Fe en los ángeles buenos
—Partimos con el sol naciente y con la marea —dijo lord Brambleberry a los reunidos en el gran salón de su mansión—, para asestar a los piratas el mayor golpe que hayan recibido jamás.
Sus huéspedes, todos aristócratas, alzaron sus copas de cristal a modo de respuesta, pero sólo después de un momento de cuchicheos y de encogimientos de hombros, ya que la invitación de Brambleberry no decía nada de ninguna gran aventura. Sin embargo, esos encogimientos de hombros se transformaron rápidamente en gestos de aprobación cuando hubieron asimilado la noticia, pues durante meses habían circulado rumores sobre el «impaciente lord Brambleberry». A nadie le había ocultado su deseo de transformar su buena fortuna en grandes hechos.
No obstante, hasta entonces sus tonterías se habían considerado las típicas baladronadas de casi todos los jóvenes lores de Aguas Profundas, un juego para impresionar a las damas, para crecer en importancia frente a lo que antes había sido mero refinamiento. Después de todo, en aquel salón había muchos con reputación de héroes, aunque algunos jamás habían puesto un pie fuera de Aguas Profundas como no hiera rodeados de lujo y de un ejército de guardias privados. Algunos otros lores, con auténticas credenciales en el campo de batalla, habían ganado notoriedad gracias a la acción de guerreros pagados y sólo habían asomado a la escena de una victoria una vez terminada la lucha, para que cualquier pintor los inmortalizase en pose de héroes.
Por supuesto que también había héroes auténticos en aquel salón. Morus Brokengulf el Joven, paladín de gran renombre y bien ganada reputación, acababa de volver a Aguas Profundas para heredar las vastas propiedades de su familia. Estaba allí conversando con Rhiist Majarra, considerado el mayor bardo de la ciudad, tal vez de toda la Costa de la Espada, aunque apenas había superado los veinte años. En el extremo opuesto estaban el explorador Aluar Zendos, «que podía rastrear una sombra en medio de la noche», y el famoso capitán Rulathon, saboreando copas de buen vino y comentando grandes aventuras y hechos heroicos. Estos hombres, por lo general los menos presuntuosos de los presentes, conocían la diferencia entre los que aparentan y los que hacen, y a menudo disfrutaban de los chismorreos, y hasta entonces no habían conseguido determinar a cuál de los dos grupos pertenecería por fin el sorprendente y joven lord Brambleberry.
Sin embargo, resultaba difícil no tomarlo en serio en ese momento, ya que de pie, a su lado, estaba el capitán Deudermont, del Duende del Mar, sobradamente conocido en Aguas Profundas y muy bien considerado entre la nobleza. Si Brambleberry se hacía a la mar con Deudermont, su aventura no sería un fraude. Los auténticos héroes allí presentes intercambiaron gestos solemnes de aprobación, pero calladamente, para no poner fin a las conversaciones excitadas y vacías que corrían por todo el salón, desde los rincones más apartados hasta la pista de baile, donde se susurraba con tono contenido.
Paseándose de un lado a otro, Deudermont y Robillard no perdían detalle; el mago incluso había hecho un encantamiento de clariaudición para poder espiar mejor los divertidos intercambios de impresiones.
—No le basta con la fortuna y el vino —susurraba una dama de la corte. Estaba en un rincón, cerca de una mesa llena de copas de pie alto que vaciaba una detrás de otra sin demasiada gracia.
—Añadirá la palabra héroe a su título o lo enterrarán en la fría tierra por intentarlo —dijo su amiga, que llevaba el pelo recogido en un moño que sobresalía más de un palmo por encima de su cabeza.
—Ensuciar una piel tan delicada a los pies de un ogro… —comentó otra.
—O con sangre en el extremo de la espada de un pirata —se lamentó otra—. ¡Vaya pena!
Todas dejaron de parlotear de pronto, con los ojos fijos en Brambleberry, que se deslizaba por la pista de baile graciosamente con una pequeña beldad. Eso hizo que las cuatro suspiraran y que la primera comentara:
—Habría cabido esperar que los lores más viejos y más sabios le hubieran aconsejado. ¡Qué pena! Lo que vamos a perder. ¡Qué joven más necio!
—Si lo que tiene es necesidad de una aventura física… —dijo la última, rematando sus palabras con una sonrisa lasciva que arrancó a las demás unas risitas ridículas.
El mago hizo un movimiento ondulante con la mano para desactivar el detector de conjuros de clariaudición tras haber oído más que suficiente.
—Su actitud hace que sea difícil tomar en serio los deseos del joven lord —le dijo Robillard a Deudermont.
—O más fácil creer que nuestro joven amigo necesita algo más que este vacío como apoyo —respondió el capitán—. Es evidente que no precisa más laureles para que lo inviten a cualquier cama, lo cual, a mi entender, es una bendición, pues no hay nada más peligroso que un joven que trata de hacerse el héroe para llegar a los brazos de una mujer.
Robillard entrecerró los ojos y se volvió hacia su compañero.
—Parece dicho por un joven que conocí en Luskan hace muchos años, cuando el mundo era más tranquilo y mi vida tenía cierta estabilidad.
—Sí, eras estable y aburrido —respondió Deudermont sin vacilar—. Recuerdas bien a aquel joven por la alegría que trajo a tu vida, a pesar de tu proverbial tozudez.
—O quizá sintiera pena por el tonto.
Con una risita impotente, Deudermont alzó su copa, y Robillard chocó la del capitán con la suya.
Al día siguiente y sin ceremonia, los cuatro barcos salieron del puerto de Aguas Profundas y se adentraron en las aguas del Mar de las Espadas. No hubo trompetas que anunciaran su partida ni multitudes reunidas ni los muelles para despedirlos, e incluso la bendición del capellán para propiciar vientos favorables y mar en calma se hizo calladamente a bordo de cada barco en lugar de la plegaria común en la escollera con la asistencia de los marineros y los estibadores.
Desde la cubierta del Duende del Mar, Robillard y Deudermont contemplaron la pericia y disciplina, o falta de ellas, de los tres barcos de Brambleberry, que trataban de formar una escuadra cerrada.
En un momento, los tres estuvieron a punto de chocar. La rápida recuperación dejó al barco insignia de Brambleberry, el antiguo Desatino de Quelch, que llevaba ahora el añadido de Justicia, con las jarcias enredadas. Brambleberry había deseado cambiar totalmente el nombre del barco, pero Deudermont lo había disuadido, pues era idea generalizada que esas cosas traían mala suerte.
—Mantennos siempre rezagados —le ordenó Deudermont a su timonel—. Y a babor, siempre en aguas más profundas.
—¿Tienes miedo de que tengamos que esquivar su naufragio? —intervino Robillard.
—Son guerreros, no hombres de mar —replicó Deudermont.
—Si combaten tan bien como navegan, pronto serán cadáveres —dijo Robillard, y miró hacia mar abierto, apoyado en la barandilla—. Tal vez lo sean, de todos modos —añadió entre dientes, pero lo bastante alto como para que Deudermont lo oyera.
—Esta aventura te preocupa —dijo Deudermont—. Quiero decir más que de costumbre. ¿Tanto temes a Arklem Greeth y a tus antiguos socios?
Robillard se encogió de hombros y dejó la pregunta en suspenso unos instantes antes de responder.
—Puede que lo que tema sea la ausencia de Arklem Greeth.
—¿Cómo es eso? Ahora sabemos lo que sospechábamos desde hace tiempo. Seguramente la gente de la Costa de la Espada se las arregle mejor sin tanta traición.
—Las cosas no siempre son tan simples como parecen.
—Te lo vuelvo a preguntar: ¿cómo es eso?
Por toda respuesta, Robillard se encogió de hombros.
—¿O es que tienes alguna afinidad con tu antiguo colega?
—Es una bestia… —dijo Robillard, volviéndose a mirar al capitán—. Un lich, una abominación.
—Pero temes su poder.
—No es un enemigo que pueda tomarse a la ligera, ni tampoco sus secuaces —replicó el mago—, pero me tranquiliza que ese lord Brambleberry haya reunido una fuerza capaz y poderosa, y bueno, que me tengas a mí a tu lado, después de todo.
—Y entonces, ¿qué? ¿Qué quieres decir con que lo que temes es la ausencia de Greeth? ¿Qué es lo que sabes, amigo mío?
—Sé que Arklem Greeth es el gobernante absoluto de Luskan. Él ha fijado sus límites.
—Sí, y los ha extendido a los piratas que campan a sus anchas por toda la Costa de la Espada.
—No tan a sus anchas —dijo Robillard—. ¿Y necesito recordarte que los cinco grandes capitanes que aparentan gobernar Luskan antes bordearon límites similares?
—¿Quieres que les expliquemos a las próximas víctimas de un naufragio que nos encontremos, gentes buenas y decentes que acabarán de ver cómo su familia y amigos han sido asesinados, que los piratas que los han atacado operaban dentro de límites aceptables? —preguntó Deudermont—. ¿Vamos a tolerar injusticia y maldad semejantes por temor a un futuro incierto?
—Las cosas no son siempre tan simples como parecen —dijo otra vez Robillard—. La Torre de Huéspedes del Arcano, la propia Hermandad Arcana, tal vez no sea el gobernante más justo de Luskan, pero ya hemos visto el resultado de su gobierno: la paz en la ciudad, aunque no en los mares. ¿Estás tan seguro de que sin ellos Luskan puede correr mejor suerte?
—Sí —declaró Deudermont—. Decididamente, sí.
—Esa seguridad es propia de Brambleberry.
—He vivido siempre tratando de actuar con rectitud —dijo Deudermont—. Y no por temor a ninguna deidad, ni a la ley, ni a quienes la aplican. Sigo este camino porque creo que hacer el bien siempre produce buenos resultados.
—El ancho mundo no se controla tan fácilmente.
—Es cierto, pero ¿no estás de acuerdo en que los ángeles buenos del hombre serán los vencedores? El mundo avanza hacia tiempos mejores, tiempos de paz y justicia. Es la naturaleza de la humanidad.
—Pero no es un camino recto.
—Eso lo reconozco —dijo Deudermont—. Y los giros, los pasos atrás para tomar impulso, siempre son facilitados por criaturas como Arklem Greeth, por los que ostentan el poder aunque no deberían.
Nos empujan hacia la oscuridad cuando los hombres no hacen nada, cuando escasean la valentía y el honor. Son un manto sofocante sobre la tierra, y sólo cuando los hombres valientes levantan el manto pueden dar un paso adelante los ángeles buenos.
—Como teoría es buena, una filosofía del bien —dijo Robillard.
—¡Los hombres valientes actúan de corazón! —declaró Deudermont.
—Y llevados por la razón —le advirtió Robillard—. Los pasos sobre el hielo tienen que ser prudentes.
—¡El hombre atrevido llega a coronar la cima!
«O se precipita en el abismo», pensó Robillard, pero no lo dijo.
—¿Lucharás a mi lado, al lado de lord Brambleberry, contra tus antiguos hermanos magos?
—Contra aquellos que no se acerquen a nosotros voluntariamente, sí —respondió Robillard—. A ti te he jurado lealtad, y al Duende del Mar. He pasado demasiados años salvándote de tu propia insensatez como para dejar que ahora tengas una muerte sin gloria.
Deudermont le dio un apretón a su querido amigo en el hombro y se colocó en la barandilla junto a él, atrayendo la mirada de Robillard hacia mar abierto.
—Me temo que puedas estar en lo cierto —concedió—. Cuando derrotemos a Arklem Greeth y acabemos con la plaga de los piratas, entre las consecuencias indeseadas podría figurar el paso a retiro del Duende del Mar. Después de todo, no tendremos a quién perseguir.
—Conoces el mundo mejor que eso. Ya había piratas antes de Arklem Greeth, hay piratas en tiempos de Arklem Greeth y los habrá cuando su nombre se pierda en la noche de los tiempos.
»Ángeles buenos, dices, y en conjunto, creo que tienes razón, o al menos eso espero. Pero nunca es el conjunto lo que nos preocupa, ¿no es cierto? Los piratas que navegan por la Costa de la Espada no son sino una parte diminuta de la humanidad.
—Una parte diminuta ampliada por los poderes de la Torre de Huéspedes.
—Es muy probable que tengas razón —dijo Robillard—. Y es muy probable que estés equivocado, y ése es mi temor, amigo mío.
Deudermont se aferró a la barandilla y mantuvo la vista fija en el horizonte, sin pestañear a pesar de que el sol se había abierto camino y arrancaba brillantes destellos a las onduladas aguas. Era el cometido de un hombre bueno actuar a favor de la causa de la justicia. Era el cometido de un hombre valiente oponerse a los que oprimen y hacen daño a los inocentes indefensos. Era el cometido de un líder actuar de acuerdo con sus principios y confiar en ellos lo suficiente como para creer que los conducirán a él y a sus seguidores a un lugar mejor.
Ésas eran las cosas en que creía Deudermont, y las repetía mentalmente mientras contemplaba los reflejos brillantes sobre las aguas que tanto amaba. Había vivido su vida, se había forjado su propio código de conducta, basándose en la fe en los dictados de un líder bueno y valiente, y le habían prestado buen servicio mientras él, a su vez, servía igualmente bien al pueblo de Luskan, Aguas Profundas y Puerta de Baldur.
Robillard conocía la Torre de Huéspedes y la forma de actuar de la Hermandad Arcana, de modo que Deudermont confiaría en él en las cuestiones específicas de su actual enemigo.
Sin embargo, el capitán Deudermont no rehuiría el deber al que se enfrentaba, no ahora que tenía la oportunidad de contar a su lado con el ávido lord Brambleberry y sus considerables recursos.
Tenía que creer que tenía razón.