Tan solo un asesor
—¿Estás manteniendo vivo a Suljack? —preguntó el viejo Rethnor a Kensidan mientras caminaban por los decorados salones del palacio de la Nave Rethnor.
—Le he asignado el enano —replicó Kensidan—. De todos modos, la pequeña bestia ya empezaba a resultarme molesta. Había comenzado a hablar en verso, algo sobre lo que ya me había advertido su amo anterior.
—¿Su amo anterior? —dijo el anciano con gesto torvo.
—Sí, padre, de acuerdo —replicó el Cuervo con una risita de autocensura—. Sólo confío en ellos porque sé que comparten nuestros intereses y que nos conducen al mismo lugar.
Rethnor asintió.
—Pero no puedo permitir que Baram y Taerl maten a Suljack, y creo que precisamente es lo que quieren hacer desde que lo vieron en el estrado con Deudermont.
—¿Tanto los ha enfadado el hecho de que se sentara detrás de Deudermont?
—No, pero les ha brindado una oportunidad que no están dispuestos a dejar pasar —explicó Kensidan—. Kurth ha encerrado a sus fuerzas en la isla de Closeguard, esperando a que pase el temporal. No me cabe duda de que está instigando muchas de las peleas en tierra firme, pero quiere que el cadáver de Luskan esté un poco más muerto antes de lanzarse sobre él como un buitre hambriento. Baram y Taerl creen que yo estoy muy debilitado en este momento porque me he mostrado partidario de Deudermont y también, por supuesto, porque no ha habido una transferencia normal de poder de ti hacia mí. A su modo de ver, la destrucción de la Torre de Huéspedes ocasionó tal devastación por toda la ciudad que incluso mis propios seguidores son reacios, se sienten inseguros y no están dispuestos a seguir mis órdenes de entrar en combate.
—¿Y por qué habrían de pensar tal cosa Baram y Taerl de los leales soldados de infantería de la Nave Rethnor? —preguntó el gran capitán.
—Eso mismo me pregunto yo —replicó el taimado Kensidan.
Rethnor volvió a asentir, con una ancha sonrisa que revelaba su convicción de que su hijo lo hacía a la perfección.
—De modo que tú y Kurth os habéis acercado más —dijo Rethnor—. Tú ni siquiera apareciste en la investidura de Deudermont. Si hay algo que los otros tres grandes capitanes puedan hacer, deben hacerlo ahora, sin tardanza, antes de que alguno de vosotros dos, o Deudermont, salga y los aplaste a todos. Sólo para añadir un poco más de fuego a esa pólvora, pones a Suljack en el estrado con Deudermont, la excusa que Taerl y Baram necesitaban.
—Sí, más o menos.
—Pero no dejes que lleguen a él —le advirtió Rethnor—. Vas a necesitar a Suljack antes de que este follón haya terminado. Es un necio, pero un necio útil.
—El enano lo mantendrá a salvo. Por ahora.
Llegaron a la intersección de dos pasillos que llevaban a sus respectivas habitaciones, y se despidieron, pero no antes de que Rethnor se inclinara y besara a Kensidan en la frente, una señal de gran respeto.
El anciano se alejó por el corredor con andar cansino y atravesó la puerta de su dormitorio.
—Mi hijo —musitó, lleno de orgullo.
Ya sabía, sin la menor duda, que había escogido bien al transferir la Nave Rethnor a Kensidan en lugar de a su otro hijo, Bronwin, que últimamente casi no paraba en la ciudad. Bronwin había sido para él una decepción, pues daba la impresión de que no era capaz de atender a nada que no fueran sus necesidades más inmediatas de dinero y de mujeres, ni mostraba la menor capacidad ni paciencia para posponer la satisfacción de sus deseos. Kensidan, sin embargo, el que llamaban el Cuervo, había compensado con creces las carencias de Bronwin. Kensidan era tan astuto como su padre, sin duda, y quizá aún más.
Rethnor se metió en la cama con ese pensamiento, y fue un buen pensamiento para ser el último, pues ya nunca volvió a despertar.
La llevaba deprisa por las calles oscuras y empapadas por la lluvia, procurando por todos los medios mantenerla bien arrebujada en la gran capa. Echaba miradas inquietas a su alrededor, a izquierda y derecha, y hacia atrás, y más de una vez llevó la mano a la daga que tenía al cinto.
Un relámpago partió el cielo en dos y le permitió ver a muchas más personas bajo la lluvia torrencial, refugiadas en los callejones y bajo los aleros o, patéticamente, en algún portal, como tratando de reconfortarse con la mera proximidad de una casa.
Por fin, la pareja llegó a la sección de los muelles, dejando atrás las casas, pero ése era un terreno aún más poderoso. Morik lo sabía, porque si bien había menos gente al acecho, también era menor el número de potenciales testigos.
—Ya se ha ido…, todos los barcos se han apartado del muelle para no correr el riesgo de destrozarse contra él —le dijo Bellany con la voz amortiguada por la capa húmeda—. Ha sido un plan estúpido.
—No se ha ido, no lo haría —replicó Morik—. Tengo el dinero y su palabra.
—La palabra de un pirata.
—La palabra de un hombre honorable —la corrigió Morik.
Realmente se sintió reconfortado cuando él y Bellany doblaron la esquina de un almacén bastante grande y vieron un barco, un único barco, todavía amarrado al muelle, resistiendo porfiadamente el oleaje de la tormenta que le rompía encima. Una tras otra, esas tormentas asaltaban Luskan, un signo inequívoco de que el viento había cambiado y de que el invierno no tardaría en saltar por encima de la Columna del Mundo y en descargar toda su furia sobre la Ciudad de los Veleros.
La pareja se encaminó hacia los muelles, refrenando la urgencia de recorrer de una carrera el paseo de maderos. Morik se mantuvo pegado a las sombras, hasta que llegaron al punto más próximo al amarradero del Triplemente Afortunado.
Aguardaron en las profundas sombras de los almacenes del puerto interior hasta que otro relámpago partió el cielo e iluminó la zona, y entonces miraron a izquierda y derecha. Al no ver a nadie, Morik asió a Bellany por el brazo y corrió directamente hacia el barco, sintiendo que él y su amada eran vulnerables mientras se movían por la escollera abierta.
Cuando llegaron a la rampa de abordaje, encontraron al propio capitán Maimun que los esperaba farol en mano.
—Daos prisa —dijo—. Tenemos que zarpar ya, o nos estrellaremos contra el muelle.
Morik dejó que Bellany pasara delante por la rampa, y con ella recorrió la cubierta y se dirigió al camarote de Maimun.
—¿Un trago? —preguntó el capitán, pero Morik alzó la mano, rechazándolo.
—No tengo tiempo.
—¿No vas a zarpar con nosotros?
—Kensidan no lo permitiría —explicó Morik—. No sé qué está pasando, pero quiere vernos a todos en Diez Robles esta noche.
—¿Confiarías tu bella dama a un pícaro como yo? —preguntó Maimun—. ¿Debo ofenderme?
Mientras hablaba de ella, ambos se volvieron hacia Bellany, que sin duda respondía a esa descripción en ese momento. Bañada por la luz de muchas candelas, con el pelo negro empapado y chispeando sobre su piel las gotas de lluvia, no había mejor manera de describir a la mujer que se despojaba de su pesada capa de lana.
Con aire displicente se apartó el pelo húmedo de la cara, un movimiento que cautivó a los dos hombres, y los miró con curiosidad, sorprendida al ver que ambos la miraban.
—¿Hay algún problema? —preguntó, y Maimun y Morik se rieron, lo cual contribuyó a confundirla todavía más.
Maimun le hizo un gesto con la botella, y Bellany asintió con avidez.
—Se debe de haber puesto muy difícil estar ahí fuera para que estés dispuesta a navegar en medio de una tormenta —comentó Maimun, pasándole un vaso de whisky.
Bellany lo vació de un trago y le alargó el vaso para que se lo volviera a llenar.
—No estoy con Deudermont ni lo estaré —le explicó a Bellany mientras Maimun le servía—. Arabeth Raurym ganó la pelea con Valindra, y Arabeth no es mi señora.
—Y si un antiguo habitante de la Torre de Huéspedes del Arcano no está con Deudermont, entonces puede darse por muerto —añadió Morik—. Algunos han encontrado refugio con Kurth, en la isla de Closeguard.
—En su mayoría, los que tuvieron una estrecha colaboración con él a lo largo de los años, y yo apenas lo conozco —dijo Bellany.
—Pensaba que Deudermont había concedido una amnistía a todos los que combatieron con Arklem Greeth —comentó Maimun.
—Sí, lo hizo, pero para lo que vale… —dijo Morik.
—Vale mucho para todos los asistentes y los no practicantes que salieron de las ruinas de la Torre de Huéspedes —dijo Bellany—, pero para los que urdimos conjuros bajo la dirección de Arklem Greeth, para los que somos considerados miembros de la Hermandad Arcana, no sólo de la Torre de Huéspedes, no hay amnistía, al menos no entre la gente de Luskan.
Maimun le pasó el vaso que había vuelto a llenar, y ella lo cogió, pero esa vez lo bebió a sorbos.
—El orden se ha perdido en toda la ciudad —dijo el joven capitán—. Esto era lo que muchos se temían cuando se dieron cuenta de lo que pretendían Deudermont y Brambleberry. Arklem Greeth era una bestia, y era precisamente esa falta de humanidad y esa vileza lo que mantenía a raya a los cinco grandes capitanes y a los hombres que estaban por debajo de ellos. Cuando la ciudad se reunió en torno a Deudermont aquel día, en la plaza, incluso yo llegué a pensar que tal vez, sólo tal vez, el capitán tendría la firmeza de carácter y la reputación necesarias para sacarlo adelante.
—Se le está acabando el tiempo —dijo Morik—. Hay gente asesinada por todos los callejones.
—¿Y qué pasa con Rethnor? —preguntó Maimun—. Tú trabajas para él.
—No porque así lo haya elegido —dijo Bellany, y la mueca que le hizo a Morik fue reveladora para el joven y perspicaz capitán pirata.
—Yo no tengo por qué saber lo que pretende Rethnor —admitió Morik—. Hago lo que me dicen que haga y no meto las narices donde no me importa.
—Ése no es el Morik que conozco y respeto —dijo Maimun.
—Es la verdad —coincidió Bellany.
Pero Morik siguió negando con la cabeza.
—Yo sé lo que hay detrás de Rethnor, y sabiéndolo, soy lo bastante listo como para hacer lo que me mandan.
Una señal desde cubierta les informó de que los últimos cabos iban a ser soltados.
—Y esta noche te han dicho que volvieras a la Nave Rethnor —le recordó Maimun, acompañándolo hasta la puerta.
El pícaro se tomó el tiempo necesario para darle a Bellany un beso y un abrazo.
—Maimun se encargará de tu seguridad —le prometió, y miró a su amigo, que asintió y alzó su vaso a modo de respuesta.
—¿Y tú? —replicó Bellany—. ¿Por qué no te quedas aquí?
—Porque entonces Maimun no podría garantizar la seguridad de ninguno de los dos —respondió Morik—. Yo estaré bien; si hay algo de lo que estoy seguro en medio de este caos, es de que la Nave Rethnor sobrevivirá, sea cual sea la suerte que corra el capitán Deudermont.
La volvió a besar, se cerró bien el capote para hacer frente a la tormenta que arreciaba y abandonó a toda prisa el Triplemente Afortunado. Morik esperó en los muelles apenas lo suficiente para ver cómo la experta tripulación apartaba el barco del muelle y cómo se internaban en la noche lluviosa.
Cuando volvió a la Nave Rethnor, Morik se enteró de que el gran capitán había muerto plácidamente, y Kensidan el Cuervo era, por fin, quien llevaba el timón.
Pasaban de la lluvia incesante, en una única y solemne fila, a los vestíbulos del palacio de Rethnor y, a continuación, al gran salón de baile donde estaba el féretro del gran capitán.
Los otros cuatro grandes capitanes estaban presentes. Suljack había sido el primero en acercarse, Kurth el último, y Baram y Taerl habían llegado sospechosamente juntos.
Kensidan los había reunido a los cuatro en su cámara privada de audiencias cuando le comunicaron que el gobernador de Luskan había acudido a presentar sus respetos.
—Hazlo pasar —le dijo Kensidan a su asistente.
—No viene solo —respondió la mujer.
—¿Con Robillard?
—Y unos cuantos miembros de la tripulación del Duende del Mar —explicó ella.
Kensidan le restó importancia con un gesto.
—Os digo a los cuatro, antes de que Deudermont se una a nosotros, que la Nave Rethnor es mía.
Mi padre me la puso en las manos con todas las bendiciones antes de morir.
—¿O sea que le vas a cambiar el nombre por el de Nave Cuervo? —bromeó Baram, pero Kensidan lo miró con odio, y al otro le dio una tos nerviosa.
—Y si alguno de vosotros piensa que tal vez ahora la Nave Rethnor es vulnerable, será mejor que cambie de idea —dijo Kensidan, que se interrumpió de golpe cuando la puerta se abrió.
Entró el gobernador Deudermont, seguido por el siempre vigilante y peligroso Robillard. Los demás tripulantes del Duende del Mar no entraron, pero seguramente no debían andar lejos.
—¿Conoces al más nuevo de los grandes capitanes de Luskan? —le preguntó Kurth, señalando a Kensidan.
—No sabía que fuese un puesto hereditario —dijo Deudermont.
—Lo es —fue la seca respuesta de Kensidan.
—Si el buen capitán Deudermont muriera, ¿yo me quedaría con Luskan? —preguntó Robillard, que se encogió de hombros cuando Deudermont lo miró con cara de pocos amigos ante la ocurrencia.
—Lo dudo —dijo Baram.
—Si vosotros sois los cinco grandes capitanes de Luskan, que así sea —dijo Deudermont—. No me interesa lo que hagáis con los títulos de ahora en adelante. Lo que me interesa es Luskan, y su pueblo, y espero que a vosotros también.
Los cinco hombres, no acostumbrados a que les hablaran de esa manera y con ese tono, aumentaron el nivel de atención, y Baram y Taerl se pusieron claramente tensos.
—Pido paz y calma; que la ciudad pueda resurgir después de una batalla angustiosa —dijo Deudermont.
—Que tú iniciaste, y sin que nadie te lo pidiera —replicó Baram.
—Me lo pidió el pueblo —replicó Deudermont—. Tu gente entre ellos, que marchó con lord Brambleberry y conmigo hasta las puertas de la Torre de Huéspedes.
Baram no encontró respuesta para eso.
Pero Suljack sí, y fue una respuesta entusiasta.
—Claro, y el capitán Deudermont nos está dando una ocasión de hacer de Luskan la envidia de la Costa de la Espada —declaró, sorprendiendo incluso a Deudermont con su energía.
Sin embargo, no tomó por sorpresa a Kensidan, que le había encargado que hiciera precisamente eso, ni tampoco a Kurth, que le dirigió una sonrisa taimada a Kensidan mientras el tonto de Suljack se lanzaba a fondo.
—Mi gente está cansada y herida —dijo—. La guerra ha sido dura con ellos, con todos nosotros, y ahora es el momento de esperar algo mejor y de trabajar juntos para progresar. Debes saber que la Nave Suljack está contigo, gobernador, y que no combatiremos a menos que sea para defender nuestras vidas.
—Lo aprecio realmente —respondió Deudermont con una inclinación de cabeza.
No obstante, la expresión del gobernador hablaba tanto de desconfianza como de gratitud, y no pasó desapercibida al perspicaz Kensidan.
—Si me perdonas, gobernador, estoy aquí para enterrar a mi padre, no para hablar de política —dijo Kensidan, dirigiéndose hacia la puerta.
Deudermont y Robillard se marcharon con una inclinación de cabeza y se reunieron con algunos miembros de su tripulación que habían permanecido alertas al otro lado de la puerta. Suljack fue el siguiente en marcharse; luego lo hicieron Baram y Taerl juntos, tal como habían venido, y ambos iban refunfuñando y de malhumor.
—Esto no cambia nada las cosas —dijo Kurth a Kensidan al pasar—. Salvo por el hecho de que has perdido un valioso asesor. —Y después de una risita cómplice abandonó la sala.
—No me gusta mucho ése —dijo el enano, que estaba detrás de la silla de Kensidan, un poco más tarde.
Kensidan se encogió de hombros.
—Ve con Suljack sin tardanza —le ordenó—. Baram y Taerl estarán todavía más furiosos con él después de que haya elogiado a Deudermont tan abiertamente.
—¿Y qué pasa con Kurth?
—No va a hacer nada en mi contra. Ve muy bien adonde nos dirigimos y espera al destino.
—¿Estás seguro?
—Lo suficiente para decirte otra vez que vayas con Suljack.
El enano dio un suspiro exagerado y salió a grandes zancadas de detrás de la silla.
—Ya me estoy cansando un poco de que me digan lo que he de hacer —dijo entre dientes, y se ganó una sonrisa de Kensidan.
Unos instantes después, la sala donde estaba Kensidan se oscureció.
—¿Lo has oído todo? —Más que una pregunta fue una afirmación.
—Lo suficiente para saber que siguen poniendo en peligro a tu amigo.
—¿Y eso te desagrada?
—Nos alienta —dijo la voz del hablante invisible, jamás visto—. Esto es más que una alianza, por supuesto.
—El enano lo protegerá —replicó Kensidan, como para demostrar que tal vez no fuera mayor que su alianza con Suljack.
—Eso no lo dudo —lo tranquilizó la voz—. La mitad de la guarnición de Luskan moriría si tratara de enfrentarse a ése.
—¿Y si vienen en mayor número y Suljack resulta muerto? —preguntó Kensidan.
—Entonces, morirá. Esa no es la cuestión. La cuestión es qué hará Kensidan si pierde a su aliado.
—Tengo muchas formas de llegar a los seguidores de Suljack —replicó el jefe de la Nave Rethnor—. Ninguno de ellos formará una alianza con Baram ni con Taerl, ni permitiré que perdonen a esos dos por matar a Suljack.
—Entonces, ¿la lucha continuará? Ten cuidado, porque Kurth comprende la profundidad de tu juego a este respecto.
El enano volvió a la sala en ese momento y abrió mucho los ojos al ver tanta oscuridad, dada la inesperada visita de sus verdaderos amos.
Kensidan lo observó el tiempo suficiente para calibrar sus reacciones, y luego respondió:
—El caos es el peor enemigo de Deudermont. Mis guardias ciudadanos no responden a sus puestos, lo mismo que muchos, muchos otros. Deudermont puede pronunciar grandes discursos y hacer magníficas promesas, pero eso no basta para controlar las calles. No puede mantener a salvo a los campesinos, pero yo puedo salvaguardar a los míos, y lo mismo Kurth, y otros.
A su lado, el enano lanzó una carcajada, aunque cerró la boca cuando Kensidan se volvió a mirarlo.
—Es cierto —admitió el jefe de la Nave Rethnor—. Es la trampa de la humanidad en competencia, ya ves. Son pocos los hombres que se alegran de que otros tengan motivos para alegrarse.
—¿Hasta cuándo dejarás que esto siga adelante? —preguntó la voz que provenía de la oscuridad.
Kensidan se encogió de hombros.
—Eso depende de Deudermont.
—Su obcecación no conoce límites.
—Mejor así —dijo Kensidan con un encogimiento de hombros.
El enano volvió a reírse mientras buscaba detrás de la silla la capa impermeable que se había olvidado.
—Espero que hagas honor a tu reputación —le dijo Kensidan cuando volvió a pasar por su lado.
—Hace tiempo que busco algo que golpear —replicó el enano—. Puede que incluso tenga una o dos rimas preparadas para mi primera batalla.
En la oscuridad, alguien gruñó, y el enano se rio todavía más alto mientras abandonaba la sala a toda prisa.