Capítulo 33


Crepúsculo en Luskan

La postura del Cuervo, inclinado hacia delante, era inconfundible mientras se acercaba a Arabeth Raurym, a la que había convocado a su sala de audiencias en Diez Robles.

—¿A quién debes lealtad? —le preguntó.

Arabeth trató de mantener una postura firme y agresiva, pero falló estrepitosamente cuando aquel joven extrañamente intimidante avanzó hacia ella a grandes zancadas.

—¿Me estás amenazando, a una supermaga de la Torre de Huéspedes del Arcano?

—¿La qué?

—¡El logro aún merece respeto! —dijo Arabeth, pero la voz le tembló un poco cuando se dio cuenta de que el Cuervo había desenvainado una larga y horrible daga—. Retrocede, te lo advierto…

Ella dio unos pasos rápidos hacia atrás y comenzó a agitar los brazos mientras entonaba un cántico. Kensidan avanzó con contención, al parecer sin prisa por interrumpir el lanzamiento del hechizo. Arabeth le dirigió un rayo de gran potencia, uno que debería haberlo sacado de sus botas altas, sin importar lo fuerte que se las hubiera atado, y haberlo hecho atravesar la habitación para estrellarse contra la pared del fondo, además de hacerle un agujero y ponerle los pelos de punta. Un golpe que debería haber hecho temblar su corazón antes de pararse definitivamente.

No ocurrió nada. El rayo surgió de los dedos de Arabeth y después simplemente… se detuvo.

El rostro de Arabeth se contrajo en una expresión poco favorecedora, y la maga emitió un gritito y se desplomó hacia la derecha, en dirección a la puerta.

En ese momento, Kensidan, sintiendo un hormigueo de poder, supo que había hecho bien en escuchar las voces de la oscuridad todo ese tiempo. Avanzó un poco más deprisa, lo suficiente para darle un golpecito a Arabeth en el hombro mientras pasaba junto a él, y en ese contacto, liberó toda la energía de su rayo, una energía que había atrapado y contenido.

La mujer salió despedida por los aires, pero no demasiado lejos, ya que había activado muchos hechizos protectores antes de entrar en la habitación, y gran parte de la magia fue absorbida. Lo más preocupante fue que apareció un globo de oscuridad en la puerta, bloqueando la salida. Emitió otro gritito y trastabilló hacia un lado de nuevo, mientras el Cuervo reía a sus espaldas.

Salieron tres figuras del globo de oscuridad.

Kensidan observó a Arabeth durante todo ese tiempo, sonriendo mientras los ojos de la maga se abrían e intentaba gritar, y volvía a desplomarse, cayendo al suelo de espaldas.

El segundo de los elfos oscuros extendió las manos hacia ella, y los gritos de la mujer se convirtieron en un balbuceo indescifrable mientras una ola de energía mental recorría su cuerpo, confundiendo sus pensamientos y sus percepciones. Siguió con su espiral descendente, tendida en el suelo, balbuceando y encogida como una niña asustada.

—¿Cuál es tu plan? —dijo el líder de los drows, el que llevaba el enorme sombrero decorado con una pluma y un atuendo de lo más elegante—. ¿O es que pretendes que sean siempre los demás los que libren tus batallas por ti?

Kensidan asintió, como si lo admitiera.

—Debo hacer ahora algo importante para el propósito que nos mueve —coincidió.

—Bien dicho —respondió el drow.

—Deudermont es mío —prometió el gran capitán.

—Un enemigo formidable —dijo el drow—, y uno al que deberíamos dejar escapar.

Kensidan se dio cuenta de que el psiónico le dedicaba a su señor una mirada curiosa, casi de incredulidad, al decir eso. Un Deudermont libre no renunciaría a la lucha, y seguramente volvería con muchos y poderosos aliados.

—Ya veremos —fue todo lo que pudo prometer el Cuervo. Dirigió la mirada hacia Arabeth—. No la mates. Será leal… y bastante complaciente.

El drow del gran sombrero se llevó la mano al ala, y Kensidan le hizo un gesto de agradecimiento.

A continuación, se levantó la capa por los lados y mientras volvía a descender, Kensidan pareció fundirse bajo sus negras alas. Entonces, se transformó en pájaro, un gran cuervo. Voló hacia el alféizar y emprendió el vuelo hacia el palacio de Suljack, un lugar que conocía muy bien.

—Será un buen aliado —le dijo Kimmuriel a Jarlaxle, que había tomado las riendas de Bregan D’Aerthe—, siempre que no confiemos en él.

De los labios de Jarlaxle surgió un suspiro melancólico mientras respondía:

—Igual que en casa.

Si en algún momento Regis se había planteado acudir en ayuda de su amigo, esos pensamientos desaparecieron cuando Drizzt y aquel extraño enano comenzaron a luchar, un comienzo tan furioso y brutal que el halfling pensó que acabaría incluso antes de que pudiera desenvainar su maza, que ante la lucha titánica que se desarrollaba ante sus ojos, le pareció penosa y pequeña.

Los manguales y las cimitarras se cruzaron en una serie de despiadados giros, que eran más un tanteo entre los combatientes que un intento por asestar el golpe final. Lo que asombró más a Regis fue la manera en que el enano aguantaba a Drizzt. Había visto luchar al elfo oscuro muchas veces, pero el hecho de que aquella criatura baja, fornida y de gruesos miembros, que movía de un lado a otro los pesados manguales, pudiera contra atacarlo giro tras giro tenía al halfling totalmente boquiabierto.

Pero ahí estaba. El arma del enano pasó zumbando en sentido diagonal, y Drizzt tuvo que colocar su espada en ángulo opuesto, lo bastante para forzar un fallo. No quería que su delgada cimitarra entrara en contacto con una de esas bolas llenas de púas.

El mangual pasó de largo, y el enano no lo recogió, sino que lo dejó girar hacia su izquierda hasta que dio contra la pared del callejón, y cuando lo hizo, la explosión que siguió les reveló que había mucho más que un poco de magia en aquella arma. Hizo pedazos una parte importante del edificio y dejó un gran agujero.

Drizzt, interrumpiendo su propio giro, y con la rapidez que le conferían sus tobilleras mágicas, vio la apertura y cargó hacia delante, haciendo apenas una mueca ante la explosión que se produjo cuando el mangual golpeó contra la pared de madera.

Pero la pequeña mueca fue demasiado; la distracción momentánea fue excesivamente larga.

Regis lo vio y emitió un grito ahogado. El enano ya se estaba agachando y se volvía rápidamente con el brazo izquierdo extendido, y mientras la bola de púas golpeaba contra la pared, el segundo mangual giró a todo lo que daba.

Si su oponente no hubiera sido un enano, sino un humano de gran estatura, seguramente la pierna izquierda de Drizzt hubiera cedido bajo su peso, pero como la cabeza del mangual llegó algo más baja, el drow transformó su propio avance hacia delante en un salto mortal hacia atrás en un abrir y cerrar de ojos.

El mangual dio en el aire, y el drow aterrizó suavemente a unas tres zancadas por detrás del enano.

Igualmente, contra un oponente menos hábil, se habría producido una clara apertura en ese mismo momento. El enorme giro había hecho que el enano acabara perdiendo el equilibrio, por lo que estaba casi indefenso. Pero era tan fuerte que, con un gruñido, se enderezó. Avanzó corriendo un par de pasos, alejándose de Drizzt, y se lanzó al suelo rodando; finalmente, se dio la vuelta de tal manera que cuando se incorporó estaba de nuevo enfrentado directamente al drow.

Lo que resultó más impresionante, incluso mientras se enderezaba, fue que sus brazos ya estaban moviendo los manguales con ritmo nuevo y fluido. Las bolas giraban en el extremo de sus respectivas cadenas, listas para bloquear o golpear.

—¿Cómo se lo puede herir? —preguntó Regis con incredulidad, sin pretender que Drizzt lo oyera.

El drow lo oyó, sin embargo, tal y como se vio por su encogimiento de hombros, mientras él y el enano volvían a emprender la lucha. Comenzaron a trazar círculos; Drizzt se deslizó para ponerse de espaldas al tramo de pared que el enano acababa de destrozar, con éste justo enfrente.

Fue la expresión en el rostro de Drizzt, mientras trazaba la parte posterior del círculo, lo que alertó a Regis, ya que de repente el drow apartó la vista de su objetivo principal y abrió mucho los ojos mientras miraba en la dirección en la que se encontraba Regis.

Por puro instinto, Regis sacó la maza y se volvió violentamente.

Golpeó la espada que lo atacaba justo antes de que se le clavara en la espalda. Regis dio un grito de sorpresa, y aun así recibió un corte en el brazo izquierdo. Cayó de espaldas contra la pared, mirando desesperado a Drizzt, y se encontró tratando de gritar «¡No!» como si de repente el mundo se hubiera puesto patas arriba.

Y es que Drizzt había comenzado a correr hacia Regis, y tan rápido fue que si hubiera estado luchando contra cualquier otro enemigo, hubiera sido capaz de liberarse limpiamente.

Pero aquel adversario no era cualquier enemigo, y Regis sólo pudo mirar aterrorizado mientras el arma principal del enano, la que había hecho un enorme agujero en el edificio, arremetía desde atrás contra el drow.

Drizzt lo percibió, o se anticipó, y se lanzó al suelo, dando una voltereta hacia delante.

No podía evitar el mangual, y la voltereta fue aún más rápida gracias a la velocidad que ya llevaba.

Sorprendentemente, el golpe no fue mortal, y el drow rodeó corriendo a toda velocidad al atacante de Regis, que, dándose cuenta de que estaba sentenciado, trató de salir corriendo.

Ni siquiera había empezado a darse la vuelta, caminando todavía hacia atrás, cuando Drizzt lo atrapó, manejando las cimitarras con gran rapidez. En pocos instantes la espada del hombre salió despedida por los aires, y él cayó de espaldas al suelo, con tres heridas en el pecho.

Se quedó mirando al drow y a Regis un instante antes de fallecer.

Drizzt se volvió como si esperase que lo persiguieran, pero el enano todavía estaba a gran distancia, en el callejón, haciendo girar sus manguales.

—Ve con Deudermont —le susurró Drizzt a Regis.

El drow se puso una de las cimitarras bajo el otro brazo y extendió la mano a poca distancia del suelo. Tan pronto como Regis se agarró a ella, Drizzt lo impulsó hacia arriba para que se cogiese al tejado bajo del cobertizo y se aupara.

Drizzt se volvió en el mismo momento en que Regis lo consiguió. Blandía las cimitarras, pero el enano aún no se había acercado.

—Te podría haber matado, oscurito —dijo el enano—. Podría haber puesto mi magia en la bola con la que te he atacado, y uf, ¡aún estarías rodando! Habrías llegado a la bahía rodando. ¡Juajuajuajua!

Regis miró a Drizzt desde lo alto, pero lo sorprendió ver que su amigo no se mostraba en desacuerdo.

—O te podría haber perseguido por el corredor —continuó—. ¡Aunque te hubieras deshecho de ese necio rápidamente, no habrías sido lo bastante rápido para prepararte para la catástrofe que te llegaba desde atrás!

El drow siguió sin disentir.

—Pero no lo has hecho —dijo Drizzt, caminando lentamente hacia su adversario—. No has activado la magia del mangual y no me has perseguido. En dos ocasiones has podido ganar, tal y como presumes, y has elegido no hacerlo.

—¡Bah, no era justo! —bramó el enano—. ¿Qué hubiera tenido eso de divertido?

—Entonces, tienes honor —dijo Drizzt.

—Es lo único que tengo, elfo.

—Así pues, ¿por qué desperdiciarlo? —exclamó Drizzt—. Eres un buen guerrero; eso seguro.

»Únete a mí y a Deudermont, pon tus habilidades…

—¿Cómo? —lo interrumpió el enano—. ¿Unirme a la causa del bien? No hay tal causa, necio elfo.

»No en la lucha. Sólo están los que quieren más poder, y los asesinos como tú y yo que ayudan a uno de los dos bandos, aunque los dos son lo mismo, ¿sabes?, a subir a lo más alto.

—No —dijo Drizzt—. Hay más que eso.

—¡Juajuajuajua! —rugió el enano—. ¡Supongo que aún eres joven!

—Puedo ofrecerte amnistía, aquí y ahora —dijo Drizzt—. Todos tus crímenes anteriores serán perdonados, o al menos… no te preguntarán por ellos.

—¡Juajuajuajua! —volvió a rugir el enano—. ¡Si tan sólo supieras la mitad, elfo, no te precipitarías tratando de que Athrogate se pusiera de tu lado! —Y con eso, cargó, gritando—: ¡Prepárate!

Drizzt se detuvo sólo lo suficiente para mirar hacia arriba y decirle a su amigo con brusquedad que se fuera.

Regis apenas había avanzado un par de pasos, arrastrándose por el empinado tejado, cuando oyó que aquellos dos empezaban a pelear.

—Grita más alto —ordenó el Cuervo, y retorció aún más la daga en el estómago de la mujer, que lo complació inmediatamente.

Un momento después, Kensidan, soltando una risita ante su propia inteligencia, arrojó a la dolorida mujer a un lado, justo cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe y el capitán Deudermont, a quien los gritos habían hecho desviarse en su carrera hacia la puerta de servicio del palacio de Suljack, entró a la carga.

—Noble a más no poder —dijo Kensidan—, y con una vía de escape despejada frente a ti.

Supongo que debería saludarte, pero desgraciadamente no me siento con ganas.

La mirada de Deudermont fue de la mujer herida al hijo de Rethnor, que estaba reclinado con aire casual sobre el alféizar de una ventana.

—¿Te has fijado en las vistas, capitán? —preguntó Kensidan—. La caída de la Ciudad de los Veleros… es algo maravilloso, ¿no crees?

—¿Por qué haces esto? —preguntó Deudermont, acercándose cautelosa y lentamente.

—¿Yo? —respondió Kensidan—. No fue la Nave Rethnor la que atacó la Torre de Huéspedes.

—Esa lucha acabó ya, y la ganamos.

—Esta lucha es aquella lucha, estúpido —dijo Kensidan—. Cuando decapitaste a Luskan, pusiste en marcha esta misma lucha de poder.

—Podríamos haber unido nuestras fuerzas y haber gobernado con justicia.

—La justicia es para los pobres… ¡Ah, sí!, ahí reside la belleza de tu retórica —contestó Kensidan con tono burlón, y se apartó de un saltito de la ventana, desenvainando su espada para complementarla con la larga daga—. ¿Y no se le ha ocurrido al capitán de un barco cazapiratas que no todos los pobres de Luskan merecen justicia? ¿O que hay muchos en la ciudad que no podrían prosperar bajo un gobierno tan idílico?

—Por eso necesito a los grandes capitanes, necio —replicó Deudermont, escupiendo cada palabra.

—¿Es posible que seas tan inocente, Deudermont, como para creer que hombres como nosotros abandonaríamos el poder por voluntad propia?

—¿Es posible que seas tan cínico, Kensidan, hijo de Rethnor, como para apartar la vista ante las posibilidades que ofrece el bien común?

—Vivo entre piratas, así que luché contra ellos con piratería —dijo Kensidan.

—Tuviste elección; podrías haber cambiado las cosas.

—Y tú también la tuviste. Podrías haberte ocupado de tus asuntos. Podrías haberte marchado solo de Luskan, y ahora, más recientemente, podrías haberte ido a casa simplemente. Me acusas de arrogancia y de avaricia por no seguirte, pero realmente es tu propia arrogancia la que te ha cegado ante la realidad de este lugar que querías transformar a tu imagen y semejanza, y tu propia avaricia te ha mantenido aquí. Realmente es una tragedia, ya que vas a morir aquí, y Luskan tomará un rumbo aún más alejado de tus esperanzas y de tus sueños.

La mujer que estaba tendida en el suelo gimió.

—Déjame sacarla de aquí —dijo Deudermont.

—Por supuesto —respondió Kensidan—. Tan sólo tienes que matarme, y será toda tuya.

Sin la más mínima duda, el capitán Deudermont se abalanzó sobre el hijo de Rethnor, alzando su formidable espada frente a sí.

Kensidan trató de bloquear con la daga, pensando en matarlo rápidamente con la espada, pero Deudermont era demasiado rápido y experimentado. Kensidan acabó apenas dando un golpecito con la daga contra la espada que lo embestía, antes de sacudir frenéticamente su espada para apartar ligeramente a Deudermont.

El capitán se echó rápidamente atrás y volvió a la carga; se retiró antes de una serie de intentos desesperados por bloquearlo, y cargó de nuevo.

—¡Oh, eres bueno! —dijo Kensidan.

Deudermont no se dejó engañar por el cumplido, sino que le lanzó otra estocada y se echó hacia atrás, alzando la espada para seguidamente golpear hacia abajo.

Kensidan apenas pudo poner la espada en posición horizontal hacia delante para bloquear, y mientras lo hacía, se volvió, ya que tenía una pared cerca, a sus espaldas. El peso del golpe lo hizo tambalearse.

Deudermont lo persiguió metódicamente, nada impresionado por el manejo de la espada del hijo de Rethnor. En el fondo se preguntaba por qué el joven necio se atrevía a enfrentarse a él. ¿Era tan grande su ego que se creía un espadachín? ¿O es que fingía incompetencia para que Deudermont bajara la guardia?

Con semejantes advertencias en su mente, Deudermont atacó a su oponente con una ráfaga de golpes, pero medía cada uno de ellos para poder retirarse rápidamente a una postura defensiva en cualquier momento.

Sin embargo, el contraataque no llegó, ni siquiera cuando parecía que había atajado todos sus golpes.

El capitán no sonrió abiertamente, pero la conclusión parecía muy clara: Kensidan no era rival para él.

La mujer volvió a gemir, lo cual enfureció a Deudermont, y se prometió que su victoria supondría un importante golpe para la venganza que se tomaría cuando volviera a la Ciudad de los Veleros.

Así que tiró a matar, con una rápida arremetida, chocando con gran estrépito contra la espada de Kensidan y girando la hoja para evitar el torpe bloqueo con la daga.

Kensidan saltó en alto, pero Deudermont sabía que lo pillaría en pleno descenso.

Sólo que Kensidan no descendió.

La confusión de Deudermont sólo aumentó cuando oyó el batir de unas enormes alas sobre él y uno de aquellos negros apéndices alados lo golpeó en la cabeza, de modo que se tambaleó hacia un lado. Se volvió e hizo un giro con la espada para esquivarlo, pero Kensidan el Cuervo no lo había seguido.

Un cuervo gigante, del tamaño de un hombre, se posó de un brinco sobre sus pies de tres dedos.

Sus ojos de pájaro lo miraron desde distintos ángulos, moviendo la cabeza de un lado a otro para abarcar toda la escena.

—Un merecido apodo —consiguió decir Deudermont, tratando con todas sus fuerzas de estructurar sus palabras de manera correcta y coherente, y de no demostrar lo mucho que lo había desequilibrado la súbita transformación del hombre en la extravagante criatura en que se había convertido.

El Cuervo avanzó hacia él dando saltitos, y Deudermont alzó la espada en una postura defensiva.

Extendió las alas y se elevó, con las garras por delante, y atacó a Deudermont. El capitán le lanzó un tajo a una de las alas, tratando de echarse atrás, y consiguió quitarle unas cuantas plumas negras.

Pero el Cuervo lo atacó entre graznidos furiosos, inclinando el torso y los pies hacia delante mientras batía las alas. Deudermont intentó atacarlo con la espada para apartarse lo suficiente de la criatura. Seis dedos bien abiertos, que acababan en terribles garras, se le clavaron.

Consiguió hacerle un corte en uno de los pies, pero el Cuervo lo apartó rápidamente, mientras el otro atravesó las defensas del capitán y lo agarró por el hombro.

El Cuervo batió furiosamente las alas y cambió el ángulo mientras tiraba con ese mismo pie, haciéndole un desgarrón al capitán que iba desde el hombro hasta la cadera derecha.

Deudermont le lanzó un tajo con la espada, pero la criatura era demasiado rápida y ágil, y en seguida puso el pie fuera de su alcance. El pájaro avanzó y picó al capitán con fuerza en el hombro derecho, lanzándolo al suelo, con lo cual le arrebató toda la fuerza y la sensibilidad del brazo con el que sostenía la espada.

Batió las alas y saltó, poniéndose a horcajadas sobre el hombre caído. Deudermont trató de rodar para incorporarse, pero el siguiente picotazo le dio en la cabeza y lo lanzó de nuevo al suelo.

La sangre comenzó a caerle por la frente, el ojo izquierdo y la mejilla, pero fue más que eso: un líquido opaco le veló la visión mientras, bastante aturdido, comenzaba a desvanecerse.

Regis mantuvo la cabeza baja, concentrándose tan sólo en la tarea que tenía entre manos.

Arrastrándose sobre manos y pies, eligiendo cada apoyo con cuidado y de manera adecuada, el halfling trepó por el empinado tejado.

—Tengo que llegar hasta Deudermont —se dijo, tirando de sí, y fue incrementando la velocidad a medida que ganaba seguridad.

Cuando finalmente lo hubo conseguido, y estaba a punto de mirar hacia arriba, se topó con algo duro: unas botas altas y negras.

Regis se quedó helado y lentamente levantó la vista, más allá de la fina tela de unos pantalones bien hechos, y de una hebilla de cinturón fantásticamente elaborada, un elegante chaleco gris y una camisa blanca, hasta un rostro que jamás habría esperado ver.

—¡Tú! —gritó con espanto y horror, alzando desesperadamente los brazos para protegerse con ellos la cara a la que apuntaba una pequeña ballesta.

El movimiento exagerado hizo que el halfling perdiera el equilibrio, pero ni siquiera la caída inesperada lo salvó de ser alcanzado en el cuello por el virote. Regis cayó rodando por el tejado, y la oscuridad lo envolvió, robando el vigor de sus extremidades y la luz de sus ojos, y dejándolo incluso sin voz con que gritar.

Los embates del enano no se ralentizaron lo más mínimo cuando reanudó el combate contra Drizzt, y éste no tardó en darse cuenta de que el enano ni siquiera jadeaba. Valiéndose de sus tobilleras para dar mayor rapidez a sus pasos, Drizzt apuró la situación; corrió primero hacia la izquierda, después hacia la derecha, rodeó a su adversario por detrás, y retrocedió y se apartó repentinamente cuando el furioso enano giró en redondo para hacerle frente.

El drow se lanzó con una vertiginosa sucesión de estocadas muy medidas, exagerando los pasos, lo que obligó al enano de piernas cortas a correr para no perder el ritmo.

El ataque era implacable. Las cimitarras se cruzaban una sobre otra, los manguales describían un círculo constante para no quedarse atrás, e incluso, alguna que otra vez, para presentar un contraataque poco ortodoxo. Pero Drizzt no cejaba: izquierda y al centro; derecha y vuelta en redondo, obligando al enano a invertir continuamente la embestida de sus armas más pesadas.

Sin embargo, Athrogate lo hacía todo sin dificultad y no daba muestras de cansancio, y cada vez que las armas chocaban o que un bloqueo era eficaz, Drizzt se acordaba de la fuerza sobrenatural del enano.

En realidad, Athrogate lo reunía todo: velocidad, resistencia, fuerza y técnica. Era un luchador de pies a cabeza, comparable con los mejores a los que se había enfrentado en su vida, y con unas armas que nada tenían que envidiar a las del propio Drizzt. El primer mangual seguía vertiendo algún líquido explosivo, y el segundo lanzaba otro pardusco. La primera vez que chocó contra Muerte de Hielo, Drizzt percibió claramente el miedo de la cimitarra. Replegó la hoja para una rápida inspección al desprenderse y prepararse para un nuevo ataque, y observó unas salpicaduras parduscas sobre el metal brillante. ¡Se dio cuenta de que era herrumbre, y también se percató de que sólo la potente magia de Muerte de Hielo había salvado a la espada de haberse deshecho en su mano!

Y Athrogate no dejaba de emitir su grito:

—¡Juajuajuajuajua! —decía, mientras atacaba con displicencia.

Era bueno. Muy bueno.

Pero también lo era Drizzt Do’Urden.

El elfo oscuro ralentizó sus ataques y dejó que Athrogate tomara impulso hasta que fue el enano y no el drow el que pareció llevar ventaja.

—¡Juajuajuajuajua! —rugió Athrogate mientras imprimía a sus manguales un revoleo agresivo, uno por abajo, el otro por arriba, en un vertiginoso ataque que a punto estuvo de superar al drow, que se limitaba a esquivar y bloquear.

Drizzt medía cada movimiento y sus ojos iban siempre tres pasos por delante. Lanzó una estocada hacia la izquierda, forzando un bloqueo, y a continuación describió un amplio arco hacia fuera con su cimitarra que remató al cierre con un golpe hacia abajo sobre el hombro de su adversario, de menor estatura.

Athrogate estaba ocupado en parar el golpe, como Drizzt había previsto, y revoleó el mangual que manejaba con la izquierda por encima de su hombro derecho para desbaratar el ataque.

Sin embargo, no era realmente un ataque, y Muerte de Hielo cambió el ángulo, directa hacia el costado de Athrogate, que dio un respingo y saltó hacia atrás, apartándose con tres buenas zancadas. Otra vez su risa, pero en esa ocasión acompañada de una mueca. Se llevó la mano a las costillas y cuando la retiró, tanto Drizzt como él supieron que el drow contaba con la ventaja de la primera sangre.

—¡Buena estocada! —dijo, o ésa fue su intención, porque Drizzt se lanzó sobre él manejando las cimitarras como un poseso.

El drow las cruzaba una sobre otra alternándolas arriba y abajo sin tomarse un respiro; las mantenía perfectamente sincronizadas, de modo que ni uno ni otro mangual fueran capaces de superarlas a ambas, y en el ángulo perfecto, para que el enano tuviera que manejar sus propias armas en un ángulo más difícil y agotador, justo delante de su cara.

Por el gesto crispado de Athrogate supo Drizzt que la herida en el costado había sido más eficaz de lo que había dado a entender el enano, y que el esfuerzo de mantener los brazos levantados de esa manera no le resultaba nada cómodo.

El drow persistió en el embate y fue ganando ventaja, haciendo retroceder a su adversario de forma constante. Ambos combatientes sabían que un desliz de Drizzt los volvería a situar en igualdad de condiciones, pero un desliz de Athrogate seguramente pondría fin al combate rápidamente.

El enano ya no reía.

Drizzt intensificó el ataque. Gruñendo a cada estocada arrolladora, obligó a Athrogate a retroceder por el callejón y desandar todo el camino hecho por él, apartándolo del palacio.

Drizzt captó el movimiento con el rabillo del ojo: un cuerpo menudo que caía desde el tejado. Sin un gemido, sin un grito de alarma, Regis cayó al suelo y permaneció allí quieto.

Athrogate aprovechó la distracción y retrasó el brazo hacia la derecha, lanzando a continuación su mangual de través para interceptar la cimitarra del drow y desviarla hacia un lado con semejante fuerza —y el añadido de una explosión mágica— que Drizzt tuvo que apartarse totalmente y correr hacia la pared opuesta simplemente para no perder su espada.

Drizzt echó una mirada a Regis, tendido en una postura incómoda en el callejón. Ni un ruido, ni un movimiento, ni un gemido de dolor…

Le pareció que ya había superado la etapa del dolor, como si su espíritu hubiera abandonado ya aquel cuerpo maltrecho.

Y Drizzt no podía socorrerlo. El drow, que había elegido volver a Luskan y ponerse de parte de Deudermont, no podía hacer otra cosa que mirar a su querido amigo.

En el mar se dice que el peligro puede medirse por lo rápido que huyen las ratas, y si eso era cierto, entonces la batalla entre Robillard y Arklem Greeth en la bodega del Duende del Mar estaba a punto de acabar con el barco encallado en el caparazón de una tortuga dragón.

Los dos magos se lanzaban todo tipo de evocaciones, hielo y fuego, energía mágica de diferentes colores y de formas de lo más creativas. Robillard trataba de focalizar sus conjuros para alcanzar sólo a Arklem Greeth, pero el lich estaba demasiado lleno de odio tanto hacia el propio Duende del Mar como hacia su antiguo colega de la Torre de Huéspedes. Robillard lanzaba proyectiles de magia sólida y dardos ácidos. Greeth respondía con rayos relampagueantes bifurcados y con bolas de fuego, sembrando llamas por toda la bodega.

El trabajo que había hecho Robillard en el casco, con protecciones y custodias mágicas, y todo tipo de mezclas alquímicas, había sido tan exhaustivo y brillante como el mejor que pudiera haber hecho cualquier mago o equipo de magos en un barco, pero sabía perfectamente que con cada explosión poderosa, Arklem Greeth estaba sometiendo a esas custodias a pruebas extraordinarias.

Con cada bola de fuego, unas cuantas llamas residuales más ardían un tiempo levemente mayor.

Cada rayo relampagueante sucesivo retumbaba en la tablazón un poco más, y un poco más de agua conseguía infiltrarse en el casco.

Poco después, los magos se encontraban en medio de una vorágine de destrucción, con el agua hasta los tobillos, y el Duende del Mar se sacudía fuertemente con cada descarga.

Robillard sabía que tenía que sacar a Arklem Greeth de su barco. Costara lo que costase, sucediera lo que sucediese, tenía que trasladar el duelo de conjuros a otro lugar. Se lanzó a un poderoso conjuro, y mientras lo hacía, se abalanzó contra Greeth, pensando que tanto él como su adversario serían arrojados al plano astral para terminar esa locura.

No sucedió nada. El archimago arcano ya había aplicado un cierre dimensional a la bodega.

Robillard se tambaleó al darse cuenta de que no estaba volando a otro plano de la existencia como había previsto. Alzó los brazos en un gesto defensivo mientras se enderezaba, y Arklem Greeth le lanzó un puñetazo de su puño descarnado con la fuerza de un titán.

El golpe no penetró el conjuro de piel pétrea del poderoso Robillard, pero sí lo mandó volando al otro extremo de la bodega. Golpeó con fuerza en la pared, pero no sintió nada, y aterrizó con ligereza sobre sus pies mientras lanzaba otro rayo relampagueante sin más tardanza.

También Arklem Greeth estaba enfrascado en un nuevo conjuro que estalló justo antes que el de Robillard, creando una pared de piedra a medio camino entre ambos.

El rayo de Robillard impactó en la pared de piedra con una fuerza tan tremenda que arrancó trozos enormes, pero también rebotó hacia la cara del mago y volvió a arrojarlo contra la pared que tenía a sus espaldas.

Había agotado sus custodias. Sintió el impacto y también el restallido de su propio rayo relampagueante. Le palpitaba el corazón y se le pusieron los pelos de punta. Conservó la conciencia apenas el tiempo suficiente para darse cuenta de que el Duende del Mar se escoraba peligrosamente como resultado del enorme peso de la pared invocada por Arklem Greeth. Desde arriba, le llegaron gritos, y supo que más de un tripulante del Duende del Mar había caído por la borda debido a ello.

Del otro lado, más allá de la pared, Arklem Greeth reía con su voz cascada, satisfecho, y al mirar la pared, Robillard comprendió que lo peor todavía estaba por llegar. ¡Greeth la había puesto en el suelo y la había alineado sólo a lo largo del barco, pero no a lo ancho, y no la había anclado!

Así pues, del mismo modo que el Duende del Mar soportaba un gran peso, también inclinaba la pared, y estaba empezando a escorarse.

Robillard comprendió que no podía detenerlo, de forma que produjo un momento de intensa concentración y se centró en su enemigo más odiado. La pared cayó y dejó despejado el terreno entre los dos magos, y Robillard lanzó otro devastador rayo relampagueante.

Tan concentrado estaba Arklem Greeth en hacer que el muro de piedra cayera sobre la tablazón lateral del Duende del Mar, en que chocara atravesando la madera, que ni se dio cuenta de que se le venía encima el rayo. Voló hacia atrás bajo la potencia del golpe y dio contra la pared junto cuando el lateral del casco se abrió y el agua del puerto de Luskan entró por él.

Robillard venció la acometida del agua y se lanzó sobre Arklem Greeth. En sus manos crepitaba la energía, una descarga eléctrica tras otra. El archimago arcano luchó físicamente contra él, tratando de alcanzar a Robillard con sus manos no muertas.

Ambos mantuvieron su abrazo mortal mientras el mar volcaba al barco de lado, hundiéndolo en el puerto. Un conjuro tras otro saltaba de los dedos de Robillard hacia el lich, destrozando sus defensas mágicas, y cuando tales defensas quedaron finalmente superadas, lo mismo que su fuerza vital, Arklem Greeth apenas se sostenía.

El lich no necesitaba respirar, pero Robillard sí. La inclinación del barco que se hundía los hizo salir por el agujero del casco, revolcándose entre los escombros, las rocas y las algas del puerto de Luskan.

Robillard sintió un estallido en sus oídos por la presión y supo que pronto también estallarían sus pulmones. Sin embargo, resistió, decidido a terminar la pelea a cualquier coste. El espectáculo del Duende del Mar, de los restos de su amado barco, lo enardecía, y resistió el impulso de desasirse de Arklem Greeth centrándose en cambio en continuar con su andanada eléctrica contra el lich, a pesar de que cada una de las poderosas descargas también lo alcanzaba a él con el agua como conductor.

Se multiplicaban por docenas de docenas de conjuros. Tenía la impresión de que iban a estallarle los pulmones y sospechaba que Arklem Greeth se estaba burlando de él.

Pero el lich simplemente lo soltó, y la cara que vio el sorprendido Robillard estaba muerta, muerta de verdad.

Robillard se desprendió e impulsándose con los pies trató de subir a la superficie, decidido a no morir en brazos del odiado lich. Instintivamente, trataba de alcanzar la superficie y veía que el agua se hacía más ligera encima de su cabeza.

No obstante, sabía que no lo conseguiría.

—¡El Duende del Mar! —gritaron llenos de asombro los marineros del Triplemente Afortunado y de todos los demás barcos anclados en la zona.

A esos hombres y mujeres, tanto amigos como enemigos del barco de Deudermont, les parecía imposible lo que estaban viendo.

Las olas se apoderaron del Duende del Mar y lo estrellaron contra una línea de rocas. Sólo una barandilla del glorioso casco y sus tres mástiles característicos sobresalían de las oscuras aguas del puerto de Luskan.

No podía ser. En las mentes de quienes identificaban el barco como amigo o como enemigo, la pérdida del Duende del Mar era un golpe comparable a la desintegración de la Torre de Huéspedes del Arcano, un cambio repentino e inimaginable en el paisaje que había dado forma a sus vidas.

—¡El Duende del Mar! —gritaron todos a una, señalando y dando saltos.

Morik el Rufián y Bellany corrieron a la barandilla del Triplemente Afortunado para contemplar la atroz escena.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Morik sin que pudiera creérselo—. ¿Dónde está Maimun? —Conocía la respuesta, igual que muchos otros que compartían su sentimiento, ya que su capitán había bajado a tierra apenas una hora antes.

Algunos tripulantes pedían cuerdas de salvamento y levar anclas para acudir en ayuda de la tripulación caída al agua. Otro tanto hizo Bellany, y corrió hacia un bote salvavidas, pero Morik la cogió por el hombro y le dio la vuelta para que lo mirara de frente.

—¡Hazme volar! —le pidió. Ella lo miró con curiosidad.

—¡Hazme volar! —insistió—. ¿Ya lo has hecho antes?

—¿Volar?

—¡Hazlo!

Bellany se frotó las manos y trató de concentrarse. Intentó recordar las palabras mientras a su alrededor todos se volvían locos. Extendió las manos, tocó a Morik en el hombro, y él subió a la barandilla y de un salto abandonó el barco.

No cayó al agua, sino que se encontró sobrevolando la bahía. Echó una mirada a la situación, tratando de determinar dónde era más necesario y, acto seguido, se dirigió hacia el propio barco hundido, temiendo que parte de la tripulación pudiera estar atrapada en el interior.

Entonces, vio una forma en el agua, justo por debajo de la superficie, que se hundía rápidamente.

Un acto de voluntad hizo que se detuviera y hundiera la mano en el agua, asiendo con firmeza la fina tela de la túnica de un mago.

—¡Ah, el glorioso dolor! —se mofó Kensidan.

Una vez más, Deudermont trató de incorporarse y el Cuervo lo volvió a tirar al suelo de un fuerte golpe en la frente.

La puerta de la habitación se abrió de golpe.

—¡No! —gritó una voz que los dos hombres conocían—. ¡Deja que se marche!

—¿Estás loco, joven pirata? —dijo el Cuervo con voz áspera, volviéndose a mirar a Maimun.

Otra vez volvió a golpear a Deudermont, estampándolo contra el suelo.

Maimun respondió con una carga repentina y brutal, y la espada centelleó en su mano. Kensidan batió las alas y trató de poner distancia, pero la furia de Maimun era demasiado grande y su ventaja demasiado repentina y contundente. El Cuervo aleteó describiendo un círculo alrededor, pero la espada de Maimun trazó una trayectoria más directa.

En cuestión de segundos, Maimun tenía a Kensidan en el extremo de su espada, y cuando éste trató de desviarla con el pico, Maimun le metió la hoja en la boca.

Ante tan difícil y decisiva situación, Kensidan ya no pudo ofrecer resistencia.

Maimun, respirando con fuerza y evidentemente indignado, mantuvo su posición y la de Kensidan unos segundos.

—Te concedo la vida —dijo finalmente, reduciendo apenas la presión—. Tienes la ciudad… No encontrarás oposición. Me marcho y me llevo conmigo al capitán Deudermont.

Kensidan miró hacia donde estaba el cuerpo magullado y ensangrentado de Deudermont e intentó decir algo con su voz chillona, pero Maimun lo hizo callar con un toque de su espada, situada estratégicamente.

—Nos permitirás llegar a nuestros barcos y salir del puerto de Luskan.

—¡Ya está muerto, idiota, o poco le falta! —replicó el Cuervo, arrastrando las palabras, pues tenía en la boca el duro acero de una buena espada.

A Maimun casi se le doblaron las rodillas al oírlo. Le vino a la cabeza el recuerdo de su primer encuentro con el capitán. Se había embarcado como polizón en el Duende del Mar, huyendo de un demonio empeñado en destruirlo. Deudermont le había permitido quedarse. La tripulación del Duende del Mar, generosa hasta lo indecible, no lo había abandonado al enterarse de la verdad de su situación, ni siquiera al saber que la permanencia de Maimun a bordo los convertía en blanco del poderoso demonio y de sus letales aliados.

El capitán Deudermont había salvado al joven Maimun sin vacilar, lo había tomado bajo su protección y le había enseñado el arte de la navegación.

Y él, Maimun, lo había traicionado. Aunque nunca había supuesto que llegarían a un final tan trágico, el joven capitán no podía negar la verdad. Pagado por Kensidan, había llevado a Arabeth hasta el Desatino de Quelch, había desempeñado un papel en la catástrofe que había caído sobre Luskan y también en la que había acabado con el capitán Deudermont caído a sus pies.

Maimun se volvió hacia Kensidan con furia y aumentó la presión de su espada.

—Quiero tu palabra, Cuervo, de que tendré vía libre, y también Deudermont y el Duende del Mar.

Kensidan lo miró con esos ojos negros cargados de odio.

—¿Entiendes quién soy ahora, joven pirata? —replicó lentamente y con toda la prepotencia que le permitía la espada que tenía en la boca—. Luskan es mío. Yo soy el Rey Pirata.

—¡Y vas a ser un rey pirata muerto si no me das tu palabra! —le aseguró Maimun.

Pero aún no había terminado Maimun de pronunciar esa frase cuando Kensidan desapareció y recuperó la forma de un pequeño cuervo. Salió de debajo de la sombra de Maimun y con un batir de alas voló hasta el alféizar de la ventana que había al otro lado de la habitación.

Maimun apretó la mano sobre la empuñadura de su espada con una mueca de frustración y se volvió a mirar al Cuervo, suponiendo que eso era el fin de todo.

—Tienes mi palabra —dijo Kensidan, sorprendiéndolo.

—No tengo nada con qué negociar —afirmó Maimun.

El Cuervo se encogió de hombros, un curioso movimiento del pájaro que, sin embargo, transmitió con claridad lo que quería decir.

—Es lo menos que le debo a Maimun, del Triplemente Afortunado —dijo Kensidan—, de modo que vamos a olvidarnos de este incidente, ¿te parece?

Maimun se limitó a mirar al ave.

—Y espero con impaciencia volver a ver tus velas en mi puerto —agregó antes de salir volando por la ventana.

Maimun se quedó allí unos instantes, sorprendido. Luego, corrió hacia Deudermont y se dejó caer de rodillas ante el destrozado capitán.

Sus primeros ataques después de ver caer a Regis fueron mesurados; sus primeras defensas, muy poco animosas. Drizzt apenas podía concentrarse con su amigo allí tirado en mitad de la calle.

Apenas podía reunir la energía necesaria para no ceder terreno frente al guerrero enano.

Tal vez Athrogate se dio cuenta de la situación, o pensó que se trataba de una treta, pero el hecho fue que no redobló el ataque al reanudarse el combate. Medía sus propios golpes, para conseguir más una ventaja estratégica que una victoria rápida.

Ése fue su error.

Porque Drizzt asumió el golpe y el dolor, como lo había hecho ya en tantas ocasiones, y convirtió el tumulto interior en un estallido de rabia bien canalizada. Sus cimitarras recuperaron el ritmo, y la fuerza de sus golpes aumentó proporcionalmente. Empezó a asaltar al enano tal como lo había hecho antes de la caída de Regis, un movimiento tras otro y obligando a Athrogate a seguirle el ritmo.

Y el enano lo consiguió, respondiendo golpe por golpe a cada uno de los embates de Drizzt.

Cualquiera que hubiese tenido la ocasión de presenciarlo habría dicho que era un lance glorioso.

Los combatientes giraban con seguridad. Las cimitarras y los manguales cortaban el aire. Athrogate volvió a chocar con una pared y la bola con púas dejó la madera reducida a astillas. Golpeó las piedras de la calle, reduciéndolas a polvo, cuando el drow lo esquivó dando un salto hacia atrás.

Fue entonces cuando Drizzt dio en el blanco por segunda vez al abrir Centella un surco en la mejilla del enano y cortarle una de sus enormes trenzas.

—¡Esta me la pagarás, elfo! —rugió Athrogate, y se lanzó al ataque.

Desde donde estaba tirado, Regis emitió un gemido.

Estaba vivo.

Necesitaba ayuda.

Drizzt desatendió al enano y atravesó corriendo el callejón, perseguido por él. El drow saltó a la pared, echando los hombros hacia atrás y afirmando un pie como si fuera a subir corriendo por un lado de la estructura.

O más bien, como pensó Athrogate, tan versado en el arte de la lucha, para dar una voltereta por encima de él.

El enano se paró en seco y giró en redondo.

—¡Juajua! —gritó—. ¡Conozco muy bien esa maniobra!

Pero Drizzt no le saltó por encima y aterrizó delante de él. No había usado el pie que tenía bien afirmado para impulsarse ni había adelantado el otro pie para subir más alto.

—Sé que la conoces —respondió.

Desde detrás del enano vuelto de espaldas, callejón abajo, se oyó un rugido de Guenhwyvar que fue como un signo de admiración para la victoria de Drizzt.

Y realmente, era suya la victoria. Sólo le quedaba rogar que Regis todavía estuviera en condiciones de recibir su ayuda. Muerte de Hielo descargó un tajo en la cabeza indefensa del enano, un tajo capaz de segar la cabeza de la criatura. Sin embargo, ese golpe ganador no le produjo ninguna satisfacción al chocar su espada contra el cráneo de Athrogate y sentir la transferencia de la mortífera energía.

Pero el enano ni siquiera dio muestras de sentirlo ni brotó sangre, y la espada de Drizzt no rebotó hacia un lado.

Drizzt ya había sentido antes esa curiosa sensación, como si hubiera dado un golpe sin consecuencias.

Sin embargo, no lo captó con rapidez suficiente, no entendió el origen.

Athrogate se volvió. En sus manos, los manguales giraban desesperadamente. Uno apenas rozó la espada de Drizzt, pero ese contacto tan leve fue suficiente para que una gran descarga de energía brotara del enano y lanzara a Drizzt contra la pared, con tanta fuerza que las espadas salieron volando de sus manos.

Athrogate acortó la distancia, revoleando sus armas con furia.

Drizzt no tenía defensa. Con el rabillo del ojo vio que se elevaba una bola de metal con púas relucientes de líquido explosivo.

La bola voló hacia su cabeza. Fue lo último que vio.