Presión
La poca agua que habían echado en la olla comenzó a hervir y a reducirse, y el aroma que desprendía provocaba que muchos se relamieran, expectantes. Aquella carne oscura, nueve kilos de perfección cubierta de manteca, brillaba y se doraba mientras la cocinaban a toda prisa, ya que ningún miembro de la banda estaba dispuesto a esperar durante horas para preparar adecuadamente aquel inesperado festín.
En el instante en que el cocinero anunció que ya estaba lista, el grupo comenzó a comérsela con avidez, arrancando grandes trozos y metiéndoselos en las hambrientas bocas; se llenaron los carrillos como si fueran roedores que almacenaran comida para el invierno. De vez en cuando, alguno de ellos se detenía el tiempo justo para hacer un brindis por la Nave Rethnor, que tan bien los había provisto. Lo único que les había pedido a cambio el hijo del recientemente fallecido gran capitán era que la banda asaltara una caravana; sin embargo, los bandoleros podían quedarse con todo lo que robaran.
—Nos dan comida a cambio de robar comida —observó un pícaro con una risita.
—Y nos ayudan a robarla —coincidió otro, señalando un pequeño barril repleto de un veneno especialmente eficaz.
Así que vitorearon y comieron, y rieron y volvieron a vitorear al hijo de Rethnor.
A la mañana siguiente observaron, desde una serie de colinas bajas y boscosas, cómo la esperada caravana, de más de dos docenas de carretas, se abría paso por el camino procedente del sur. La acompañaban muchos guardias —orgullosos soldados de Aguas Profundas— e incluso varios magos.
—Recordad que tenemos diez días completos —dijo Sotinthal Magree, el líder de la banda luskana—. Hay que aguijonearlos y salir corriendo, aguijonearlos y salir corriendo…, debilitarlos día tras día.
Los demás asintieron al unísono. No necesitaban matar a todos los guardias. No tenían que detener todas las carretas. Con que menos de la mitad de las carretas y de los suministros llegaran a Luskan, la Nave Rethnor estaría satisfecha, y los bandoleros obtendrían su recompensa.
Esa mañana, una andanada de virotes de ballesta voló hacia los grupos de las últimas dos carretas de la fila y alcanzó indistintamente a caballos y guardias. Desde una distancia segura y con ballestas ligeras, un ataque como ése apenas habría representado un inconveniente para aquellos viajeros experimentados, pero incluso el más pequeño de los cortes producidos por un virote envenenado hacía caer hasta al caballo de tiro de mayor envergadura.
El grupo de guardias que cargó contra los atacantes también resultó diezmado por una segunda andanada más concentrada. Las heridas leves fueron devastadoras. Hombres fornidos se desplomaban sobre el suelo completamente dormidos.
Los ballesteros desaparecieron en el bosque antes de que pudiera comenzar un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, y desde el otro lado de la carretera un pequeño grupo de granaderos encontró un punto débil y cargó contra las partes más endebles de la caravana; lanzaron sus misiles incendiarios y se batieron rápidamente en retirada.
El grupo de guardias que salió a perseguirlos se encontró atrapado en una serie de trampas: troncos que se balanceaban de un lado a otro y pinchos taimadamente enterrados, también con la punta envenenada.
Cuando el encuentro hubo terminado, había dos carretas quemadas, con su contenido incluido, y dos más tan dañadas que los viajeros tuvieron que desmontar una para salvar la otra. La caravana había perdido varios caballos, bien por el fuego o por las heridas que habían sufrido cuando el veneno somnífero los había hecho desplomarse en el suelo. Tres de los guardias habían muerto en el bosque.
—No tienen nada planeado para gente como nosotros —les dijo aquella noche Sotinthal a sus hombres mientras seguían de cerca a la caravana—. Es tal y como el enano nos dijo. Piensan que toda la gente que está al norte de Aguas Profundas acogerá con agrado su paso y la comida y el grano que traen. ¿Un ataque directo realizado por monstruos? Sí. ¿Una banda hambrienta de bandoleros? Sí. Pero no gente como nosotros: bien alimentada y sin necesidad de sus suministros, bien recompensada y que no tiene que entablar un combate directo.
Terminó con una carcajada que se extendió por todo el campamento, y se preguntó qué trucos podrían usar él y sus hombres al día siguiente contra la caravana.
Una noche más tarde, Sotinthal volvió a felicitarse, ya que el pesado pedrusco que sus hombres habían hecho rodar colina abajo había dado de lleno contra otra carreta; tras destrozarle dos ruedas, había desparramado sacos de grano por el suelo.
Su mayor regocijo llegó tres noches después, cuando una flecha incendiaria bien lanzada había prendido fuego a la estructura de base de un pequeño puente, previamente rociada con aceite, que cruzaba una corriente bastante rápida, y el incendio que siguió se había llevado dos carretas y había dejado cinco varadas a un lado del río, mientras los hombres que estaban en la otra orilla, con las dieciséis restantes, las observaban, impotentes.
Durante los dos días siguientes, los hombres de Sotinthal se dedicaron a hostigar a los hombres de Aguas Profundas mientras éstos trataban de encontrar algún vado o de reconstruir algún tipo de puente que les permitiera cruzar con el resto de las carretas.
El líder de los bandoleros sabía que los maltrechos viajeros estaban a punto de rendirse, y no se sorprendió, aunque seguro que se alegró mucho, cuando sencillamente trasladaron el resto de los suministros de vuelta a la otra orilla, sobrecargaron las carretas que quedaban, y volvieron a dirigirse hacia el sur, de vuelta a Aguas Profundas.
Kensidan le pagaría realmente bien.
—Él está dentro de su mente —le dijo a Arklem Greeth la voz que sonaba desde las sombras—. Calmándola, recordándole que su vida sigue y que la eternidad le permite perseguir aquello que desee.
El lich resistió el impulso de disipar la oscuridad y ver al que hablaba, tan sólo para confirmar sus sospechas acerca de su identidad. Miró a la pobre Valindra Shadowmantle, que parecía estar en paz por primera vez desde que había resucitado su conciencia dentro de su cuerpo inerte. Arklem Greeth conocía muy bien la conmoción que producían la muerte y la nomuerte. Tras su propia transformación en lich, había luchado contra las mismas preocupaciones y pérdidas que habían perturbado tanto a Valindra, y por supuesto, se había pasado muchos años preparándose para aquel momento, que aún lo conmocionaba.
La experiencia de Valindra había resultado mucho más devastadora para la pobre elfa. Dada su estirpe, había esperado varios siglos más de vida; en el caso de los elfos, la búsqueda de la inmortalidad no era algo tan profundo como la desesperación de los humanos, que vivían tan poco tiempo. De ese modo, la transformación de Valindra casi había quebrantado su pobre alma, y probablemente la hubiera convertido en un ser de odio puro e inexorable de no ser por la inesperada intervención de la voz de las sombras y su asociado.
—Me dice que el esfuerzo por mantenerla tranquila será realmente grande —dijo la voz.
—Al igual que el precio; no lo dudo —repuso Arklem Greeth.
La voz rio quedamente por toda respuesta.
—¿Qué intenciones tienes, archimago?
—¿Con respecto a qué?
—Luskan.
—Querrás decir lo que queda de Luskan —replicó Arklem Greeth en un tono de clara despreocupación.
—Sigues estando entre los muros de la ciudad —dijo la voz—. Tu corazón está aquí.
—Era un lugar provechoso, bien situado para la Hermandad Arcana —admitió el lich.
—Podría serlo de nuevo.
A pesar de que no quería seguirle el juego, Arklem Greeth no pudo evitar inclinarse hacia delante.
—No igual que antes, eso seguro, pero sí de un modo distinto —dijo la voz.
—Todo lo que tenemos que hacer es matar a Deudermont. ¿Es eso lo que me estáis pidiendo?
—Yo no pido nada, salvo que me informes de tus planes.
—Eso es pedir algo —dijo Arklem Greeth—. En muchos círculos considerarían semejante precio como algo extravagante.
—En algunos círculos, Valindra Shadowmantle perdería la cabeza.
Arklem Greeth no tenía respuesta para eso. Volvió a mirar a su amada.
—Deudermont está bien protegido —dijo la voz—. Mientras permanezca en Luskan no es vulnerable. La ciudad está sometida a mucha tensión, como era de esperar, y el futuro de Deudermont como gobernador dependerá de su habilidad para alimentar a la gente y cuidar de ella.
Por eso ha pedido ayuda a sus amigos de Aguas Profundas, tanto por tierra como por mar.
—¿Me pides que sea un bandolero?
—Te he dicho que no te pido nada salvo que me tengas informado de tus planes a medida que los lleves a cabo —dijo la voz—. Pensaba que a alguien como tú, que no necesita respirar, que no siente el frío del mar, le interesaría saber que tu odiado enemigo Deudermont aguarda, desesperado, la llegada de una flotilla procedente de Aguas Profundas. En este mismo momento estará navegando por la costa, y la blanda panza de los barcos de suministros está tan bien protegida que los piratas ni se plantean atacar.
Arklem Greeth se quedó sentado, muy quieto, asimilando la información. Volvió a mirar a Valindra.
—Mi amigo ya no está en su mente —dijo la voz, y Arklem Greeth la miró más atentamente, sintiéndose más animado al ver que no la invadía la desesperación.
»Le ha mostrado varias posibilidades —continuó la voz—. Volverá con ella para reforzar el mensaje y ayudarla a superar estos momentos tan difíciles.
Arklem Greeth se volvió hacia la oscuridad mágica.
—Estoy agradecido —dijo con franqueza.
—Tendrás muchos años para devolvernos el favor —replicó la voz, y se desvaneció junto con la oscuridad.
Arklem Greeth fue hacia su amada Valindra, y como ésta no le respondió, se sentó y la rodeó con el brazo.
Sin embargo, sus pensamientos se habían hecho a la mar.
—No ha sido un buen invierno —admitió Deudermont ante Drizzt y Regis aquel día en el palacio—. Demasiados hombres muertos, demasiadas familias rotas.
—Y mientras tanto, los muy idiotas luchaban entre sí —intervino Robillard—. Deberían haber salido a pescar, o a cazar, o deberían haber preparado las cosechas y acumulado provisiones, pero ¿cómo iban a hacer eso? —Hizo un gesto burlón y agitó la mano hacia la ciudad, al otro lado de la ventana—. Luchaban unos con otros: los grandes capitanes disimulando, los rufianes sin gremio asesinando…
Drizzt escuchó cada palabra sin dejar de mirar a Deudermont, que estaba observando desde la ventana y hacía muecas de dolor ante cada una de las cosas que decía Robillard. No se mostró en desacuerdo. ¿Cómo podría hacerlo si se elevaban columnas de humo desde todos los distritos de Luskan y los cadáveres prácticamente estaban apilados por las calles? Había algo más en la postura de Deudermont, algo más que las palabras, y Drizzt comprendió lo difícil que había sido el invierno.
El peso de la responsabilidad le hundía los hombros al capitán, y lo que era peor, el elfo oscuro se dio cuenta de que también le estaba rompiendo el corazón.
—El invierno ya ha terminado —dijo el drow—. La primavera trae consigo nuevas esperanzas y nuevas oportunidades.
Deudermont volvió en sí por fin, y se animó un poco.
—Hay señales prometedoras —dijo, pero Robillard volvió a burlarse—. ¡Es cierto! El gran capitán Suljack se sentó detrás de mí aquel día que fui elegido gobernador, y desde entonces, ha estado ahí. Y Baram y Taerl han dado muestras de querer establecer una tregua.
—Sólo porque tienen rencillas con la Nave Rethnor y temen al nuevo líder de esa tripulación, el tal Kensidan, conocido como el Cuervo —dijo Robillard—. Y sólo porque los de Rethnor comieron bien durante todo el invierno, mientras que la única comida que Baram y Taerl han podido obtener han sido ratas o la que les dábamos nosotros.
—Sea cual sea la razón —contestó Deudermont—, los mirabarranos sufrieron mucho con la explosión de la Torre de Huéspedes, y no han abierto las puertas del distrito del Escudo a la nueva Luskan; pero con la venida de la primavera tal vez sea posible convencerlos para que miren las oportunidades que se nos presentan en vez del problema que tenemos detrás. Y los necesitaremos en la temporada de comercio. Espero que el marchion Elastul deje que la comida fluya generosamente, y que conceda crédito.
Drizzt y Regis intercambiaron miradas de preocupación al oír aquello; no confiaban demasiado en el generoso corazón de Elastul. Después de todo, ambos habían tratado con aquel hombre varias veces en el pasado, y casi siempre habían abandonado la mesa meneando la cabeza con consternación.
—La hija de Elastul, Arabeth, sobrevivió a la guerra y podría ayudarnos con eso —dijo Deudermont, que se había fijado en sus expresiones ceñudas.
—Todo gira en torno a la comida —dijo Robillard—. De quién la tiene y quién la compartirá, sea cual sea el precio. Hablas de Baram y Taerl, pero son nuestros amigos sólo porque tenemos la carne oscura y los hongos.
—Curiosa manera de verlo —dijo Drizzt.
—Nos la da Suljack —le explicó Robillard—, quien la obtiene de su amigo en la Nave Rethnor.
Suljack ha sido extremadamente generoso, mientras que ese joven capitán de Rethnor nos trata como si no existiéramos.
—Quizá se sienta inseguro, como los mirabarranos —sugirió Regis.
—O está demasiado seguro de su posición —dijo Robillard con un tono de amargura que, de haberlo oído Kensidan, lo hubiera tomado como una advertencia.
—La primavera será nuestra amiga —dijo Deudermont mientras se abría la puerta y su asistente le informaba de que la cena estaba servida—. Llegarán caravanas por mar y por tierra, cargadas de provisiones de los agradecidos señores de Aguas Profundas. Con ese poder negociador en mis manos, alinearé a los ciudadanos a mis espaldas y arrastraré con ellos a los grandes capitanes, o levantaré a la ciudad en armas y me desharé de ellos para siempre.
—Espero que sea lo segundo —dijo Robillard, y Drizzt y Regis no se sorprendieron.
Se encaminaron a la habitación contigua y se sentaron a la mesa de Deudermont, finamente decorada, mientras los asistentes les traían bandejas llenas del inesperado alimento del invierno.
—Comed bien, ¡y ojalá que Luskan no vuelva a pasar hambre! —Deudermont brindó con vino elfo, y todos los demás vitorearon.
Drizzt cogió cuchillo y tenedor y se dispuso a comerse aquel enorme trozo de carne que tenía en el plato, y nada más acercársela a los labios lo invadió una sensación conocida. La consistencia de la carne, el olor, el sabor…
Echó un vistazo a la guarnición: unos champiñones marrón claro con lunares morados.
Los conocía. Conocía la carne: rothé de las profundidades.
El drow se apoyó en el respaldo, boquiabierto, sin pestañear.
—¿De dónde habéis sacado todo esto?
—Suljack —contestó Deudermont.
—¿De dónde lo saca él?
—De Kensidan, probablemente —dijo Robillard mientras Regis, Deudermont y el propio mago miraban a Drizzt desconcertados.
—¿Y él?
Robillard se encogió de hombros, y Deudermont admitió:
—No lo sé.
Pero Drizzt se temía que él sí lo sabía.
Si el cadáver de Valindra Shadowmantle había sido realmente animado, no lo demostró en las horas que siguieron a la visita de los dos extraños al palacio subterráneo de Arklem Greeth. No se mecía, ni gemía, ni sus ojos inertes pestañeaban, y todos los intentos por hacerla reaccionar fueron infructuosos.
—Pero pasará —se decía Arklem Greeth una y otra vez, mientras recorría las cloacas que había debajo de Illusk y de la isla de Closeguard, reuniendo aliados para su viaje.
Pensaba en los intrusos de su palacio subterráneo todo el tiempo. ¿Cómo habían sorteado tan fácilmente todos sus conjuros protectores y sus glifos? ¿Cómo habían sabido que su habitación extradimensional estaba situada allí abajo, en las cloacas? ¿Qué tipo de magia poseían? Sabía que eran psiónicos, ya que uno de ellos había entrado en la mente de Valindra para calmarla, pero…
¿Era su poder en esas extrañas artes lo bastante grande como para neutralizar sus propios y poderosos conjuros protectores? Lo sacudió un escalofrío involuntario; era la primera vez que algo así le sucedía en las décadas pasadas como lich, pero era cierto. Arklem Greeth temía a los visitantes que habían llegado sin invitación, y eso que normalmente no tenía miedo de nada.
Ese miedo, al igual que su odio hacia el capitán Deudermont, impulsaba al lich a continuar avanzando.
Seguido por un ejército de monstruos nomuertos que no necesitaban respirar, Arklem Greeth salió al puerto y después al mar, dirigiéndose hacia el sur a un ritmo constante y sin descanso. Encomio más soldados que no respiraban en aguas más profundas —feos necrófagos lacedón— y fácilmente ejerció su dominio sobre ellos. Los nomuertos estaban bajo su control. Esqueletos y zombis, necrófagos y necrarios, tumularios e incorpóreos, no eran rivales para su voluntad superior y dominadora.
Arklem Greeth hizo que fueran tras él, siempre en dirección sur, siguiendo una ruta paralela a la costa, ya que sabía que los barcos de Aguas Profundas harían lo mismo. Su ejército no necesitaba descansar en las profundidades, donde apenas se diferenciaba el día de la noche. Los lacedones, con sus manos palmeadas de afiladas garras, se movían a gran velocidad, deslizándose por el fondo marino con la elegancia de los delfines y la impunidad de un gran tiburón o de una ballena.
Permanecían a gran profundidad, lejos de la superficie, moviéndose junto a carrizos y algas, cruzando los arrecifes a poca distancia, donde incluso las poderosas y feroces anguilas se quedaban metidas en sus agujeros para evitar a las criaturas nomuertas. La única manera de poder seguirles el ritmo a aquellos necrófagos acuáticos era utilizar una gran cantidad de magia, por lo que Arklem Greeth les ordenó a un par de ellos que lo remolcaran. De vez en cuando, el poderoso lich abría puertas dimensionales a través de las cuales se transportaba, junto con sus cocheros necrófagos, a gran distancia por delante del ejército de nomuertos, para poder avistar los barcos mucho antes de entablar batalla.
Greeth, que conocía bien los océanos, sospechó que los barcos debían de estar cerca cuando divisó por primera vez a los típicos compañeros de una flotilla como ésa: un grupo de tiburones martillo que nadaban lentamente en círculos, tan comunes como los buitres en la Costa de la Espada.
Greeth podría haberlos rodeado con su ejército lacedón, pero el lich estaba aburrido del largo viaje. Condujo a sus escoltas en línea recta ascendente hacia el grupo y comenzó la celebración lanzándoles un rayo a los tiburones más cercanos. Éstos se agitaron y saltaron ante la intrusión chispeante; un par se quedaron flotando, aturdidos, y varios más desaparecieron a gran velocidad en las turbias aguas.
Los lacedones pasaron junto a Greeth, nadando frenéticamente, hambrientos. Destrozaron a los tiburones que estaban más cerca, y los que estaban atolondrados comenzaron a retorcerse. El brazo arrancado de un necrófago pasó flotando junto al divertido Arklem Greeth.
Observó como otro lacedón, que estaba preso entre las fuertes mandíbulas de un tiburón martillo, quedaba hecho pedazos.
Pero eso no intimidó a los nomuertos, que se agolparon alrededor del tiburón impunemente, desgarraron su gruesa piel con las garras y llenaron de sangre las oscuras aguas.
El grupo de tiburones se unió a la refriega en un frenesí de mordiscos y desgarrones, con un ansia de sangre que no distinguía entre necrófagos y tiburones a la hora de fijar un objetivo para aquellos dientes afilados como cuchillas.
Greeth permaneció a un lado, a salvo, recreándose en la furia, en la orgía primitiva, en el éxtasis y la agonía de la vida y el dolor, la muerte y la nomuerte. Evaluó sus pérdidas, los necrófagos partidos por la mitad, los miembros arrancados, y cuando por fin alcanzó el equilibrio entre el placer morboso y las consideraciones prácticas, intervino de manera definitiva: conjuró una nube de veneno alrededor del campo de batalla.
Por supuesto, los lacedones eran inmunes. Los tiburones que no huyeron murieron de manera violenta y dolorosa.
Greeth necesitó mucho poder de concentración para controlar a los necrófagos sedientos de sangre, para evitar que persiguieran a los tiburones y obligarlos a que volvieran a la formación y se pusieran de nuevo en camino, pero poco después el ejército de nomuertos siguió adelante como si nada hubiera ocurrido.
Pero Greeth sabía que estaban más ansiosos de lo normal, y que el hambre los consumía.
Por ello, cuando al fin los barcos pasaron flotando sobre el ejército de Arklem Greeth, éste estaba preparado y su ejército bestial, más que dispuesto para el ataque.
En la oscuridad de la noche, con los barcos a media vela y sin avanzar apenas por la falta de viento y la quietud de las aguas, Arklem Greeth dejó sueltas a sus tropas. Unos sesenta lacedones ascendieron hasta situarse bajo uno de los barcos como una andanada de flechas tremolantes. Uno a uno fueron desapareciendo del agua, y el archimago arcano tan sólo pudo imaginarlos trepando por los lados del barco cargado hasta los topes de mercancías y caminando silenciosamente por cubierta, donde los vigías medio dormidos bostezaban de puro aburrimiento.
El lich lamentó no poder oír sus gritos agonizantes.
Poco después supo que sus soldados necrófagos estaban destrozando a los marineros y los aparejos, ya que el barco que estaba sobre él se inclinó de un modo extraño y sin razón aparente.
Llegó otro barco rápidamente, tal y como Arklem Greeth esperaba, y le correspondía a él interceptarlo. Muchos de los barcos de los grandes puertos estaban bien protegidos de los ataques mágicos, por supuesto, con hechizos protectores por toda la cubierta y el casco.
Pero esas defensas solían estar sólo por encima de la línea de flotación, o un poco por debajo.
El lich se abrió paso hacia la parte inferior del barco con una serie de pequeñas flechas mágicas.
Concentró el fuego en un punto y, poco después, el agua que rodeaba los blancos que había hecho burbujeó mientras las flechas inyectaban ácido en la vieja madera del casco. Para cuando Arklem Greeth llegó al lugar, pudo atravesar la madera debilitada fácilmente con el puño.
De esa misma mano surgió un pequeño guisante ardiente, que entró en el casco y trazó un arco antes de estallar y generar una gran bola de fuego.
También en esa ocasión, el lich tuvo que conformarse con imaginar la carnicería, los gritos y la confusión.
En cuestión de segundos, empezaron a zambullirse hombres en el agua perseguidos por los lacedones, que ya habían terminado su trabajo en el primer barco. Cuánta belleza había en las simples pero eficaces técnicas de aquellas criaturas, que nadaban con elegancia bajo los marineros, que chapoteaban; tirándoles del tobillo, los arrastraban a morir bajo el agua.
El barco al que había lanzado una bola de fuego siguió avanzando, sin aminorar la velocidad lo más mínimo mientras alcanzaba al primer objetivo. Arklem Greeth no pudo resistirse. Nadó hasta la superficie y sacó la cabeza del agua, casi riendo con regocijo al ver a los barcos enredados compartiendo el voraz fuego.
Empezaron a acercarse más barcos desde todas las direcciones. Más hombres desesperados saltaron al agua, y los lacedones los ahogaron.
Se oían los ecos de los terroríficos gritos en la oscuridad. Arklem Greeth eligió un segundo objetivo y también lo convirtió en un gran desastre en llamas. Los llamamientos a la calma y la compostura no pudieron igualarse al horror de aquella noche. Algunos barcos arriaron las lonas y se agruparon, mientras que otros trataron de huir a toda vela, cometiendo el terrible error de separarse de sus compañeros. Y es que no podían huir de los lacedones. Los necrófagos comieron hasta hartarse aquella noche.