Capítulo 3


Atreverse a soñar

Unos cuantos años antes, el Duende del Mar se habría limitado a enviar al Desatino de Quelch al fondo del mar y se habría alejado en busca de más piratas. Y seguramente habría encontrado otros a los que destruir antes de tener que volver a puerto. El Duende del Mar podía capturar, destruir y perseguir otra vez casi con total impunidad. Era más rápido y más resistente, y poseía una tremenda ventaja sobre aquellos a los que perseguía en cuanto a información. Sin embargo, las capturas eran cada vez más escasas, aunque había piratas en abundancia.

Un atribulado Deudermont se paseaba por la cubierta de su amado cazapiratas, lanzando alguna que otra mirada al barco dañado que llevaba a remolque. Necesitaba asegurarse. Como un gladiador envejecido, Deudermont se daba cuenta de que el tiempo pasaba rápidamente para él, que sus enemigos se habían habituado a sus tácticas. El barco capturado, en cierto modo, aquietaba esos temores, como matar a un contrincante sobre la arena. También sabía que obtendría una buena recompensa en Aguas Profundas.

—Llevo meses preguntándomelo… —le dijo Deudermont a Robillard cuando se acercó al mago, sentado como de costumbre en su trono, detrás del palo mayor, a unos cinco metros por encima de la cubierta—. Ahora lo sé.

—¿Saber qué, mi capitán? —preguntó Robillard con interés obviamente fingido.

—Por qué no damos con ellos.

—Hemos dado con uno.

—Por qué no los encontramos con más facilidad —replicó el capitán ante el inefable humor ácido de su mago.

—Te ruego que me lo digas. —Mientras hablaba, aparentemente Robillard captó la intensidad de la mirada del capitán y no apartó la suya.

—He oído tu conversación con Arabeth Raurym —dijo Deudermont.

Robillard disimuló su sorpresa tras una mueca divertida.

—¿De veras? Es una interesante criaturita.

—Una pirata que se nos escapó de las manos —señaló Deudermont.

—¿Te habría gustado que la hubiera encadenado? —preguntó el mago—. Supongo que conoces su linaje. El capitán no parpadeó.

—Y su poder —añadió Robillard—. Es una supermaga de la Torre de Huéspedes del Arcano. Si hubiera tratado de detenerla, habría volado el barco con todos nosotros dentro, incluido tú.

—¿No es precisamente ésa la circunstancia para la que fuiste contratado?

Robillard hizo un gesto burlón y dejó pasar la pulla.

—No me gusta que haya escapado —dijo Deudermont. Hizo una pausa y dirigió la mirada hacia estribor.

El sol se hundía en el horizonte y proyectaba feroces tonalidades naranjas, rojas y rosadas a una distante masa de nubes. El sol se estaba poniendo, pero al menos era un hermoso espectáculo. A Deudermont no se le escapó el simbolismo de la puesta de sol, dado lo que sentía al considerar la relativa ineficacia del Duende del Mar en los últimos tiempos, esa sospecha preocupante de que sus tácticas eran contrarrestadas con éxito por los muchos piratas que campaban a sus anchas a lo largo de la Costa de la Espada.

Contempló la puesta de sol.

—La Hermandad Arcana se mete en lo que no debiera —dijo con calma, tanto para sí como para Robillard.

—¿Esperabas otra cosa? —respondió el mago.

Deudermont consiguió apartar la vista del espectáculo natural y mirar a Robillard.

—Siempre han sido unos metomentodo —explicó Robillard—. Algunos, al menos. Estamos esos, entre los que me cuento, que simplemente queríamos que nos dejaran en paz con nuestros estudios y experimentos. Considerábamos que la Torre de Huéspedes era un refugio para las mentes brillantes. Lo lamentable es que había otros que querían usar esa brillantez para ganar o para dominar.

—Esa tal criatura llamada Arklem Greeth.

—¿Criatura? Sí, es una buena descripción.

—¿Tú abandonaste la Torre de Huéspedes antes de que él llegara? —preguntó Deudermont.

—Desgraciadamente, todavía estaba entre sus miembros cuando él cobró relevancia.

—¿Fue su ascenso uno de los motivos para marcharte?

Robillard lo pensó un momento y acabó encogiéndose de hombros.

—No creo que Greeth fuera el único que propiciara los cambios en la Torre; él fue más bien un síntoma. Sin embargo, es posible que haya sido el golpe de gracia para el poco honor que quedaba todavía allí.

—Ahora apoya a los piratas.

—Tal vez sea el menor de sus crímenes. Es una criatura indecente. Deudermont se frotó los cansados ojos y volvió a centrarse en la puesta de sol.

Tres días después, el Duende del Mar y el Desatino de Quelch —cuyo nombre había sido convenientemente emborronado para que no lo reconocieran— entraron en el puerto de Aguas Profundas. Los recibieron con ansiedad los estibadores y el propio capitán de puerto, que también hacía las veces de subastador de los barcos piratas capturados que Deudermont y unos cuantos más traían hasta allí.

—El barco de Argus Miserable —le dijo a Deudermont cuando el capitán bajó del Duende del Mar—. Dime que lo traes encerrado en tu bodega y me alegrarás el día.

Deudermont negó con la cabeza y miró por encima del capitán de puerto a un joven amigo suyo, lord Brambleberry, de la nobleza de Aguas Profundas oriental. El hombre avanzó rápidamente, con el paso ligero de un jovencito. Había superado apenas los veinte años, y Deudermont admiraba su juventud y vigor, convencido de que tenía ante sí a un alma gemela, ya que Brambleberry le recordaba mucho su propia forma de ser a esa misma edad, aunque a veces encontraba al joven demasiado ansioso por hacerse un nombre. Deudermont sabía que una ambición tan desmedida podía acabar con una visita prematura al plano de fuga.

—Entonces, ¿lo mataste? —le preguntó el capitán de puerto.

—No estaba allí cuando abordamos el barco —explicó Deudermont—, pero tenemos una veintena de prisioneros piratas para tus carceleros.

—¡Bah!, los cambiaría a todos por la fea cabeza de Argus Miserable. —El hombre acompañó sus palabras escupiendo al suelo.

Deudermont asintió rápidamente y pasó andando junto a él.

—Me enteré de que habían avistado tus velas y esperaba que entraras hoy —dijo lord Brambleberry al acercarse el capitán. Extendió la mano, y Deudermont le respondió con un firme apretón.

—¿Querías ser el primero en optar al barco de Miserable? —preguntó Deudermont.

—Puede ser —respondió el joven noble.

Lord Brambleberry era más alto que el común de los hombres, tanto como Deudermont; tenía el pelo del color del trigo bajo un sol brillante y ojos que lo miraban todo con avidez y sin prevención, como si en el mundo quedara todavía demasiado por ver. Tenía unas facciones atractivas y finas —otro rasgo que compartía con Deudermont—, una piel clara y unas uñas cuidadas que hablaban a las claras de su noble cuna.

—¿Puede ser? —preguntó Deudermont—. Creía que tenías intención de construir una flota de cazapiratas.

—Ya sabes que sí —respondió el joven lord—; al menos eso quería. Me temo que los piratas han aprendido a sortear esas tácticas. —Echó una mirada al Desatino de Quelch antes de añadir—: Por lo general.

—Entonces, una flota de barcos escolta —dijo Deudermont.

—Una prudente adaptación, capitán —replicó Brambleberry, y condujo a Deudermont hasta su coche, que esperaba.

Dejaron la desagradable conversación sobre los piratas mientras cruzaban en coche la fabulosa ciudad de Aguas Profundas. Con tan buen día, la ciudad era un hervidero y había demasiado ruido para que se pudiera hablar y ser oído sin gritar.

Un paseo empedrado llevaba a la residencia de los Brambleberry. El coche paró bajo una marquesina y los sirvientes acudieron presurosos a abrir la puerta y ayudar a su señor y a su acompañante a descender del vehículo.

Dentro del palacio, Brambleberry fue en primer lugar a la bodega, donde tenía una excelente variedad de cosechas elfas. Deudermont lo observó mientras sacaba una botella del estante inferior y luego otra, y examinaba las etiquetas tras sacarles el polvo.

Deudermont se dio cuenta de que Brambleberry estaba recurriendo a lo mejor de su bodega y sonrió apreciativamente; al mismo tiempo, reconoció que el joven noble debía de tener alguna revelación importante que hacerle cuando estaba buscando con tanto afán en su tesoro vinícola.

Pasaron a una confortable sala de estar, donde ardía un buen fuego y habían dispuesto delicadas viandas en una pequeña mesa de madera entre dos mullidas butacas.

—Me he estado preguntando si no deberíamos reemplazar nuestra agresiva persecución de barcos piratas por medidas defensivas para proteger a los barcos mercantes —dijo Brambleberry sin dar casi tiempo a que Deudermont se sentara.

—No es una ocupación que desearía para mí.

—No tiene nada de apasionante, especialmente para el Duende del Mar —coincidió el noble—, ya que cualquier pirata que atisbase la presencia de una escolta se limitaría a poner distancia antes que luchar. El precio de la fama —dijo, y alzó su copa en un brindis.

Deudermont levantó su copa y bebió un sorbo. Comprobó que el joven lord le había servido una buena cosecha.

—¿Y cuál ha sido el resultado de tus cavilaciones? —preguntó Deudermont—. ¿Estáis convencidos tú y los demás lores de la conveniencia de una escolta? Parece una propuesta cara, dado el número de barcos mercantes que zarpan de vuestro puerto a diario.

—Prohibitiva —reconoció el lord—, y sin duda, improductiva los piratas se adaptan astutamente y con… ayuda.

—Tienen amigos —coincidió Deudermont.

—Poderosos amigos —añadió el otro.

Deudermont hizo un nuevo brindis, y después de otro sorbo, preguntó:

—¿Vamos a dar más vueltas o vas a decirme lo que sabes o sospechas?

En los ojos de Brambleberry brilló una chispa de diversión, y sonrió con suficiencia.

—Rumores, tal vez meros rumores —dijo—. Se dice por ahí que los piratas han encontrado aliados en los altos círculos de Luskan.

—Los grandes capitanes, todos ellos, practicaron en una época esa deshonrosa profesión en uno u otro sentido —dijo Deudermont.

—No se habla de ellos —repuso Brambleberry, reacio todavía a expresarse con claridad—, aunque no me sorprendería que uno u otro de los capitanes tuvieran intereses, financieros tal vez, con uno o dos piratas. No, amigo mío, hablo de un acuerdo más secreto y poderoso.

—Si no se trata de los grandes capitanes, entonces…

—La Torre de Huéspedes —dijo Brambleberry.

La expresión de Deudermont reveló su creciente interés.

—Sé que es sorprendente, capitán —comentó Brambleberry—, pero he oído rumores, de fuentes fiables, de que la Torre de Huéspedes últimamente se ha implicado cada vez más en la piratería, lo cual explicaría lo limitado de tus éxitos, y los de todas las demás autoridades que tratan de perseguir y de limpiar las aguas de esa escoria.

Deudermont se rascó el mentón, tratando de considerarlo todo en perspectiva.

—¿No me crees? —preguntó el noble.

—Todo lo contrario —replicó el capitán—. Tus palabras no hacen sino confirmar información similar que me ha llegado recientemente.

Con una ancha sonrisa, Brambleberry volvió a coger su copa, pero hizo una pausa al levantarla y la miró con intensidad.

—Estas copas son muy caras —dijo.

—Su calidad es evidente.

—Y el vino que contienen es mucho más precioso. —Alzó la vista hacia Deudermont.

—¿Qué puedo decir? —preguntó el capitán—. Estoy agradecido por participar de un lujo semejante.

—A eso voy —dijo el joven, y en la cara de Deudermont se reflejó su confusión—. Mira a tu alrededor —lo invitó el noble de Aguas Profundas—. Riquezas, riquezas increíbles. Sé que has sido debidamente recompensado por tus esfuerzos durante todos estos años, buen capitán Deudermont, pero si pudieras sumar todo el pago recibido, dudo de que pudieras pagar siquiera el botellero del que saqué lo que estamos bebiendo.

Deudermont dejó su copa sin saber muy bien qué responder, o cómo quería su amigo que respondiera. Dejó de lado su orgullo herido y pidió al otro que continuara.

—Tú te haces a la mar y capturas a Argus Miserable, con gran esfuerzo y corriendo enormes riesgos —prosiguió Brambleberry—. Y vuelves con su barco, que yo podría comprar a mi antojo con sólo chasquear los dedos, y con un coste para mis arcas que sólo notaría un contable muy minucioso.

—Todos ocupamos el lugar que nos corresponde —replicó Deudermont, que iba entendiendo adonde quería llegar el joven.

—Aun cuando ese lugar no se alcance por esfuerzo o por justicia —dijo el noble con una risita de disgusto—. Tengo la sensación de que llevo una buena vida y la vida de un buen hombre, capitán.

Trato bien a mis sirvientes e intento servir a la gente.

—Eres muy respetado, y hay buenos motivos para ello.

—Y tú eres un héroe, en Luskan y en Aguas Profundas.

—Y un villano a los ojos de muchos otros —dijo el capitán con una sonrisa amarga.

—Puede que un villano para los villanos, para nadie más. Y yo te saludo y te miro con respeto —añadió, y finalmente alzó su copa en un brindis—, y me cambiaría por ti.

—Díselo a tu personal, y yo haré otro tanto con mi tripulación —dijo Deudermont, riendo.

—No estoy bromeando —replicó Brambleberry—. ¡Ojalá fuera tan sencillo! Pero ambos sabemos que no es así, y sé bien que seguir tus huellas sólo se consigue con hazañas; no es un derecho de nacimiento ni algo que se compre. Quisiera que un día la gente hablara de mí como hablan ahora del capitán Deudermont.

Ante la sorpresa del marino, Brambleberry arrojó su copa contra el hogar, donde se hizo añicos.

—Nada de lo que tengo lo he ganado, sólo lo he recibido por haber nacido en esta casa. Ya ves, capitán, estoy decidido a poner a trabajar esta buena suerte. Sí, te voy a comprar el barco de Argus Miserable para que mi flota tenga tres barcos, y voy a hacerlos navegar, tripulados con mercenarios, hasta Luskan, a tu lado si quieres unirte a mí. Y voy a dar a esos piratas que asolan la Costa de la Espada un golpe como no han conocido otro. Y cuando hayamos terminado, dejaré a mi flota libre por los mares, cazando como lo hace el Duende del Mar, hasta que limpiemos las aguas de esa escoria de la piratería.

Deudermont dejó que aquella proclamación quedara suspendida en el aire un buen rato, tratando de examinar mentalmente todas las implicaciones posibles, y la mayor parte le parecieron desastrosas.

—Si quieres hacer la guerra a la Torre de Huéspedes, te enfrentas a un enemigo formidable, un enemigo que cuenta con el apoyo de cinco grandes capitanes de Luskan —respondió por fin—. ¿Quieres iniciar una guerra entre Aguas Profundas y la Ciudad de los Veleros?

—No, por supuesto que no —dijo Brambleberry—. Podemos actuar menos abiertamente.

—¿Una fuerza reducida para desbancar a Arklem Greeth y a sus hechiceros supremos? —inquirió Deudermont.

—Pero no una fuerza cualquiera —prometió Brambleberry—. En Aguas Profundas hay muchos individuos de considerable poder personal.

Deudermont seguía allí, mirándolo, mientras pasaban los segundos.

—Considera las posibilidades, capitán Deudermont —le rogó el noble.

—¿No estás demasiado ansioso por conseguir lo que quieres, mi joven amigo?

—Quizá te esté ofreciendo la oportunidad de rematar realmente lo que empezaste hace muchos años —replicó Brambleberry—. Asestar un golpe como éste supondría que todos los esfuerzos que has realizado durante todos estos años habrán conseguido algo más que aliviar sólo temporalmente los infortunios de los mercantes que navegan por la Costa de la Espada.

El capitán Deudermont se echó atrás en su butaca y alzó su copa para beber. Sin embargo, se detuvo mirando las cambiantes llamas del hogar reflejadas en las facetas del cristal.

No podía negar que era todo un desafío, y encerraba la esperanza de un auténtico logro.