se tomaba un bourbon con hielo en el mirador de su casa y luego pedía el bastón y el sombrero para bajar al pueblo por las curvas del camino, entre los árboles de naranjas. Se detenía a veces para arrancar uno de aquellos frutos y saborear el jugo dulce y fresco de la pulpa. Aspiraba el aire húmedo de los cocotales, caminaba despacio, a la sombra de las palmas que se columpiaban con la brisa del mar, y aligeraba el paso al escuchar la música de los burdeles del puerto, con los ojos negros de las mulatas instalados en el centro de las sienes.

Tenía una debilidad entre las piernas, como la mayoría de los hombres que han construido el mundo, la mala costumbre de enviudar cada cierto tiempo, hasta tres veces, y ni un solo descendiente con el que nutrir su árbol genealógico. A ratos era consciente de que se le secaba la vida más deprisa que el petróleo de sus pozos de Texas y entonces buscaba la inmortalidad en las callejas del pueblo, jurando amor eterno a quien menos lo merecía, recibiendo a cambio la promesa de no olvidarlo jamás, y dejando a deber la última copa para asegurarse, después de esa noche, un día más en el que saldar su deuda. Luego volvía a trompicones a la casa, que le recibía recién levantada; con destellos de color amanecer en las columnas de su fachada inmensa.

Un mozo de piel tostada le abría la puerta y él atravesaba primero el recibidor, del que partía una escalera dividida en dos, luego un salón donde danzaban los visillos con la suave brisa de la mañana, después otro, más grande aún, presidido por un piano de cola blanco, un cóctel-bar con una barra de madera maciza y varios taburetes altos tapizados con piel de cebra; el comedor, con su vajilla de Talavera, su cristal de Bohemia y su lámpara de Murano; y al final, el mirador, desde el que una tarde de septiembre de mil novecientos cincuenta y uno vio llegar un barco que le pareció diferente al resto.

Ocurrió tres o cuatro semanas después de aterrizar en el aeródromo de Guerrero y de instalarse en aquella hacienda desalmada en la que jamás durmió tranquilo, ni cuando vivía Gloria, su tercera esposa, la mexicana que le sazonó los primeros años de su vejez con chile picante, ni cuando se quedó a solas con su catrina de tules y plumas, de sedas y encajes sobre la calavera del rostro tan bello, tan dulce, que a veces se le aparecía en sueños para avisarle de que ya pronto, muy pronto, le vendría a rondar el mariachi de la muerte.

Había una elegante mujer al piano y un centenar de personas en la casa aquella tarde. Los caballeros vestían esmoquin blanco y pajarita negra. Las damas llevaban guantes de seda largos, la espalda al aire, el pelo suelto, la risa entre los labios. Los balcones estaban abiertos, los farolillos prendidos. En el mirador, cuatro o cinco grupos de fumadores hablaban del precio del maíz, de los buenos cafés y de los malos gobiernos mientras se les consumían los cigarros y se les iluminaban las estrellas.

A Thomas Bouvier le traían sin cuidado aquellas cosas. Consciente de haber llegado ya al penúltimo capítulo de su novela, lo único que le interesaba de veras era sentirse vivo, y lo lograba así, con un pie entre las convenciones de la alta sociedad y el otro sumergido en el fango de los barrios bajos.

Estaba de pie frente a la bahía, con el vaso casi vacío y el habano casi encendido, cuando escuchó la sirena de un buque que se acercaba al puerto. Era uno de esos cargueros que parecen provenir de otro mundo; que traen el casco modelado a golpes de hielo y agua de mar. Sin embargo, no entraba renqueando por la bocana, sino con la proa muy alta y la cubierta encendida, alumbrando cien sombras entre los contenedores de metal. Decenas de hombres y mujeres viajaban a bordo y a codazos trataban de hacerse un sitio en la baranda superior para presenciar la maniobra de atraque y ver cómo se amarraban sus destinos a la tierra fértil, serena y libre que los recibía con los brazos abiertos.

No dijo nada a nadie. Sólo se llevó un bastón de caña. Salió por la puerta principal, bajó por el camino de los cocotales, tantas veces recorrido a oscuras, y, cuando abandonó aquel laberinto verde, se encontró en otro, de adobe y cal, entre palenques, mercados y cantinas. Luego se introdujo por el callejón que llevaba al puerto y buscó con la memoria aquel café sospechoso de contrabando desde el que solía asistir al desembarco de gentes y mercancías procedentes de la otra orilla del océano. Se sentó en una butaca de mimbre, se colocó de frente al apeadero, encendió por fin el habano y entre las virutas de humo blanco la vio llegar.

Algo tenía la silueta de la gente cuando la iluminaba la luna que, en cuanto ponían un pie en la dársena, Thomas adivinaba quién sobreviviría y quién perecería; quién echaría raíces y quién se secaría, quién vencería y quién sería derrotado. Y al distinguir la silueta de Greta entre el mar y la tierra supo que aquella mujer venía para quedarse. Para quedarse con todo.

Diez centímetros de tacón, los ojos claros, la boca triste, la falda recta, la blusa blanca y una cascada de rizos rubios derramándose por su geografía montañosa. Con los dientes de arriba se mordía el labio de abajo, que parecía de sangre. Con las uñas largas se aferraba a un bolsito gris. Lo apretaba contra el pecho con tal fuerza que daba la impresión de que en él viajaba su única esperanza de mantenerse a flote mientras el resto de los mortales se ahogaba a su alrededor. Vaciló un momento al pisar tierra por primera vez. Paseó la vista por las candilejas del puerto y comenzó a caminar en línea recta, con una seguridad extraña, como si conociera de sobra aquel lugar.

Al pasar junto a Thomas Bouvier se le enredó el pelo en el humo de su cigarro y ambos respiraron a un tiempo el mismo aire. Fue sólo un instante, imperceptible para cualquiera ajeno a los dos, pero suficiente para que aquel anticuado caballero sintiera de golpe, sobre los hombros, los cien años de soledad de la futura novela de García Márquez y tomara la inexorable decisión de volver a ser joven.

La siguió sin ser visto por los callejones hasta una casa de huéspedes que quedaba en un alto y entró tras ella en la oscuridad del recibidor. El dueño de la pensión guardó bajo el mostrador una botella de Tequila Cuervo.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?

—Soy Greta Solidej —dijo ella con un acento lejano.

El hombre acercó la luz al libro de huéspedes y paseó una uña negra por la lista de nombres y fechas hasta que pareció encontrar lo que buscaba.

—Llega muy tarde.

—Dos días tarde, sí. Culpa del mar.

—Pero tendrá que pagar las dos noches. La estuve aguardando como usted me dijo. Su equipaje llegó el martes. Yo mismo lo reclamé. Tuve que responder muchas preguntas, ¿sabe?

Greta tomó el control de la conversación.

—¿Cuánto?

—Veinte pesos.

Ella asintió.

—Los tendrá por la mañana, cuando compruebe que no falta nada. Ahora deme la llave.

El hombre no quedó conforme con el trato.

—¿Y cómo sé que no se marchará esta misma noche sin pagar lo que me debe, señorita Solidej?

Greta lo miró de arriba abajo.

—Tendrá que confiar en mi palabra, no le queda otra.

—Ni modo —respondió él sin la corrección del primer momento—. Yo no me fío ni de mi sombra, güerita. O me paga ahorita o ya se me está regresando por donde vino.

La voz de Thomas Bouvier podía ser tan dulce y melosa como una papaya madura, pero también tan fría, profunda y negra como el agua de nieve al final de un pozo.

—¿No le oyó a la dama lo que le dijo, que mañana tendrá su dinero? —pronunció con el tono cortante que empleaba con los peones de la refinería.

Greta se volvió hacia la figura que parecía salir de detrás de la niebla. Se fijó en el esmoquin blanco, en el cabello gris peinado hacia atrás y en el olor a gardenias que hasta aquel momento había confundido con el aroma natural de esa tierra desconocida y que la había acompañado desde el instante mismo en que descendió del barco. Ahora que era capaz de separar aquel olor de cualquier otro, tuvo la certeza de que la presencia de Thomas Bouvier en aquel antro, a aquella hora, no era producto de la casualidad, y por primera vez en mucho tiempo sintió un miedo atroz.

No había temblado de aquella manera durante las tres semanas que pasó a bordo del carguero; ni en los días anteriores, mientras preparaba su viaje a la luz de un candil, ni siquiera cuando se apagaba aquel candil y se quedaba a oscuras en la soledad de su celda. Este miedo era diferente; más visceral, miedo a lo desconocido, o a la claridad con la que se le apareció su imagen atrapada entre dos fuegos.

«Las cosas de lejos parecen más sencillas», pensó mientras trataba de calcular mentalmente de dónde procedía el peligro mayor, si del dueño de la pensión o del hombre que la venía siguiendo desde el puerto. Se aferró aún con más fuerza a su bolsito gris y procuró disimular su angustia.

—¿Qué le sucede, gringo? ¿Es que es suya la señorita? —preguntó entonces aquel individuo refiriéndose a Greta como si hablara de una mula de carga.

—No. Pero si ella quiere, se viene conmigo.

Se acercó todavía unos pasos más al mostrador, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una cartera de piel y extrajo un billete de cincuenta pesos que dejó caer ante las narices del posadero como por descuido.

—Me llamo Thomas Bouvier, y no puedo ofrecerle más que mi sincera amistad. Lamento no tener treinta años menos para regalárselos todos —le dijo mirándola a los ojos de un modo que consiguió hacer sentir a Greta una serenidad nueva—. ¿Me hará el hombre más feliz del mundo y aceptará mi invitación? Le advierto que soy totalmente inofensivo. Vivo solo en una casa inmensa y soy más aburrido que un aristócrata inglés.

A Greta se le dibujó un principio de sonrisa al final de los labios.

—Es usted muy amable, pero, como comprenderá, lo que me propone es imposible —respondió sin bajar la vista—. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Cómo les explicaría mi presencia en esa casa de la que me habla?

Thomas Bouvier dejó escapar una carcajada sincera.

—En realidad, señorita…

—Solidej.

—En realidad, lo que opinen los demás me importa un carajo, perdone la expresión —continuó—, pero sí puedo entender que a una mujer tan bella como usted y con tanto futuro por delante las convenciones sociales le condicionen la vida. Pensemos pues.

—¿Pensemos?

—Sí. Inventemos. Digamos que es usted mi sobrina.

—¿Tiene usted sobrinos en Austria, señor Bouvier? Porque, de otro modo, el parentesco puede resultar ciertamente chocante.

El dueño de la casa de huéspedes asistía a esta conversación desde el otro lado del mostrador sin disimular su interés. Se había apropiado del billete y lo apretaba entre sus sucios dedos. Los observaba con tal atención que su presencia se hizo cada vez más evidente, y con ella la necesidad de salir de aquel lugar cuanto antes.

—En un par de horas enviaré a mi gente a recoger el equipaje de la señorita Solidej —anunció Thomas en ese tono que parecía inventado sólo para el hombre aquel—. Y más le vale que no falte nada.

Después, con un elegante ademán, le indicó a Greta el camino hacia la calle. La tomó del brazo como si fueran viejos conocidos que caminaran juntos por el paseo marítimo de alguna capital costeña y pasito a paso, sin que ella pudiera o quisiera evitarlo, fue dirigiéndola hacia el sendero entre cocotales que subía por la colina de Las Brisas y desembocaba en su casa de sábanas húmedas y corrientes de aire.

III

—Inventemos.

Thomas se había sentado sobre una roca muy negra en lo alto del acantilado. Unos metros más abajo rompían las olas sobre la playa vacía y el horizonte era de un color indeciso entre cobre y plata.

Greta se había sujetado la melena con una cinta de terciopelo negro y ahora que se había retirado el pelo de la cara aún parecía más joven y bella que antes. Tenía los ojos del color de los melocotones maduros. Lucía un collar de perlas cultivadas alrededor del cuello. Su ropa era de buen paño y daba la impresión de haber sido hecha a medida. Las manos eran suaves, los ademanes elegantes. Aquella mujer era un misterio en sí misma.

Thomas se moría por saber de dónde había salido semejante ejemplar. Lo que normalmente traía el mar eran peces de otra clase. Gente sin esperanza en los ojos, sin pizca de orgullo ni dignidad. Personas que jamás se atreverían a levantar la voz, ni la vista, y que no poseían un ápice de la altanería mal disimulada que se le adivinaba a Greta.

Pero habría tiempo para todo. Ahora lo único urgente era dibujarle un motivo a la presencia de esta joven en su futuro inmediato.

—Conque es usted austríaca —dijo cuando recuperó el resuello.

—Nací en Viena, sí, pero he vivido en Baviera desde que era una niña —respondió ella—. Como sabrá —añadió enigmática—, la guerra altera todas las cosas.

—¿Y ha viajado usted sola desde la Vieja Europa?

—Sí. Ya no me queda nadie en este mundo —confesó con aparente resignación.

—No parece usted muy afectada.

Greta se volvió hacia el acantilado y guardó silencio por un momento.

—No lo estoy —admitió por fin encarándose con Thomas—. Creo que he perdido la capacidad de sentir, ¿sabe? Yo ya no siento nada.

Una brisa fresca subió por la colina y Greta se estremeció.

—Al menos es capaz de sentir frío, señorita Solide.

Thomas se levantó de la roca, se quitó su chaqueta y se la puso sobre los hombros a la joven.

—Si voy a ser su sobrina, debería empezar a llamarme por mi nombre de pila, ¿no cree? —comentó ella—. Me llamo Greta.

—El mío es Thomas, pero me niego a que me llame tío Tom —respondió él—, así que mejor pensamos otra coartada.

Todavía se escuchaba la música del piano blanco cuando llegaron ante la puerta de la casa. La luz se escapaba por las ventanas iluminando parte del jardín. En la rotonda, a la entrada, esperaban los coches silenciosos y a cierta distancia llegaba el olor del cuero y la madera de sus interiores.

En cuanto los vio asomar por el camino de los cocotales, el mozo se apresuró a abrirles la puerta. Un delicioso aroma a pavo asado los envolvió.

—Pedro, dígale a Rosa Fe que prepare la habitación celeste para mi invitada. La señorita Solidej se quedará una temporada con nosotros.

Greta se había detenido en el centro del amplio hall, bajo la lámpara de cristales, y contemplaba inmóvil la espléndida visión de la casa en fiesta. Iba procesando sonidos, perfumes y emociones, sintiendo que giraba sobre sus propios zapatos, como en una noria o en un tiovivo de feria.

Thomas la observó desde detrás, le calculó poco más de veinte años, sesenta centímetros de cintura y mil noches en vela. Y no necesitó saber ninguna otra cosa sobre la vida de Greta antes de ese instante. Supo que con aquellas tres cifras tenía suficiente para inventarla.

—¿Dónde te habías metido, Thomas?

Un caballero panzudo y de grandes bigotes se acercó a ellos con una copa de licor en la mano.

Emilio Rivera, te presento a la señorita Solidej —dijo el con la mejor de sus sonrisas—. Es la hija de mi buen amigo Ulrich Solidej, a quien había perdido la pista hace tiempo. Hace tres meses recibí una carta suya. Resulta que pasó los últimos años de la guerra en la clandestinidad, en Baviera, escondido en una granja junto a su familia. Tras la caída del Tercer Reich regresó a Austria y se encontró con que su casa estaba destruida y su hacienda deshecha. Lo ha pasado realmente mal, mi buen amigo. Así que le respondí proponiéndole que viniera a visitarme a Acapulco.

—Ésta es una tierra de grandes oportunidades —aseguró el caballero con la vista clavada en Greta—. ¿Cuándo podré tener el placer de invitar a sus padres a almorzar conmigo, señorita Solidej?

Greta bajó la vista en un gesto de tristeza tal que Thomas no pudo sino admirar sus dotes de actriz.

—Desgraciadamente —intervino la joven con un hilo de voz—, ambos murieron a los pocos días de zarpar de Hamburgo. Tuberculosis —añadió en un susurro—. Pusieron el barco en cuarentena, a doce millas del puerto, y esperaron hasta que sólo los inmunes quedamos en pie.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de humanidad! ¡Pobre criatura!

Pronto el salón de baile entero recibió a Greta como a una heroína de guerra. Hombres y mujeres vestidos de gala la rodearon de todos los lujos que encontraron a su alcance a cambio de mil preguntas sobre la crudeza de los años que pasó escondida de los nazis en aquella granja de Baviera que cada cual imaginó a su manera; de la travesía a bordo del barco que alguien bautizó con el nombre de «buque fantasma»; de su soledad en medio de la desolación más absoluta y de sus primeros pasos en la tierra prometida.

Después rogaron a Thomas con lágrimas en los ojos que se ocupara de aquella joven, que no la abandonara a su suerte, y llegaron a exigírselo como si su único deber en esta vida no fuera otro que proteger aquella alma desvalida de los peligros del mundo.

—Contigo estará segura —le decían las señoras empolvadas en talcos.

—O la acoges bajo tu techo o te retiramos el saludo —lo amenazaban los que decían ser sus mejores amigos.

Y Thomas, al cerrar la puerta a sus espaldas y tras despedirse de todos ellos con la amabilidad de siempre, les respondía bajando la voz, como si quisiera evitar que Greta pudiera llegar a pensar que actuaba de aquella manera sólo por caridad y lástima.

—Cuidaré de ella hasta que me muera.

Luego, una vez a solas, ante las brasas de la chimenea del salón donde ya no se oían las notas de aquel piano de cola blanco, ambos brindaron entre risas, por primera vez el uno frente al otro, en aquella casa que con el tiempo terminaría por convertirse en el primer hogar de Greta Solidej y el último de Thomas Bouvier.

Ella le habló de la oscuridad del océano cuando se apagan las luces y uno no sabe distinguir dónde termina el cielo y comienza el agua. «Se mira hacia delante porque es mejor olvidarse de lo que se deja atrás. Porque si queda alguna esperanza, hay que ir a buscarla a la otra orilla del mundo. Y aun así, a veces se duda de que exista algo por lo que merezca la pena seguir viviendo». «¿El destino? Yo creo más bien en la deriva. Así me siento, como una de esas botellas que llevan un mensaje de socorro dentro y van a donde las llevan las olas».

—¿Y quién soy yo para ti en esa historia de naufragio?

—Todavía no sé si una playa o un arrecife. ¿Por qué me recogiste, Thomas Bouvier? ¿Por qué no me abandonaste a mi suerte?

—Porque yo sí creo en el destino.

Poco después de la media noche uno de los peones de la hacienda franqueó la puerta de atrás cargado con los dos grandes baúles de la joven austríaca y los subió a duras penas hasta la habitación, que ya habían llenado de flores.

Entonces Greta se levantó lentamente, miró a Thomas con dulzura y le dirigió las seis palabras con las que se despediría de él de esa noche en adelante, todas y cada una de las veces que se dijeron adiós de mentira, a sabiendas de que la única verdad capaz de separarlos iba a ser la muerte, la parca, la pelona, la desvelada.

—Gracias. Mañana me marcharé para siempre.

Había un tiesto con gardenias entre el cristal y la bahía en la habitación de Greta, y dos baúles cerrados a los pies de la cama.

Ella se arrodilló ante el más grande de los dos y tiró con fuerza de las cinchas de cuero. A toda prisa, sacó la ropa de dentro y la amontonó en desorden a su alrededor. Después, introdujo una pequeña varilla de metal en uno de los extremos de la base e hizo palanca para descubrir un doble fondo en el que viajaban escondidos más de veinticinco mil dólares en marcos alemanes. Volvió a cerrar con cuidado aquella tapadera secreta y se desplomó sobre la cama, todavía vestida, todavía con las uñas clavadas en el bolsito gris.

Entonces se incorporó a medias, abrió el cierre metálico de aquella alforja que parecía contener las últimas gotas de su sangre, y con el cuidado de quien manipula un cartucho de dinamita extrajo de su interior una pistola pequeña y dorada, casi un juguete, la ocultó bajo la almohada y, acurrucada como un recién nacido, se quedó profundamente dormida con la cabeza sobre el gatillo.