Capítulo 32


El que quería matar

—¡Deberíamos estar en tierra con el capitán! —exclamó una mujer.

—Sí, no podemos dejar que se enfrente a ese matón él solo —dijo otro miembro de la tripulación del Duende del Mar, que cada vez se sentía más impaciente y disgustada—. Tiene a media ciudad en contra.

—Nos dijo que protegiéramos el Duende del Mar —se oyó gritar a Waillan Micanty por encima de todos—. ¡Sus órdenes fueron muy claras! ¡Nos dijo que nos quedáramos en el Duende del Mar y lo protegiéramos, y eso es lo que vamos a hacer, todos nosotros!

—¿Mientras él se deja matar?

—Está con Robillard, y con Drizzt Do’Urden —replicó Waillan, y la simple mención de aquellos dos nombres tuvo un efecto apaciguador sobre la tripulación—. Nos llamará si nos necesita, ¡y menudos marineros seríamos si perdiéramos el barco que constituye su única vía de escape!

—Ahora acudid a vuestros puestos, todos —ordenó—. Dirigid la vista hacia el mar y vigilad los muchos piratas que están anclados justo a la salida del puerto.

—¡Todos lucharon con nosotros! —comentó uno de los miembros de la tripulación.

—Sí, contra Arklem Greeth —dijo Waillan—. Y la mayor parte de los que vienen ahora a atacar al capitán Deudermont marcharon con él contra la Torre de Huéspedes. Las tornas han cambiado, así que permaneced alerta.

Los veteranos tripulantes del Duende del Mar se dirigieron a sus respectivos puestos de vigilancia y artillería entre gruñidos, y la mayoría consiguieron apartar la vista de los signos de lucha en plena ciudad para concentrarse en cualquier posible amenaza a su posición.

Y lo hicieron en el momento justo, ya que Waillan Micanty apenas había terminado de hablar cuando el vigía que estaba en la cofa gritó:

—¡A estribor! —A continuación, mientras Micanty y los demás corrían hacia la barandilla aclaró—: ¡En la línea de flotación!

La suerte quiso que el primer lacedón que trepaba por el casco del Duende del Mar saltara la barandilla justo delante del mismo Micanty, que lo recibió con una fuerte cuchillada de su sable.

—¡Necrófagos! —exclamó—. ¡Necrófagos a bordo del Duende del Mar!

Y así fue como llegaron los horribles subordinados de Arklem Greeth, saliendo del agua alrededor del cazador de piratas. Los marineros iban de un lado a otro, con las armas desenvainadas, decididos a cortar en dos a las bestias antes de que pudieran afianzarse, ya que si los lacedones conseguían llegar a cubierta, todos sabían que sus propias filas resultarían diezmadas rápidamente. Waillan Micanty iba en cabeza, aporreando y lanzando tajos necrófago tras necrófago, y fue rápidamente de estribor a babor, justo a tiempo para lanzar por encima de la barandilla al primer lacedón que atacaba aquella parte de la nave.

—¡Demasiados! —gritó alguien desde popa, cerca de la catapulta.

Waillan se volvió y vio necrófagos en pie sobre cubierta, y a dos de los tripulantes de la catapulta caer paralizados al suelo. Su mirada se dirigió de inmediato hacia aguas más profundas y los barcos que estaban anclados allí. La catapulta no estaba operativa. El Duende del Mar era vulnerable.

Se lanzó a la carga, llamando a los marineros para que se unieran él, pero cuando una mujer se apresuró a seguirlo, Waillan, reconociendo el enorme peligro, la detuvo.

—Ponte en contacto con Robillard —le pidió—. Háblale de nuestra situación.

—Podemos vencer —respondió la mujer, que era una aprendiz de Robillard.

Pero Waillan no la escuchó.

—¡Cuéntaselo! ¡Ahora!

La maga asintió con reticencia, con la mirada todavía fija en la lucha que se desarrollaba en la cubierta de popa. Aun así se dio la vuelta y se introdujo con dificultad por el mamparo.

Arklem Greeth, que estaba oculto, sentado en la bodega del Duende del Mar, la vio acercarse a la bola de cristal, expectante y divertido.

—Es el mismo ejército que destruyó a la flota de Aguas Profundas —comentó Deudermont cuando Robillard le relató lo que ocurría en el Duende del Mar.

—Quizá el barco que sobrevivió lo trajo hasta nosotros.

El mago reflexionó acerca de ello un segundo, y a continuación, asintió, pero estaba pensando en posibilidades mucho más siniestras, dada la naturaleza y coordinación del ataque lacedón, y el hecho de que estuviera ocurriendo en el mismo puerto de Luskan, donde nunca se habían producido ataques de esa índole.

—Aquí tenemos nuestros propios problemas, capitán —le recordó Robillard, pero por el tono de su voz estaba claro que no discutía la orden de Deudermont.

—Entonces sé rápido —dijo el capitán—. ¡Ese barco debe permanecer seguro por encima de todo!

Robillard dirigió la vista hacia la puerta que conducía a la escalera y la salida principal del palacio.

—Iré allí, y espero volver en seguida —dijo el mago—. Pero sólo si prometes que irás a buscar a Drizzt Do’Urden y permanecerás a su lado.

Deudermont no pudo evitar una sonrisa.

—Sobreviví muchos años sin él, y también sin ti —dijo.

—Cierto, y tus viejos brazos ya no son tan diestros con la espada —contestó el mago sin dudar.

Robillard le guiñó un ojo al capitán y cogió sus cosas. Después, comenzó a lanzar un hechizo que lo transportara a la cubierta del Duende del Mar.

El gran capitán Baram apartó de un golpe al frenético explorador y tuvo una visión más clara de la multitud que avanzaba atropelladamente por la plaza, a tan sólo tres manzanas del palacio de Suljack y de Deudermont.

Taerl se acercó rápidamente a él, conteniendo el aliento de manera similar, ya que ambos supieron reconocer al instante a las nuevas y poderosas fuerzas que habían hecho su aparición en escena. La Nave Rethnor estaba a punto de unirse a la lucha con todos sus efectivos.

—¿Vienen a por nosotros, o a por Deudermont? —preguntó Taerl.

Apenas acababa de decir aquello cuando un pequeño grupo de los muchachos de Baram cargó frente a la multitud de Rethnor. Baram abrió mucho los ojos, y Taerl dejó escapar un grito ahogado.

Pero el enano que iba en cabeza de las fuerzas de Rethnor se puso a dialogar con aquellos hombres, en vez de atacarlos con sus manguales, y cuando ambos grupos se separaron, y el contingente de Rethnor se hizo a un lado, los dos capitanes obtuvieron la respuesta que esperaban.

Toda la Nave Rethnor había llegado para enfrentarse a Deudermont.

—¡Oh, oh! —dijo Regis, posándose en un tejado bajo que daba a un callejón del que Drizzt acababa de hacer huir a tres de los rufianes de Taerl.

Drizzt iba a pedirle una aclaración al halfling, pero cuando vio la expresión de su rostro, sencillamente corrió hacia donde estaba, saltó y giró para agarrarse con las dos manos al borde del alero, y después se hizo un ovillo y tomó impulso, pasando las piernas por encima del resto de su cuerpo para subirse al tejado. Tan pronto se hubo afianzado allá arriba, comprendió lo que le pasaba al halfling.

Igual que una turba de hormigas, los guerreros de la Nave Rethnor recorrían varias de las calles, persiguiendo con gran facilidad a las tropas de Deudermont.

—Y por allí —comentó Regis, señalando hacia el noroeste.

A Drizzt se le cayó el alma a los pies cuando miró hacia donde señalaba, ya que las puertas de la isla de Closeguard volvían a estar abiertas, y el ejército del gran capitán Kurth avanzaba en tropel por el puente. Al volver la vista hacia los guerreros de Kensidan, no le resultó difícil imaginar de qué lado estaba Kurth.

—Se acabó —dijo Drizzt.

—Luskan ha muerto —coincidió Regis—. Y tenemos que sacar de aquí a Deudermont.

Drizzt emitió un fuerte silbido, y un instante después Guenhwyvar apareció saltando de tejado en tejado para unirse a ellos.

—Ve hacia los muelles, Guen —le pidió el drow a la pantera—. Encuéntrame una ruta.

Guenhwyvar emitió un suave gruñido y se alejó de un salto.

—Esperemos que Robillard tenga un conjuro de transporte disponible y preparado —le explicó Drizzt a Regis—. Si no, Guen nos conducirá.

El drow saltó hacia el callejón y ayudó a Regis para amortiguar su caída cuando saltó tras él. Se volvieron por donde habían venido, eligiendo la ruta más rápida hasta el palacio, hacia una puerta de servicio que daba a la cocina.

Sin embargo, apenas habían avanzado unos pasos cuando se encontraron con que el camino estaba bloqueado por un enano de extraño aspecto.

—Una vez me encontré con Drizzt el elfo oscuro —canturreó—. Tuvimos una buena pelea, eso seguro. Se movía a la velocidad del rayo, y me aguijoneaba; el acero de sus espadas cantaba…, ¡hasta que mis manguales le propinaron un golpe muy duro!

Drizzt y Regis se lo quedaron mirando, boquiabiertos.

—¡Juajuajuajuajua! —bramó el enano.

—Qué curiosa bestezuela —comentó Regis.

Robillard aterrizó en la cubierta del Duende del Mar, sosteniendo una gema que despedía una luz increíblemente brillante, como si llevara con él un trozo de sol. A su alrededor, los lacedones se encogían y chillaban, y su piel gris verdosa se erizaba y temblaba ante el colosal poder de aquel potente faro.

—¡Matadlos mientras están encogidos! —gritó Waillan Micanty, al ver que muchos de los marineros se habían quedado atónitos ante la repentina aparición dominadora de su heroico mago.

—¡Expulsadlos! —gritó otro, que le desgarró la carne a uno de los necrófagos con el garfio mientras éste se cubría los ojos ante el terrible poder de la gema.

Por toda la cubierta, la veterana tripulación del barco hizo que cambiaran las tornas, ya que muchos lacedones simplemente saltaban por la borda para alejarse de aquel brillo tan intenso, y muchos más caían bajo los mortíferos golpes de las espadas, los garrotes y los garfios.

Robillard buscó a Micanty y le dio la gema brillante.

—Despejad el barco —le dijo al marinero, en el que confiaba—, y preparaos para sacarnos del puerto hacia aguas abiertas. Voy a volver a por Deudermont.

Entonces, comenzó a lanzar un hechizo de teletransporte que lo devolviera al palacio, pero casi fue derribado cuando el Duende del Mar sufrió una sacudida provocada por una tremenda explosión.

Comenzaron a salir llamas de entre los tablones de cubierta, y Robillard supo entonces que la explosión había sido mágica, ¡y que venía de la misma bodega del Duende del Mar!

Sin decirle una sola palabra a Micanty, el mago corrió hacia la escotilla y la abrió de golpe. Saltó escaleras abajo, e inmediatamente vio a su aprendiz, tendida junto a la mesa de la bola de cristal, que se estaba quemando, carbonizada y aparentemente muerta. Miró con rapidez a su alrededor y se detuvo en seco cuando vio a Arklem Greeth, sentado cómodamente sobre un montón de sacos de grano.

—¡Oh, por favor!, dime que me esperabas —dijo el lich—. Estoy seguro de que eres lo bastante listo como para saber que no me destruí a mí mismo en la torre.

A Robillard se le quedó la boca seca de repente; iba a contestar, pero simplemente meneó la cabeza.

Con gran reticencia, el capitán Deudermont salió de su sala de audiencias y se encaminó hacia la cocina y la puerta de servicio, ya que sabía que Drizzt estaría allí. Por primera vez en mucho tiempo, los pensamientos del capitán estaban en el mar, con el Duende del Mar y sus muchos tripulantes todavía a bordo. No tenía ni la más remota idea de lo que había provocado el ataque de los monstruos nomuertos, pero era tan perjudicial y estaba tan coordinado con la lucha en las calles que no habría sido prudente considerarlo una coincidencia.

Un grito que provenía de un pasillo a su izquierda hizo detenerse a Deudermont y lo sacó de su ensimismamiento.

—¡Intrusos en el palacio! —resonó el grito.

Deudermont desenvainó la espada y se dirigió hacia aquel pasillo, pero sólo alcanzó a dar dos pasos. Se lo había prometido a Robillard; debía pensar en su propia seguridad. No le correspondía meterse en peleas callejeras, a menos que hubiera alguna esperanza de ganar.

Se oyó cómo se rompía una ventana, y después otra, en alguna de las numerosas habitaciones que tenía detrás.

Los enemigos estaban entrando en el palacio de Suljack, y Deudermont no tenía posibilidad de repelerlos.

Se volvió rápidamente, jurando entre dientes, y corrió hacia la cocina.

La silueta se abalanzó contra él desde un lado, saliendo de las sombras, y el capitán sólo pudo verla con el rabillo del ojo. Se dio la vuelta con agilidad felina, haciendo un barrido con la espada; el arco que trazó paró a la perfección la lanza que pretendían clavarle. Con un repentino movimiento inverso, lanzó un tajo transversal al pecho de su atacante, le abrió una profunda herida y envió al hombre de nuevo a las sombras mientras gorgoteaba de dolor.

Deudermont se alejó rápidamente. Necesitaba encontrarse con Drizzt y Regis, para poder preparar una ruta de escape para los leales a su causa.

Oyó ruidos en la cocina y abrió la puerta de una patada, con la espada en ristre.

Deudermont supo que era demasiado tarde cuando vio a un cocinero caer al suelo, ensartado por una espada, llevándose las manos a la herida mortal que tenía en el pecho. El capitán recorrió con la vista la espada hasta llegar al que la sostenía, y cuál no sería su sorpresa al encontrarse con un hombre de ropajes llamativos y estrambóticos. Llevaba una enorme camisa almidonada con rayas blancas y rojas, atada con una cinta verde que contrastaba enormemente con los colores brillantes de la camisa y el azul aún más brillante de los pantalones. Su sombrero era enorme y tenía una pluma, y Deudermont no era capaz de imaginarse la salvaje mata de pelo rizado que tenía debajo de él, ya que la barba del hombre, toda negra y que se extendía en todas direcciones, casi tenía el doble de tamaño que su cabeza.

—Conocemos cada uno de tus movimientos. ¿Qué te parece, capitán Deudermont? —preguntó el pirata mientras se pasaba la lengua por los dientes amarillos, impaciente.

—Argus Miserable —contestó Deudermont—. O sea que, al fin y al cabo, los rumores acerca de tu insulto al buen gusto no eran exagerados.

El pirata rio con socarronería.

—Pagué un buen dinero por estas ropas —dijo.

Limpió la espada en los pantalones, y aunque no quedó del todo bien, sus pantalones no mostraban ni rastro de sangre, saltaba a la vista que eran mágicos.

Deudermont resistió la tentación de contestar con un comentario sarcástico acerca del valor de tal atuendo y de lo que podría beneficiar a la moda el enterrar aquella cosa tan fea, pero se contuvo.

Era evidente que no serviría de nada negociar con el pirata, y el capitán tampoco tenía interés, especialmente porque un hombre leal a Deudermont, un hombre inocente, estaba muerto a los pies de Miserable.

Como única respuesta, Deudermont alzó la espada.

—Aquí no hay tripulación a la que puedas dar órdenes, capitán —contestó Argus Miserable, también alzando la espada y empuñando un puñal largo con la otra mano—. ¡Oh!, pero eres el mejor capitaneando un barco, ¿verdad? ¡Veamos cómo se te da el manejo de la espada!

Y diciendo eso, dio un salto hacia delante, lanzando una estocada con la espada, y cuando ésta fue desviada, aprovechó el movimiento para dar salvajes tajos transversales con el puñal.

Deudermont se echó hacia atrás para ponerse fuera del alcance de sus golpes y rápidamente colocó la espada hacia delante. La estocada no podía alcanzar al pirata, pero le arrebató su iniciativa ofensiva e hizo que se echara hacia atrás sobre los talones. El pirata se agachó entonces, con las piernas bien abiertas y las armas hacia el frente, pero también separadas. Comenzó a trazar círculos lentamente, y Deudermont lo imitó, vigilando por si veía algún signo de que el hombre fuera a realizar un repentino ataque de nuevo; también observó la habitación, el terreno de combate. Se fijó en la encimera, toda llena de cacerolas y cuencos, y en los estrechos armarios que estaban alineados juntos contra una pared lateral.

Miserable apretó fuertemente la mandíbula, y Deudermont lo percibió con claridad, por lo que apenas se sorprendió cuando el pirata dio un salto hacia delante, lanzando una estocada con la espada.

Deudermont se deslizó con facilidad junto a la encimera, y el exitoso barrido de Miserable con la daga falló por centímetros.

—¡Quédate quieto y lucha conmigo, perro! —bramó Miserable, persiguiéndolo alrededor de la encimera.

Deudermont le sonrió, incitándolo a seguir. El capitán continuó con su retirada por la parte de atrás de la encimera; después dio la vuelta hasta la parte frontal, y se situó entre la isla y la fila de armarios.

Miserable fue tras él, gruñendo y lanzando tajos a diestro y siniestro.

Deudermont se detuvo y lo dejó acercarse, pero sólo con el objetivo de agarrar el armario que tuviera más cerca con la mano izquierda, que era la que le quedaba libre, y volcarlo para que cayera justo delante del pirata. Miserable saltó por encima, pero se topó con el segundo armario, que había sido volcado de manera similar, después el cuarto, ya que Deudermont había retrocedido con seguridad más allá del tercero, sin necesidad de volcarlo.

—¡Sabía que eras un cobarde! —exclamó Miserable, que escupió a continuación.

Deudermont aprovechó el momento en que el pirata esquivaba el armario para hacer un fuerte barrido con la espada por encima de la encimera; destrozó cuencos y le tiró encima líquidos y harina a Argus Miserable. El pirata agitó las manos, tratando inútilmente de bloquearlo, y acabó con la cara teñida de blanco y varios surcos húmedos en una mejilla. También su barba perdió el tono negro durante la tormenta de harina.

Avanzó mientras escupía, y giró el hombro para pasar rápidamente de lado mientras Deudermont iba a por otro armario que volcar.

Pero esa vez no volcó el armario. En su lugar, utilizó la maniobra defensiva de Miserable y el arco de la mano que le quedaba libre para avanzar un paso. Ejecutó un doble movimiento, esquivando muy deprisa la espada y el puñal, y después, se puso a la altura de la espada de Miserable y lo golpeó con fuerza en la cara.

Le rompió la nariz, de la cual empezó a manar sangre que se mezcló con la harina que tenía sobre el labio.

Deudermont comenzó a echarse hacia atrás, o pareció hacerlo, pero realmente estaba sólo girando los hombros, tras haber extendido el brazo hacia atrás y haber impreso un hábil giro a su propia espada.

Miserable avanzó, persiguiéndolo furioso, con la pretensión de apuñalar al capitán con el puñal.

—¡Maldito seas, perro tramposo! —quiso gritar.

Sin embargo, se encontró con que su puñal pasaba rozando al capitán y sus palabras quedaban interrumpidas por la espada de Deudermont, que se le clavó en la mandíbula desde abajo, y le atravesó la boca y el cerebro con tal fuerza que levantó el sombrero con que Argus Miserable se cubría la cabeza.

Deudermont fue alcanzado por el puñal, dado su atrevido movimiento, pero el golpe no tenía fuerza, ya que el pirata ya había muerto.

Aun así, el rostro de Miserable conservó la misma expresión de sorpresa durante largos instantes, antes de desplomarse hacia delante —más allá del capitán, que lo esquivó— y caer de bruces al suelo.

—¡Ojalá hubiera tenido tiempo para alargar nuestro combate, Argus Miserable! —le dijo Deudermont al cadáver—, pero me requieren asuntos más importantes que satisfacer el concepto de juego limpio que tienen los tipos como tú.

—¡Es bueno que aminores el paso! Harías mejor en estar remando, porque por este camino no vas a pasar, ¿sabes? —bramó el enano, que aparentemente se estaba divirtiendo de lo lindo. Y terminó con un aullido—: ¡Juajuajuajua!

—¡Oh, haz el favor de matarlo! —le dijo Regis a Drizzt.

—La lucha ha terminado, buen enano —dijo Drizzt.

—Yo no lo creo —replicó el enano.

—Voy a por mi capitán, para llevármelo de aquí —le explicó Drizzt—. Luskan no es lugar para Deudermont; lo han decidido los mismos luskanos. Así pues, nos vamos. No hay razón para continuar con esta locura.

—¡Bah! —soltó el enano—. He estado deseando probar mis manguales contra tipos como Drizzt Do’Urden desde que oí hablar de ti, elfo. Y he oído hablar de ti demasiadas veces. —Sacó los manguales de detrás de los hombros.

Las cimitarras de Drizzt aparecieron en sus manos como si hubieran estado ahí todo el tiempo.

—¡Juajuajuajuajua! —rugió el enano, aplaudiendo mientras reía—. Eres tan rápido como dicen, ¿eh?

—Y más —le prometió Drizzt—. Vuelvo a ofrecerte la posibilidad de marcharte; no tengo nada contra ti.

—Estoy dispuesto a aceptar esa apuesta —dijo el enano, y avanzó con la risa de un maníaco.