Capítulo 25


Visión del pasado

—Pronto tenemos que volver a Diez Ciudades —le informó Drizzt a Regis una mañana.

Estaban en la tundra y habían pasado diez días desde que habían dejado atrás a Berkthgar y la tribu del Alce. Ambos sabían que deberían haber vuelto a una de las ciudades, ya que el invierno se avecinaba y se adivinaba duro. Los inviernos eran mortales en el Valle del Viento Helado.

No obstante, habían seguido en la tundra, deambulando desde el Mar de Hielo Movedizo hacia el sur y las estribaciones de la Columna del Mundo. Se habían encontrado con otras dos tribus que los habían recibido con cordialidad, aunque no calurosamente. Ninguna tenía noticias de Wulfgar y, sin duda, lo consideraban muerto.

—No anda por aquí —dijo Regis después de un rato—. Debe de haber ido hacia el sur, hacia el valle.

Drizzt asintió, o intentó hacerlo, pero tan poco convincente fue su gesto que se pareció más a una negación.

—Wulfgar estaba demasiado conmocionado por la revelación, incluso confundido, por lo tanto pasó de largo por Diez Ciudades —prosiguió Regis obstinadamente—. Cuando perdió su pasado, perdió su hogar y no pudo soportar la idea de seguir aquí.

—¿Y llegó más allá de Luskan?

—No sabemos que haya evitado Luskan. Tal vez haya ido allí, tal vez se haya enrolado en un barco y esté navegando por la Costa de la Espada meridional, a la altura de Memnon o incluso de Calimport. ¿No crees que le resultaría divertido vernos buscándolo en medio de una tormenta de nieve?

Drizzt se encogió de hombros.

—Es posible —admitió, pero tampoco esa vez su tono y su postura reflejaron la menor confianza.

—Sucediera lo que sucediese, no hemos visto ni rastro de él por aquí, ni solo ni con nadie más —dijo Regis—. Abandonó el Valle del Viento Helado. Pasó de largo por Diez Ciudades la primavera pasada y atravesó el valle hacia el sur…, ¡o tal vez esté de regreso en aquel pequeño feudo, en Auckney si no recuerdo mal, con Colson! Sí, eso es…

Drizzt alzó la mano para parar las divagaciones del halfling. El, ellos, no tenían la menor idea de lo que le había sucedido a Wulfgar, ni, dicho sea de paso, tampoco a Colson, ya que ella había salido con él de la Marca Argéntea, pero ya no estaba cuando había llegado a Diez Ciudades varios años atrás. Quizá Regis tuviera razón, pero lo más probable era que Berkthgar estuviera en lo cierto. Él, que entendía el Valle del Viento Helado y los sentimientos tumultuosos que atormentaban a Wulfgar, había hecho la deducción acertada.

Tantos hombres se habían aventurado solos en la tundra y simplemente habían desaparecido… en un cenagal, bajo la nieve, engullidos por un monstruo… Wulfgar no habría sido el primero, sin duda; ni sería el último.

—Partimos hacia Diez Ciudades hoy mismo —le informó Drizzt al halfling.

El elfo oscuro echó una mirada al cielo gris, y supo que se aproximaba rápidamente una nueva nevada, y que sería más fría y más ventosa…, una nevada capaz de matarlos.

Regis se disponía a discutir, pero optó por asentir y por lanzar un hondo suspiro. Wulfgar estaba perdido para ellos.

La pareja se puso en camino con aire sombrío. Regis le iba pisando los talones a Drizzt, que no le facilitaba gran cosa la marcha, pues él realmente se deslizaba sobre la nieve, sobre aquel vacío llano y blanco. Muchas veces incluso Drizzt, que conocía tan bien el valle, tenía que detenerse un buen rato para orientarse.

A mediodía, la nieve había empezado a caer; al principio fue una nevada ligera, pero se intensificó poco a poco y el viento del noroeste empezó a aullar. Los dos se arrebujaron bien en sus abrigos y, con el cuerpo inclinado hacia delante, apretaron el paso.

—¡Deberíamos buscar una cueva! —gritó Regis, cuya voz no era adversario para el viento.

Drizzt se volvió y asintió, pero antes de que mirara otra vez hacia delante, Regis dio un respingo de alarma.

En un abrir y cerrar de ojos, Drizzt se volvió, cimitarra en mano, justo a tiempo de ver una enorme lanza que atravesaba la tormenta y se clavaba en la tierra, a poca distancia de él. Dio un salto hacia atrás y trató de situar al que la había arrojado, pero en lugar de eso, lo que atrajo su mirada fue el arma bamboleante clavada en el suelo ante él.

Llevaba atada la cabeza de un verbeeg en el extremo de una tira de cuero sujeta a una lanza.

Drizzt se aproximó a ella, mirando alrededor y hacia arriba; esperaba en cualquier momento una andanada de proyectiles.

La cabeza del gigante daba vueltas alrededor del astil de la lanza con los embates del viento y miraba a Drizzt con sus ojos vacíos y muertos. En su frente llevaba una curiosa inscripción. Drizzt se valió de Centella para apartar la gruesa mata de pelo y poder ver mejor.

—Wulfgar —musitó Regis, y Drizzt se volvió a mirarlo.

El halfling no apartaba la vista de la frente marcada del verbeeg.

—¿Wulfgar? —dijo Drizzt, asombrado—. Esto es una for…

—El dibujo —dijo Regis, señalando la cicatriz.

Drizzt lo examinó más de cerca, conteniendo el aliento por la expectación. La cicatriz, en realidad una marca, era mellada e imperfecta, pero Drizzt pudo distinguir los símbolos superpuestos de tres dioses enanos. ¡Eran los mismos que Bruenor había grabado en la cabeza de Aegis-fang! Wulfgar, o quienquiera que tuviera en su poder a Aegis-fang, había usado la cabeza de la maza de guerra para marcar a ese verbeeg.

Drizzt se irguió y miró a su alrededor. En medio de la tormenta, el tiro no podía haber venido de muy lejos, especialmente si quería asegurarse de no atravesar ni a Drizzt ni a Regis.

—¡Wulfgar! —gritó, y su voz hizo eco en las piedras cercanas, pero se desvaneció rápidamente bajo el manto amortiguador de la nieve y el aullido del viento.

—¡Era él! —gritó Regis a su vez, y también el halfling empezó a llamar a voz en cuello a su perdido amigo.

No obtuvieron respuesta. El viento sólo les trajo el eco de sus propias voces.

Regis siguió gritando un rato, hasta que Drizzt, con gesto cómplice, lo hizo callar.

—¿Qué? —preguntó el halfling.

—Conozco este lugar… Debería haber pensado antes en esto.

—¿Pensado en qué?

—Hay una cueva no muy lejos de aquí —le explicó Drizzt—, el lugar donde Wulfgar y yo peleamos por primera vez juntos.

—Contra verbeegs —dijo Regis, comprendiendo al mirar otra vez la lanza.

—Contra verbeegs —confirmó Drizzt.

—Da la impresión de que no los matasteis a todos.

—Vamos —le dijo Drizzt.

El drow se orientó, a continuación llamó a Guenhwyvar y la mandó por delante y a toda prisa a buscar la cueva. Sus rugidos los condujeron a través de la tormenta, que iba arreciando, y aunque la distancia no era mucha, no más de cien metros, a los dos les llevó algún tiempo llegar por fin a la entrada de una cueva profunda y oscura. Drizzt traspasó apenas el umbral y se quedó allí, mirando hacia la oscuridad más absoluta, para permitir que sus ojos se habituaran. Mientras lo hacía, rememoró aquella batalla de tiempo atrás, tratando de recordar las vueltas y revueltas de los túneles de la Guarida de Biggrin.

Cogió a Regis de la mano y empezó a andar, ya que el halfling no podía ver igual que el drow dentro de cavernas no iluminadas. En la primera intersección, doblaron a la izquierda y vieron que no toda la caverna estaba a oscuras.

Drizzt le hizo una seña a Guenhwyvar de que marchara delante y a Regis de que no se moviera.

Mientras tanto, él desenvainó sus espadas. Se movió con cautela y sigilo, un paso corto por vez.

Delante de él, Guenhwyvar llegó a la cámara iluminada. El fuego recortó su silueta con tal nitidez que vio cómo alzaba las orejas y relajaba los músculos, antes de avanzar a paso ligero y perderse de vista.

Drizzt apuró el paso y volvió a envainar. A la entrada de la cámara tuvo que entrecerrar los ojos para protegerlos de la luz brillante de las llamas.

Le costó reconocer al hombre sentado al otro lado del fuego. En un primer momento, casi no lo identificó como un hombre, porque con todas las pieles que llevaba puestas podría haber pasado por un gigante.

Por supuesto, eso era algo que se había dicho muchas veces de Wulfgar, hijo de Beornegar.

Drizzt empezó a acercarse, pero Regis se le adelantó.

—¡Wulfgar! —gritó con gran alegría.

El hombre recibió al exultante halfling con una sonrisa en medio de su espesa barba rubia.

—Pensábamos que estabas muerto —dijo efusivamente Regis.

—Y lo estaba —respondió Wulfgar—. Tal vez lo esté todavía, pero estoy casi volviendo a la vida.

El hombre se enderezó pero sin levantarse cuando Drizzt y Regis se aproximaron. Se limitó a señalarles dos pieles que había dispuesto para que se sentaran encima.

Regis miró de forma inquisitiva a Drizzt, esperando alguna respuesta, pero el drow, más versado que él en las costumbres de los bárbaros, aceptó la sugerencia de Wulfgar y ocupó su sitio enfrente del hombre.

—He vencido a tres de las estaciones —explicó Wulfgar—, pero la más difícil se me presenta ahora en tono desafiante.

Regis tuvo la intención de preguntar sobre el curioso enunciado, pero Drizzt lo detuvo con una mano alzada, y predicó con el ejemplo, mientras esperaban a que Wulfgar les contara su historia.

—Colson está de vuelta con su madre, en Auckney —empezó Wulfgar—, como debía ser.

—¿Y su padre, ese lord botarate? —preguntó Drizzt.

—Parece ser que su necedad se ha visto atemperada por la compañía de una bella mujer —respondió Wulfgar.

—Te debe de haber causado una gran pena —observó Regis, y Wulfgar respondió, asintiendo levemente con la cabeza.

—Cuando me dirigía desde Auckney al camino principal norte-sur, no sabía en qué dirección iría.

Me temo que he abandonado a Bruenor, y eso no es poca cosa.

—A él le va bien —lo tranquilizó Drizzt—. Te echa mucho de menos, pero su reino está en paz.

—¿En paz, con una hueste de orcos ante su puerta norte? —dijo Wulfgar, y esa vez fue Drizzt el que asintió.

—La paz no se mantendrá, y Bruenor volverá a conocer la guerra —predijo Wulfgar.

—Es posible —replicó el drow—, pero puesto que él dio muestras de gran paciencia y tolerancia, a cualquier estallido de guerra por parte de los orcos responderán Mithril Hall y una multitud de poderosos aliados. Si Bruenor hubiera continuado la guerra contra Obould, la habría librado solo, pero ahora, en caso de llegar a un enfrentamiento…

—Que los dioses lo guarden y os guarden a todos vosotros —dijo Wulfgar—, pero ¿qué os ha traído por aquí?

—Hemos viajado a Mirabar como emisarios de Bruenor —explicó el drow.

—Y como estábamos cerca… —intervino Regis, con una afirmación que resultaba cómica por lo ridícula, ya que Mirabar no estaba cerca ni mucho menos del Valle del Viento Helado.

—Todos queríamos saber cómo te iban las cosas —dijo Drizzt.

—¿Todos?

—Nosotros dos, Bruenor y Catti-brie. —El drow hizo una pausa para estudiar la expresión de Wulfgar, pero vio con alivio que no había dolor en su rostro—. Ella está bien —añadió, y Wulfgar sonrió.

—Nunca lo dudé.

—Tu padre vendrá pronto por aquí a hacerte una visita —le aseguró Regis—. ¿Debe buscar esta cueva?

Wulfgar sonrió al oírlo.

—Que busque el estandarte del alce —respondió.

—Ellos te creen muerto —dijo el halfling.

—Y lo estuve, pero Tempus fue misericordioso y me ha permitido renacer en este lugar, su hogar.

Hizo una pausa, y sus ojos de un azul cristalino tan parecido al cielo de otoño en el Valle del Viento Helado brillaron. Regis fue a decir algo, pero Drizzt se lo impidió.

—Cometí errores cuando regresé…, demasiados —dijo el bárbaro con gesto sombrío unos instantes después—. El Valle del Viento Helado no perdona, y pocas veces ofrece una segunda oportunidad de corregir un error. Había olvidado quién era y cuál era mi pueblo, y por encima de todo, había olvidado mi hogar.

Otra pausa mientras miraba fijamente las llamas. Pareció durar una hora.

—El Valle del Viento Helado me ha retado —dijo en voz baja, como si hablara más para sí mismo que para sus amigos—. Tempus me ha desafiado a recordar quién soy, y el precio del fracaso, será mi vida.

»Pero hasta ahora he vencido —dijo, alzando la vista hacia sus amigos—. He sobrevivido a los osos y a los cazadores de la primavera, a los cenagales sin fondo del verano, y al postrero frenesí para hacer acopio de alimentos del otoño. He hecho de esto mi hogar y lo he pintado con la sangre de los goblins y del gigante que vivían aquí.

—Ya lo hemos visto —dijo Regis con llaneza, pero su sonrisa no resultó contagiosa; al menos, no para Wulfgar.

—Derrotaré al invierno, mi búsqueda habrá terminado, y entonces volveré a la tribu del Alce. Ahora sí recuerdo. Soy otra vez el hijo del Valle del Viento Helado, el hijo de Beornegar.

—Te dejarán volver —afirmó Drizzt.

Wulfgar se quedó callado largo rato y finalmente asintió, aunque lentamente, dándole la razón.

—Mi gente me perdonará —dijo.

—¿Reclamarás otra vez el liderazgo? —preguntó Regis.

Wulfgar negó con la cabeza.

—Tomaré una esposa y tendré todos los hijos que podamos. Cazaré al caribú y mataré a los goblins. Viviré como lo hizo mi padre, y su padre antes que él, como vivirán mis hijos y los hijos de mis hijos después. En eso hay paz, Drizzt, y consuelo, y alegría, y eternidad.

—Hay muchas mujeres hermosas entre los tuyos —dijo Drizzt—. ¿Cuál de ellas no se sentiría orgullosa de ser la esposa de Wulfgar, hijo de Beornegar?

A Regis le crujió el cuello cuando miró hacia arriba, al drow, después de ese curioso comentario, pero cuando luego devolvió la vista a Wulfgar, vio que las palabras de Drizzt, aparentemente, habían sido oportunas.

—Me habría casado hace más de un año —dijo Wulfgar—. Hay una… —Soltó una pequeña carcajada—. No era digno.

—Tal vez siga disponible —comentó Drizzt, y Wulfgar volvió a sonreír y asintió.

—Pero te creen muerto —dijo Regis atropelladamente, y Drizzt le dio un pescozón.

—Estaba muerto —dijo Wulfgar—. El día en que me marché; realmente nunca había vuelto de verdad. Berkthgar lo sabía. Todos lo sabían. El Valle del Viento Helado no perdona.

—Tenías que ganarte la forma de volver a esta vida —dijo Drizzt.

—Vuelvo a ser el hijo de Beornegar.

—De la tribu del Alce…, después del invierno —dijo Drizzt, y apoyó sus palabras con una inclinación de cabeza y una sonrisa sincera de entendimiento.

—¿Y no olvidarás a tus amigos? —preguntó Regis, interrumpiendo la comunicación silenciosa entre Drizzt y Wulfgar, que se volvieron a mirarlo—. ¿Eh? —insistió obstinadamente—. ¿No hay lugar en la vida del hijo de Beornegar para los que lo conocieron y lo quisieron? ¿Te olvidarás de tus amigos?

El afecto del halfling derritió el hielo de la cara de Wulfgar, que le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Cómo podría? —preguntó—. ¿Cómo podría alguien olvidar a Drizzt Do’Urden, y al rey enano de Mithril Hall, que fue mi padre durante todos esos años? ¿Cómo iba a olvidar a la mujer que me enseñó a amar y que siempre se mostró tan sincera y honesta conmigo?

Drizzt se removió, incómodo, ante el recordatorio de que había sido su relación con Catti-brie lo que había apartado a Wulfgar de ellos; pero no había malicia ni añoranza en los ojos de Wulfgar.

Sólo una nostalgia tranquila y paz, una paz que Drizzt hacía muchos años que no percibía en él.

—¿Y quién podría olvidar a Regis de Bosque Solitario? —preguntó Wulfgar.

El halfling asintió, agradecido.

—Quisiera que volvieras a casa —dijo en un susurro.

—Estoy en casa, por fin, después de tanto tiempo —respondió Wulfgar.

Regis negó enérgicamente, dispuesto a rebatirlo, pero las palabras se le atragantaron.

—Un día reclamarás el liderazgo de tu tribu —dijo Drizzt—, al estilo del Valle del Viento Helado.

—Ahora ya soy viejo entre ellos —replicó Wulfgar—. Hay muchos hombres jóvenes y fuertes.

—¿Más fuertes que el hijo de Beornegar? —dijo Drizzt—. No lo creo.

Wulfgar asintió en silencio, agradeciendo sus palabras.

—Un día lo harás y volverás a ser el jefe de la tribu del Alce —predijo Drizzt—. Berkthgar te servirá lealmente, como tú lo servirás a él hasta que llegue ese día, hasta que vuelvas a sentirte cómodo entre la gente y en el valle. Él lo sabe.

Wulfgar se encogió de hombros.

—Todavía tengo que vencer al invierno —dijo—, pero regresaré con ellos en primavera, después de la primera igualación de la luz y la oscuridad. Y me aceptarán, tal como trataron de aceptarme cuando volví la primera vez. A partir de ahí, no sé lo que pasará, pero sí sé con certeza que vosotros seréis siempre bienvenidos entre mi pueblo y que nos alegraremos de vuestras visitas.

—Fueron amables con nosotros incluso no estando tú allí —le aseguró Drizzt.

Wulfgar se quedó otra vez un buen rato mirando el fuego, absorto en sus pensamientos. Después se levantó y fue hacia el fondo de la cueva, de donde volvió con un gran trozo de carne.

—Compartiré mi comida con vosotros esta noche —dijo—, y os prestaré oído. El Valle del Viento Helado no se enfadará conmigo por oír noticias de los que dejé atrás.

—Una comida por un relato —comentó Regis.

—Nos marcharemos con las primeras luces de la aurora —le aseguró Drizzt a Wulfgar, lo cual sorprendió a Regis.

Wulfgar, en cambio, asintió con gratitud.

—Entonces, contadme sobre Mithril Hall —dijo—, sobre Bruenor y Catti-brie, sobre Obould… Espero que ya esté muerto.

—Ni remotamente —dijo Regis.

Wulfgar se rio, espetó la carne y empezó a asarla lentamente.

Pasaron muchas horas poniéndose al día sobre los cuatro últimos años, aunque Drizzt y Regis llevaron casi todo el peso de la conversación. Drizzt contaba los hechos, y Regis le ponía una nota de color a cada incidente. Le hablaron de la aceptación a regañadientes del Tratado del Barranco de Garumn por parte de Bruenor, por el bien de la región, y del incipiente reino de Obould. Le contaron lo de Catti-brie y sus nuevas tentativas junto a la dama Alustriel por pasarse al Arte y, sorprendentemente, el bárbaro pareció muy complacido con la noticia.

—Debería darte hijos —dijo, sin embargo.

Tras mucho titubear, Wulfgar por fin contó sus propias aventuras: el viaje con Colson que los había llevado a Auckney, y su decisión de que su madre se hiciera cargo de su educación, así como su insistencia y alivio al ver que ese tonto de lord de Auckney aprobaba la decisión.

—Así está mucho mejor —dijo—. Su sangre no es la sangre del Valle del Viento Helado, y aquí no hubiera salido adelante.

Regis y Drizzt intercambiaron miradas de aprobación, aunque reconocían la herida abierta en el corazón de Wulfgar.

Regis cambió rápidamente de tema cuando Wulfgar hizo una pausa, y le contó lo de la guerra de Deudermont en Luskan, la caída de la Torre de Huéspedes y la devastación generalizada de la Ciudad de los Veleros.

—Me temo que arriesgó demasiado y precipitadamente —observó Drizzt.

—Pero es amado por el pueblo —sostuvo Regis.

Tuvo lugar una breve discusión sobre si su amigo había hecho o no lo correcto. Fue breve, porque ambos se dieron cuenta de que a Wulfgar le importaba poco el destino de Luskan. Permanecía allí sentado, con aire distante, acariciando el espeso pelaje de Guenhwyvar, que estaba tendida a su lado.

Así pues, Drizzt desvió la conversación hacia temas del pasado, a la primera vez que él y Wulfgar habían venido a la guarida de los verbeegs, y a sus caminatas hasta la atalaya de Bruenor sobre la cumbre de Kelvin. Repasaron sus aventuras, los largos y agotadores caminos que habían andado y navegado juntos, los muchos combates, los muchos placeres. Siguieron hablando, aunque la conversación se fue apagando junto con el fuego. Al final, Regis se quedó profundamente dormido allí mismo, sobre una pequeña piel en el suelo de piedra.

Cuando se despertó se encontró con que Drizzt y Wulfgar ya estaban de pie y tomaban el desayuno.

—Come deprisa —le dijo Drizzt—. La tormenta ha amainado y debemos seguir nuestro camino.

Así lo hizo Regis, en silencio, y un poco después los tres se dijeron adiós a la salida del hogar temporal de Wulfgar.

Wulfgar y Drizzt se dieron un firme apretón de manos, con un profundo respeto mutuo en sus miradas. Después se abrazaron, un vínculo que duraría por siempre, y se apartaron. Drizzt se volvió hacia la luz del día. Wulfgar le dio a Guenhwyvar una palmada en la grupa, y ella salió trotando.

—Toma —le dijo Regis, y le dio una talla en la que llevaba algún tiempo trabajando.

Wulfgar la cogió con cuidado y la levantó para verla. Una ancha sonrisa se dibujó en su cara al reconocer la representación de los compañeros de Mithril Hall. Wulfgar y Drizzt, Catti-brie y Bruenor, Regis y Guenhwyvar, codo con codo. Rio entre dientes por lo bien retratada que estaba Aegis-fang en su mano en miniatura, ante la escultura del hacha de Bruenor y el arco de Catti-brie, un arco que llevaba Drizzt, según había observado al examinar la talla.

—La llevaré junto a mi corazón y dentro de él hasta el fin de mis días —prometió el bárbaro.

Regis se encogió de hombros, azorado.

—Si la pierdes… —le ofreció—, bueno, si está en tu corazón eso no sucederá nunca.

—Nunca —confirmó Wulfgar mientras levantaba al halfling en un abrazo asfixiante.

—Encontrarás la forma de volver al Valle del Viento Helado —le dijo al oído—. Te sorprenderé a la orilla del Maer Dualdon. Puede que incluso me tome un momento para poner cebo en tu anzuelo.

El sol, aunque escaso, les pareció más brillante a Regis y a Drizzt esa mañana; se reflejaba en la blancura inmaculada de la nieve recién caída y relucía en sus ojos llenos de lágrimas.