Epílogo

—¡No te mueras! ¡No te mueras por mi culpa! —gritaba Maimun, sosteniendo en sus manos la cabeza de Deudermont—. ¡Maldito seas! ¡No puedes morirte por mí!

Deudermont abrió los ojos…, bueno, al menos uno, porque el otro lo tenía pegoteado por la sangre reseca.

—He fallado —dijo.

Maimun lo abrazó mientras meneaba la cabeza y el llanto lo ahogaba.

—He sido… un necio —balbució el capitán al borde de sus fuerzas.

—¡No! —insistió Maimun—. ¡No! Lo intentaste. Por el bien del pueblo, lo intentaste.

Y algo extraño le sobrevino al joven Maimun entonces. Una revelación, una epifanía. En ese momento hablaba para Deudermont, tratando de darle algún consuelo en ese instante devastador de derrota suprema, pero mientras pronunciaba las palabras, éstas resonaban en su propio interior.

Porque Deudermont lo había intentado realmente, se había propuesto luchar por el bien de los que durante años, en algunos casos durante toda su vida, habían sufrido el horror de Arklem Greeth y de los cinco grandes capitanes corruptos. Había tratado de eliminar el espantoso Carnaval del Prisionero, de erradicar a los piratas y el desorden que había dejado a su paso un sangriento reguero de cadáveres.

Las propias acusaciones de Maimun contra Deudermont, sus afirmaciones de que la naturaleza autoritaria de Deudermont no era mejor para la gente a la que decía servir que los métodos de los enemigos a los que pretendía derrotar, le parecían vacías al joven pirata en ese momento de intenso dolor. Se sentía inseguro, como si los axiomas sobre los que había construido su vida adulta no fueran tan absolutos ni tan moralmente puros, como si el orden que Deudermont había tratado de imponer no fuera tan decididamente malo como él había creído.

—Lo has intentado, capitán —dijo—. Eso es todo lo que cualquiera de nosotros puede hacer.

Acabó con un gemido, pues se dio cuenta de que el capitán Deudermont, que había sido durante años como un padre para él, había muerto.

Sollozando, Maimun acarició con suavidad la cara ensangrentada del capitán. Otra vez recordó el momento en que lo había conocido, aquellos primeros años de bonanza que habían pasado juntos a bordo del Duende del Mar.

Con un gruñido de desafío, Maimun pasó sus brazos por los hombros y las rodillas de Deudermont y se puso de pie, alzándolo del suelo.

Salió andando del palacio de Suljack a las calles de Luskan, donde los combates habían cesado y se iba extendiendo un silencio extraño a medida que empezaba a difundirse la noticia de la muerte del capitán.

Cabeza alta y vista al frente, Maimun se dirigió hacia los muelles y esperó pacientemente, con Deudermont en sus brazos, mientras los tripulantes de un pequeño bote del Triplemente Afortunado remaban con denuedo para ir a recogerlo.

—¡Vaya golpe recibiste en la cocorota, y si te duele tanto como a mí, debe dolerte como si la tuvieras rota! ¡Juajuajuajua!

La rima del enano arrancó a Drizzt de la oscuridad, aunque hubiera preferido ahorrársela.

Abrió los ojos con dificultad y se encontró sentado en una habitación confortablemente decorada…

Se dio cuenta de que era una habitación de la taberna de El Dragón Rojo en la que había compartido varias comidas y había tenido muchas conversaciones con Deudermont. Y allí estaba el enano, Athrogate, su adversario, tranquilamente sentado frente a él y con las armas enfundadas a la espalda.

Drizzt no conseguía entenderlo, pero entonces se acordó de Regis. Se incorporó como un rayo y empezó a mirar por toda la habitación, llevándose las manos al cinto. Sus espadas no estaban allí.

No sabía qué pensar. Y su confusión se hizo todavía más profunda cuando Jarlaxlc Baenre y Kimmuriel Oblodra entraron en la estancia.

Todo cobraba sentido, por supuesto, dado el golpe fallido de Drizzt —bloqueado por medios psiónicos— contra Athrogate, y entonces consiguió situar el momento en que había sentido antes aquella sensación extraña de que su energía era absorbida. Había sido en un combate con Artemis Entreri, un combate al que habían asistido precisamente esos dos drows.

Drizzt se dejó caer en su asiento con el rostro ensombrecido por una expresión amarga.

—Tendría que haber adivinado que esto era obra tuya —gruñó.

—¿La caída de Luskan? —preguntó Jarlaxle—. Me adjudicas un mérito… o una culpa excesivos, amigo mío. Lo que ves a tu alrededor no ha sido obra mía.

Drizzt miró al mercenario con evidente escepticismo.

—¡Ah, me pones nervioso con tus dudas! —añadió Jarlaxle con un profundo suspiro.

Se calmó rápidamente y se acercó a Drizzt con una silla a la que dio la vuelta para sentarse a horcajadas en ella, apoyando los codos en el respaldo y mirando a Drizzt a los ojos.

—Esto no ha sido obra nuestra —insistió Jarlaxle.

—¿Lo de mi combate con el enano?

—En eso sí intervinimos, claro que sí —admitió el mercenario—. No podía dejar que destruyeras algo tan valioso como él.

—Y podrías haberlo hecho, sin lugar a dudas —dijo Kimmuriel por lo bajo, hablando en la lengua de los drow.

—Me refiero a todo esto —prosiguió Jarlaxle sin perder vez—. No fuimos nosotros quienes lo hicimos, sino la ambición de los hombres.

—Los grandes capitanes —conjeturó Drizzt, aunque todavía no se lo creía.

—Y Deudermont —añadió Jarlaxle—. De no haber cedido a su propia y tonta ambición…

—¿Dónde está? —inquirió Drizzt, irguiéndose otra vez.

La expresión de Jarlaxle se volvió sombría, y Drizzt contuvo la respiración.

—¡Ay!, ha sucumbido —explicó Jarlaxle—. Y el Duende del Mar ha zozobrado contra las rocas del puerto, aunque la mayor parte de su tripulación ha conseguido huir de la ciudad a bordo de otro barco.

Drizzt trató de no derrumbarse, pero la muerte de Deudermont era un peso enorme sobre sus hombros. Hacía tantos años que conocía al hombre. Lo había considerado un amigo querido, un buen hombre, un buen líder.

—Esto no fue obra mía —insistió Jarlaxle, obligando a Drizzt a mirarlo a la cara—. No he metido la mano en esto. Te doy mi palabra.

—Pero anduviste rondando —lo acusó Drizzt, y Jarlaxle le dedicó un conciliador encogimiento de hombros.

—Nos proponíamos…, en realidad nos proponemos todavía, sacar el mayor provecho del caos —dijo Jarlaxle—. No voy a negar mis pretensiones de beneficiarme, del mismo modo que lo habría intentado de haber triunfado Deudermont.

—Te habría rechazado —le lanzó Drizzt, a lo cual Jarlaxle respondió encogiéndose otra vez de hombros.

—Es probable —reconoció—. Entonces, tal vez sea mejor para mí que no haya ganado. No propicié este final, pero sin duda lo voy a aprovechar.

Drizzt lo miró con furia.

—Pero de todos modos tengo algunas cualidades que me redimen —le recordó Jarlaxle—. Después de todo, estás vivo.

—Habría ganado la pelea de todos modos si no hubieras intervenido —le recordó Drizzt.

—Esa pelea, tal vez, pero ¿y las cien siguientes?

El odio no desapareció de la mirada de Drizzt…, hasta que la puerta se abrió y por ella entró Regis, muy magullado, pero bien vivo y con un aspecto aceptable teniendo en cuenta la prueba por la que había pasado.

Robillard estaba acodado sobre la barandilla del Triplemente Afortunado con la mirada fija en la lejanía, en la ciudad de Luskan.

—Fue Morik el Rufián el que te rescató de las aguas —le dijo Maimun, colocándose a su lado.

—Dile entonces que no lo mataré —contestó Robillard—. Hoy no.

Maimun rio entre dientes ante el recalcitrante sarcasmo del obstinado mago, pero por debajo de su risa se traslucía todavía una profunda tristeza.

—¿Crees que será posible rescatar el Duende del Mar? —preguntó.

—Bueno, no me importa.

Maimun no supo qué contestar a esa abrupta respuesta, aunque sospechaba que era más que nada una expresión de enfado y de dolor.

—Bueno, si lo consigues, sólo me cabe esperar que tú y tu tripulación estéis demasiado ocupados vengándoos de Luskan como para perseguir a tipos como yo por el ancho mar —comentó el joven pirata.

Robillard lo miró por fin y le dedicó una mueca.

—Me parece que un puñado de peces descompuestos no justifica ninguna batalla —dijo, y él y Maimun cruzaron una profunda mirada, compartiendo ese momento de dolorosa realidad.

—Yo también lo echo de menos —dijo Maimun.

—Ya lo sé, muchacho —respondió Robillard.

Maimun apoyó una mano en el hombro de Robillard y luego se alejó, dejando al mago sumido en su pesar. Robillard le había prometido que el Triplemente Afortunado tendría paso franco por Aguas Profundas, y él confiaba en la palabra del mago.

En lo que no confiaba en esos momentos el joven pirata era en su propio instinto. La muerte de Deudermont lo había afectado profundamente, lo había hecho pensar, por primera vez en muchos años, que el mundo tal vez fuera más complicado de lo que su sensibilidad idealista le había permitido creer.

—No podríamos haber pedido un resultado mejor —insistió Kensidan a los reunidos en Diez Robles.

Baram y Taerl se miraron con incredulidad, pero Kurth asintió, manifestándose de acuerdo con la evaluación del Cuervo.

En las calles de Luskan reinaba otra vez el orden, por primera vez desde que Deudermont y lord Brambleberry habían atracado en el puerto. Los grandes capitanes se habían retirado a sus respectivos rincones; sólo en el antiguo dominio de Suljack seguía imperando el desorden.

—La ciudad es nuestra —dijo Kensidan.

—Ya, y la mitad de sus habitantes están muertos, y muchos han salido huyendo —replicó Baram.

—Escoria indeseable e innecesaria —dijo Kensidan—. Los que quedamos controlamos. Aquí no tiene cabida nadie que no comercie para nosotros, o combata para nosotros, o trabaje para nosotros de cualquier otra manera. Ésta no es una ciudad para familias ni cuestiones mundanas. No, camaradas, Luskan es ahora un puerto franco. El único puerto franco auténtico de todo el mundo.

—¿Podemos sobrevivir sin las instituciones de una verdadera ciudad? —preguntó Kurth—. Me pregunto qué enemigos podrían levantarse contra nosotros.

—¿Aguas Profundas? ¿Mirabar? —preguntó Taerl.

Kensidan hizo una mueca.

—No lo harán. Ya he hablado con los enanos y hombres de Mirabar que viven en el distrito del Escudo. Les he explicado las ventajas de nuestro nuevo acuerdo, según el cual las mercancías exóticas pasarán por las puertas de Luskan, entrando y saliendo sin restricciones, sin cuestionamientos. Me han manifestado su confianza en que el marchion Elastul lo aceptará, tal como lo había hecho su hija Arabeth. Los demás reinos de la Marca Argéntea no pasarán por Mirabar para llegar a nosotros. —Observó a Kurth con mirada aviesa al añadir—: Aceptarán los beneficios, fingiéndose ultrajados en el peor de los casos.

Kurth respondió con una sonrisa de aceptación.

—Y Aguas Profundas no empleará energías para atacarnos —los tranquilizó Kensidan—. ¿Para qué iban a hacerlo? ¿Qué ganarían con eso?

—Vengar a Brambleberry y a Deudermont —dijo Baram.

—Los señores ricos, que se harán más ricos comerciando con nosotros, no van a guerrear por eso —replicó Kensidan—. Se ha terminado. Arklem Greeth y la Hermandad Arcana han perdido. Lord Brambleberry y el capitán Deudermont han perdido. Alguien podría decir que la propia Luskan ha perdido, y si nos atenemos a la antigua definición de la Ciudad de los Veleros, diría que no están equivocados.

»Pero la nueva Luskan es nuestra, amigos míos, camaradas —prosiguió, y su aparente calma, su absoluta compostura, daban fuerza a sus palabras—. Los extraños dirán que vivimos fuera de la ley porque no nos importan las cuestiones menores de la gobernanza. Los que nos conocen bien dirán que somos listos porque los cuatro obtendremos beneficios que ni siquiera nos habíamos atrevido a imaginar.

Kurth se puso de pie entonces, mirando a Kensidan fijamente. Pero fue sólo un momento, pues en seguida su cara se abrió en una ancha sonrisa y alzó su copa de ron en un brindis.

—Por la Ciudad de los Veleros —dijo.

Los otros tres se unieron al brindis.

Por debajo de la Ciudad de los Veleros, Valindra Shadowmantle ni siquiera parpadeaba, pero eso no quiere decir que no pensara. Había sentido la muerte de Arklem Greeth. Había sido algo que se le había clavado con más profundidad que una daga. Los dos estaban vinculados, inexorablemente, en la no muerte, ella como la hija que no respiraba del maestro lich, de modo que su muerte le había dolido.

Por fin, volvió la cabeza hacia un lado, el primer movimiento en varios días. Allí, en un estante, desde las profundidades de un cráneo ahuecado, relucía algo, era algo más que el simple reflejo de la luz encantada instalada en los rincones de la decorada habitación.

No, la luz salía del interior de la gema, la filacteria. Esa luminosidad era la chispa de la vida, de la existencia no muerta de Arklem Greeth.

Con un gran esfuerzo que hizo que la piel y los huesos le crujieran al realizar el primer movimiento auténtico en tantos días, Valindra se puso de pie y caminó, con las piernas rígidas, hacia el cráneo.

Lo puso de lado y buscó dentro la filacteria. La alzó hasta la altura de sus ojos y la miró fijamente, como tratando de distinguir la forma diminuta del lich.

Aunque el aspecto era sólo el de una gema con un destello interior, una luz mágica, Valindra no se dejó engañar. Sabía que tenía en la mano el espíritu, la energía vital de Arklem Greeth.

¿Debía ser devuelto a la no muerte para volver a ser un lich, o debía ser destruido, total e irrevocablemente?

Valindra Shadowmantle sonrió y apenas un instante olvidó su calamitosa situación y consideró las posibilidades.

Él le había prometido la inmortalidad y, más importante aún, le había prometido poder.

Tal vez eso fuera todo lo que le quedaba.

Miró la filacteria, la prisión preciosa de su desamparado maestro, sintiendo y regodeándose en su poder.

—Ahí está todo —le insistió Jarlaxle a Drizzt en las afueras de Luskan al caer la tarde.

Drizzt lo miró por un momento antes de echarse el fardo al hombro.

—De haber querido quedarme con algo, habría sido el felino, sin duda —dijo Jarlaxle, atrayendo la mirada de Drizzt a donde estaba Guenhwyvar echada, lamiéndose tranquilamente las patas—. Tal vez algún día te des cuenta de que no soy tu enemigo.

Regis, con la cara llena de magulladuras y vendajes por su caída, lanzó un resoplido al oír eso.

—¡Bueno, no quería que te cayeras del tejado! —respondió Jarlaxle—. Pero, por supuesto, tenía que hacer que te durmieras por tu propio bien.

—No me lo has devuelto todo —le dijo Regis con rabia.

Jarlaxle aceptó aquello con un encogimiento de hombros y un suspiro.

—Casi todo —respondió—. Lo suficiente para que olvides mi única satisfacción. Y puedes estar tranquilo, la he puesto junto con gemas que valen más que el precio que hubieran pagado por él en el mercado franco.

Regis no respondió nada.

—Id a casa —les dijo Jarlaxle—. Id a casa con el rey Bruenor y con vuestros queridos amigos.

»Aquí ya no tenéis nada que hacer.

—Luskan está muerta —dijo Drizzt.

—Para vuestras sensibilidades, así es, sin duda —añadió Jarlaxle—. Ya no puede resucitar.

Drizzt siguió mirando un instante más la Ciudad de los Veleros, digiriendo todo lo que había sucedido. Luego, se volvió, pasó un brazo por encima del hombro de su amigo halfling y lo hizo salir de allí, sin volver la vista.

—Tal vez todavía podamos salvar Longsaddle —sugirió Regis, y Drizzt se rio y le dio un cariñoso apretón.

Jarlaxle miró cómo se alejaban, hasta que se perdieron de vista. Después, metió la mano en el bolsillo que llevaba al cinto para recuperar el único objeto que le había quitado a Regis: una pequeña talla en hueso esculpida por el halfling en la que se veía a Drizzt y a Guenhwyvar.

Jarlaxle sonrió con afecto y ladeó su enorme sombrero hacia el este, hacia Drizzt Do’Urden.