El mayor de dos males
Con un suspiro, Bellany Tundash se puso de lado, apartándose de su amante.
—Haces demasiadas preguntas, y siempre en el momento menos oportuno —se quejó.
El hombre menudo, de nombre Morik, se arrastró hasta sentarse junto a ella en el borde de la cama. Parecían cortados por la misma tijera, pequeños y de pelo oscuro, sólo que los ojos de Bellany brillaban con una picardía que últimamente había desaparecido de las oscuras pupilas de Morik.
—Me intereso por tu vida —explicó el hombre—. La Torre de Huéspedes del Arcano me resulta… fascinante.
—Quieres decir que estás buscando la forma de saquearla.
Morik rio un instante y luego consideró la posibilidad. Meneó la cabeza ante lo absurdo de la idea y recordó por qué estaba ahí.
—Puedo desmontar cualquier trampa que haya existido jamás —dijo con jactancia—, salvo la de estos magos tramposos. A esas trampas las dejo tranquilas.
—Bueno, todas las puertas tienen una —lo desafió Bellany, hundiéndole un dedo en el pecho—. Trampas capaces de dejarte paralizado, incluso de derretirte…
—¡Ah!, de modo que si abro dos puertas al mismo tiempo…
—Algunas te dan tal sacudida que pueden hacer que te cortes de un mordisco esa lengua imprudente —añadió Bellany, presurosa.
A modo de respuesta, Morik se inclinó hacia ella, le mordisqueó la oreja y jugueteó en ella con la lengua, hasta arrancarle un pequeño gemido.
—Entonces, dime todo lo que necesito saber para conservarla —susurró el hombre.
Bellany se rio y se apartó de él.
—Esto no tiene nada que ver contigo —respondió—. Se trata de ese enano maloliente.
Últimamente todo parece guardar relación con él. Morik se echó hacia atrás y se apoyó sobre los codos.
—Es insistente —admitió.
—Entonces, mátalo.
Esta vez, la risa de Morik expresó incredulidad.
—Lo mataré yo entonces…, o mandaré que lo haga uno de los supermagos. Valindra… Sí, odia las cosas feas y a los enanos por encima de todas las cosas. Ella matará a ese canijo.
La expresión de Morik se volvió mortalmente seria, tanto que Bellany ni siquiera se rio de su propia e ingeniosa observación. Se limitó a callar y a devolverle la mirada con la misma seriedad.
—El enano no es el problema —explicó Morik—, aunque tengo entendido que es devastador en el campo de batalla.
—Apostaría a que todo se queda en bravatas —dijo Bellany—. ¿Acaso ha luchado con alguien desde su llegada a Luskan?
Otra vez Morik le impuso silencio con un gesto adusto.
—Sé a quién sirve —aseguró—. Y sé que no lo serviría si sus hazañas y su pericia no estuvieran a la altura de su conocida reputación. Te prevengo porque me preocupo por ti. El enano y sus señores no deben ser tomados a la ligera; no se los debe amenazar ni tampoco pasar por alto.
—Da la impresión de que realmente debería informar a Valindra —dijo Bellany.
—Si lo haces, no tardaré en estar muerto, y tú, también.
—Y supongo que también Valindra, si es fundada esa aseveración tuya que trasunta auténtico terror. ¿Realmente crees que los grandes capitanes, individual o colectivamente, preocupan lo más mínimo a la Torre de Huéspedes?
—Esto no tiene nada que ver con los grandes capitanes —le aseguró Morik.
—Al enano lo han visto con el hijo de Rethnor.
Morik meneó la cabeza.
—Entonces, ¿con quién? —inquirió el a—. ¿Quiénes son esos misteriosos cabecillas que buscan información sobre la Torre de Huéspedes? Y si constituyen una amenaza, ¿por qué debería responder a alguna de sus preguntas?
—Enemigos de algunos de los ocupantes de la torre, supongo —respondió Morik con tranquilidad—, aunque no necesariamente enemigos de la torre. ¿Entiendes la diferencia?
—¿Enemigos míos tal vez?
—No —respondió Morik—. Podemos alegrarnos de contar cada uno con el oído del otro. —Y Morik volvió a morder a Bellany en la oreja con suavidad—. Te lo haré saber si sale algo de esto.
—Enemigos de mis amigos —dijo la mujer, apartándose violentamente, y por primera vez de su tono había desaparecido todo resto de picardía.
—Tienes pocos amigos en la Torre de Huéspedes —le recordó Morik—. Por eso has bajado aquí tantas veces.
—Puede que porque aquí abajo simplemente me siento superior.
—¿Superior a mí? —preguntó Morik, fingidamente apenado—. ¿Es que sólo soy un objeto de placer para ti?
—En tus oraciones.
Morik asintió y sonrió con lascivia.
—Pero todavía no me has dado razón alguna para ayudarte —respondió Bellany—, como no sea la de impedir tu inminente muerte, quiero decir.
—Me envuelves con tus palabras.
—Es un talento que tengo. Ahora responde.
—La Torre de Huéspedes no recluta a nadie de fuera que no sea un acólito —dijo Morik—. Piénsatelo. Has pasado casi una década en la Torre de Huéspedes y sigues ocupando un lugar muy bajo dentro de la jerarquía.
—Los magos suelen perdurar muchísimos años. Somos gente paciente; de lo contrario, no seríamos magos.
—Cierto, y los que traen consigo un bagaje de poder, como Dornegal de Puerta de Baldur, Raurym de Mirabar, suelen cubrir todas las vacantes que quedan en lo alto de la cadena de mando. Pero si la Torre de Huéspedes llegara a tener muchas bajas de repente…
Bellany lo miró con desdén, pero su adusta expresión no bastaba para ocultar una chispa de curiosidad en sus ojos oscuros.
—Además, me ayudarás porque yo conozco la verdad de Montague Gale, que no murió en un accidente producto de la alquimia.
Bellany entrecerró los ojos.
—Tal vez debería haber eliminado al único testigo —dijo, aunque su voz no transmitía una auténtica amenaza.
Ella y Morik competían en muchos niveles, sobre todo al hacer el amor, pero por más que trataran de negar la verdad de su relación, ambos sabían que eran más que amantes: estaban enamorados.
—¿Y eliminar así al mejor amante que hayas tenido? —preguntó Morik—. No lo creo.
Bellany no dio una respuesta inmediata, pero después de una pausa añadió con absoluta seriedad:
—No me gusta ese enano.
—Te aseguro que todavía te gustarían menos sus señores. —¿Quiénes son?
—Me importas demasiado para decírtelo. Limítate a conseguir lo que necesito y ponte a buen recaudo cuando te lo diga. Después de otra pausa, Bellany asintió.
Lo llamaban el General porque entre todos los magos de batalla de nivel medio de la Torre de Huéspedes, Dondom Maelik tenía fama de ser el mejor. En su repertorio predominaban las evocaciones, por supuesto, y podía lanzar rayos relampagueantes y bolas de fuego más intensos que cualquier otro, a excepción de los supermagos y del propio archimago arcano Arklem Greeth. Y Dondom esparcía suficientes conjuros defensivos —transmutaciones capaces de ponerlo a salvo en un abrir y cerrar de ojos, abjuraciones para transformar su piel en piedra, diversas auras de protección y esencias mágicas de desorientación—, de modo que, en un campo de batalla, siempre parecía estar un paso por delante de cualquier adversario. Algunas de sus maniobras eran materia de leyendas que cada vez se agrandaban más en la Torre de Huéspedes, como la vez que llevó a cabo una retirada dimensional en el último momento para escapar de una horda de guerreros orcos que se encontraron atacando al aire antes de que Dondom los envolviera en una conflagración que los fundió a todos en uno.
Esa noche, sin embargo, gracias a la información filtrada por un par de pequeños amantes de pelo oscuro, los adversarios de Dondom sabían exactamente qué conjuros le quedaban en su repertorio del día, y ya habían puesto en acción un montón de contramedidas.
Aquella noche tenebrosa, salió de una taberna después de haber vaciado un número algo excesivo de copas para poner fin a un día de arduo trabajo en la Torre de Huéspedes, un día en el que había agotado casi todos sus conjuros.
El enano abandonó un callejón que había dos puertas más abajo y acomodó su paso al del mago.
No hizo el menor intento de amortiguar sus fuertes pisadas, y Dondom miró hacia atrás, aunque sin dejar de disimular el hecho de que sabía que lo estaban siguiendo. El mago apuró el paso y lo mismo hizo el enano.
—Idiota —murmuró Dondom entre dientes, pues sabía que se trataba del mismo enano que le había estado haciendo preguntas molestas dentro de la taberna.
Aquel tipo indeseable había jurado vengarse cuando lo habían obligado a salir del establecimiento, pero fue para Dondom una agradable sorpresa ver que había algo más que bravatas en las palabras de aquel canijo detestable.
Dondom pasó revista a los conjuros que le quedaban y se sintió íntimamente satisfecho. Al acercarse al callejón siguiente, rompió a correr, dobló la esquina, se detuvo de golpe y trazó una línea en el suelo. Sólo tenía unos segundos, y la cabeza le daba vueltas con tanto licor, pero Dondom conocía muy bien aquel encantamiento, ya que la mayor parte de su investigación tenía lugar en planos distantes.
La línea del suelo relució en la oscuridad y sus dos extremos se juntaron en el centro; luego ascendieron en el aire, dibujando una columna cuya altura superaba la estatura de Dondom más de un palmo. Esa raja vertical de energía atravesaba el continuum planar, dividiéndolo en dos y separando las dos partes. En medio asomaba una oscuridad más profunda que las ya tenebrosas sombras.
Pero el enano no se daría cuenta. Dondom lo sabía.
El mago colocó el portal en su sitio y asintió al ver que la línea resplandeciente desaparecía con rapidez.
Otra forma salió de las sombras en cuanto el mago hubo desaparecido. Con igual destreza, la pequeña criatura creó una segunda puerta mágica, justo enfrente de la de Dondom, y desactivó la original en cuanto la segunda estuvo segura. Una mano oscura hizo señas en la calle para que el enano continuara.
El enano tuvo que respirar hondo. Confiaba en su jefe —bueno, en la medida en que se podía confiar en una criatura de aquella… secta particular—, pero el traslado a los planos inferiores no se hacía con mucha tranquilidad, independientemente de quién lo asegurara.
Sin embargo, él era un buen soldado, y además, ¿qué podría pasar que fuera peor de lo que ya había pasado? Apuró el paso y entró en el callejón a toda carrera, gritando para que el inteligente sabio supiese que acababa de traspasar la puerta.
—Rufián —musitó Dondom.
El mago dio un paso atrás para comprobar su obra, y para desactivar la puerta, a fin de que el feo y obstinado enano, o cualquiera de los asquerosos habitantes del Abismo, no pudiera adivinar cómo volver a salir.
Lo último que Dondom quería era sentir la ira de Arklem Greeth por dejar suelto a un demonio en las calles de Luskan. Bueno, eso era casi lo último que quería, recapacitó Dondom mientras daba la vuelta y hacía un gesto con la mano para desactivar su magia.
La puerta no se cerró.
El enano volvió a salir tranquilamente a la calle.
—Odio estos sitios —dijo.
—¿Cómo has podido…? —musitó Dondom.
—Sólo entré para sacar a mi perro —dijo el enano—. Todo enano necesita un perro, ya sabes. —Se llevó el pulgar y el índice a la boca y emitió un agudo silbido.
Dondom ordenó con más fuerza que su puerta se cerrase…, pero no era su puerta.
—¡Pedazo de necio! —le gritó al enano—. ¿Qué has hecho?
—¿Yo? —preguntó el enano, señalándose.
Con un extraño alarido, que era una mezcla de rugido de ira y aullido de terror, Dondom se puso a pronunciar conjuros, decidido a hacer desaparecer a la maldita criatura.
Sin embargo, acabó balbuciendo al ver surgir a otra criatura de la negrura de la puerta. Dio un paso adelante, agachada, porque era la única forma de pasar por el portal, que tenía el tamaño de un hombre, abriéndose camino con su astada cabeza. A pesar de la oscuridad de la noche, se notaba la tonalidad azul de su piel, y cuando se alzó cuan alta era, con sus cuatro metros de estatura, Dondom estuvo a punto de desmayarse.
—Un…, un glabrezu —susurró con la vista fija en los brazos inferiores del demonio, que tenía dos pares, acabados en grandes tenazas.
—Yo lo llamo Poochie —dijo el enano—. Jugamos a un juego.
Con un aullido, Dondom giró sobre sus talones y salió corriendo.
—¡Sí, eso es! —gritó el enano—. Tráemelo —le ordenó a continuación al demonio.
Un bonito espectáculo esperaba a los que salían de las muchas tabernas alineadas sobre Whiskey Row a esa hora de la noche. De un callejón venía un mago de la Torre de Huéspedes, agitando los brazos y gritando cosas ininteligibles.
Con sus mangas largas y voluminosas se parecía a un pájaro frenético y herido.
Detrás de él venía el perro del enano, un demonio de piel azulada, bípedo, de cuatro brazos y más de tres metros de estatura, que de una zancada recorría la misma distancia que el mago con tres y ganaba terreno rápidamente.
—¡Telepórtate! ¡Telepórtate! —gritaba Dondom—. Sí, debo hacerlo. O parpadear… Fase de entrada, fase de salida… Encuentra un camino.
La última palabra se convirtió en un sonido largo, arrollador, que abarcó varias octavas, cuando una de las tenazas del demonio se cerró sobre su cintura y lo levantó del suelo con toda facilidad.
Parecía un pájaro herido que hubiera ganado algo de altura, pero se movía hacia atrás, volviendo al callejón.
Y se metió en la puerta.
—Podría haberme limitado a golpearlo en la cabeza —le dijo el enano al amigo de su señor, un ser extraño que no era realmente un mago, pero podía hacer muchas cosas propias de un mago.
—Me aburres —fue la respuesta, la que siempre le daba ese individuo.
—¡Jua, jua!
La puerta parpadeó, y la criatura delgada y oscura se fundió con las sombras; tal vez también había desaparecido. El enano siguió laminando con despreocupación, mientras las cabezas de sus manguales de cristalacero se balanceaban a su espalda sujetas al extremo de las cadenas.
Esos días se sorprendía sonriendo más a menudo. Tal vez no había habido suficiente derramamiento de sangre para su gusto, pero la vida le sonreía.
—No era un mal tipo —le dijo Morik a Kensidan. Trataba de mirar al hombre a los ojos mientras hablaba, pero eso siempre le resultaba difícil con el Cuervo.
Morik sentía el temor difuso y muy arraigado de que Kensidan estuviese poseído por algún poder mágico capaz de hacer con la mirada que hasta su adversario más acérrimo acabase a sus pies, lloriqueando. Aquel hombrecillo enjuto, de brazos blandos y rodillas nudosas, que siempre mantenía cruzadas; aquel alfeñique encogido, que no había hecho nada digno de mención en toda su vida, tenía un gran poder sobre cuantos lo rodeaban… y eran un buen grupo, en el que figuraban varios conocidos asesinos como Morik sabía. Todos servían al Cuervo. Morik no lo entendía, y sin embargo, también él se sentía siempre profundamente intimidado en aquella sala, delante de aquella silla, mirando una de las rodillas nudosas.
Kensidan era más que el hijo de Rethnor. Era el cerebro que estaba detrás de la capitanía de Rethnor. Demasiado listo, demasiado inteligente, con demasiado dominio del sava[1]. Con todo lo imponente que resultaba sentado, cuando se ponía de pie y caminaba —el andar torpe, el cuello de la esclavina bien subido, las botas negras atadas hasta media pantorrilla—, Kensidan parecía todavía más intimidante. No tenía sentido, pero en cierto modo, su fragilidad producía exactamente el efecto contrario, el de una fuerza incomprensible y finalmente letal.
Detrás de la butaca, el enano permanecía callado, escarbándose los dientes como si todo funcionara a la perfección en el mundo. A Bellany no le gustaba el enano, lo cual no sorprendía a Morik en absoluto, ya que él mismo se preguntaba si habría alguien a quien pudiera gustarle aquel enano en especial.
—Dondom era un tipo peligroso. Tú mismo lo dijiste —respondió el Cuervo con aquel tono tranquilo, incluso demasiado controlado, que había perfeccionado tiempo atrás, «tal vez en la cuna», pensó Morik—. Demasiado leal a Arklem Greeth y muy caro a tres de los cuatro supermagos de la torre.
—Tú temías que si Dondom se aliaba con Arklem Greeth, entonces sus amigos, que de otro modo se habrían mantenido al margen, intervendrían en nombre del archimago arcano —razonó Morik, asintiendo y mirando por fin a Kensidan a los ojos.
La mirada que se encontró era de reprobación.
—Tergiversas las cosas y las adaptas a designios de los que no tienes ni idea y para cuya comprensión careces de capacidad —dijo Kensidan—. Limítate a hacer lo que se te ordena, Morik el Rufián.
—Yo no soy ningún lacayo sin discernimiento.
—¿De veras?
Morik no pudo sostener la mirada ni tampoco la postura desafiante. Aunque encontrara la manera y el coraje necesario para enfrentarse al Cuervo y librarse de él, estaba la cuestión, nada desdeñable, de los demás titiriteros…
—No puedes culpar a nadie más que a ti mismo de tu incomodidad —señaló Kensidan, aparentemente muy divertido—. ¿Acaso no fuiste tú quien sembró las semillas?
Morik cerró los ojos y maldijo el día en que había conocido a Wulfgar, hijo de Beornegar.
—Y ahora tu huerto florece —dijo Kensidan—. Y si la fragancia no es de tu agrado…, bueno, no puedes arrancar las flores porque tienen espinas. Espinas que te hacen dormir. Espinas mortíferas.
Los ojos de Morik iban de un lado a otro, buscando una vía de escape en la habitación. No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación; no le gustaba la sonrisa que había aparecido en la cara del peligroso enano situado de pie detrás de Kensidan
—Pero no tienes por qué temer a esas espinas —dijo Kensidan, sobresaltando al pícaro distraído—. Sólo tienes que seguir alimentándolas.
—Y se alimentan de información —consiguió articular Morik.
—Tu dama Bellany es una buena jefa de cocina —observó Kensidan—. Ella sabrá apreciar los aromas cuando tu jardín esté plenamente florido.
Eso tranquilizó un poco más a Morik. Había sido enviado a la corle de Kensidan por uno al que no se atrevía a negarle nada, pero las Veas que se le habían encomendado en los últimos meses habían venido acompañadas de promesas de grandes compensaciones. El trabajo tampoco era tan difícil.
Todo lo que tenía que hacer era seguir su romance con Bellany, que ya era de por sí suficiente recompensa.
—Tienes que protegerla —dijo cuando sus pensamientos se desplazaron hacia la mujer—. Ahora, quiero decir.
—No está en peligro —respondió el Cuervo.
—Has usado la información que ella te pasó en detrimento de varios magos poderosos de la Torre de Huéspedes.
Kensidan se quedó pensando en eso un momento y volvió a sonreír, perversamente.
—Si quieres calificar de detrimento el hecho de ser arrastrado a través de una puerta hacia el Abismo en las garras de un glabrezu, que así sea. Yo habría usado una palabra diferente.
—Sin Bellany… —empezó a decir Morik, pero Kensidan acabó la frase por él.
—El resultado final sería una batalla mucho más sangrienta y peligrosa para cuantos viven en Luskan. No pienses que eres un instrumento de mis designios, Morik el Rufián. Eres alguien que me conviene, nada más, y harás bien en seguir siéndolo.
Morik se dispuso a responder varias veces, pero no encontró una réplica adecuada mientras permanecía allí, sin apartar los ojos del enano de maligna sonrisa.
Kensidan lo despidió con un gesto y se volvió hacia un asistente, con quien inició una conversación sobre un tema totalmente diferente. Hizo una pausa después de pronunciar apenas unas cuantas palabras, le lanzó a Morik una mirada de advertencia y lo despidió otra vez.
Una vez que estuvo en la calle, caminando a buen paso y maldiciendo para sus adentros, Morik volvió a lamentar el maldito día en que había conocido al bárbaro del Valle del Viento Helado. Sin embargo, secretamente, esperaba poder bendecir pronto aquel día, ya que, aterrorizado como estaba por sus señores, las promesas de recompensas no eran ni huecas ni insustanciales. O al menos eso esperaba.