Tejiendo el tapiz
¡Un millón de millones de cambios! ¡Innumerables cambios! Todos los días, cada segundo del día.
Así es la naturaleza de las cosas, del mundo. Con cada decisión, una encrucijada. Cada gota de lluvia, un instrumento de destrucción y de creación. Cada animal cazado y cada animal comido cambian el presente casi imperceptiblemente.
A un nivel más amplio, es apenas perceptible, pero esa multitud de piezas que comprenden cada imagen no son constantes ni es necesariamente persistente la forma en que las vemos.
Mis amigos y yo no somos moneda corriente para las gentes de Faerun. Hemos recorrido medio mundo; en mi caso, tanto en la superficie como en el mundo inferior. La mayor parte de la gente jamás verá más mundo que la ciudad en que nació, ni siquiera las partes más apartadas de la ciudad donde nació. La suya es una existencia pequeña y familiar, un lugar cómodo y rutinario, parroquial, selectivo en cuanto a sus amigos de toda la vida.
Yo no aguantaría una existencia así. El tedio se acumula formando unas paredes sofocantes, y los diminutos cambios de la existencia cotidiana no son capaces de abrir ventanas lo suficientemente grandes en esas barreras opacas.
De mis compañeros, creo que Regís sería el más inclinado a aceptar semejante vida, siempre y cuando la comida fuera abundante y sustanciosa, y tuviera alguna manera de mantenerse en contacto con los aconteceres del mundo exterior. Muchas veces me he preguntado cuántas horas podría permanecer un halfling en el mismo lugar de la orilla del mismo lago con la misma hebra sin cebo atada al dedo gordo del pie.
¿Habrá optado Wulfgar por una existencia así? ¿Habrá reducido su mundo para retraerse de las verdades más duras de la realidad? Quizá sea posible para él por sus profundas cicatrices emocionales, pero jamás sería posible para Catti-brie acompañarlo en una vida de férrea rutina. De eso estoy muy seguro. La sed de maravillas está tan arraigada en ella como en mí, y nos obliga a coger el camino, separándonos incluso, y confiados en el amor que compartimos y en que volveremos a reunimos.
Y a Bruenor lo veo a diario batallar contra la pequeñez de su existencia, gruñendo y quejándose.
Es el rey de Mithril Hall, con incontables riquezas a su alcance. Todos sus derechos pueden ser satisfechos por una hueste de súbditos que le son leales hasta la muerte. Acepta las responsabilidades de su linaje y se acomoda bien al trono, pero se siente molesto todos los días, como si estuviera atado a su trono real. A menudo ha encontrado y sigue encontrando excusas para salir de su reino con una u otra misión, sin tener en cuenta el peligro.
Él sabe, al igual que Catti-brie y que yo, que estarse quieto significa aburrirse y que el aburrimiento es una muestra minúscula de la propia muerte.
Es que medimos nuestras vidas por los cambios, por los momentos de lo inusual. Eso puede manifestarse en el primer vistazo a una nueva ciudad, o en la primera bocanada de aire en lo alto de una montaña, o en una inmersión en un río frío originado en el deshielo, o en una encarnizada batalla librada en las sombras de la cumbre de Kelvin. Las experiencias inusuales son las que dan lugar a los recuerdos, y una semana de recuerdos es más vida que un año de rutina. Por ejemplo, recuerdo mi primera travesía a bordo del Duende del Mar, con tanta intensidad como el primer beso de Catti-brie, y aunque ese viaje no duró más que diez días en una vida que ya abarca las tres cuartas partes de un siglo, los recuerdos de esas jornadas se me presentan más vividos que algunos de los años que pasé en la Casa Do’Urden, atrapado en la rutina de las tediosas actividades de un joven drow.
Es cierto que muchas de las gentes más acaudaladas que he conocido, incluso señores de Aguas Profundas, prestas abrirían sus bolsas para un viaje a un lugar lejano donde tomarse un respiro. Y aunque uno en particular no responda a las expectativas que se habían forjado —por lo desagradable del clima o de la compañía, porque las comidas no son de su agrado o por alguna enfermedad menor incluso—, los señores dirán que el viaje valió el esfuerzo y el oro puestos en él. Lo que más suelen valorar a cambio e las molestias y del dispendio no es el viaje en sí, sino el recuerdo que de I les ha quedado, el recuerdo que se llevarán consigo a la tumba. ¡La vida está tanto en experimentar como en recordar y en contar lo vivido!
En cambio, en Mithril Hall veo a muchos enanos, en especial los mayores, que se regodean en la rutina y cuyos pasos de cada día son reflejo el de los de la jornada anterior. Cada comida, cada hora de trabajo, cada desbaste que hacen con el pico o cada golpe del martillo siguen el modelo repetido a lo largo de los años. Sé que en esto funciona un juego de engaño, aunque no me atrevería a decirlo en voz alta. Es una lógica callada e interna que los impulsa a seguir siempre en el mismo lugar. Incluso se ha llegado a cantar en una antigua canción enana:
Como esto hice ayer
y a la morada de Moradin no volé,
hacerlo otra vez me protege
y tampoco hoy moriré.
La lógica es simple y directa, y se cae fácilmente en la trampa, pues si hice estas cosas el día anterior y vuelvo a hacerlas hoy, es razonable suponer que el resultado no cambiará.
Y el resultado es que viviré mañana para volver a hacer las mismas cosas.
De esta manera, lo mundano y lo rutinario se convierten en una garantía —falsa— de una continuidad de la vida, pero tengo que preguntarme, aun cuando la premisa fuera cierta y haciendo lo mismo todos los días tuviera garantizada la inmortalidad, si un año de semejante existencia no es lo mismo que la más turbadora posibilidad de muerte.
¡Desde mi perspectiva, esta lógica malhadada es exactamente lo opuesto de lo que ofrece esa ilusoria promesa! Vivir una década en semejante estado equivale a seguir el camino más rápido hacia la muerte, ya que es como garantizar el paso más veloz de esa década, un recuerdo sin relieve que transcurrirá fugazmente y sin pausa; unos años de existencia pura y llana. Porque en esas horas, y segundos, y días que pasan, no hay ninguna variedad, no hay recuerdo destacado, ni un solo primer beso.
Es cierto que emprender el camino e ir en pos del cambio puede significar una vida más corta en estos tiempos peligrosos por los que atravieso Faerun, pero en esas horas, días, años, cualquiera que sea la unidad de medida, habré vivido muchísimo más que el herrero que golpea siempre con el mismo martillo el mismo lugar conocido en el metal que le resulta familiar.
Porque la vida es experiencia, y la longevidad, al final, se mide por la memoria, y los que tienen mil historias que contar realmente han vivido más que cualquiera que se aferré a lo mundano.
DRIZZT DO’URDEN