La ciudad de los veleros
Pymian Loodran salió en tromba por la puerta de la taberna, agitando los brazos, aterrorizado. Se cayó al dar la vuelta y se desgarró la piel de una rodilla, pero no aminoró la marcha. Se tambaleó, rodó y por fin consiguió ponerse de pie y salir corriendo calle abajo.
Detrás de él salieron de la taberna un par de hombres vestidos con las túnicas familiares de la Torre de Huéspedes del Arcano, blancas con anchos ribetes rojos. Conversaban como si no hubiera pasado nada.
—No creerás que es tan tonto como para entrar en su casa —dijo uno.
—Tú aceptaste la apuesta —le recordó el otro.
—Saldrá corriendo hacia la puerta y tomará el camino que se abre al otro lado —insistió el primero.
Aún no había terminado la frase cuando el otro señaló, calle adelante, un edificio de tres plantas.
El hombre, aterrado, subía a cuatro patas por una escalera exterior de caracol, aferrándose a los escalones.
El primer mago, derrotado, echó mano a su varita mágica.
—¿Puedo abrir la puerta al menos? —preguntó.
—Sería una victoria indigna si te negara por lo menos algo de diversión —respondió su amigo.
Siguieron caminando sin prisa, aunque la escalera de caracol se internaba en un callejón apartado de la calle principal, de modo que el hombre al que perseguían se había perdido de vista.
—¿Vive en la segunda planta? —inquirió el primero de los magos.
—¿Tiene importancia? —preguntó a su vez el segundo, a lo cual el primero asintió y sonrió.
Cuando llegaron al callejón vieron la puerta de la segunda planta. El primer mago sacó una diminuta varilla de metal y empezó a musitar las palabras iniciales de un conjuro.
—El hombre del gran capitán Kurth —lo interrumpió su compañero.
Señaló con el mentón hacia el otro lado de la calle, donde un matón corpulento había salido de un edificio y miraba con especial interés a los dos magos.
—Muy oportuno —replicó el primero—. Nunca está de más enviar un recordatorio a los grandes capitanes. —Y volvió a concentrarse en su conjuro.
Unos segundos después, un sibilante rayo relampagueante surcó el aire entre el mago y la puerta, arrancó las endebles tablas de los goznes e hizo volar astillas hacia el interior del piso.
El segundo mago, ensimismado en sus cánticos para activar la varita, afinó la puntería y envió un pequeño globo de fuego anaranjado, que dando saltos llegó a la abertura. Desapareció en el interior, y un grito delicioso, que helaba la sangre, les hizo saber a los dos magos que aquel necio sabía lo que era.
Una bola de fuego.
Un momento después, que seguramente le pareció una eternidad al fugitivo refugiado en el piso —y también a su mujer y a sus hijos, a juzgar por el coro de gritos que llegaban desde el interior—, el conjuro se activó. Por la puerta abierta salieron rugientes llamas, y también por las ventanas y por todas las grietas de las paredes. Aunque no fue una ráfaga conmocionante, el fuego mágico hizo su trabajo con avidez: se cebó en la madera seca del viejo edificio, engulló toda la segunda planta y se propagó rápidamente hacia la tercera.
Mientras los magos admiraban su obra, un niño apareció en el balcón de la tercera planta, con el pelo y la espalda ardiendo. Enloquecido de dolor y de miedo, saltó sin vacilación y se estrelló contra los adoquines de la calle con una fuerza capaz de quebrarle los huesos.
Quedó allí deshecho, quejándose, moribundo tal vez.
—Una pena —dijo el primer mago.
—Es culpa de Pymian Loodran —replicó el segundo.
El fugitivo había tenido el atrevimiento de robarle la bolsa a un acólito de menor rango de la Torre de Huéspedes. El joven mago se había pasado de copas, lo cual lo convertía en presa fácil, y el pícaro de Loodran, al parecer, había sido incapaz de resistirse.
En circunstancias normales, el delito de Loodran habría hecho que lo arrastraran y lo llevaran al Carnaval del Prisionero, donde probablemente habría sobrevivido, aunque tal vez después de haber perdido todos los dedos; pero Arklem Greeth había decidido que era hora de hacer una demostración de fuerza en las calles. Últimamente, los campesinos se estaban volviendo un poco atrevidos, y peor aún, los grandes capitanes parecían convencidos de que eran los verdaderos gobernantes de la ciudad.
Los dos magos volvieron a mirar al observador de Kurth, pero éste ya había desaparecido entre las sombras, seguro que para irle con el cuento a su amo.
Arklem Greeth podía estar satisfecho.
—Este trabajo me da energías y me agota al mismo tiempo —dijo el segundo mago al primero, devolviéndole su varita—. Realmente me encanta poner toda mi pericia en acción. —Miró calle abajo, donde el niño permanecía inmóvil aunque gimiendo quedamente—. Pero…
—Ánimo, hermano —dijo el otro, llevándoselo de allí—. El propósito más grande está servido, y la paz reina en Luskan.
El fuego siguió ardiendo en la noche y se tragó otras tres estructuras antes de que los residentes de la zona consiguieran contenerlo, por fin. Por la mañana, sacaron once cadáveres de entre los escombros, entre ellos el de Pymian Loodran, que tan orgulloso se había sentido el día anterior por haber traído un pollo y fruta fresca a su hambrienta familia. ¡Un pollo de verdad! Una comida auténtica; era la primera vez que no comían pan mohoso y verduras medio podridas en más de un año.
La primera comida de verdad que había conocido su hija pequeña.
Y la última.
—¡Si quisiera hablar con el mocoso de Rethnor, habría venido preguntando por él! —dijo Duragoe, el capitán de mayor categoría en el barco del gran capitán Baram.
Duragoe dejó de vociferar y pareció dispuesto a atacar al hombre de la Nave Rethnor que había tratado de impedirle el paso a la sala de audiencias de Kensidan, pero se contuvo cuando observó que el mismísimo y temido Cuervo entraba en la pequeña antecámara con una Expresión que decía a las claras que había oído toda la conversación.
—Mi padre ha delegado en mí los asuntos del día —dijo Kensidan con calma.
En la otra habitación, donde Duragoe no podía verlo, el gran capitán Suljack hizo una mueca burlona.
—Si tienes algún asunto que tratar con la Nave Rethnor, es conmigo con quien tienes que hablar.
—Tengo órdenes del gran capitán Baram de hablar con el propio Rethnor. No vas a negar una audiencia directa a un gran capitán con otro de su clase, ¿verdad?
—Pero tú no eres un gran capitán.
—Vengo en su nombre.
—Yo, también; en el de mi padre.
Eso pareció aplacar un poco al basto Duragoe, pero negó vigorosamente con la cabeza —tanto que Kensidan casi llegó a creer que le saldrían bichos volando de las orejas— y alzó una de sus manazas para frotarse la cara.
—Y tú transmitirías mis palabras a Rethnor, de modo que las recibiría de segunda mano… —trató de argumentar.
—De tercera mano si tus palabras son de Baram y él te las transmitió a ti.
—¡Bah, un momento! —dijo Duragoe, furioso—. ¡Yo las voy a decir exactamente como Baram me dijo que las dijera! —Dilas, entonces.
—¡Pero no es de mi gusto que tú las transmitas a tu padre para que podamos hacer algo!
—Si es necesario hacer algo tras oír tu petición, buen Duragoe, seré yo quien dé las órdenes, no mi padre.
—¿Quieres decir que tú eres un gran capitán?
—No he dicho tal cosa —fue la prudente respuesta de Kensidan—. Yo me ocupo de las cuestiones del día de mi padre, lo cual comprende hablar con tipos como tú. Si quieres transmitir alguna inquietud del gran capitán Baram, hazlo por favor, y ahora. Tengo muchas más cosas que hacer hoy.
Duragoe miró en derredor y volvió a frotarse la barba entrecana.
—Ahí dentro —exigió, señalando la habitación que había detrás del joven Kensidan.
Kensidan alzó una mano para mantener a raya al hombre y volvió a entrar por la puerta de la sala de audiencias.
—Marchaos. Tenemos asuntos privados que tratar —dijo aparentemente a los guardias que estaban dentro, pero también para darle a Suljack el tiempo que necesitaba para pasar a la habitación siguiente, desde donde podría oír toda la conversación.
Le hizo señas a Duragoe de que lo siguiera a la sala de audiencias y tomó asiento en la silla menos llamativa pero sí más alta de la habitación.
—¿Hueles el humo? —preguntó Duragoe.
En la cara de Kensidan se formó una fina sonrisa, indicando con el gesto de la mano que le complacía ver que otro de los grandes capitanes había tomado nota de la devastación que los dos representantes de la Torre de Huéspedes habían provocado en una parte de Luskan la noche anterior.
—¡No le veo la gracia!
—¿Te ha dicho el gran capitán Baram que dijeras eso? —preguntó Kensidan.
Duragoe abrió mucho los ojos e hinchó las aletas de la nariz, como anunciando alguna catástrofe.
—Mi capitán perdió a un valioso mercader en el incendio —insistió Duragoe.
—¿Y qué pretendes que haga Rethnor al respecto?
—Queremos que se descubra a qué gran capitán servía el ladrón que desencadenó el fuego de la justicia —explicó Duragoe—. Su nombre es Pymian Loodran.
—Estoy seguro de no haber oído jamás ese nombre —dijo Kensidan.
—¿Y eso mismo diría tu padre? —preguntó Duragoe con tono escéptico.
—Sí —respondió de manera contundente—. ¿Y por qué habría de interesarte? Pymian Loodran está muerto, ¿no es verdad?
—¿Y cómo sabes eso si no conoces el nombre? —inquirió el desconfiado Duragoe.
—Porque me han dicho que un par de magos han quemado la casa en la cual se había refugiado un hombre que había enfadado a la Torre de Huéspedes del Arcano —replicó—. Supongo que el blanco de su devastación no habrá escapado, aunque no me importa si lo hizo o no. ¿Lo que buscas es una recompensa del gran capitán que empleó a ese necio de Loodran, si es que realmente algún gran capitán lo hizo?
—Queremos averiguar qué sucedió.
—¿Para presentar una reclamación al Consejo de los Cinco y, sin duda, obtener una bolsa de oro con que compensar tus pérdidas mercantiles?
—Sólo lo que es justo… —dijo Duragoe.
—Lo justo sería que presentaras tu reclamación a la Torre de Huéspedes del Arcano y a Arklem Greeth —dijo Kensidan.
El Cuervo volvió a sonreír al ver que el recio Duragoe se encogía ante la sola mención del poderoso archimago arcano.
—Los acontecimientos de la noche pasada, el modo y la magnitud del castigo fueron decididos por Arklem Greeth y sus ejecutores —explicó Kensidan, que se reclinó confortablemente y cruzó las delgadas piernas, y aunque Duragoe permaneció de pie, pareció disminuido por la pose casual y displicente del gran capitán en funciones—. Fuera lo que fuese lo que ese necio…, ¿cómo has dicho que se llamaba?, ¿Loodran?, hiciera para atraer sobre sí la ira de la Torre de Huéspedes es una cuestión totalmente aparte. Puede que Arklem Greeth pudiese presentar una acusación contra uno de los grandes capitanes si llegase a descubrir que ese tonto, en realidad, era empleado suyo, aunque dudo de que así fuera. No obstante, desde la perspectiva del gran capitán Baram, el culpable de su pérdida no fue otro que Arklem Greeth.
—Nosotros no lo vemos así —dijo Duragoe con un vigor que resultaba divertido sólo porque no hacía más que aumentar el terror abyecto que sentía ante la perspectiva de presentar su reclamación al archimago arcano.
Kensidan se encogió de hombros.
—No tienes nada que reclamar a la Nave Rethnor —dijo—. No conozco a ese tonto de Loodran, y mi padre tampoco.
—Ni siquiera se lo has preguntado —dijo Duragoe con voz ronca y apuntándole con un grueso dedo acusador.
Kensidan juntó las manos ante la cara y unió los dedos de ambas un par de veces antes de plegarlas como en actitud de rezar, sin dejar de mirar a Duragoe y sin pestañear siquiera.
Duragoe se encogió aún más, como si acabara de darse cuenta de que tal vez estaba en territorio enemigo y de que quizá era más prudente no lanzar acusaciones. Miró, nervioso, a derecha e izquierda. El sudor empezaba a correrle por las sienes y su respiración se volvió más agitada.
—Ve y dile al gran capitán Baram que no tiene nada que reclamar a la Nave Rethnor con respecto a este asunto —le explicó Kensidan—. No sabemos nada de ello, como no sean los rumores que se extienden por las calles. Y he dicho mi última palabra sobre el tema.
Duragoe hizo amago de responder, pero Kensidan lo cortó en seco con un cortante:
—La última.
El matón se enderezó y trató de recuperar algo de la dignidad perdida. Volvió a mirar en derredor y vio a los hombres de la Nave Rethnor que entraban en la estancia tras haber oído la declaración de Kensidan de que la discusión se había acabado.
—Y te ruego que le digas al capitán Baram que si en el futuro quiere discutir algún asunto con la Nave Rethnor, Kensidan tendrá sumo placer en recibirlo —dijo el Cuervo.
Antes de que el atribulado Duragoe pudiera responder, se volvió hacia un par de guardias y les indicó que lo acompañaran fuera.
En cuanto Duragoe hubo salido de la habitación, el gran capitán Suljack volvió a entrar por una puerta lateral.
—Ha sido una suerte para nosotros que a Arklem Greeth se le fuera la mano y que ese hombre, Loodran, coincidiera casualmente con uno de los mercaderes de Baram —dijo—. No es fácil poner a Baram de nuestro lado. Una coincidencia favorable en el mejor momento.
—Sólo un necio dejaría la buena suerte librada a la coincidencia en un momento crítico —respondió Kensidan sin demasiados rodeos.
Detrás de él, el macizo enano de las gujas rio entre dientes. El gran capitán Suljack, que hacía tiempo que se había dado cuenta de que el hijo de Rethnor siempre se adelantaba a sus jugadas, lo miró con preocupación.
—El Duende del Mar llegará hoy con la marea alta —dijo Kensidan, tratando de no reírse ante los denodados esfuerzos de Suljack para no parecer sorprendido—, con lord Brambleberry de Aguas Profundas en su flora.
—Tiempos interesantes estos —consiguió articular el gran capitán Suljack.
—Podríamos haber ido directamente al Valle del Viento Helado —iba diciendo Regis mientras él y Drizzt pasaban por la puerta fuertemente guardada de Luskan.
El halfling miró por encima del hombro mientras hablaba, observando a los guardias con desprecio. Su saludo en la puerta no había sido cálido, sino condescendiente y lleno de desconfianza ante la piel oscura de su compañero.
Drizzt ni siquiera miró para atrás, y si le había molestado o no la fría recepción, no lo demostró.
—Jamás habría creído que mi amigo Regis iba a preferir el duro camino a una cómoda cama en una ciudad llena de diversiones —dijo el drow.
—Estoy cansado de comentarios, siempre comentarios —dijo Regis—, y las miradas de desconfianza. ¿Cómo puedes pasarlas por alto? ¿Cuántas veces vas a tener que probar tu valía y tu coraje?
—¿Por qué habría de preocuparme la ignorancia de un par de guardias en una ciudad que no es la mía? —respondió Drizzt—. Si no nos hubieran dejado entrar, como en Mirabar cuando pasamos por allí con Bruenor de camino a Mithril Hall, entonces sí me habría preocupado, porque sus acciones nos habrían afectado a mí y a mis amigos. Pero después de todo, estamos dentro. Sus miradas no me atraviesan el cuerpo, y no lo harían aunque no llevara puesta esta fina camisa de mithril.
—¡Pero tú has sido siempre un amigo y aliado de Luskan! —protestó Regis—. Navegaste durante años con el Duende del Mar para provecho suyo, y no hace tanto tiempo de eso.
—No conocía a ninguno de los centinelas.
—Pero ellos tenían que conocerte a ti…, al menos conocer tu reputación.
—En caso de que hayan creído que soy quien he dicho ser. Regis meneó la cabeza con desaliento.
—No tengo que demostrar mi valía ni mi coraje más que a los que quiero —le dijo Drizzt, pasando el brazo por encima de los hombros del halfling—. Y eso lo hago siendo quien soy, con la confianza de que aquellos a quienes quiero aprecian lo bueno y aceptan lo malo. ¿Hay algo más que importe realmente? ¿Acaso las miradas de los guardias a quienes no conozco y que no me conocen a mí afectan realmente a los placeres, las victorias y los fracasos de mi vida?
—Es sólo que me pone furioso…
Drizzt lo atrajo hacia sí y se rio, agradeciendo el apoyo.
—Si alguna vez recibo una mirada tan despreciativa de ti, de Bruenor o de Catti-brie, entonces me preocuparé —dijo.
—O de Wulfgar —señaló Regis.
El andar de Drizzt se volvió entonces un poco más pesado, pues realmente no sabía qué podía esperarle cuando echara de nuevo la vista encima a su bárbaro amigo.
—Vamos —dijo, tomando por la primera calle lateral—. Disfrutemos de las comodidades del Cutlass y preparémonos para el camino que aún nos queda por delante.
—¡Drizzt Do’Urden! ¡Hurra! —vitoreó un hombre desde el otro lado de la calle tras reconocer al drow que tan buenos servicios había prestado junto con ese héroe que era el capitán Deudermont.
Drizzt lo saludó con la mano y sonrió.
—¿Y eso te afecta más que las miradas despreciativas de los guardias? —preguntó Regis taimadamente.
Drizzt meditó su respuesta unos instantes, reconociendo la trampa de incoherencia e hipocresía que Regis le había tendido. Si realmente nada importaba más que la opinión de sus amigos, entonces en esa lógica deberían incluirse tanto los recibimientos positivos como los negativos.
—Sólo porque lo permito —respondió el drow.
—¿Por vanidad?
—Seguramente —dijo Drizzt, encogiéndose de hombros y rompiendo a reír.
Poco después, entraron en el Cutlass, una taberna bastante corriente de los muelles de Luskan, adonde iban especialmente las tripulaciones de los barcos mercantes que volvían o que visitaban la ciudad. Tan cerca del puerto no era difícil entender el apelativo con que se conocía a Luskan: la Ciudad de los Veleros. Había multitud de barcos de altos mástiles amarrados en sus largos muelles, y muchos más permanecían anclados en aguas más profundas, tantos que Drizzt tuvo la Impresión de que toda la ciudad estaba a punto de hacerse a la vela.
—Jamás me han atraído los viajes oceánicos —dijo Regis, y cuando Drizzt apartó la vista del espectáculo del puerto, se encontró con la mirada cómplice del halfling fija en él.
Drizzt se limitó a sonreír y condujo a su amigo al interior de la taberna.
Más de una jarra se alzó en un brindis por la pareja, especialmente por Drizzt, que tenía una larga historia en el lugar. Sin embargo, la ni mayor parte de los parroquianos se limitaron a echarles una mirada displicente, ya que en el Cutlass había pocos a los que no se hubiese considerado raros en cualquier sitio.
—Drizzt Do’Urden en su negro pellejo —dijo el corpulento propietario cuando el drow se acercó a la barra—. ¿Qué te trae otra vez a Luskan después de todos estos años? —añadió, y le tendió una mano que Drizzt apretó cordialmente.
—Bien hallado, Arumn Gardpeck —respondió—. Tal vez haya vuelto sólo para ver si continuabas al frente de tu negocio. Reconforta saber que algunas cosas siguen siempre iguales.
—¿Y qué otra cosa podría hacer un viejo tonto como yo? —replicó Arumn—. ¿Has venido con Deudermont, entonces?
—¿Deudermont? ¿Está el Duende del Mar en el puerto?
—Ya lo creo, y acompañado por un trío de barcos de un lord de Aguas Profundas —respondió Arumn.
—Y con ganas de pelea —dijo uno de los parroquianos, un hombre pequeño y delgado que descansaba pesadamente sobre la barra, como si necesitara apoyo.
—Recordarás a Josi Puddles —dijo Arumn mientras Drizzt se volvía para mirar al que había hablado.
—Sí —respondió Drizzt educadamente, aunque no estaba muy seguro de acordarse. Dirigiéndose a Josi, añadió—: Si el capitán Deudermont realmente tiene ganas de pelear, ¿por qué ha venido a puerto?
—Esta vez no se trata de luchar con los piratas —replicó Josi, a pesar de que Arumn le hacía señas de que se callara mientras señalaba con el mentón a varios parroquianos que parecían estar escuchando con demasiada atención—. ¡Deudermont anda a la caza de una presa más grande! —concluyó Josi, que soltó una carcajada, hasta que finalmente vio la expresión de reconvención de Arumn y se encogió de hombros inocentemente.
—Se habla de una lucha inminente en Luskan —explicó Arumn en voz baja, aproximándose para que sólo Drizzt y Regis…, y Josi, que también acercó la cabeza, pudieran oírlo—. Deudermont ha llegado con un ejército, y se dice que ha venido aquí con un propósito.
—Su ejército no es adecuado para pelear en mar abierto —dijo Josi en voz más alta, a lo que Arumn le impuso silencio.
Los dos callaron mientras Drizzt y Regis intercambiaban miradas sin saber muy bien qué pensar.
—Nosotros vamos directos al norte —le recordó Regis a Drizzt, y aunque el drow asintió, no muy convencido, el halfling de pronto ya no estaba tan seguro de lo que había dicho.
—Deudermont se alegrará de verte —dijo Arumn—. Yo diría que se va a emocionar.
—Y si te ve, te quedarás y lucharás a su lado —dijo Regis con evidente resignación—. Me juego algo.
Drizzt rio para sí mismo, pero no dijo nada.
Regis y él abandonaron el Cutlass a primera hora de la mañana siguiente, supuestamente hacia el Valle del Viento Helado, pero por una ruta que pasaba por los muelles de Luskan, donde el Duende del Mar ocupaba su habitual atracadero de honor.
Drizzt se encontró con el capitán Deudermont y con el temerario lord Brambleberry antes de mediodía.
Y los dos compañeros provenientes de Mithril Hall no abandonaron la Ciudad de los Veleros ese día.