Capítulo 8


De los males, el menor

—Tal vez sea simplemente que me estoy volviendo mayor y más difícil de impresionar —le iba diciendo Regis a Drizzt mientras atravesaban anchos campos de hierba—. No es una ciudad tan grandiosa, no se aproxima a la belleza de Mithril Hall, y mucho menos a Luna Plateada, pero me alegro de que te dejaran por lo menos atravesar las puertas. La gente es empecinada, pero el hecho de que puedan aprender me da esperanzas.

—A mí Mirabar no me impresionó más que a ti —respondió Drizzt, mirando de reojo a su amigo halfling—. Hacía tiempo había oído hablar de sus maravillas, pero reconozco que no están a la altura de las de Mithril Hall. Aunque tal vez sea que me gustan más las gentes que viven en Mithril Hall.

—Es un lugar más acogedor —dictaminó Regis—. Desde el rey hasta el último habitante. Pero debes estar satisfecho de que te hayan aceptado en Mirabar.

Drizzt se encogió de hombros como si no le importara, y de hecho, así era.

A él no, de todos modos; no podía negar que tenía esperanza de que el marchion Elastul hiciera realmente las paces con Mithril Hall y con los enanos a los que había perdido. Ese cambio sólo podía redundar en bien para el norte, especialmente con un reino orco asentado en la frontera norte de Mithril Hall.

—Más me alegra que Bruenor encontrara el valor para acudir en ayuda de Obould por el bien común —señaló el drow—. Hemos asistido a un gran cambio en el mundo.

—O a un respiro temporal.

Otra vez Drizzt se encogió de hombros, pero el gesto fue acompañado por una mirada de impotente resignación.

—Cada día que Obould mantiene la paz es un día de seguridad mayor de la que podríamos haber esperado. Cuando sus hordas bajaron de las montañas, pensé que no conoceríamos más que guerra durante años y años. Cuando sitiaron Mithril Hall, temí que nos expulsaran del lugar para siempre. Incluso durante los primeros meses de tregua, yo, al igual que todos los demás, esperaba que nos hundiéramos otra vez en la guerra y la miseria.

—Yo todavía lo espero.

La sonrisa de Drizzt hablaba a las claras de que no necesariamente opinaba lo contrario.

—Nos mantenemos vigilantes por si acaso, pero cada día que pasa hace que el futuro sea un poco más seguro, y eso es bueno.

—¿No será que cada día que pasa es un día más que aprovecha Obould para preparar el fin de su conquista? —preguntó Regis.

Drizzt rodeó con su brazo los hombros del halfling.

—¿Soy demasiado descreído por temer tal cosa? —inquirió Regis.

—Si tú lo eres, yo también, y también Bruenor, y Alustriel, que tiene espías activos por todo el reino de Muchas Flechas. Nuestra experiencia con los orcos es larga y amarga, llena de traición y de guerra. Pensar que todo lo que hemos conocido como cierto no es necesariamente un absoluto resulta desazonador y casi incomprensible; por eso, para avanzar por el camino de la aceptación y la paz, se requiere a menudo más valor que para salir al campo de batalla.

—Siempre es más complicado de lo que parece, ¿no? —preguntó Regis con una sonrisa agria—. Como en tu caso, por ejemplo.

—O como en el de un halfling amigo mío, que pesca con un pie y huye con el otro, combate con una maza en la mano derecha y le roba la bolsa a un tonto incauto con la izquierda, y mientras tanto se las ingenia para llenar el estómago.

—Tengo una reputación que mantener —respondió Regis, y le devolvió al drow la bolsa que acababa de quitarle del cinto.

—Muy bien —lo felicitó Drizzt—. Casi me la has quitado del cinturón antes de que sintiera tu mano. —Mientras cogía la bolsa, le entregó a Regis la maza con cabeza de unicornio que hábilmente le había quitado mientras el otro lo despojaba de lo suyo.

Regis se encogió de hombros con aire inocente.

—Si nos robamos mutuamente, acabaré con los más valiosos artilugios mágicos.

Drizzt desvió la mirada del halfling y miró a lo lejos, hacia el norte, llamando la atención de Regis sobre una enorme pantera negra que recorría el mismo camino que ellos. El drow había hecho venir a Guenhwyvar de su casa astral aquella tarde y dejaba que vigilara un perímetro considerable en torno a ellos. Llevaba tiempo sin invocar a la pantera, pues no la necesitaba en los salones del rey Bruenor y no quería desatar ningún incidente trágico con los orcos del reino de Obould, que podrían haber reaccionado a la vista de Guenhwyvar con una andanada de lanzas y flechas.

—Es agradable estar en marcha otra vez —declaró Regis cuando Guenhwyvar se puso junto a él, en el lado opuesto a Drizzt. Acarició el cuello del gran felino y Guenhwyvar inclinó la cabeza y entrecerró los ojos para mostrar su aprobación.

—Tú también eres complicado, como he dicho —observó Drizzt, contemplando ese aspecto poco frecuente de su amigo, tan amante de las comodidades.

—Creo que he sido yo el que lo ha dicho —lo corrigió Regis—. Tú te has limitado a aplicármelo a mí. Y no es que yo sea un tipo complicado, es sólo que mantengo confundidos a mis enemigos.

—Y a tus amigos.

—Te uso para practicar —dijo el halfling, y frotó con fuerza el cuello de Guenhwyvar.

La pantera emitió un profundo gruñido de gusto que resonó en los valles e hizo abrir los ojos desmesuradamente a todos los ciervos que había por los alrededores.

Los campos cubiertos de altas hierbas y flores silvestres quedaron remplazados poco a poco por parcelas cultivadas mientras el sol se inclinaba hacia el horizonte delante de ellos. Bajo el declinante crepúsculo, iban surgiendo granjas y graneros a ambos lados de un sedero que se convertía en camino. Los compañeros identificaron una colina familiar a lo lejos, una colina en la que se recortaba la silueta irregular de una casa magnífica y curiosa, con muchas torres altas y añilas, y muchas más bajas y achaparradas. En todas las ventanas había luces encendidas.

—Veamos qué misterios nos pueden tener preparados los Harpell en esta visita —dijo Drizzt.

—Sin duda, eso es un misterio incluso para ellos —dijo Regis—. Si es que a estas alturas no se han matado ya los unos a los otros por accidente.

Por más que el comentario pretendía ser despreocupado, tenía un trasfondo de verdad para ellos.

Hacía años que conocían a la excéntrica familia de magos y jamás habían visitado a ningún representante del clan, ni habían recibido la visita de uno de ellos sin ser testigos de algún suceso extraño, especialmente si se trataba de Harkle Harpell. Pero los Harpell eran buenos amigos de Mithril Hall. Habían acudido a la llamada de Bruenor cuando los drows de Menzoberranzan habían asaltado su reino, y habían luchado valientemente entre las filas enanas. Su magia era impredecible, sin duda, pero estaba respaldada por un gran poder.

—Deberíamos ir directos a la mansión de hiedra —dijo Drizzt mientras la oscuridad se instalaba sobre la pequeña ciudad de Longsaddle, conocida también como Lonjaeces.

No había terminado de decirlo cuando, casi como respondiendo a sus palabras, un grito de furia rompió la quietud, seguido de un bramido y un grito de dolor. Sin vacilar, el drow y el halfling se dieron la vuelta y se encaminaron hacia el lugar de donde provenían, acompañados de Guenhwyvar.

Las manos de Drizzt estaban cerca de sus cimitarras enfundadas, pero no las sacó.

Otro grito, palabras demasiado lejanas para que pudieran ser descifradas y una ovación seguida por una cacofonía de protestas a voz en cuello…

Drizzt apuró la marcha adelantándose a Regis. Avanzó agazapado por una larga pendiente, escogiendo cuidadosamente el camino entre ramas rotas y un bosquete de árboles muy apretados.

Salió del bosquecillo, y la sorpresa hizo que se parara en seco.

—¿Qué pasa? —preguntó Regis, que lo adelantó rodando. Habría acabado de cabeza en un lago de no haberlo cogido Drizzt, que lo sujetó al paso.

—No recuerdo este lago —dijo Drizzt, y miró hacia atrás, hacia donde estaba la mansión de hiedra para tratar de orientarse—. No creo que estuviera aquí la última vez que pasé, y de eso apenas hace un par de años.

—Un par de años es una eternidad por lo que respecta a los Harpell —le recordó Regis—. De haber llegado aquí y haber encontrado un profundo cráter donde en otro tiempo estaba la ciudad, ¿te habrías sorprendido realmente?

Drizzt sólo escuchaba a medias. Se acercó a un espacio llano y despejado, y reparó en el contorno de una isla boscosa y en la luz de una gran hoguera que se vislumbraba entre el espeso follaje.

Desde la isla llegaban ecos de encarnizada discusión.

De la orilla derecha sabían vítores, y protestas de la izquierda. Ambos grupos quedaban ocultos a Drizzt por el denso follaje, y sólo se veían algunas luces parpadeantes entre las hojas.

—¿Qué? —preguntó Regis, perplejo.

La simple pregunta reflejaba a la perfección la confusión del propio Drizzt. El halfling tocó a Drizzt en el brazo y señaló hacia la izquierda, donde se veía un embarcadero y varios botes cabeceando en las inmediaciones.

—Vete, Guenhwyvar —le ordenó Drizzt a su amiga, la pantera—, pero estate preparada para volver a mí.

El felino empezó a describir un círculo cerrado, cada vez más rápido, y se disipó en un humo gris y espeso al regresar a su hogar extraplanetario. Drizzt volvió a colocar la pequeña estatuilla de ónice que la representaba en el bolsillo de su cinto y corrió a reunirse con Regis en el muelle. El halfling ya había quitado las amarras a un pequeño bote y estaba preparando los remos.

—¿Un conjuro que ha salido mal? —preguntó Regis cuando en la isla sonó otro grito de dolor.

Drizzt no respondió, pero por alguna razón no creía que se tratara de eso. Le indicó a Regis que se hiciera a un lado y, cogiendo los remos, impulsó la embarcación con fuerza.

Entonces, oyeron algo más que discusión y gritos. En los puntos álgidos de la disputa se oían gimoteos, junto con feroces gruñidos.

—¿Lobos? —se preguntó Regis en voz alta.

El lago no era grande, y Regis no tardó en identificar un amarradero en la isla. Drizzt se las arregló para poner el bote en línea con él consiguieron pasar desapercibidos y desembarcaron agazapados en el muelle; de allí partía un sendero serpenteante entre árboles, rocas y espesa maleza, de la que salían en todas direcciones pequeños animales. Drizzt distinguió un conejo blanco y lanudo que se alejaba dando saltos.

Despidió al animal con un movimiento de cabeza y siguió adelante. Al coronar una pequeña elevación, él y Regis vieron finalmente el origen de la conmoción, pero ni uno ni otro entendieron nada.

Un hombre, desnudo de cintura para arriba, permanecía en una jaula hecha de barrotes verticales sujetos con cuerdas horizontales. Tres hombres vestidos con túnicas azules estaban sentados detrás de él, a la izquierda, y otros tres, con túnicas rojas similares, estaban un poco más atrás y a la derecha. Justo delante del hombre enjaulado había una bestia, mitad hombre y mitad lobo, con un hocico canino pero ojos decididamente humanos. Saltaba de un lado a otro, casi fuera de control, gruñendo, aullando y mostrando los colmillos al aterrorizado prisionero, que lo miraba con ojos desorbitados.

—¿Bidderdoo? —preguntó Drizzt.

—Tiene que ser él —dijo Regis, y dio un paso adelante, es decir, lo intentó, porque Drizzt lo sujetó.

—No hay guardias —le advirtió el drow—. Es probable que la zona tenga custodias mágicas.

El hombre lobo rugió a la cara del pobre prisionero, que se encogió y suplicó patéticamente.

—¡Tú lo hiciste! —dijo el hombre lobo con voz ronca.

—¡Tuvo que hacerlo! —gritó uno de los hombres de túnica azul.

—¡Asesino! —acusó uno de los que vestían túnicas rojas.

Bidderdoo dio vueltas y aulló, poniendo fin a la conversación abruptamente. El hombre lobo Harpell giró otra vez al prisionero y empezó a canturrear y a agitar los brazos.

El hombre gritó, alarmado, entre protestas de inocencia.

—¿Q…, q…, qué…? —preguntó Regis, pero Drizzt no tenía respuesta.

El balbuceo del prisionero se transformó en gruñidos y gañidos indescifrables en los que se mezclaban el dolor y los quejidos. Su cuerpo empezó a sacudirse y a temblar, y sus huesos crujieron.

—¡Bidderdoo! —gritó Drizzt, y todas las miradas, salvo la del hombre torturado y la del concentrado mago Harpell, se volvieron hacia donde había sonado la voz del drow.

—¡Elfo oscuro! —gritó uno de los asistentes de túnica azul, y todos ellos cayeron hacia atrás, acabando en el suelo de forma muy poco ceremoniosa.

—¡Drow! ¡Drow! —gritaban.

Drizzt casi no los oía, ya que sus ojos color lavanda miraban desorbitados cómo el prisionero se desmoronaba delante de él y sus extremidades se transformaban y le salía pelaje.

—El estofado jamás volverá a ser lo que era —murmuró Regis, impotente, pues ya no había nadie en la jaula de madera y cuerdas.

El conejo, blanco y algodonoso, emitía protestas y quejidos, como si tratara de articular palabras que se negaban a salir. Luego, dando saltos, pasó sin problemas entre los barrotes y se refugió en la seguridad de la maleza.

Completado el conjuro, el hombre lobo gruñó y se volvió hacia los intrusos. Pero la criatura se calmó rápidamente, y con una voz demasiado cultivada para un ser tan peludo y salvaje, dijo:

—¡Drizzt Do’Urden! ¡Bien hallado!

—Quiero ir a casa —musitó Regis al lado de Drizzt.

Un fuego cálido ardía en el hogar, y la butaca y el diván, mullidísimos y colocados ante el fuego, ofrecían una perspectiva muy confortable, pero Drizzt no se echó y ni siquiera se sentó. La calidez de la habitación no le llegaba.

Los habían conducido a la mansión de hiedra, acompañados por los destellos casi constantes de los rayos relampagueantes que atravesaban la oscuridad con su ardiente luz blanca a ambos lados del lago, que quedaba allá abajo. Los gritos de protesta se disipaban bajo las explosiones mágicas, y el aullido de un lobo solitario —un solitario hombre lobo— los sofocaba de una manera todavía más absoluta.

La gente de Longsaddle, aparentemente, había llegado a comprender lo que implicaba aquel aullido.

Durante cierto tiempo, Drizzt y Regis se pasearon por la habitación o permanecieron sentados, y sólo ocasionalmente los visitaba una doncella para preguntarles si querían algo más de comer o beber, a lo cual Regis siempre respondía afirmativamente.

—Eso no me ha parecido nada propio de los Harpell —le mencionó a Drizzt entre bocado y bocado—. Ya sabía que Bidderdoo era un tipo feroz; después de todo, mató a Uthegental, de la Casa Barrison Del’Armgo… Pero eso fue simplemente tor…

—Justicia —lo interrumpió una voz desde la puerta.

Al volverse, ambos vieron a Bidderdoo Harpell entrando desde el pasillo. Ya no tenía el aspecto de un hombre lobo, sino el de un hombre que había visto mucho de la vida, tal vez demasiado.

Estaba de pie, en una pose indolente que hacía que pareciera todavía más alto de lo que era. Medía casi dos metros y tenía el pelo totalmente gris y enmarañado, como si hiciera mucho tiempo que no se lo peinara y ni siquiera se lo acomodara con los dedos. Sin embargo, iba perfectamente afeitado, lo cual formaba un contraste extraño.

Regis miró a Drizzt como si él no tuviera respuesta.

—Una justicia más dura de la que habríamos esperado ver de manos tan bondadosas como los Harpell —le explicó Drizzt.

—El prisionero se proponía desencadenar una guerra —adujo Bidderdoo—. Yo lo he evitado.

Drizzt y Regis intercambiaron una mirada cargada de dudas.

—El fanatismo requiere medidas extremas —explicó el Harpell, que se transformaba en hombre lobo como consecuencia de una maldición que él mismo había desencadenado con un chapucero experimento de polimorfismo.

—Éste no es el Longsaddle que yo conocía —dijo Drizzt.

—Cambió rápidamente —se apresuró a confirmar Bidderdoo.

—¿Longsaddle, o los Harpell? —preguntó Regis, cruzando los brazos y dando golpecitos impacientes con el pie en el suelo.

—Ambos. —La respuesta llegó desde el pasillo, y ni siquiera el enfadado halfling pudo mantener el gesto torvo al oír la voz familiar—. Uno después del otro, por supuesto —explicó Harkle Harpell, entrando en la habitación.

El desgarbado mago iba vestido con una túnica en tres tonalidades de azul, totalmente arrugada y con mangas que le tapaban las manos. Llevaba un gorro blanco rematado con un botón azul que hacía juego con el color más oscuro de su túnica, lo mismo que su barba teñida, que había crecido —era seguro que con ayuda mágica— hasta alcanzar proporciones increíbles. Una larga trenza caía desde la barbilla de Harkle hasta su cinturón, flanqueada por dos mechones desaliñados de pelo hirsuto. El pelo se le había vuelto gris, pero los ojos tenían el mismo brillo y la misma mirada ávida que tantas veces habían visto sus amigos en épocas pasadas, por lo general poco antes de que algún desastre propiciado por Harkle se desencadenara sobre todos.

—Primero cambió la ciudad —conjeturó Regis.

—Por supuesto —dijo Harkle—. No pensaréis que disfrutamos de esto, ¿verdad?

Se abalanzó sobre Drizzt y le estrechó la mano con fuerza…, o hizo un amago antes de encerrarlo en un poderoso abrazo que a punto estuvo de levantarlo del suelo.

—¡Es estupendo verte, viejo compañero con el que compartí tantas cacerías de piratas! —dijo Harkle con voz tonante.

—Nos ha dado la impresión de que a Bidderdoo le gusta su trabajo —dijo Regis, cortando en seco la intención de Harkle de pasar a él a continuación.

—¿Tan pronto te dispones a echar juicio? —replicó Bidderdoo.

—Sé lo que he visto —dijo el halfling sin retractarse ni un ápice.

—Lo que has visto fuera de contexto, quieres decir —añadió Bidderdoo.

Regis lo observó con furia, y luego dirigió a Harkle una mirada acusadora.

—Tú lo entiendes, por supuesto —le dijo Harkle a Drizzt, pero poco apoyo encontró en la rígida expresión del drow.

Harkle puso los ojos en blanco y suspiró, pero a punto estuvo de caerse cuando uno de los globos oculares empezó a dar vueltas y vueltas en la cuenca.

Después de un momento, el perplejo mago se dio un fuerte bofetón en un lado de la cara, y el ojo se estabilizó.

—Mis ojos jamás han vuelto a ser los mismos desde aquella vez en que fui a echarle una mirada a Bruenor. —Hizo un guiño exagerado, refiriéndose, por supuesto, a la ocasión en que accidentalmente había teleportado sólo sus ojos a Mithril Hall y habían aparecido rodando sobre el suelo de la sala de audiencias de Bruenor.

—Claro —dijo Regis—, y Bruenor te ruega que no vuelvas a hacerlo nunca más.

Harkle lo miró con curiosidad unos instantes antes de romper a reír. Convencido, al parecer, de que la tensión había desaparecido, el mago se decidió a dar a Regis un estrecho abrazo.

El halfling se lo impidió interponiendo un brazo.

—Nosotros firmamos la paz con los orcos mientras los Harpell torturan a los humanos.

—Justicia, no tortura —lo corrigió Harkle—. ¿Tortura? ¿Qué dices?

—Digo lo que veo —replicó el halfling—, y lo he visto con mis dos ojos en la cabeza, y ninguno de ellos giraba como una peonza.

—Hay muchos conejos en esa pequeña isla —añadió Drizzt.

—¿Y sabéis lo que habríais visto si no nos hubiéramos ocupado de hombres como ese sacerdote Ganibo?

—¿Sacerdote? —dijeron al unísono Drizzt y Regis.

—¿No lo son todos y a toda hora? —replicó Bidderdoo con evidente disgusto.

—Más de los que quisiéramos, sin duda —concedió Harkle—. Como bien sabéis, somos muy tolerantes aquí, en Longsaddle.

—Como sabíamos —dijo Regis, y esa vez fue Bidderdoo el que puso los ojos en blanco, aunque como nunca había fastidiado una teleportación como su torpe primo, sus ojos no se descontrolaron.

—Nuestra aceptación de lo… raro… —empezó a decir Harkle.

—Adopción de lo raro, querrás decir —dijo Drizzt.

—¿Qué? —preguntó el mago, y miró con curiosidad a Bidderdoo antes de entenderlo y lanzar una carcajada—. ¡Ah, sí! —dijo—. Nosotros, que jugamos en los extremos del Tejido de Mystra, no juzgamos a los demás con tanta rapidez. Esto trajo problemas a Longsaddle.

—Supongo que conoceréis la disposición de los malaritas en general —aclaró Bidderdoo.

—¿Malaritas? —preguntó Drizzt.

—¿Los fieles de Malar? —inquirió Regis, más familiarizado con el mundo de la superficie.

—¿Una batalla de dioses? —preguntó Drizzt.

—Peor —dijo Harkle—. Una batalla de seguidores.

Drizzt y Regis lo miraron con curiosidad.

—Sectas diferentes del mismo dios —explicó Harkle—. El mismo dios con edictos diferentes, dependiendo de la facción a la que preguntes y, ¡vaya!, están dispuestos a matarte si no estás de acuerdo con la estrecha interpretación de la voluntad de su dios bestial. Y esos malaritas siempre están en desacuerdo, entre ellos y con todos los demás. Un grupo construyó una capilla en la orilla oriental del Pavlel. El otro, en la orilla occidental.

—¿Pavlel? ¿El lago?

—Le pusimos su nombre —dijo Harkle.

—En memoria suya, seguro —dijo Regis.

—Bueno, no lo sabemos realmente —replicó Harkle—, ya que él y la montaña volaron juntos.

—Por supuesto —dijo el halfling, que sabía que aquello no debía sorprenderlo.

—Los asistentes de túnica azul y de túnica roja al… castigo —dijo Drizzt.

—Todos sacerdotes de Malar —respondió Bidderdoo—. Una parte, presenciando la aplicación de la justicia; la otra, aceptando las consecuencias. Es importante que el castigo sea público para disuadir de actos futuros.

—Quemó una casa —explicó Harkle—. Con una familia dentro.

—Y por eso fue castigado —añadió Bidderdoo.

—¿Transformándolo en un conejo? —inquirió Regis.

—Al menos no pueden hacer daño a nadie en ese estado —dijo Bidderdoo.

—Salvo aquél —lo corrigió Harkle—. ¡Aquel de los dientes grandes que podía dar semejantes saltos!

—¡Ah, ése! —concedió Bidderdoo—. ¡Ese conejo era polvo de humo! Parecía tener el filo de un arma vorpal. ¡Menudos mordiscos pegaba! —Se volvió hacia Drizzt—. ¿Puedo pedir prestado tu gato?

—No —respondió el drow.

Regis gruñó de frustración.

—¡Lo transformaste en un conejo! —gritó, como si no pudiera haber una respuesta adecuada.

Bidderdoo meneó la cabeza solemnemente.

—Sigue viviendo feliz, con abundancia de hojas, arbustos y flores en la isla.

—¿Feliz? ¿Es un hombre o un conejo? ¿Dónde está su mente?

—En algún punto intermedio, supongo —admitió Bidderdoo.

—¡Es espantoso! —protestó Regis.

—Con el paso del tiempo sus pensamientos se alinearán con su nuevo cuerpo.

—Vivir como un conejo —dijo Regis.

Bidderdoo y Harkle intercambiaron miradas preocupadas y culpables.

—¡Lo has matado! —gritó Regis.

—¡Está bien vivo! —replicó Harkle.

—¿Cómo puedes saberlo?

Drizzt apoyó una mano en el hombro del halfling, y cuando éste lo miró, Drizzt meneó la cabeza lentamente, haciéndolo desistir.

—Me gustaría poder eliminarlos a todos, que Longsaddle volviera a ser como antaño —musitó Bidderdoo antes de abandonar la habitación.

—La tarea que nos ha caído encima no es agradable —dijo Harkle—. Pero vosotros no entendéis…

Drizzt le indicó que no siguiera, que no necesitaba dar más explicaciones, pues en realidad el drow entendía la situación insostenible a la que tenían que hacer frente sus amigos, los Harpell.

Sintió un mal sabor de boca y quiso gritar como protesta por todo aquello, pero no lo hizo. En realidad, no había nada que decir, y no le quedaba nada más que ver en Longsaddle.

—Seguiremos camino hasta Luskan, y desde allí al Valle del Viento Helado —le informó a Harkle.

—¡Ah, Luskan! —dijo Harkle—. Yo fue aprendiz allí hace tiempo, pero por algún motivo no me admitieron en la famosa Torre de Huéspedes. Una pena. —Suspiró profundamente con gesto de pesar, pero inmediatamente se alegró, como solía ser su costumbre—. Puedo haceros llegar allí en un instante —dijo.

Entonces, chasqueó los dedos de una manera tan exagerada y movió la mano con tanta vehemencia que tiró una lámpara al suelo. O más bien lo habría hecho de no haber sido porque Drizzt, aumentada su velocidad por las tobilleras mágicas, dio un salto vertiginoso, asió la lámpara y la enderezó.

—Preferimos andar —dijo el drow—. No está tan lejos y el tiempo es bueno y despejado. Lo que importa no es el destino, sino el camino.

—Supongo que es cierto —musitó Harkle, aparentemente decepcionado por un momento, antes de volver a animarse—. Pero entonces, no podríamos haber llevado al Duende del Mar todos aquellos kilómetros hasta Carradoon, ¿verdad?

—¿Niebla del destino? —le preguntó Regis a Drizzt.

El halfling recordó la historia de cómo el drow y Catti-brie terminaron en aquel lago rodeado por tierra con el capitán Deudermont y su oceánico cazador de piratas. Harkle Harpell había creado un nuevo encantamiento que, como era previsible, había salido terriblemente mal; acabó transportando el barco y todo lo que llevaba a bordo a un lago en medio de las montañas Copo de Nieve.

—¡Tengo uno nuevo! —gritó Harkle.

Regis palideció y retrocedió, y Drizzt movió las manos para hacer callar al mago antes de que pudiera formular el conjuro.

—Vamos a ir caminando —repitió. Miró a Regis y añadió—: Ahora mismo —lo que hizo que al halfling se le pusiera una cara curiosa.

Poco después partían de Longsaddle, caminando rápidamente hacia el oeste, y a pesar de las decididas zancadas de Drizzt, Regis no hacía más que pararse y mirar a derecha y a izquierda, como si esperara que el drow tomara otro camino.

—¿Qué pasa? —preguntó Drizzt por fin.

—¿Realmente vamos a irnos?

—Ese era nuestro plan.

—Pensé que te proponías salir de la ciudad y volver dando un rodeo para ver mejor la situación.

Drizzt lanzó una risita impotente.

—¿Para qué?

—Podríamos ir a la isla.

—¿A rescatar conejos? —fue la sarcástica respuesta—. No subestimes la magia de los Harpell …

Su necedad contrasta con lo poderoso de sus encantamientos. A pesar de lo descabellado de la niebla del destino, no muchos magos en el mundo podrían haber alabeado el Tejido de Mystra para teleportar un barco con tripulación y todo. ¿Qué quieres, que vayamos y reunamos a todos los conejos? Y después, ¿qué? ¿Pedimos una audiencia con Elminster, que tal vez pueda deshacer el conjuro?

Regis farfulló algo, lógicamente acorralado.

—¿Y para qué? —preguntó Drizzt—. ¿Deberíamos nosotros, ajenos a la situación, inmiscuirnos en la justicia de Longsaddle? —Regis se disponía a argumentar, pero Drizzt lo detuvo—. ¿Qué podría hacer Bruenor con alguien que ha quemado una casa con una familia dentro? —inquirió el drow—. ¿Crees que su justicia sería menos dura que el polimorfismo? ¡Yo creo que estaría en el extremo de un hacha bien afilada!

—Esto es diferente —dijo Regis, meneando la cabeza con evidente frustración. Estaba claro que la visión de un hombre violentamente transformado en conejo lo había conmovido hasta lo más profundo—. No puedes… No es lo que los Harpell… Longsaddle no debería… —tartamudeó Regis, tratando de encontrar un aspecto con el que enfocar su desilusión.

—No es lo que esperaba, y no, no me complace.

—Pero ¿vas a aceptarlo?

—No tengo elección.

—La gente de Longsaddle clama por ti —dijo Regis.

El drow hizo un alto y se dirigió a una piedra que había a un lado del camino, donde se sentó, con la mirada vuelta hacia el camino que habían recorrido.

—Estas situaciones son más complicadas de lo que parecen —dijo—. Tú creciste entre los pachas de Calimport, con sus ejércitos personales y sus matones.

—Por supuesto, pero eso no significa que vaya a aceptar lo mismo de los Harpell.

Drizzt negó con la cabeza.

—No es eso lo que quiero decir. En sus vecindarios respectivos, ¿cómo se consideraba a los pachas?

—Como héroes —dijo Regis.

—¿Por qué?

Regis se apoyó contra una piedra, con expresión perpleja.

—¿Por qué se consideraba héroes a matones como el pacha Pook en las calles sin ley de Calimport?

—Porque sin ellos las cosas habrían sido peores —dijo Regis, y captó lo que el otro quería decir.

—Los Harpell no tienen respuesta para el fanatismo de los sacerdotes enfrentados, por eso han respondido con mano dura.

—¿Y tú lo aceptas?

—No me corresponde a mí aceptarlo o no —dijo Drizzt—. Los Harpell son la tapa de una caldera en ebullición. No sé si la justicia por la que optaron era la adecuada, pero por lo que nos han dicho, sospecho que sin esa tapa Longsaddle sería el escenario de luchas encarnizadas que ni siquiera podemos imaginar. La lucha de sectas de dioses opuestos por conseguir la supremacía puede ser realmente terrible, pero cuando la lucha se produce entre dos interpretaciones del mismo dios, se puede llegar a proporciones insospechadas. Esto lo viví de cerca en mi juventud, amigo mío. No puedes ni imaginar la furia de las madres matronas enfrentadas, convencida cada una de ellas de estar interpretando la auténtica voluntad de Lloth.

»Tú querrías que yo bajara a Longsaddle y usara mi influencia, incluso mis espadas, para modificar de algún modo la situación, pero aunque consiguiera algo, cosa que dudo mucho, ¿que podría significar eso para la gente corriente de Longsaddle?

—¿Es preferible dejar que Bidderdoo siga con su brutalidad? —preguntó Regis.

—Es preferible dejar que la gente que se juega algo allí determine su propio destino —respondió Drizzt—. Nosotros no tenemos ni la autoridad ni la fuerza para mejorar la situación de Longsaddle.

—Ni siquiera sabemos cuál es realmente la situación.

Drizzt respiró hondo, para calmarse.

—Sé lo suficiente —dijo— para reconocer que si los problemas en Longsaddle no son tan profundos como yo…, como nosotros… tememos, entonces los Harpell encontrarán una salida. Y si la situación es tan peligrosa, en ese caso no podemos hacer nada por ayudar. Intervengamos como intervengamos, una, o incluso ambas partes, nos verán como unos entrometidos. Es mejor que sigamos nuestro camino. Creo que los dos estamos conmocionados por la naturaleza inusual de la justicia de los Harpell, pero debo decir que, sin embargo, tiene algo de moderada.

—¡Drizzt!

—No es un castigo permanente, ya que Bidderdoo puede deshacer lo que ha hecho —explicó el drow—. Está neutralizando a los transgresores en guerra, volviéndolos indefensos, a menos, por supuesto que transforme a los de la otra facción en zanahorias.

—No tiene gracia.

—Lo sé —admitió Drizzt con una mano alzada y una mueca—, pero ¿quiénes somos nosotros para intervenir? ¿No se han ganado los Harpell nuestra confianza?

—¿Te merece confianza lo que has visto?

—Confío en que si la situación cambia y requiere una retractación de la justicia impuesta, los Harpell desharán las transformaciones y volverán a los hombres, sin duda conmocionados y, es de esperar, arrepentidos, a sus respectivos lugares. Eso es más fácil de conseguir que volver a coserle la cabeza en su sitio a un criminal, que es lo que tendrían que hacer los enanos de Mithril Hall.

Regis suspiró, abandonando aparentemente su idea inicial.

—¿Podemos volver a detenernos aquí en nuestro camino de regreso a Mithril Hall?

—¿Quieres hacerlo?

—No lo sé —respondió Regis con sinceridad, y también él se volvió a mirar hacia la ciudad lejana, con una profunda decepción en su cara habitualmente alegre—. Es como Obould Muchas Flechas —musitó.

Drizzt lo miró, intrigado.

—Últimamente todo es como Obould —prosiguió el halfling—. Siempre de los males el menor.

—Me ocuparé de transmitirle tus sentimientos a Bruenor.

Regis permaneció con la mirada perdida un momento; luego su sonrisa se fue haciendo cada vez más ancha, hasta que rompió a reír. La risa le salía del corazón, pero tenía un deje de triste resignación.

—Vamos —lo alentó el drow—. Sigamos y veamos si podemos salvar al resto del mundo.

Y así los dos amigos siguieron adelante, con paso más animado, por el camino que conducía hacia el oeste, ajenos a la profecía que encerraba la broma de Drizzt Do’Urden.