Capítulo 26


La larga noche invernal de Luskan

El hombre recorrió el callejón, mirando a izquierda y derecha. Sabía que debía ser cauteloso, ya que el cargamento que pronto transportaría era uno de los productos más apreciados en Luskan en aquel duro invierno.

Se dirigió a un punto concreto de la pared, uno que no parecía tener nada digno de mención, y golpeó de una manera especial, con tres golpes cortos, una pausa, dos golpes cortos, otra pausa, y un fuerte golpe seco al final.

Los tablones de la casa se separaron y descubrieron una ventana ingeniosamente oculta.

—¿Sí? —preguntó un viejo gruñón desde el interior—. ¿Pa´ quién?

—Siete —contestó el hombre.

Le extendió una nota sellada con el símbolo de la Nave Rethnor, que estaba rodeada por siete pequeñas fichas, como las que se solían usar en sustitución del oro y la plata en los juegos de azar por toda la zona de los muelles. Estas también llevaban la marca de la Nave Rethnor.

—¿Has dicho siete? —contestó el anciano desde el interior—. Pero yo te conozco, Feercus Oduuna, y sé que no ties’ mujer, ni hijos, ni hermanos, na’ más que una hermana. Eso hacen dos, si no me equivoco.

—Siete fichas —discutió Feercus.

—¿Cinco compradas, robadas o sacadas de un hombre muerto?

—Si las he comprado, ¿qué daño hago? —argumentó Feercus—. ¡No les he robado a mis hermanos de la Nave Rethnor, ni los he matado para conseguir sus fichas!

—Así que, ¿admites haberlas comprado?

Feercus meneó la cabeza.

—A Kensidan no le gusta el comercio de estraperlo, te lo digo por tu bien.

—Me ofrecí a llevar los productos de otros cinco —le explicó Feercus—. Mi hermana y yo, y la familia de Darvus, ya que no había ningún hombre vivo que pudiera venir, ni ningún chaval con la edad suficiente como para confiárselo.

—¡Ah!, ¿y qué le vas a sacar a la señora Darvus a cambio de tu ayuda? —preguntó el vejete.

Feercus esbozó una sonrisa lasciva.

—Más que eso, conociendo a Feercus —dijo el viejo—. Cobras parte del favor en carne, no lo dudo, pero también te llevas algo pa´ tus bolsillos. ¿Cuánto?

—¿Kensidan ha prohibido eso también?

—No.

—Entonces…

—¿Cuánto? —insistió el viejo—. Y se lo pienso preguntar a la viuda de Darvus, a la que conozco bien, así que será mejor que me cuentes la verdad.

Feercus miró nuevamente a ambos lados, suspiró, y admitió:

—Cuatro platas.

—Dos para mí —dijo el viejo, extendiendo la mano.

Ante la reticencia de Feercus a darle las monedas de inmediato, agitó los dedos con impaciencia.

—Dos, o no comes.

Feercus maldijo entre dientes mientras le daba las monedas. El viejo se dirigió al interior del almacén, y Feercus lo observó mientras metía siete pequeñas bolsas en un solo saco, para a continuación volver y dárselo a través de la ventana.

Feercus volvió a mirar a su alrededor.

—¿Te ha seguido alguien hasta aquí? —preguntó el viejo.

Feercus se encogió de hombros.

—Muchas miradas. Baram, o los hombres de Taerl, supongo, ya que no comen tan bien.

—Kensidan tiene guardias rodeando la nave —le aseguró el viejo—. Baram y Taerl no se atreverían a ir contra él, y a Kurth se le ha pagado con comida. Probablemente las miradas que te han seguido son las de los guardias que patrullan. ¡Y no te quepa duda de que no serán amigos de Feercus si éste roba o mata a los que están bajo la protección de Kensidan!

Feercus sostuvo el saco en alto.

—Para la viuda de Darvus —dijo, y se lo echó a la espalda mientras se alejaba.

Apenas había avanzado un paso cuando el postigo de la ventana se cerró de golpe, adquiriendo de nuevo la apariencia de una simple pared.

Feercus consiguió dejar de pensar poco a poco en los ojos vigilantes que sabía que lo observaban desde cada callejón y cada ventana, y desde muchos de los tejados también. Pensó en el cargamento, y le gustó lo que pesaba. La viuda Darvus le había asegurado que tenía algunas especias para quitarle la acidez a aquella extraña carne que Kensidan les proporcionaba a todos los que estaban bajo su protección (y había aumentado drásticamente el número de protegidos, que habían jurado lealtad a la Nave Rethnor, a lo largo de aquel crudo y frío invierno). Entre eso y los extraños y gruesos champiñones, Feercus Oduuna esperaba disfrutar de una cena excepcional aquella noche.

Se prometió a sí mismo que no se dejaría llevar por la codicia y que no se lo comería todo, sino que su hermana, que vivía sola desde que su esposo y sus dos hijos habían muerto en la explosión de la Torre de Huéspedes, se llevaría más que la séptima parte que le correspondía.

Miró una vez hacia atrás mientras salía del callejón, susurrando un sincero agradecimiento a la generosidad del gran capitán Kensidan.

En otro lugar de Luskan, no muy lejos del camino que Feercus recorría, varios hombres estaban reunidos en una esquina, apiñados en torno a un fuego, procurándose calor. El estómago de uno de ellos rugió de hambre, y otro lo golpeó en el hombro para recordarle que él también tenía hambre.

—¡Ah!, haz que se calle —dijo.

—¿Y cómo voy a hacerlo? —respondió el hombre cuyo estómago rugía—. ¡La rata que me comí anoche apenas me sació, y he vomitado más de lo que comí!

—A todos nos ruge el estómago —dijo un tercero.

—Según dice Baram, llegará comida esta noche —intervino un cuarto, esperanzado.

—No va a ser suficiente —dijo el primero, que volvió a golpear al otro en el hombro—. Ni por asomo. Jamás había pasado tanta hambre, ni siquiera estando en mar abierto durante días sin que soplara ni una ráfaga de viento.

—Es una lástima que no nos guste comer carne humana —dijo el tercero con una risita patética—. Hay un montón de cuerpos gordos en la isla de Cutlass, ¿eh?

—Es una lástima que no trabajemos para Rethnor, querrás decir —dijo el primero.

Los otros lo miraron con repentino asombro, pues esas palabras podían significar la muerte inmediata.

—Ni siquiera es Rethnor… Por lo que dicen, está muerto —dijo otro.

—Sí, es su chaval, ese tan escurridizo al que llaman el Cuervo —dijo el primero—. Está consiguiendo comida. No se sabe cómo, pero la está consiguiendo y está alimentando bien a sus muchachos este invierno. ¡Estoy pensando que Baram debería dejar de discutir con él y empezar a procurarnos parte de esa comida!

—Y yo estoy pensando que vas a conseguir que acabemos muertos en algún callejón —dijo uno de los otros, en un tono que no admitía réplica.

Aquel comentario áspero, que era a un tiempo amenaza y advertencia, hizo que la discusión terminara bruscamente, y el grupo volvió a frotarse las manos sin decir una palabra, pero con sus estómagos quejándose de tal manera que podrían haber expresado perfectamente sus oscuros sentimientos.

Aquella noche había buen ambiente en el Cutlass. Se habían reunido unos pocos hombres, saciados de comida y que habían alimentado bien a sus familias, todo gracias a la generosidad del hijo de Rethnor.

Tras la barra, Aurumn Gardpeck se fijó en las dos caras nuevas de aquella noche, ya que últimamente ocurría con cierta regularidad. Le dio un codazo a su amigo, y cliente más fiable, Josi Puddles, y señaló con la barbilla hacia la nueva pareja, que estaba sentada en un rincón.

—No me gustan —dijo, arrastrando las palabras, tras echar un vistazo en esa dirección—. Es nuestra taberna.

—A más clientes, más ingresos —contestó Arumn.

—Querrás decir más problemas —dijo Josi, y justo en ese momento, el enano de Kensidan apareció por la puerta y se encaminó a donde estaba Arumn.

El enano dirigió la vista al mismo lugar que ellos y le dijo a continuación a Arumn:

—De la avenida del Sol Poniente.

—Hombres de Taerl, entonces —contestó Josi.

—Ahora también de Kensidan, ¿no? —le dijo Arumn al enano mientras le servía su bebida habitual.

El enano asintió sin dejar de mirar a los dos hombres. Entretanto, se llevó la jarra a los labios y la vació de un trago, derramando parte de la bebida sobre su negra barba. Se quedó en el mismo lugar un rato, mirando fijamente y sin apenas prestar atención a la conversación entre Josi y Arumn. De vez en cuando, hacía un gesto para pedir otra jarra, que Arumn le proporcionaba sin rechistar, ya que estaba comiendo bastante bien gracias a la generosidad de Kensidan.

Finalmente, los dos hombres se marcharon, y el enano, tras vaciar una última jarra, los siguió. No estaban muy lejos cuando salió a la calle, a pesar de haberse parado para tomar un último trago, ya que ambos habían tenido que detenerse a la entrada para recoger sus armas. Esa regla no se aplicaba a la guardia personal de Kensidan, por supuesto, así que el enano no tuvo que pararse.

No se esforzó por ocultar que los estaba siguiendo, y uno de ellos volvió la vista atrás tontamente varias veces. El enano pensaba que se enfrentarían a él en la calle, con multitud de testigos a su alrededor, pero se sorprendió gratamente al ver que en lugar de eso se metían en un callejón oscuro y estrecho.

Los siguió ansioso, esbozando una amplia sonrisa.

—Ya está bien —dijo una voz proveniente de la oscuridad. El enano, siguiendo el sonido, descubrió una única silueta que estaba de pie junto a un montón de basura—. No me gusta que nos vigiles, barba negra, ni tampoco que nos sigas.

—Supongo que me vais a echar encima a la guardia del capitán Taerl —contestó el enano, y vio cómo el hombre se removía inquieto tras haberle recordado que no estaba en su territorio.

—E…, estamos aquí… por invitación de Rethnor —tartamudeó el hombre.

—Querrás decir que estáis aquí para comer.

—Sí, como invitados.

—No, amigo —dijo el enano—. Rethnor acoge a los que buscan unirse a la tripulación de uno de sus barcos, no a los que vienen, comen y se van a casa para contárselo a los otros grandes capitanes. Eres uno de los hombres de Taerl, y con eso debería bastarte.

—Voy a cambiarme —soltó de repente el hombre.

—¡Juajuajua! —se burló el enano—. Ya habéis estado aquí cinco veces, tú y tu amigo oculto. Y esas cinco veces habéis vuelto a casa. Muchos de vuestros muchachos han hecho lo mismo. ¿Acaso creéis que estamos aquí para alimentaros?

—P…, pago bien —tartamudeó el hombre.

—Por algo que no está a la venta —dijo el enano.

—Si lo venden, entonces está a la venta —dijo el hombre, pero el enano se cruzó de brazos y meneó lentamente la cabeza.

El compañero del hombre, proveniente del tejado que estaba a la derecha del enano, saltó frente a él empuñando una daga, como si se creyera una lanza humana. Al parecer debía de pensar que había cogido al enano por sorpresa y que era presa fácil.

Lo mismo debía de creer su amigo, callejón abajo, ya que comenzó a gritar de alegría, pero se detuvo bruscamente cuando el enano se puso en movimiento, extendió los brazos hacia delante, por encima de la cabeza, y realizó una voltereta hacia atrás. Mientras lo hacía, sacó con destreza sus manguales gemelos y, aterrizando firmemente sobre los talones, se inclinó hacia delante para tomar impulso y lanzarse al frente.

El hombre, con una agilidad sorprendente, consiguió reponerse de su error y rodó sobre sí mismo para ponerse otra vez de pie. Se volvió rápidamente y lanzó un tajo con la daga para mantener alejado al enano.

La cabeza llena de púas del mangual se estrelló contra la mano extendida, y por si el golpe no hubiera sido suficiente para hacerla pedazos, la cobertura de la bola explotó con magia. La daga, retorcida y deforme, salió volando, llevándose consigo tres dedos.

El hombre aulló de dolor y lanzó un golpe con la otra mano, mientras se cubría la herida.

Pero el enano lo superó de nuevo. En tanto el primer mangual, el que sostenía con la mano derecha, hacía un barrido para quitarle el cuchillo, pasó el brazo izquierdo por encima de la cabeza, haciendo girar la segunda arma del mismo modo que la primera. El enano, que bloqueó con facilidad, dio un paso adelante y se agachó. El puñetazo le pasó por encima de la cabeza al mismo tiempo que su segundo mangual hacía un giro que acabó con un golpe de la bola que había, en el extremo de la cadena negra en un lado de la rodilla del hombre.

El ruido que hizo el hueso al romperse resonó por encima del grito de dolor del hombre, y la pierna cedió, de manera que el herido cayó al suelo.

Su amigo estuvo a punto de tropezar con él en plena carga, pero de algún modo consiguió mantener el equilibrio, blandiendo espada y daga ante el enano agachado. Lanzaba cuchilladas y tajos a diestro y siniestro, tratando de abrumar al enano a base de pura ferocidad.

Casi consiguió atravesar sus inteligentes rechazos, pero sólo porque las estruendosas carcajadas del enano le impedían defenderse con mayor eficacia.

El hombre, que trataba de pasar por alto los lastimosos gritos de su amigo derrotado, volvió a lanzar cuchilladas frenéticamente y se arrojó hacia delante.

Falló estrepitosamente, ya que el enano, con un equilibrio perfecto, se deslizó a un lado.

—Estás acabando con mi paciencia —le advirtió el enano—. Podrías marcharte ahora habiendo recibido tan sólo una paliza.

El hombre, que estaba demasiado aterrado para comprender que le acababa de ofrecer el perdón de su vida, se lanzó contra el enano.

Sólo cuando el segundo mangual lo golpeó en el costado y le hizo polvo las costillas, se dio cuenta de su error. Entonces, la misma segunda bola lo volvió a golpear, esa vez en la cabeza, y ya no supo nada más.

Su amigo gritó aún más alto cuando el espadachín cayó muerto ante sus ojos, con los sesos esparcidos sobre los adoquines.

Todavía gritaba en el momento en que el enano lo cogió por la camisa y, con una fuerza asombrosa, lo puso en pie y lo golpeó contra la pared.

—No me estás escuchando, muchacho —dijo varias veces el enano, hasta que el hombre acabó por callarse.

—Ahora vuelve al Sol Poniente y diles a los muchachos de Taerl que éste no es vuestro sitio —dijo el enano—. Si estáis con Taerl, no estáis con Rethnor, y si es así, id a buscar algunas ratas para comer.

El hombre respiró entrecortadamente.

—¿Me oyes? —preguntó el enano, sacudiéndolo con violencia, y aunque lo hizo con una sola mano, el hombre fue tan incapaz de resistirlo como habría sido incapaz de resistir el tirón de un caballo fuerte.

Asintió con expresión estúpida, y el enano lo arrojó al suelo.

—Sal arrastrándote de aquí, muchacho. Y si tienes pensado volver, que sea con una solicitud para unirte a la Nave Rethnor.

—Sí, sí, sí, sí… —dijo el hombre una y otra vez.

El enano salió caminando tranquilamente del callejón, envainando ambos manguales en las fundas que llevaba a la espalda mientras avanzaba como si nada hubiera pasado.

—No deberías disfrutarlo tanto —le dijo Kensidan al enano poco después.

—Entonces, págame más.

Kensidan soltó una risita.

—Te dije que no mataras a nadie.

—Y yo te dije que si sacaban armas, habría derramamiento de sangre —contestó el enano.

Kensidan siguió riendo por lo bajo mientras le hacía un gesto condescendiente con la mano.

—Comienzan a estar desesperados —dijo el enano—. En la mayor parte de los distritos no hay suficiente comida para Baram y Taerl.

—Bien. Me pregunto si seguirán mirando al capitán Deudermont con tan buenos ojos.

—Querrás decir gobernador.

Kensidan puso los ojos en blanco.

—Tu amigo Suljack está obteniendo más que los otros dos —dijo el enano—. Si le mandaras algo de lo nuestro además de lo que recibe de Deudermont, se pondría justo por debajo de ti y de Kurth.

—Muy astuto —lo felicitó Kensidan.

—He estado jugando al juego de la política desde mucho antes de que naciera el padre de tu padre —contestó el enano.

—Así pues, debo pensar que eres lo bastante listo como para comprender que no me interesa encumbrar a Suljack a un nuevo puesto.

El enano miró a Kensidan con curiosidad un instante y, a continuación, asintió.

—Lo estás convirtiendo en el bufón de Deudermont.

Kensidan hizo un gesto afirmativo.

—Pero se lo va a tomar muy a pecho —le advirtió el enano.

—Mi padre lo protegió durante años, a menudo de sí mismo —dijo Kensidan—. Ya es hora de que Suljack demuestre que nuestros esfuerzos han valido la pena. Si no es capaz de comprender su papel junto a Deudermont, entonces no puedo ayudarlo.

—Podrías decírselo.

—También podría contárselo a Baram y Taerl. No creo que sea buena idea.

—¿Hasta dónde tienes pensado presionarlos? —preguntó el enano—. Deudermont aún es temible, y si se van a enfrentar a él…

—Baram odia a muerte a Deudermont —le aseguró Kensidan al enano—. Cuento contigo para refrenar el nivel de descontento en las calles. Queremos robarles a algunos de sus hombres, pero sólo los suficientes para asegurarnos de que esos dos entiendan cuál es su lugar cuando las flechas comiencen a surcar los aires. No estoy interesado en debilitarlos hasta que acaben en la anarquía, o perseguirlos hasta ponerlos del lado de Deudermont porque teman por sus vidas.

El enano asintió.

—Y no más muertes —dijo Kensidan—. Echa a los intrusos, muéstrales cuál es el modo de conseguir más y mejor comida. Rompe unas cuantas narices. Pero no más muertes.

El enano puso los brazos en jarras, tremendamente molesto por aquella dolorosa orden.

—Tendrás toda la lucha que quieras y más cuando Deudermont realice su jugada —le aseguró Kensidan.

—Es imposible que haya más lucha de la que deseo.

—Principios de primavera —contestó Kensidan—. Mantendremos viva a Luskan durante el invierno, pero a duras penas. Cuando los barcos y las caravanas no lleguen a principios de primavera, la ciudad se derrumbará alrededor del buen capit…, gobernador. Sus promesas estarán tan vacías como los estómagos de sus subordinados. No lo verán como un salvador, sino como un fraude, una llama que no arde en la fría víspera del invierno.

Y así transcurrió el largo invierno en Luskan. Los suministros iban de la Nave Rethnor a la isla de Closeguard y a Kurth, a Suljack e incluso una pequeña parte al nuevo palacio de Deudermont, instalado en lo que antes era la taberna de El Dragón Rojo, al norte del río. Lo poco de lo que Deudermont podía prescindir iba para los dos grandes capitanes, cuya necesidad era acuciante, y nunca era suficiente, por supuesto, y para los mirabarranos que vivían bajo tierra, en el Escudo. Y a medida que el invierno se recrudecía, Suljack, empujado por Kensidan, empezó a quedarse cada vez más tiempo junto a Deudermont.

Los muchos barcos que pasaban el invierno en el puerto obtenían la comida de Kurth, ya que Kensidan le cedió el control de los muelles.

Transcurrieron los meses más fríos, que no tuvieron piedad de la maltrecha Luskan, y la gente veía con expresión cansada y el estómago vacío cómo se alargaban los días, demasiado agotada y hambrienta para esperar un verdadero alivio.

—No pienso hacerlo —dijo Maimun, y Kurth abrió los ojos con sorpresa.

—Una docena de barcos, muy cargados y apenas protegidos —argumentó el gran capitán—. ¿Acaso podría pedir más un pirata?

—Luskan los necesita —dijo Maimun—. Tu gente se las arregló bien durante el invierno, pero la gente de tierra firme…

—Tu tripulación estuvo bien alimentada.

Maimun suspiró, ya que Kurth se había portado realmente bien con los hombres y mujeres del Triplemente Afortunado.

—Queréis apartar a Deudermont del poder —dijo el joven y perspicaz capitán pirata—. Luskan tiene la mirada fija en el mar, hacia el sur, rezando para que llegue comida, y grano para replantar los campos. No hay suficientes suministros en la ciudad para alimentar a una décima parte de la población, a pesar de que la mitad ha muerto.

—Luskan no es una comunidad granjera.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Maimun, pero ya conocía de sobra la respuesta.

Kurth y Kensidan querían un puerto franco, un centro de comercio donde nadie hiciera preguntas, donde los piratas pudieran presentarse y responder tan sólo ante otros piratas, donde los bandoleros pudieran vender joyas robadas y esconder a víctimas de secuestro hasta que llegara el rescate.

Maimun sabía que algo había ocurrido durante el invierno, algún cambio sutil. Antes de la llegada de los vientos del norte, los dos grandes capitanes conspiradores se habían acercado con gran cautela.

Su supuesto plan era dejar que Deudermont gobernara Luskan y encontrar una manera de burlarlo.

Ahora parecían querer para ellos toda la ciudad.

—No lo haré —volvió a decir el joven capitán pirata—. No puedo castigar así a Luskan, sea cual sea el resultado.

Kurth lo miró con dureza y, por un momento, Maimun pensó que tendría que pelear para poder salir de la torre.

—Estás demasiado lleno de presunción y suposiciones —le dijo Kurth—. Deudermont ya tiene su Luskan, y nos conviene que siga estando donde está.

Maimun sabía que estaba mintiendo, y por supuesto, no se dejó embaucar.

—La comida vendrá con la flota de Aguas Profundas, pero llegará a través de Closeguard, y no a través del palacio de Deudermont —le explicó Kurth—. Y las caravanas pertenecen a Kensidan, y no a Deudermont. La gente de Luskan le estará agradecida. Deudermont también, si somos listos. Te creía más inteligente.

Maimun no tenía respuestas para el escenario que le pintaba el gran capitán. Conocía a Deudermont tan bien como cualquiera que hubiera formado parte de la tripulación del Duende del Mar, y dudaba de que el capitán llegara a ser tan estúpido como para pensar que Kurth y Kensidan eran los salvadores de Luskan. Robar para después obtener la recompensa era el truco pirata más viejo y sencillo, después de todo.

—Le he ofrecido al Triplemente Afortunado la posición de buque insignia como agradecimiento —dijo Kurth—. Es una oferta, no una orden.

—Entonces, la rechazo amablemente.

Kurth asintió lentamente, y la mano de Maimun se deslizó hasta la empuñadura de su espada; tenía la certeza de que estaba a punto de morir.

Pero el golpe nunca llegó, y el joven capitán pirata dejó la isla de Closeguard un poco después y se apresuró a volver a su barco.

De nuevo en las habitaciones de Kurth, un orbe de oscuridad apareció en una esquina alejada, revelando que no estaba solo.

—Hubiera sido de gran ayuda —explicó Kurth—. El Triplemente Afortunado es lo bastante rápido como para introducirse en la línea de fuego de la flota de Aguas Profundas.

—La derrota de la flota de Aguas Profundas está a nuestro alcance —le aseguró la voz proveniente de la oscuridad—. Por un precio, por supuesto.

Kurth suspiró y se pasó la mano por el rostro anguloso, comparando el precio con las ganancias potenciales. En esos momentos, pensó muchas veces que Kensidan se ocuparía de la caravana en tierra, que iba ganando en audacia y en poder en gran parte gracias a la comida que esos extraños de la oscuridad le proporcionaban.

—Ocúpate de ello —consintió.