Una mala elección
—No hay suficiente —se quejó Suljack a Kensidan tras la llegada del último cargamento de comida—. Apenas es la mitad que la última vez.
—Dos tercios —lo corrigió Kensidan.
—¡Ah! Entonces, ¿están escaseando los suministros?
—No.
La simple y llana respuesta quedó suspendida en el aire durante un rato. Suljack estudió a su joven amigo, pero Kensidan ni siquiera pestañeó, ni sonrió; permaneció totalmente inexpresivo.
—¿No escasean?
Kensidan permaneció en silencio, sin pestañear.
—Entonces, ¿por qué dos tercios, si eso es lo que era?
—Es todo lo que necesitas —contestó Kensidan—. Más de lo que necesitas, viendo la cantidad que dejaste en la taberna de El Dragón Rojo. Espero que Deudermont te pagara bien por tus esfuerzos.
Suljack se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—Es para bien.
—¿Para el bien de quién? ¿El mío? ¿El tuyo?
—El de Luskan —dijo Suljack.
—¿Qué diablos quiere decir eso? —preguntó Kensidan—. ¿El de Luskan? ¿Para mejorar Luskan? ¿Qué es Luskan? ¿Es el Luskan de Taerl, o el de Baram? ¿El de Kurth o el de Rethnor?
—No es momento de pensar en todo eso —insistió Suljack—. Por el bien de todos, debemos estar unidos.
—Unidos, detrás de Deudermont.
—Sí, y fuiste tú el que me puso ahí el mismo día en que asumió el cargo de gobernador… ¡Y eras tú el que debería haber estado allí! Entonces, lo comprenderías. A la gente le da igual qué gran capitán es quién, o de quién son qué calles. Necesitan comida, y Deudermont los está ayudando.
—Porque tú le estas dando mis provisiones.
—Se las estoy dando a Luskan. Debemos estar todos unidos.
—Sabíamos que el invierno sería difícil cuando espoleamos a Deudermont para que atacara la Torre de Huéspedes —dijo Kensidan—. Recuerdas que lo hicimos, ¿verdad? Comprendes cuál es el propósito de todo ello, ¿no?
—Sí, lo entiendo todo muy bien, pero ahora las cosas son distintas. La ciudad está desesperada.
—Ya sabíamos que sería así.
—¡Pero no hasta tal punto! —insistió Suljack—. Niños muriendo de hambre en los brazos de sus madres… Podría hundir un barco y ver cómo se ahoga la tripulación sin sentir remordimientos…, lo sabes…, ¡pero no puedo ver eso!
Kensidan se removió en la silla y se acarició la barbilla.
—¿Así que Deudermont es el salvador de Luskan? ¿Es éste tu plan?
—Es el gobernador, y a pesar de todo, la gente está con él.
—Y más si les está dando comida, supongo —dijo Kensidan—. ¿Debo esperar que será amigo de la Nave Rethnor cuando Baram y Taerl se unan contra mí? ¿Debo esperar que aquellos que cada vez le son más leales a Deudermont lo abandonen para apoyarme a mí?
—Los está alimentando.
—¡Yo también! —gritó Kensidan.
Todos los guardias de la habitación se volvieron bruscamente, poco estaban acostumbrados a presenciar tales pérdidas de compostura en el pausado hijo de Rethnor.
—Porque me conviene, y nos conviene.
—Quieres que deje de pasarle provisiones.
—Gran deducción. Deberías presentar tu candidatura para la Torre de Huéspedes, si es que alguna vez la restablecemos. Más que eso, lo que quiero es que recuerdes quién eres, quiénes somos, y el propósito de todo este trabajo y de la planificación.
Suljack no pudo evitar hablar mientras meneaba lentamente la cabeza.
—Han caído demasiados —dijo en voz baja, como si hablara más consigo mismo que con Kensidan—. Un precio demasiado alto. Si no nos unimos todos, Luskan caerá.
Levantó la mirada y se encontró con el rostro inexpresivo del Cuervo.
—Si no tienes estómago para esto… —comenzó Kensidan, pero Suljack levantó la mano para evitar que terminara de decirlo.
—Le daré menos —dijo.
Kensidan iba a responder bruscamente, pero se contuvo. En vez de eso, se volvió hacia uno de sus asistentes y le dijo:
—Empaqueta el otro tercio de las provisiones de Suljack y cárgalo en una carreta.
—¡Buen hombre! —lo felicitó Suljack—. Luskan saldrá unido de esta época de penurias.
—Te las doy a ti —dijo Kensidan con tono cortante—. A ti. Son tuyas para que hagas lo que estimes más conveniente, pero recuerda nuestro objetivo en todo esto. Recuerda por qué juntamos a Deudermont con Brambleberry, por qué dejamos que el buen capitán averiguara la conexión entre la Torre de Huéspedes y los piratas, por qué advertimos a la Marca Argéntea de los avances de la Hermandad Arcana. Todos esos actos fueron planeados con un propósito, sólo tú lo sabes de entre todos mis iguales. Así que te doy tus raciones completas, y debes hacer con ellas lo que creas mejor.
Suljack iba a responder, pero se arrepintió y se quedó mirando a Kensidan largamente, midiéndolo, pero el Cuervo volvió a quedarse inexpresivo. Suljack se marchó de la habitación con un gesto de la cabeza y una sonrisa agradecida.
El enano lo siguió lentamente, esperando a que se alejara lo bastante como para que no pudiera oírlos, antes de susurrarle a Kensidan:
—Va a elegir a Deudermont.
—Mala elección —contestó Kensidan.
El enano asintió y fue tras Suljack.
Entre gritos y hombres corriendo de un lado a otro, Suljack fue rápidamente hasta la ventana y observó la calle oscura, con el enano pegado a sus talones.
—¿Baram o Taerl? —le preguntó a Phillus, uno de sus guardias más fieles, que estaba arrodillado junto a otra ventana con el arco en la mano.
—Podrían ser ambos —respondió el hombre.
—Demasiados —dijo otro de los guardias que estaba en la habitación.
—Entonces, ambos —dijo otro.
Suljack se frotó la cara con las manos, tratando de comprender el significado de todo aquello. El segundo cargamento había llegado de la Nave Rethnor aquel mismo día, pero junto con la advertencia de que los grandes capitanes Baram y Taerl estaban cada vez más descontentos con los planes.
Suljack había decidido enviarle la comida sobrante a Deudermont, de todos modos.
Justo debajo de él, en la calle, la lucha no había hecho más que comenzar. Los combatientes huían hacia los callejones tras haber destrozado las carretas y haber desperdigado su contenido, y los hombres de Suljack los perseguían.
—¿Por qué habrán hecho esto? —preguntó el gran capitán.
—Es posible que no les guste que Deudermont te esté favoreciendo más que a ellos —dijo el enano—, o que ambos todavía odien demasiado al Deudermont del Duende del Mar como para estar de acuerdo con tus elecciones.
Suljack le hizo un gesto con la mano para que se callara. Por supuesto, estaba al corriente de todos sus razonamientos, pero aun así le sorprendía pensar que sus iguales lo atacaran de manera tan descarada en un momento de tanta desesperación, aunque supieran que la ayuda estaba ya en camino. Los ruidos de nuevos enfrentamientos abajo en la calle, justo a la entrada de un callejón, lo sacaron de sus reflexiones. Cuando un hombre, que miraba hacia el callejón, se le puso a tiro, Phillus levantó el arco y apuntó.
—¿Baram o Taerl? —preguntó Suljack mientras el otro disparaba la flecha.
El proyectil dio en el blanco. El hombre dejó escapar un aullido y se puso a cubierto, tambaleándose. En el mismo momento uno de los hombres de Suljack salió gritando del callejón, sangrando por múltiples heridas.
—¡Ese es M’Nack! —exclamó Phillus, refiriéndose a uno de los soldados favoritos de la nave.
—¡Vamos, vamos, vamos! —les gritó Suljack a sus guardias, y todos salieron corriendo de la habitación, salvo el enano y Phillus—. Mata a cualquiera que salga a perseguirlo —le ordenó a su mortífero arquero, que asintió y apuntó con el arco.
Apenas se hubo vaciado la habitación, Suljack se acercó más a la ventana, la abrió de par en par y observó con atención.
—¿Baram, Taerl, o ambos? —preguntó en voz baja, y recorrió la calle con la mirada, buscando algún indicio.
Mientras tanto, el hombre al que Phillus había disparado se alejó dando tumbos. El arquero disparó una segunda flecha, pero no consiguió acertar, aunque sí pasó lo bastante cerca como para que el ladrón se diera la vuelta y buscara el origen.
Suljack se quedó boquiabierto cuando reconoció al matón callejero.
—¿Reth…? —comenzaba a preguntar cuando oyó un golpe seco a su lado.
Se volvió y vio a Phillus en el suelo, con la cabeza abierta y un mangual que le resultaba familiar junto a él.
Se dio la vuelta para observar al enano, que sostenía el arco de Phillus, cargado y a punto.
—¿Qu…? —empezó a decir mientras el enano disparaba.
Una flecha se le clavó profundamente en el estómago y le cortó la respiración. Trató de levantarse, tambaleante, pero el enano volvió a cargar el arco tranquilamente y le lanzó otra flecha.
Suljack se arrastró por el suelo para tratar de alejarse, llorando.
—¿Por qué? —consiguió decir con voz entrecortada.
—Olvidaste quién eras —dijo el enano, y le disparó otra flecha, justo en el omóplato.
Suljack siguió arrastrándose, respirando entrecortadamente y llorando.
Una nueva flecha le rozó la columna vertebral y se le clavó en el riñón.
—Sólo estás consiguiendo que te duela más —le explicó el enano tranquilamente, con voz distante, como si estuviera muy, muy lejos.
Suljack apenas sintió la siguiente flecha, o la que vino después, pero de algún modo supo que ya no se movía. Trató inútilmente de gritar; sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron cuando oyó que el enano decía a voz en cuello:
—¡Asesino!
Consiguió girar la cabeza lo bastante como para ver que el enano levantaba a Phillus por los aires, y tras tomar carrerilla, lo lanzaba ya muerto a través de la ventana. El guardia cayó a plomo sobre el duro pavimento. El arco de Phillus, que el enano había roto previamente, lo siguió tras breves instantes.
Lo último que vio Suljack antes de que la oscuridad lo invadiera fue al enano deslizarse a su lado.
Lo último que oyó fue al enano gritando:
—¡Asesino! ¡Le ha disparado al jefe! ¡El perro de Phillus le ha disparado al jefe! ¡Ahhh! ¡Asesino!