Capítulo 30


El guantelete de Deudermont

Tres lanzas volaron por el callejón casi al unísono, todas arrojadas furiosamente y con gran fuerza. Los defensores, desesperados, se cubrieron con los escudos para evitar el impacto, o al menos minimizarlo. Pero las lanzas jamás llegaron a las líneas enemigas, ya que de una ventana abierta surgió una ágil silueta, que aterrizó con una pirueta sobre el pavimento y con un par de espadas curvas cortó los proyectiles a su paso, neutralizando la amenaza.

Los defensores vitorearon, pensando que había llegado un nuevo y poderoso aliado, y los lanceros maldijeron, adivinando su destino fatal en los ojos ardientes y en las espadas vertiginosas del mortífero elfo oscuro.

—¿Qué locura es ésta? —exigió saber Drizzt, mirando de un lado a otro para acusar a ambos bandos.

—¡Pregúntaselo a ellos! —gritó uno de los lanceros—. ¡Ellos mataron a Suljack!

—¡Pregúntaselo a ellos! —gritó a su vez el líder de los defensores— ¡Ellos vinieron a declararnos la guerra!

—¡Asesinos! —gritó uno de los lanceros.

—¡Embustero! —respondieron.

—¡La ciudad se derrumba a vuestro alrededor! —exclamó Drizzt—. Podréis resolver vuestras disputas, pero no hasta… —Terminó en ese mismo instante, ya que tras otro grito de «¡Asesinos!», los lanceros entraron en tropel en el callejón y cargaron. En el lado opuesto, los defensores respondieron con un «¡Ladrones mentirosos!» y cargaron a su vez.

Eso dejó a Drizzt atrapado en medio.

¿Suljack o Taerl? Drizzt le daba vueltas a esa pregunta mientras se hacía cada vez más urgente contestarla. ¿Con qué nave debía aliarse? ¿Cuál de las dos reivindicaciones era más legítima?

¿Cómo iba a poder juzgar con tan poca información? Todos esos pensamientos e inquietantes preguntas se agolparon en su mente en los pocos segundos que tenía antes de acabar aplastado entre ambas facciones, y la única conclusión a la que pudo llegar fue que no era capaz de elegir.

Envainó las cimitarras y corrió hacia un lateral del callejón; saltó por encima del muro y se puso a salvo. Encontró apoyo en el alféizar de una ventana y se volvió para observar, impotente, meneando la cabeza.

La tripulación de Suljack estaba invadida por la rabia. Los que se encontraban detrás del muro de carne que no les permitía castigar a sus enemigos cuerpo a cuerpo arrojaban cualquier proyectil que tuvieran a mano: lanzas, dagas, incluso trozos de madera o piedra que habían conseguido arrancar de los edificios cercanos.

Los defensores de Taerl parecían igualmente decididos, aunque más contenidos, y formaron un muro de escudos para defenderse del choque inicial, esperando pacientemente a que la furia de los atacantes se agotara.

Drizzt no poseía la imparcialidad necesaria para admirar o criticar las tácticas de uno u otro bando, y no se sentía con fuerzas para comenzar a predecir cuál de ellos prevalecería. En su interior sabía que el resultado estaba asegurado, ya que, ganara quien ganase, Luskan habría perdido.

Salvó la vida sólo gracias a sus rápidos instintos y a sus reflejos, ya que uno de los hombres de Suljack, al no poder alcanzar a los defensores de Taerl, apuntó con la ballesta a Drizzt y disparó. El drow esquivó la saeta justo en el último instante, pero aun así el proyectil le hizo un corte en la parte posterior del hombro antes de que su cota de mithril lo desviara. A causa del esfuerzo casi cayó al vacío.

Se llevó la mano a una de las cimitarras, y pudo ver una ruta despejada muro abajo, hasta el callejón, cerca del arquero.

Pero sintió más lástima que enfado y en su lugar respondió invocando su poder innato de crear un globo de oscuridad alrededor del idiota de la ballesta. Drizzt comprendía que no pintaba nada en esa pelea, que no podía sacar nada positivo de unos combatientes que no atendían a razones. Sintió el peso de ese pensamiento mientras trepaba hasta el tejado del edificio y se alejaba del callejón, tratando de dejar atrás los gritos de rabia y dolor.

Sin embargo, también resonaban dos calles más allá de donde él estaba, ya que dos facciones se habían enzarzado en una batalla confusa y encarnizada en la avenida que separaba las naves de Baram y Taerl. Mientras corría por los tejados, el drow trató de discernir a qué filiación pertenecían unos y otros, pero no supo si era la Nave Baram contra Taerl, o Suljack contra Baram, o una continuación de la lucha de Suljack contra Taerl, o quizá otro bando totalmente distinto.

A lo lejos, en plena ciudad, cerca de la muralla este, el fuego iluminó la noche.

—Triplica la guardia en el puente del continente —le ordenó el gran capitán Kurth a uno de sus sargentos— y organiza patrullas que recorran toda la orilla.

—¡Sí! —contestó el guerrero, que claramente comprendía lo acuciante de la situación.

Los ruidos de la batalla llegaban hasta la isla de Closeguard, junto con el olor a quemado. El hombre salió corriendo de la habitación, llevándose a dos soldados consigo.

—Por lo que sé, son en su mayoría las tripulaciones de Taerl y Suljack —informó al capitán otro de sus sargentos.

—Baram también está muy metido —añadió otro.

—Pues yo creo que esta situación se debe en su mayoría al hijo de Rethnor —dijo otro de los hombres, que se puso junto a Kurth mientras dirigía la vista hacia el continente, donde ardían con fuerza varios fuegos.

Eso desencadenó una discusión entre los guerreros, ya que, a pesar de que los rumores acerca de la influencia de Kensidan en la pelea eran numerosos, la idea de que Taerl y Baram hubieran atacado a Suljack sin que éste los hubiese provocado no era tan descabellada, especialmente porque todo el mundo sabía que Suljack se había unido a Deudermont.

Kurth hizo caso omiso del parloteo. Sabía perfectamente lo que estaba sucediendo en Luskan, quién tiraba de los hilos para provocar las revueltas.

—¿Quedará algo cuando ese necio Cuervo acabe con esto? —murmuró para sí mismo.

—Closeguard —contestó el sargento que estaba junto a él, y tras meditarlo un momento, Kurth asintió, agradecido, al hombre.

Un grito descarnado que procedía del exterior interrumpió la discusión y los pensamientos de Kurth. Se volvió y vio con asombro, al igual que el resto de los presentes en la habitación, cómo un visitante que no había sido invitado entraba por la puerta.

—¡Estás vivo! —gritó un hombre.

A Kurth la ironía de aquella idea lo hizo reír. Arklem Greeth llevaba décadas sin «estar vivo».

—Calmaos —les dijo el lich a todos los presentes, levantando las manos en un gesto inofensivo—. Vengo en son de paz.

—¡La Torre de Huéspedes voló por los aires! —exclamó el hombre que estaba junto a Kurth.

—Fue bonito, ¿a que sí? —respondió el lich, mostrando al sonreír sus dientes amarillos. Sin embargo, se puso rígido de inmediato y se dirigió directamente hacia el gran capitán Kurth—. Me gustaría hablar contigo.

Una docena de espadas apuntaron a Arklem Greeth.

—Comprendo y acepto que no tuviste otra opción más que abrir los puentes —dijo el lich, pero nadie bajó la espada ante tal afirmación.

—¿Cómo es que estás vivo?, ¿y qué haces aquí? —preguntó Kurth, y tuvo que esforzarse mucho para que no le temblara la voz.

—No he venido como enemigo, eso seguro —replicó el lich, que paseó la vista por los tozudos guerreros y suspiró profundamente, pero sin aire—. Si hubiera venido a haceros daño, habría envuelto en llamas el piso inferior de esta torre y os habría asaltado con una descarga mágica que hubiera matado a la mitad de los hombres antes de que hubierais podido averiguar de dónde venía —dijo—. Por favor, viejo amigo, tú me conoces lo bastante como para saber que no necesito encontrarte a solas para acabar contigo.

Kurth miró largamente al lich.

—Dejadnos —les ordenó a sus guardias, que, enfadados, comenzaron a murmurar quejas, aunque al final hicieron lo que se les ordenaba.

—¿Te ha enviado Kensidan? —preguntó Kurth cuando se queda ron solos.

—¿Quién? —replicó Arklem Greeth, y se echó a reír—. No. Dudo de que el hijo de Rethnor sepa que sobreviví a la catástrofe de la isla de Cutlass. Tampoco creo que se alegrara al oír la noticia.

Kurth ladeó ligeramente la cabeza, dando muestras de estar intrigado e incluso algo confuso.

—Hay otros que observan los acontecimientos que tienen lugar en Luskan, por supuesto —dijo Arklem Greeth.

—La Hermandad Arcana —dedujo Kurth.

—No, al menos por ahora. Sin contarme a mí, claro, ya que una vez más, y antes de lo que esperaba, me siento intrigado por esta curiosa colección de rufianes que llamamos ciudad. No, amigo mío, hablo de las voces en las sombras. Han sido las que ahora me han guiado hasta ti.

Los ojos de Kurth emitieron un destello.

—Me temo que el capitán Deudermont acabará mal —dijo el lich.

—Y Kensidan y la Nave Rethnor acabarán bien.

—Y tú —le aseguró Arklem Greeth.

—¿Y tú? —preguntó Kurth.

—Acabaré bien —dijo el lich—. De hecho, ya ha sido así, aunque busco una cosa más.

—¿El trono de Luskan? —preguntó Kurth.

Arklem Greeth volvió a reír con aquel característico resuello.

—Mi vida pública aquí ya ha acabado —admitió—. Lo acepté antes de que lord Brambleberry navegara por el Mirar. Así son las cosas, por supuesto. Lo esperaba, lo admití, y fue algo bien planeado, te lo aseguro. Probablemente podría haber vencido a Brambleberry, pero al hacerlo hubiera despertado la ira de los señores de Aguas Profundas, y de ese modo, le hubiera causado muchos más problemas a la Hermandad Arcana que el ligero revés que recibimos aquí.

—¿Ligero revés? —contestó Kurth, indignado—. ¡Habéis perdido Luskan!

Greeth se encogió de hombros, y Kurth apretó los dientes por el enfado.

—Luskan —volvió a decir, dándole más peso al nombre.

—Es tan sólo una ciudad, nada extraordinario —dijo Greeth.

—No es así —contestó Kurth, censurándolo por su evidente bravata—. Es el centro de una gran rueda, un centro de peso para regiones de gran riqueza al norte, al este y al sur, y con las vías navegables necesarias para transportar tales riquezas.

—Tranquilo, amigo —dijo Greeth, dando palmaditas en el aire—. No estoy infravalorando a tu amada Luskan.

La expresión en el rostro de Kurth expresaba claramente su desacuerdo con tal afirmación.

—Es sólo que sé que nuestra pérdida aquí es temporal —le explicó Greeth—. Y espero que la ciudad permanezca en manos de alguien competente y razonable —añadió con una reverencia respetuosa que desarmó a Kurth.

—¿Así que piensas marcharte? —preguntó el capitán, que no llegaba a comprender.

Kurth apenas podía creer, después de todo, que Arklem Greeth, el temido y mortífero archimago arcano, fuera a renunciar voluntariamente a la ciudad.

El lich se encogió de hombros, y la mucosidad y el agua de mar que tenía en los pulmones crujieron con el movimiento.

—Quizá. Pero antes de marcharme quiero vengarme de un mago traidor en especial. Bueno, de dos.

—Arabeth Raurym —dedujo Kurth—. Juega en ambos bandos del conflicto, se mueve entre Deudermont y Rethnor.

—Hasta que esté muerta —dijo el lich—, cosa que pretendo hacer.

—¿Y el otro?

—Robillard, del Duende del Mar —dijo el lich con el tono más despectivo del que era capaz una criatura sin aliento—. Llevo mucho tiempo sufriendo la recta indignación de ese necio.

—Ninguna de las dos muertes sería capaz de entristecerme —coincidió Kurth.

—Quiero que me facilites la labor —dijo Arklem Greeth, y Kurth enarcó una ceja—. La ciudad se deshace. El sueño de Deudermont caerá, y muy pronto.

—A menos que pueda encontrar comida y…

—La ayuda no llegará —insistió el lich—; en todo caso, no a tiempo.

—Pareces saber mucho para alguien que no ha aparecido por Luskan en varios meses. Y aparentas estar bastante seguro de lo que dices.

—Las voces en las sombras… —replicó Arklem Greeth con una sonrisa maliciosa—. Permíteme que te hable de tus aliados, que observan pero no se dejan ver.

Kurth asintió, y el lich habló con franqueza, confirmando aquello que Morik el Rufián, a petición de Kensidan, le había explicado. El gran capitán hizo bien en ocultar su consternación al probarse la inoportuna existencia de otro poderoso jugador en el juego de tira y afloja que estaba teniendo lugar en Luskan, especialmente porque era alguien de pésima reputación y carácter impredecible. No fue la primera vez que el gran capitán Kurth se cuestionó el buen tino de Kensidan al propiciar el desastre de Luskan.

Tampoco sería la última vez, pensó mientras Arklem Greeth le contaba la oscura historia de los necrófagos lacedones y los marineros asesinados.

—Si no actuamos ahora, perderemos Luskan —les anunció el gobernador Deudermont a Robillard, Drizzt, Regis y algunos más de sus oficiales casi tan pronto como Drizzt le hubo comunicado las noticias de la lucha en las calles—. Debemos calmarlos hasta que lleguen las caravanas.

—No atienden a razones —dijo Drizzt.

—Necios —murmuró Robillard.

—Buscan un medio de descargar sus frustraciones —dijo Deudermont—. Están hambrientos y asustados, y apenados. Todas las familias han sufrido grandes pérdidas.

—Sobrestimas la espontaneidad del momento —lo advirtió Robillard—. Los están aguijoneando… y alimentando.

—Los grandes capitanes —contestó Deudermont, y el mago se encogió de hombros ante una respuesta tan obvia.

—De veras —continuó Deudermont—. Los cuatro necios han construido pequeños imperios dentro de la ciudad y ahora se valen de la espada para ganar posiciones.

Drizzt dirigió la vista hacia los platos vacíos que habían quedado del almuerzo y los restos de carne —de carne de rothé de las profundidades— y se preguntó si estaba ocurriendo algo más aparte de las luchas internas entre los capitanes. Sin embargo, se calló sus miedos, al igual que había hecho cuando habían surgido durante la cena de la noche anterior. No tenía ni idea de quién había abierto las rutas comerciales necesarias para conseguir rothé de las profundidades y champiñones de la Antípoda Oscura, o con quién estaría negociando ese emprendedor capitán, pero había caos en Luskan y, por experiencia, Drizzt asociaba ese estado con una raza en concreto.

—Debemos actuar de inmediato —dijo Deudermont, que se volvió hacia Robillard—. Ve a ver a los mirabarranos y pídeles que refuercen sus defensas y mantengan a salvo la taberna de El Dragón Rojo.

—¿Nos vamos? —preguntó Regis.

—Rezo para que sea al Duende del Mar —dijo Robillard.

—Debemos cruzar el puente —contestó Deudermont—. Nuestro lugar ahora debe estar en pleno Luskan. Los mirabarranos pueden controlar la ribera norte. Nuestro deber es introducirnos en la batalla y obligar a los capitanes a volver a sus respectivos dominios.

—Hay una nave a la que le falta capitán —le recordó Drizzt.

—Y allí es donde iremos —decidió Deudermont—. Al palacio de Suljack, que declararé residencia temporal del gobernador, y nos aliaremos con su gente en tiempos de necesidad.

—¿Antes de que los buitres puedan hacer pedazos el casco de la Nave Suljack? —preguntó Regis.

—Exacto.

—El Duende del Mar sería una elección mucho mejor —dijo el mago.

—¡Basta, Robillard! Estoy harto.

—Luskan ya está muerta, capitán —añadió el mago—. No tienes valor para verlo con claridad.

—Los mirabarranos —insistió Deudermont con un tono más brusco.

Robillard hizo una reverencia y no dijo nada más, e inmediatamente abandonó la habitación y poco después El Dragón Rojo para alistar a los hombres y enanos del distrito del Escudo.

—Anunciaremos nuestra presencia en términos bien claros —explicó Deudermont cuando el mago se hubo marchado—, y lucharemos para proteger a cualquiera que nos necesite. Con la determinación y con la espada mantendremos unida a Luskan hasta que lleguen los suministros, y exigiremos lealtad a la ciudad y no a una nave.

Estaba claro que pensaba sobre la marcha.

—Llamaremos a los magistrados y a toda la guardia de la ciudad —dijo, hablando tanto para sí mismo como para los demás—. Pondremos las cartas sobre la mesa. Este es el momento de mostrarnos fuertes y decididos, el momento de reunir a la ciudad en torno a nosotros y obligar a los grandes capitanes a someterse al bien común. —Hizo una pausa y miró a Drizzt a los ojos, mostrándole su fuerza antes de arrojar el guante.

»O perderán su posición —añadió—. Disolveremos la nave de cualquiera que no jure lealtad al cargo de gobernador.

—Querrás decir a ti —dijo Regis.

—No, al cargo y a la ciudad. Son más grandes que cualquier hombre que ocupe el puesto.

—Una afirmación atrevida —dijo Drizzt—. ¿Perderán su posición?

—Han tenido la oportunidad de demostrarle a Luskan lo que valen durante la larga noche invernal —replicó Deudermont con firmeza—. Todos han fallado menos Suljack.

La reunión terminó con esa nota amarga.

—¿Qué pasa? ¿Está de nuestro lado? —le dijo un antiguo soldado de la Nave Suljack, que acababa de unirse a Deudermont, a su compañero mientras salían del palacio para sumarse a la lucha.

Lo primero que vieron ambos hombres fue a Drizzt Do’Urden enfrentándose a dos de los rufianes de Baram.

—Sí, y ésa es la razón por la que le he dicho que sí a Deudermont —dijo el otro.

El primero hizo un gesto de asentimiento mientras ambos observaban al drow en acción. Uno de los muchachos de Baram hizo un giro extraño, al parecer tratando de cortarle las piernas al elfo oscuro desde abajo, pero Drizzt saltó ágilmente y le dio una rápida patada en la cara mientras lo hacía. El segundo matón empezó duro con una cuchillada directa desde un lateral, pero las cimitarras del drow lo mantuvieron a raya. Con una de ellas cruzada para desviar la trayectoria de la espada del adversario fácilmente, lanzó una estocada con la otra, y le puso al hombre la espada al cuello. A continuación, Drizzt hizo un barrido hacia atrás justo a tiempo de enredar la cimitarra con la espada del otro rufián mientras ascendía. El drow, con un giro de muñeca, desarmó rápidamente al matón y lo inmovilizó poniéndole la afilada espada al cuello, igual que a su amigo.

—La lucha se ha acabado para vosotros —les anunció Drizzt a ambos, y ninguno de los dos estaba en posición de negarlo.

Los hombres que habían salido de la residencia de Suljack se apresuraron a bajar por el callejón para unirse a Drizzt, pero se detuvieron bruscamente cuando el elfo oscuro les lanzó una mirada desconfiada.

—¡Estamos con Deudermont! —gritaron al unísono.

—Acabamos de firmar —le aclaró uno de ellos.

—A estos dos los tengo bien pillados —les explicó Drizzt, y se volvió hacia sus prisioneros—. Dadme vuestra palabra de honor de que os quedaréis fuera de la lucha, u os mato aquí mismo.

Los muchachos de Baram se miraron, impotentes, y a continuación le hicieron los juramentos pertinentes a Drizzt mientras éste los pinchaba con las espadas.

—Llevadlos al ala este de la primera planta —les ordenó Drizzt a los dos nuevos reclutas de Deudermont—. No deben sufrir daño alguno.

—¡Pero están con Baram! —protestó uno.

—¡Ellos fueron los que mataron a Suljack! —dijo el otro.

Drizzt los hizo callar con una mirada que no admitía réplica.

—Son prisioneros. Ya no lucharán más. Y cuando esta tontería termine, volverán a formar parte de Luskan, una ciudad que ya ha visto demasiadas muertes.

—¡Oh, sí, sí, señor Regis, señor! —interrumpió una voz.

Los cinco se volvieron para ver a Regis entrando por el otro extremo del callejón. Un par de matones, muchachos de Taerl, lo seguían estúpidamente, con los ojos fijos en un rubí especialmente fascinante que el halfling hacía oscilar en el extremo de una cadena.

—La lucha ha acabado para mí —dijo el otro estúpido hipnotizado.

Regis pasó junto a Drizzt y los demás, suspirando hondamente ante tal necedad.

—Ganamos al preservar el corazón y el alma de Luskan —les explicó Drizzt a los confusos nuevos reclutas—, evitando matar a todos los que ahora acepten no combatir contra nuestra causa.

Drizzt le hizo un gesto con la cabeza al rufián que todavía iba armado para que tirase el arma, y al ver que no respondía inmediatamente, el drow lo pinchó en la garganta.

Su espada cayó sobre los adoquines. A continuación, Drizzt condujo a los prisioneros hasta los nuevos reclutas sin bajar las cimitarras.

—Llevadlos al ala este.

—Prisioneros —dijo uno de los nuevos reclutas, asintiendo.

—Sí —dijo el otro, y se pusieron en marcha con los matones capturados yendo delante de ellos y siguiendo la misma ruta que Regis y sus dos prisioneros.

A pesar de las enormes dimensiones de la calamidad que los rodeaba —las calles de alrededor del nuevo palacio de Deudermont estaban llenas de gente luchando, ya que al menos Baram y Taerl se habían puesto en contra del gobernador con todas las consecuencias—, Drizzt no pudo contener una risita, especialmente ante las eficaces tácticas de Regis.

Sin embargo, esa sonrisa se le borró de inmediato de la cara cuando fue corriendo hasta el otro extremo del callejón para ver cómo Robillard, menos sutil, envolvía todo un edificio en una bola de fuego. Del interior de la estructura en llamas comenzaron a salir gritos, y un hombre saltó desde una ventana del segundo piso con la ropa ardiendo.

A pesar de las esperanzas de Drizzt y de Deudermont de evitar derramamiento de sangre, el elfo oscuro comprendió que, antes de que terminara la lucha, muchos luskanos morirían.

El drow se frotó los cansados ojos y dejó escapar un largo suspiro de resignación. No era la primera vez, ni sería la última, que deseaba poder volver atrás en el tiempo, al momento en que él y Regis habían llegado a la ciudad después de mucho tiempo, antes de que Deudermont y lord Brambleberry comenzaran su fatídico viaje.