Capítulo 4


A la pesca de recuerdos

—Fue un ejemplo de primer orden de las bondades de la cooperación —señaló Drizzt. Por su gesto Regis se dio cuenta de que aquella frase grandilocuente obedecía más a su deseo de exasperar a Bruenor que de expresar una profunda verdad filosófica.

—¡Bah!, era cuestión de elegir entre los orcos y los demonios…

—Diablos —lo corrigió el halfling, que recibió del enano una mirada furiosa.

—Entre orcos y diablos —reconoció el rey enano—. Elegí a los que olían mejor.

—No tuviste más remedio que hacerlo así —se atrevió a decir Regis, y esa vez fue él quien le hizo a Drizzt un guiño de complicidad.

—Cómo no. ¡Los Nueve Infiernos!

—¿Tendré que sacar el Tratado del Barranco de Garumn para que veamos a qué se comprometieron los firmantes? —preguntó Drizzt.

—Sí, tú hazle un guiño a él y después méteme a mí un dedo en el ojo. ¿Qué tal si yo voy y lanzo a Panza Redonda por el pasillo de una patada? —le advirtió Bruenor.

—No puedes culparlos por quedar sorprendidos de que el rey Bruenor acuda a ayudar a un orco.

Una voz llegó desde la puerta, y los tres se volvieron al mismo tiempo para observar a Catti-brie, que entraba en la habitación.

—No te unas a ellos —le advirtió Bruenor.

Catti-brie hizo una reverencia respetuosa.

—No tengas miedo —dijo—. He venido a por mi esposo para que me acompañe en mi camino.

—¿Otra vez a Luna Plateada a recibir más lecciones de Alustriel? —preguntó Regis.

—Y más que eso —respondió Drizzt por ella mientras le ofrecía su brazo—. La dama Alustriel le ha prometido a Catti-brie un recorrido que pondrá ante sus ojos la mitad del continente y varios planos de existencia. —Miró a su esposa y sonrió sin disimular su envidia.

—¿Y cuánto tiempo va a durar eso? —quiso saber Bruenor.

El rey enano no le había ocultado nunca a Catti-brie que sus prolongadas ausencias de Mithril Hall significaban trabajo extra para él, aunque, a decir verdad, tanto ella como todos cuantos lo habían oído quejarse habían comprendido que ésa era su forma de admitir que la echaba mucho de menos sin decirlo.

—Vais a escapar a otro invierno en Mithril Hall —dijo Regis—. ¿Tenéis sitio para un compañero bajito pero resistente?

—Sólo si ella te convierte en un sapo —respondió Drizzt mientras salía de la sala junto con Catti-brie.

Más avanzado el día, Regis salió de Mithril Hall para dirigirse a las orillas del río Surbrin. Su mención del invierno le había recordado que la inclemente estación no estaba lejos y, la verdad, aunque el día era magnífico, el viento soplaba del norte, fuerte y frío, y las hojas de los abundantes árboles del otro lado del río, empezaban a lucir ya los colores del otoño.

Había algo en el aire de ese día —el viento o el olor de la estación que cambiaba— que le recordaba a Regis su antiguo hogar en el Valle del Viento Helado. En Mithril Hall había más cosas que sentía como suyas, y más seguridad —porque ¿dónde podía uno sentirse más seguro que dentro de una sala enana?—, pero lo que había ganado no bastaba para mitigar la sensación de pérdida por lo que había dejado atrás. Había llevado una buena vida en el Valle del Viento Helado.

Solía pasar los días pescando truchas testartejas en las orillas del Maer Dualdon. El lago le había proporcionado con creces todo lo que necesitaba en materia de agua y comida. Había llegado a conocer cien buenas formas de cocinar ese delicioso pescado, y pocos eran más capaces que Regis en el arte de tallar sus cráneos. Los dijes, estatuillas y pisapapeles le habían dado una buena fama entre los comerciantes locales.

Pero, por supuesto, lo mejor de todo era que su trabajo consistía más que nada en estar echado en las orillas del lago con un hilo de pescar atado al dedo gordo del pie.

Pensando en eso, Regis pasó un buen rato caminando por la orilla del río, al norte del puente, en busca del lugar perfecto. Finalmente se decidió por un pequeño prado, un poco protegido del viento del norte por una roca gris redondeada, aunque no tan grande como para privarle de todo el sol.

Puso mucho cuidado en echar el hilo en el lugar adecuado, una poza de aguas más tranquilas junto a un saliente rocoso en las oscuras aguas. Usó una piedra pesada para sujetarlo; de haber echado el hilo en el tramo central del río, la fuerte corriente se lo habría llevado aguas abajo, pues la piedra no hubiera sido suficiente para asegurarlo.

Esperó unos minutos y, confiando en haber elegido un buen lugar, se quitó un zapato, enroscó el hilo alrededor de su dedo gordo y colocó el petate de modo que le sirviera de almohada. Apenas se había acomodado y había cerrado los ojos cuando un ruido proveniente del norte lo sobresaltó.

Reconoció la fuente incluso antes de incorporarse para mirar al otro lado de la roca redondeada.

Orcos.

Varios orcos jóvenes se habían reunido a la orilla del río. Discutían ruidosamente —¿por qué serían los orcos siempre tan ruidosos?— sobre sedales y redes de pesca, y dónde y cómo colocarlos.

Regis casi se rio de sí mismo por su enfado, porque entendió que lo que sentía era enojo. Eran orcos, por eso estaba enfadado. Eran orcos, y por eso se impacientaba. Eran orcos, y por lo tanto, su primera reacción tenía que ser negativa.

Resultaba difícil olvidar los antiguos resentimientos.

Regis pensó en otro tiempo y en otro lugar. Recordó un día en que un grupo de niños y niñas habían iniciado una competición de zambullidas cerca de donde él había dispuesto el hilo en el Maer Dual-don. Ese día Regis se había limitado a echarles una regañina.

No pudo evitar una sonrisa al recordar la estupenda tarde que había pasado después enseñándoles a pescar, lo que debían hacer cuantío muí trucha tragaba el anzuelo y cómo limpiar luego la pesca. Lo cierto era que aquella lejana noche los jovencitos se habían dejado caer por la casa de Regis, invitados por él, para ver algunas de sus tallas y paladear una trucha preparada como sólo Regis sabía hacerlo.

Entre tantos días sin incidentes a orillas del Maer Dualdon, aquél destacaba especialmente entre los recuerdos de Regis.

Volvió a contemplar a los ruidosos jovencitos orcos y se rio mientras miraba cómo trataban de arrojar la red y acababan enredando en ella a una niña.

A punto estuvo de levantarse para ofrecerse a enseñarles, como había hecho aquel día en el Valle del Viento Helado, pero se detuvo cuando vio la marca fronteriza que había entre el lugar donde él estaba y los orcos. Donde la montaña llegaba hasta el borde del Surbrin estaba el final de Mithril Hall y el comienzo del reino de Muchas Flechas, y Regis no podía traspasar esa línea.

Los orcos notaron su presencia e hicieron el mismo gesto de disgusto que él. Regis alzó una mano a modo de saludo y lo mismo hicieron ellos, no sin cierta timidez.

Regis volvió a acomodarse detrás de la piedra, no queriendo molestar al grupo. Algún día, pensó, podría ir hasta allí y mostrarles cómo echar una red o un hilo. Tal vez pronto, teniendo en cuenta la paz relativa de los últimos cuatro años y la reciente emboscada conjunta que había echado por tierra una amenaza potencial para la Marca Argéntea.

O, quién sabía, tal vez un día tuviese que guerrear contra esos mismos orcos jóvenes, matar a uno con su maza o ser destripado por la lanza de otro de ellos. Podía imaginarse a Drizzt haciendo piruetas entre los miembros del grupo, manejando sus cimitarras con sorprendente y brillante precisión, dejándolos a todos tendidos y sangrando sobre las rocas.

Un estremecimiento le recorrió la espalda y desechó esos nefastos pensamientos.

Estaban construyendo algo allí; era preciso que así lo creyera. A pesar de la cabezonería de Bruenor y de la herencia de Obould, la difícil tregua se había convertido en una paz aceptada, aunque difícil todavía, y la mayor esperanza de Regis era que cada día que pasaba sin incidentes hiciera cada vez más remota la perspectiva de otra guerra entre enanos y orcos.

Un tirón en el hilo lo obligó a incorporarse, y una vez que lo tuvo en la mano, se puso de pie y manejó el sedal con pericia. Consciente de que tenía público, se tomó su tiempo para sacar el pez, una hermosa perca de los hielos de más treinta centímetros de largo.

Cuando por fin se hizo con ella, la levantó para enseñársela a los jóvenes orcos, que aplaudieron y saludaron con entusiasmo.

—Un día os enseñaré —dijo Regis, aunque estaban demasiado lejos y, con el viento y el ruido de la corriente, no podían oírlo—. Algún día.

Entonces, hizo una pausa y al escuchar sus propias palabras se dio cuenta de que estaba farfullando sobre los orcos. Orcos. Había matado orcos y poco le había importado. Por un momento, se apoderó de él un incómodo remordimiento, al que siguió un estado de total confusión. Volviendo su atención al hilo, que lanzó de nuevo hacia las aguas más calmas de la poza, apartó tales pensamientos a un lado; pero sólo momentáneamente.

Orcos.

¡Orcos!

¿Orcos?

—¿Bruenor quiere hablar contigo? —le preguntó Catti-brie a Drizzt.

Una noche cuando él volvía a sus habitaciones se había encontrado con que el paje de Bruenor traía una petición. Habían pasado diez días desde el enfrentamiento con los diablos y la situación se había calmado considerablemente.

—Está tratando de aclarar la confusión de nuestra reciente aventura.

—Quiere que vayas a Mirabar con Torgar Hammerstriker —conjeturó Catti-brie.

—Me parece ridículo —respondió Drizzt, coincidiendo con el tono incrédulo de la mujer—. En el mejor de los casos, lo más seguro es que el marchion Elastul no me permitiera la entrada.

—Es un largo camino para tener que acampar sobre la tierra fría intervino Catti-brie.

Drizzt se acercó a ella con una sonrisa maliciosa.

—No tan malo si llevo conmigo el petate adecuado —dijo, deslizando las manos por la cintura de la mujer y acercándose cada vez más.

Catti-brie se rio y respondió a su beso.

—Lo pasaría bien.

—Pero tú no puedes ir —dijo Drizzt, apartándose—. Tienes ante ti una gran aventura, y no sería prudente evitarla.

—Si me pides que vaya contigo, voy.

Drizzt se apartó aún más, negando con la cabeza.

—¡Menudo esposo sería si hiciera eso! Me han llegado atisbos de las maravillas que Alustriel tiene previstas para ti en los próximos meses; no te privaría de eso por satisfacer mis propios deseos.

—¡Ah!, pero ¿no comprendes lo tentador que sería saber que tu deseo de mí puede más que la sensación absoluta del bien y del mal que está tan arraigada en tu corazón y en tu alma?

Drizzt no supo qué responder a eso y se quedó mirando a Catti-brie, parpadeando repetidamente.

Varias veces trató de decir algo, pero de su boca no salió nada descifrable.

Catti-brie soltó una carcajada.

—Eres insufrible —dijo, y recorrió la habitación con pasos de baile, apartándose de Drizzt—. Dedicas tanto tiempo a preguntarte cómo deberías sentir que casi nunca te limitas a sentir simplemente.

Consciente de que se estaba burlando de él, Drizzt cruzó los brazos y su mirada de confusión se convirtió en otra furiosa.

—Admiro tu buen juicio, la sensación de frustración que te produce constantemente —dijo Catti-brie—. Recuerdo cuando hace tantos años entraste en la caverna de Biggrin acompañado de Wulfgar. No fue una decisión prudente, pero te dejaste guiar por tus emociones y no por tu razón. ¿Qué ha sido de aquel Drizzt Do’Urden?

—Se ha vuelto más viejo y más sabio.

—¿Más sabio o más cauto? —preguntó ella con una sonrisa intencionada.

—¿Acaso no es lo mismo?

—En el campo de batalla, tal vez —respondió Catti-brie—. Y como ése es el único escenario en el cual has estado dispuesto alguna vez a correr riesgos…

Drizzt suspiró, impotente.

—Unos cuantos instantes pueden dejarte un recuerdo más grandioso que la suma de todo un año mundano —continuó Catti-brie. Drizzt asintió.

—Siempre hay riesgos que asumir. —Se dirigió hacia la puerta—. Trataré de ser breve, aunque sospecho que tu padre querrá hablar de ello largo y tendido —dijo, y se volvió a mirarla con la mano en el picaporte, mientras abría la puerta, sonriente y meneando la cabeza Su expresión cambió al contemplar a su esposa.

Ella se había abierto los dos botones de arriba de la colorida camisa y lo miraba con aire provocador y malicioso. Esbozó una sonrisa y se encogió de hombros mientras se mordía de manera incitante el labio inferior.

—No sería prudente hacer esperar al rey —dijo en un tono que no tenía nada de inocente.

Drizzt asintió, cerró la puerta y pasó el cerrojo.

—Ahora soy su hijo por matrimonio —explicó, atravesando la habitación y dejando caer el cinto de la espada—. El rey sabrá perdonarme.

—No, si se entera de lo que le estás haciendo a su hija —dijo Catti-brie cuando Drizzt la abrazó con fuerza y la tumbó sobre la cama.

—Si el marchion Elastul no me permite la entrada, pasaré delante de sus puertas y seguiré mi camino —estaba diciendo Drizzt cuando Catti-brie entró en los aposentos de Bruenor esa misma noche.

Regis también estaba allí, junto con Torgar Hammerstriker y su compañero de Mirabar, Shingles McRuff.

—Es un cabezota —coincidió Shingles con Drizzt tras saludar a Catti-brie con una inclinación de cabeza—. Pero te espera un camino mucho más largo.

—¿Cómo es eso? —preguntó Catti-brie.

—Va a partir hacia el Valle del Viento Helado —explicó Bruenor—. Él y Panza Redonda.

Catti-brie dio un paso atrás ante una noticia tan sorprendente y miró a Drizzt en espera de una explicación.

—Fui yo quien lo decidió —dijo Bruenor—. Nos hemos enterado de que Wulfgar se ha instalado allí y creo que Drizzt y Panza Redonda podrían ir a echarle un vistazo.

Catti-brie se quedó pensando unos segundos y luego asintió para dar su aprobación. Drizzt y ella habían hablando de un viaje al Valle del Viento Helado para ver a su viejo amigo. Habían llegado noticias a Mithril Hall no mucho después de la firma del Tratado del Barranco de Garumn de que Wulfgar estaba bien y había regresado al valle, y Catti-brie y Drizzt habían empezado de inmediato a planear un viaje.

Sin embargo, lo habían ido posponiendo por Wulfgar. Era mejor que no los viera juntos. Había dejado Mithril Hall para empezar de nuevo, y no habría sido justo que ellos le hubieran recordado la vida que podría haber tenido junto a Catti-brie.

—Estaré de vuelta en Mithril Hall antes que tú —le prometió Drizzt.

—Es posible —respondió Catti-brie con una sonrisa de aceptación.

—Los caminos de ambos estarán llenos de aventura —dijo Drizzt.

—Y ni tú ni yo querríamos que fuera de otra manera —concedió la mujer—. Supongo que por eso estamos enamorados.

—No olvidéis que hay más gente en la sala —dijo Bruenor con aire gruñón, y cuando los dos miraron al enano, vieron que sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco.