Crisol de civilizaciones
—Ya son quince días —se quejó Regis mientras él y Drizzt recorrían el sendero que transcurría al sur de Bryn Shander.
—Estas tormentas pueden aparecer en cualquier momento en los próximos dos meses —contestó Drizzt—. Ninguno de los dos quiere pasar otros dos meses en Diez Ciudades.
El drow miró de reojo a su compañero para observar la expresión melancólica de su rostro. No habían pasado mal invierno en Diez Ciudades, a pesar de que había nevado copiosamente y de que el viento había soplado con fuerza aquellos meses. Aun así, los fuegos en las salas comunes eran fuertes y las muchas conversaciones amistosas habían sofocado el viento invernal.
Pero a medida que el invierno terminaba, Drizzt había comenzado a sentir una impaciencia cada vez mayor. Sus asuntos con Wulfgar habían acabado, y estaba satisfecho con saber que podría volver a ver a su amigo bárbaro cuando vinieran tiempos mejores.
Quería regresar a casa. Su corazón anhelaba a Catti-brie y, aunque la situación parecía estable, no podía por menos que temer por su amigo Bruenor, que vivía bajo la sombra de veinte mil orcos.
El explorador drow caminaba con paso seguro sobre la inestable superficie del camino, en la que el barro se había derretido y congelado nuevamente repetidas veces en los últimos días. Había zonas en las que la nieve se había asentado de manera persistente, detrás de cada roca y llenando cada grieta. Era realmente pronto para hacer semejante viaje a través de la Columna del Mundo, pero Drizzt sabía que esperar significaba caminar por un barro más profundo y persistente.
A medida que pasaban los meses, el Valle del Viento Helado había vuelto a encandilarlos, despertando viejos recuerdos y experiencias, y haciéndoles recordar muchas de las lecciones que habían aprendido en aquel lugar a lo largo de los años. No se iban a perder entre tantos puntos de referencia conocidos. Tampoco los pillarían por sorpresa los yetis de la tundra ni las bandas de goblins.
Tal y como Regis se temía, al despertarse a la mañana siguiente, se encontraron con que estaba nevando, pero Drizzt no se dirigió hacia ninguna cueva.
—No será una tormenta demasiado fuerte —le aseguró repetidas veces al halfling mientras avanzaban, y ya fuera por su instinto infalible o simplemente por suerte, su predicción resultó cierta.
En pocos días habían atravesado la Columna del Mundo, y poco después de adentrarse en el desfiladero, el viento amainó de manera considerable y ni siquiera las largas sombras de las altas montañas que se elevaban a ambos lados podían ocultar las señales de que se aproximaba la primavera.
—¿Crees que nos encontraremos con la caravana de Luskan? —le preguntó Regis varias veces, ya que las bolsas que llevaba colgadas del cinturón rebosaban de tallas de marfil y estaba ansioso por ser el primero en elegir las mercancías de Luskan.
—Demasiado pronto —contestaba siempre Drizzt.
Pero a medida que recorrían más y más kilómetros a través de la cadena de montañas, acercándose más a las cálidas brisas primaverales a cada paso, el tono de Drizzt iba siendo más esperanzado. Después de todo, además del agradable sonido de nuevas voces y los lujos que semejante caravana podría ofrecerles, el hecho de que Luskan hiciera una aparición temprana y llena de fuerza en el Valle del Viento Helado ayudaría en gran medida a calmar la ansiedad de Drizzt sobre si la victoria de Deudermont sería realmente duradera.
Conforme se acercaban al extremo sur del paso de montaña, el sendero se ensanchaba y se bifurcaba en varias direcciones.
—Hacia Auckney, y Colson —le explicó Drizzt a Regis mientras cruzaban un sendero que ascendía en dirección oeste—. Dos días de marcha —respondió ante la mirada inquisitiva del halfling—. Dos días de ida y dos de vuelta.
—A continuación, directos a Luskan, para realizar algunas transacciones y comprar algo de comida antes de dirigirnos hacia el este —contestó Regis—. ¿O es posible que nos encontremos con un antiguo miembro de la Torre de Huéspedes que nos lleve a casa en un carruaje mágico? ¡Ah, sí, Robillard!
Drizzt rio quedamente por toda respuesta, deseando que así fuera.
—Tardaremos menos en llegar a Mithril Hall —dijo— si das zancadas más largas con esas piernas cortas que tienes.
Siguieron adelante, bajando las colinas, y poco después, avanzando campo a través en una mañana soleada, llegaron a un promontorio rocoso desde el que se divisaba la Ciudad de los Veleros.
Lo que vieron no los dejó muy contentos.
Sobre la ciudad flotaba un humo denso e, incluso desde lejos, los compañeros pudieron ver que había extensas zonas que seguían siendo cascarones ennegrecidos. La ciudad de Deudermont no había tenido un buen invierno, si es que aún era la ciudad de Deudermont.
Regis no se quejó mientras Drizzt apresuraba el paso, avanzando casi a la carrera por el sinuoso sendero. Pasaron por delante de varias granjas al norte de la ciudad, pero se sorprendieron por la falta de actividad que se veía en ellas, a pesar de que el deshielo ya había avanzado bastante al sur de la Columna del Mundo como para comenzar los preparativos de la siembra primaveral. Cuando se dieron cuenta de que aquel día no conseguirían llegar a la ciudad, Drizzt se salió de la carretera y condujo a Regis hasta la entrada de una de las granjas. Llamó a la puerta con fuerza, y cuando ésta se abrió de par en par, la mujer se fijó en la piel oscura de su inesperado y atípico invitado, y dio un respingo al mismo tiempo que emitía un gritito.
—Drizzt Do’Urden, a vuestro servicio —dijo con una educada reverencia—. Venimos desde Diez Ciudades, en el Valle del Viento Helado, para visitar a mi buen amigo el capitán Deudermont.
La mujer pareció calmarse bastante, ya que cualquiera que viviera tan cerca de Luskan había oído hablar de Drizzt Do’Urden, incluso antes de su hazaña junto a Deudermont al derrocar a Arklem Greeth.
—Si buscáis refugio, podéis instalaros en el granero —dijo la mujer.
—El granero nos resultaría de lo más acogedor —dijo Drizzt—, pero lo que mayor bien les haría a estos viajeros cansados es una buena conversación y oír noticias sobre Luskan.
—¡Bah! ¿Qué noticias? ¿Sobre tu amigo el gobernador?
Drizzt no pudo evitar una sonrisa al oír que aún se refería a Deudermont como gobernador. Hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué os puedo contar? —preguntó la mujer—. Se lleva sus ovaciones, sí. Y claro, sabe encandilar a la gente con sus palabras. Es bueno alimentando a los cerdos, nadie lo duda.
—¿Pero…? —la instó Drizzt, notando el sarcasmo en su voz.
—No es tan bueno alimentando a los que alimentan a los cerdos, ¿eh? —dijo—. Y no es tan rápido con las simientes que necesitamos para sembrar los campos.
Drizzt miró hacia el sur, hacia Luskan.
—Estoy seguro de que el capitán se ocupará de ello en cuanto le sea posible —intervino Regis.
—¿Cuál de ellos? —preguntó la mujer.
Regis se dio cuenta de que al usar el viejo título de Deudermont la mujer había creído que se refería a uno de los grandes capitanes de Luskan, y con aquel malentendido no intencionado, viendo el tono repentinamente esperanzado de la granjera, Regis y Drizzt se dieron cuenta de que Deudermont aún no había conseguido controlar a aquellos cinco.
—¿Así que os quedáis? —preguntó la mujer tras un prolongado silencio.
—Sí, en el granero —contestó Drizzt, volviéndose para mirarla con expresión extremadamente alegre y complacida.
Ambos se marcharon a la mañana siguiente, antes de que cantara el gallo, avanzando con rapidez por el camino hacia la puerta norte de Luskan, que para su sorpresa, estaba desprotegida. La puerta blindada no estaba cerrada, ni había barrera alguna que impidiera el paso, y no surgió ninguna voz de protesta desde las torres que la flanqueaban mientras la abrían y entraban en la ciudad.
—¿Al Cutlass o El Dragón Rojo? —preguntó Regis.
El halfling se dirigió hacia la amplia escalinata del puente de Aguas Arriba que llevaba a la parte norte de la ciudad, donde estaba situada la improvisada residencia de Deudermont. Pero Drizzt meneó la cabeza y cruzó directamente, pasando sobre el Mirar con Regis pegado a sus talones.
—Al mercado —le explicó—. El nivel de actividad allí nos permitirá saber muchas cosas acerca del invierno de Luskan antes de encontrarnos con Deudermont.
—Creo que ya hemos visto suficiente —masculló Regis.
Drizzt, mirando a izquierda y derecha, no fue capaz de discutírselo. La ciudad estaba arrasada.
Había varios edificios semiderruidos, y muchos más reducidos a cenizas. Personas demacradas cubiertas por sucios harapos deambulaban por las calles. La expresión hambrienta de sus rostros mugrientos era inconfundible, al igual que la de profunda desesperanza, que sólo se adquiría tras meses de miseria.
—Entonces, ¿habéis visto la caravana? —les preguntó un hombre nada más salir del puente, antes de entrar en la ciudad propiamente dicha.
—¿La caravana que va de Luskan al norte, a Diez Ciudades? —preguntó Regis.
El hombre lo miró con tal expresión de incredulidad que a Regis se le cayó el alma a los pies.
—La de Aguas Profundas —corrigió al halfling—. Va a llegar una caravana, ¿no lo sabías? ¡Y una gran flota de barcos que traen comida y ropa de abrigo, y grano para los campos, y cerdos para la cuadra! ¿La has visto, muchacho?
—¿Muchacho? —repitió Regis, pero el hombre estaba demasiado inmerso en sus divagaciones como para darse cuenta o hacer siquiera una pausa para respirar.
—¿Has visto la caravana? ¡Ah, debe de ser muy grande, por lo que dicen! Suficiente comida como para llenar nuestros estómagos durante todo el verano y el invierno próximo. Y todo procede de la gente de lord Brambleberry, según tengo entendido.
Los que estaban alrededor del viejo asentían y trataban de animarse un poco, aunque todo aquello sonaba bastante patético.
Cuando habían avanzado unas tres manzanas hacia el interior de la ciudad, todavía lejos del mercado, Drizzt decidió que había visto suficiente.
Hizo dar la vuelta a Regis y se dirigió hacia el puente de Dalath, uno de los puentes que cruzaban el Mirar que aún eran practicables y el más cercano al puerto y El Dragón Rojo.
Cuando por fin llegaron al palacio de Deudermont, los compañeros se encontraron con una cálida bienvenida y con caras sonrientes. Los guardias los condujeron directamente a las dependencias interiores, donde Deudermont y Robillard estaban reunidos con un hosco enano de barba pelirroja a quien Drizzt recordaba del contingente de Mirabar en la batalla de la Torre de Huéspedes.
—Si hemos interrumpido… —comenzó Drizzt a disculparse.
Deudermont, sin embargo, lo interrumpió, y levantándose de un salto, dijo:
—¡Tonterías! El día en que Drizzt y Regis vuelven a Luskan es un buen día.
—Y Luskan necesita días buenos —comentó el enano.
—Y algunas reuniones es mejor interrumpirlas —murmuró Robillard.
El enano se volvió hacia él bruscamente, a lo que el cínico mago respondió con una sonrisita y un encogimiento de hombros.
—Sí —dijo el enano—, y algunas reuniones duran más de lo necesario cuando ya está todo dicho.
—Lo has expresado de una hermosa aunque confusa manera —dijo Robillard.
—¡Ah!, pero quizá es el embrollado cerebro de un mago el que necesita que lo desenreden —dijo el enano—. Unas buenas sacudidas…
—Un enano en llamas… —añadió Robillard.
El enano gruñó, y Deudermont se interpuso entre ambos.
—Diles a tus hombres que agradecimos mucho su ayuda durante el invierno —le dijo al enano—. Y cuando llegue la primera caravana proveniente de la Marca Argéntea, esperamos que vuelvas a dar muestras de tu generosidad.
—Claro, tan pronto como nuestros estómagos dejen de rugir —respondió el enano, que le dedicó una última mirada feroz a Robillard. Y tocándose el ala del sombrero ante Drizzt y Regis, se marchó.
—Es bueno que hayáis vuelto —dijo Deudermont, adelantándose para estrecharles la mano a sus dos amigos—. Confío en que el invierno en el Valle del Viento Helado no haya sido más duro que aquí.
—La ciudad está destrozada —dijo Drizzt.
—Y hambrienta —añadió Regis.
—Todos los sacerdotes de Luskan se esfuerzan cada día, elevando plegarias a sus dioses y creando comida y bebida —dijo Deudermont—. Pero sus esfuerzos no son suficientes ni por asomo.
En el Escudo, los mirabarranos se han apretado bastante el cinturón a lo largo de los meses, racionando los suministros, ya que eran los únicos en Luskan que tenían provisiones suficientes para el invierno.
—No son los únicos —lo corrigió Robillard, y se distinguió claramente la crispación en su voz.
Deudermont le dio la razón con un gesto de asentimiento.
—Parece que algunos de los grandes capitanes tienen sus propias fuentes de abastecimiento de víveres. Todos alaban a Suljack, que ha hecho llegar buena carne a los ciudadanos a través de este palacio, incluso a aquellos que no formaban parte de su tripulación.
—Es un estúpido —dijo Robillard.
—Es un buen ejemplo para los otros cuatro —lo corrigió Deudermont rápidamente—. Da prioridad a Luskan por encima de sus barcos, y al parecer es el único lo bastante sensato como para entender que el destino de Luskan determinará, en última instancia, el destino de sus pequeños imperios privados.
—Debes actuar, y deprisa —dijo Drizzt—. De lo contrario, Luskan no sobrevivirá.
Deudermont asentía a cada palabra, mostrándose de acuerdo.
—Ha salido una flotilla de Aguas Profundas, y una gran caravana se dirige hacia aquí desde el sur, cargada tanto con comida como con grano, y con soldados que ayudarán a calmar los ánimos en la ciudad. Los señores de Aguas Profundas han apoyado el trabajo del fallecido lord Brambleberry, para que sus esfuerzos no hayan sido en vano.
—No quieren que uno de ellos parezca más estúpido de lo que ya se rumorea —les aclaró Robillard, e incluso Drizzt fue incapaz de contener una risita al oír aquello—. No esperes demasiado de la flotilla y de la caravana —le advirtió el mago a Deudermont—. Sin duda, vienen cargadas con gran cantidad de comida, pero seguro que nos mandan menos soldados de los que han prometido.
Tienen la habilidad de parecer más generosos de lo que realmente son, esos señores.
Deudermont no se molestó en contradecirlo.
—Ambos llegarán a lo largo de los próximos veinte días, por lo que dicen los exploradores. Le prometí a nuestro amigo enano, Argit-has de Mirabar, una cantidad extra de comida. Los mirabarranos estuvieron de acuerdo en pagar el diezmo por adelantado a la ciudad a cambio de recuperar la comida, aunque sus reservas están casi agotadas. Mirabar me ha apoyado durante todo el invierno; debo pediros que le transmitáis mi gratitud al marchion Elastul cuando volváis a la Marca Argéntea.
Drizzt asintió.
—¿Qué otra opción tenían? —preguntó Robillard—. Somos los únicos cuerdos que quedan en Luskan.
—Las caravanas…
—Son un respiro temporal.
Deudermont meneó la cabeza.
—Utilizaremos el ejemplo de Suljack para reclutar a los otros cuatro —razonó—. Acabarán con sus estúpidas peleas y ayudarán a la ciudad, o la gente se volverá contra ellos, igual que hicieron contra Arklem Greeth.
—La gente en la calle parece desesperada —dijo Regis, y Deudermont asintió.
—Son tiempos difíciles —contestó—. El respiro del verano les permitirá ver más allá de su miseria y buscar soluciones a largo plazo a los males de la ciudad. Esas soluciones están en mi mano, y no en la de los grandes capitanes, a menos que esos viejos lobos de mar sean lo bastante listos como para comprender las necesidades de la ciudad, más allá de sus estrechas callejuelas.
—No lo son —le aseguró Robillard—. Y haríamos bien en volver a embarcarnos en el Duende del Mar y navegar de nuevo hacia Aguas Profundas.
—Soportaría todo un invierno sin comida, e incluso más, con tal de oír una palabra de ánimo de boca de Robillard —comentó Deudermont con un hondo suspiro.
El mago se rio por lo bajo, extendió el brazo sobre el respaldo de su silla y apartó la vista.
—Ya basta de hablar de nuestras penurias —dijo Deudermont—. Habladme acerca del Valle del Viento Helado, y de Wulfgar. ¿Lo encontrasteis?
La sonrisa de Drizzt, antes de comenzar a contarle lo que había acontecido en el viaje, fue respuesta suficiente.