Capítulo 23


Como uno solo

Resistía la nevada.

No era una ligera y desordenada lluvia de copos, como la de la tormenta anterior, sino una ventisca de hielo punzante y frío penetrante empujada por el viento.

No luchaba contra ella. La aceptaba. La integraba con su propio ser, como si él y el brutal entorno se convirtieran en uno. Tensó los músculos y apretó el paso, haciendo que la sangre afluyera a sus miembros blanquecinos. Entornó los ojos, sin cerrarlos del todo, para protegerlos del aire gélido, negándose a que sus sentidos claudicaran ante la verdad del Valle del Viento Helado y los letales elementos. Letales para los extraños, para los extranjeros, para los débiles meridionales que eran incapaces de integrarse con la tundra, con el helador viento del norte.

Había superado la primavera, el cenagoso deshielo, el tiempo en que un hombre podía desaparecer en un pantano sin dejar rastro.

Había superado el verano, la estación más bonancible, pero también la época en que las bestias del Valle del Viento Helado salían en tropel, en busca de alimento para alimentar a sus crías, y la carne humana era uno de los más preciados para la mayoría.

Su superación del otoño casi había terminado con los primeros vientos fríos y las primeras ventiscas arrolladoras. Había sobrevivido a los osos pardos que trataban de hacer acopio de grasa antes de retirarse a sus cuevas. Había sobrevivido a los goblins, a los orcos y a los ogros que competían con él por los magros resultados de las últimas cacerías del caribú.

Y ahora superaría a la borrasca, a aquel viento capaz de helar la sangre de un hombre en sus venas.

Pero no de ese hombre. Su herencia ancestral no lo permitiría; su fuerza y su determinación, tampoco. Como el padre, del padre, del padre de su padre antes que él, pertenecía al Valle del Viento Helado.

No combatía al viento del noroeste. No cerraba los ojos al hielo y a la nieve. Los consideraba parte de sí mismo, porque él era más grande que un hombre. Era un hijo de la tundra.

Durante horas estuvo inmóvil sobre una alta roca, soportando el viento mientras la nieve se acumulaba alrededor de sus pies primero, después de sus tobillos y a continuación de sus largas piernas. Todo el mundo se convirtió en una bruma onírica mientras el hielo le cubría los ojos. Tenía el pelo y la barba llenos de pequeños carámbanos; su aliento pesado llenaba de niebla el aire delante de él, pero la nube se deshacía rápidamente por el embate del hielo y de la nieve.

Cuando por fin se movió, ni siquiera el aullido del viento bastó para amortiguar los crujidos. Una respiración honda lo liberó de la camisa natural de hielo, y extendió los brazos a ambos lados del cuerpo y cerró los puños con fuerza, como si estuviera asiendo y aplastando la tormenta a su alrededor.

Echó la cabeza hacia atrás, alzó la vista hacia el cielo cubierto de pesadas nubes grises y lanzó un rugido largo y sordo, un gruñido primario que salió de su tripa para disputarle la presa al Valle del Viento Helado.

Estaba vivo. Había vencido a la tormenta. Había superado tres estaciones y sabía que estaba preparado para la cuarta, que era la más difícil.

A pesar de que estaba enterrado en la nieve hasta los muslos, nada podía detenerlo, y sus poderosos músculos se abrieron paso. Bajó por las sendas de la rocosa colina, avanzando sin vacilación por los trozos que no tenían nieve pero que estaban cubiertos de hielo, y atravesando los ventisqueros, algunos de los cuales superaban sus más de dos metros de estatura, con la facilidad con que una espada traspasa una lámina de pergamino viejo y reseco.

Llegó a la repisa que protegía la entrada de una cueva en la que había entrado en una ocasión, hacía mucho tiempo. Sabía que estaba habitada otra vez, pues había visto goblins y a la gran bestia a la que llamaban jefe.

A pesar de todo, la cueva iba a ser su residencia de invierno.

Se dejó caer con ligereza sobre una gran piedra que habían colocado para cubrir parcialmente la entrada. Una docena de criaturas armadas de palancas la habían puesto en su sitio, pero él solo, valiéndose únicamente de sus músculos endurecidos por el viento y el frío, la rodeó con sus brazos y la apartó a un lado sin dificultad.

Un par de goblins empezaron a chillar al ver al intruso, y sus gritos de advertencia se convirtieron rápidamente en alaridos de terror cuando el gigante helado entró en la cueva y obstaculizó el paso de la escasa luz del día.

Como una bestia surgida de una pesadilla, entró a grandes zancadas, apartando con la mano las pequeñas e insignificantes lanzas. Cogió a un goblin por la cara y fácilmente lo alzó del suelo con un solo brazo. Lo sacudió con violencia mientras esquivaba las patéticas cuchilladas de sus compañeros, y cuando por fin dejó de resistirse lo empotró con fuerza en la pared rocosa.

La segunda criatura dio un chillido y huyó, pero arrojando al primer goblin contra ella, la derribó al suelo. Siguió avanzando y arrancó la vida al segundo goblin con un solo puñetazo en su pellejuda nuca.

Varias criaturas más, algunas de ellas hembras, aparecieron en la siguiente estancia. Unas cuantas se encogieron a causa del temor, pero no encontraron clemencia. Le arrojaron tres pequeñas lanzas, de las cuales sólo una le dio en el pecho, justo sobre la curiosa capa gris con que se cubría. El arma dio en hueso, en el cráneo de la criatura con cuya piel se había hecho el abrigo, algo irreconocible bajo una capa de hielo y nieve. La lanza no tenía peso suficiente para penetrar, y tampoco lo tenía el impulso con que había sido lanzada. Y allí quedó, colgando entre los pliegues, sin frenar en absoluto al furioso gigante.

Asió a un goblin con su mano enorme, lo levantó con facilidad y lo arrojó al otro extremo de la estancia, donde se golpeó contra una piedra y cayó inerte.

Otros trataron de escapar, y él agarró a uno y lo tiró. Otro salió volando a continuación. Un par de goblins que estaban de espaldas contra la pared reunieron valor, le hicieron frente y le arrojaron sus lanzas para mantenerlo a raya.

El gigante se arrancó la lanza prendida de su capa, la levantó y la rompió en dos con los dientes.

Siguió avanzado. Con los dos trozos fue apartando las lanzas furiosa, salvajemente, con una velocidad y una agilidad que parecían fuera de lugar en un hombre de su tamaño y su fuerza.

Una por una iba apartando las lanzas y avanzando. De repente, se movió con rapidez, apartó las lanzas de su cuerpo y girando las manos clavó los dos trozos de lanza en el pecho de los goblins, a los que levantó ensartados en los palos. Los golpeó el uno contra el otro una y otra vez, hasta que uno cayó al suelo, chillando y manoteando.

El otro, ensartado en la punta afilada de la lanza, quedó agonizando allí colgado, hasta que el gigante lo bajó e invirtió el sentido del asta, alzándolo otra vez para que el palo se clavase más a fondo en el pecho. Entonces, lo tiró a un lado y pasó por encima de su compañero caído.

Acto seguido, se lanzó en persecución del jefe, el campeón del grupo.

Era más corpulento que él, un verbeeg; no era un hombre, sino un auténtico gigante. Llevaba un pesado garrote con púas, pero tenía las manos libres.

El no vaciló. Arremetió bajando el hombro, recibiendo el golpe del garrote confiado en que su carga quitaría energía a la embestida.

Sus poderosas piernas siguieron avanzando con furia, con la rabia de la tormenta, la fuerza del Valle del Viento Helado. Hizo retroceder varios pasos al verbeeg, y sólo la pared detuvo su avance.

El garrote de púas cayó a un lado, y el verbeeg empezó a golpearlo con sus imponentes puños.

Uno de ellos lo dejó sin resuello, pero hizo caso omiso del dolor, del mismo modo que había hecho con el embate del viento gélido.

El hombre saltó hacia atrás y se enderezó, y lanzando los puños hacia arriba, atizó un fuerte golpe al verbeeg y se deshizo de su abrazo.

El gigante y el hombre reiniciaron inmediatamente el combate y chocaron como dos caribúes en celo. El choque de hueso contra hueso resonó en toda la cueva, y los pocos goblins que se habían quedado para contemplar el espectáculo, perplejos ante la tiránica batalla, dieron un respiro al comprender que si uno de ellos hubiera sido cogido entre esas dos fuerzas de la naturaleza enfrentadas, seguramente habría muerto.

Con las barbillas sobre los respectivos hombros, gigante y hombre se trabaron en un abrazo y atacaron con todas sus fuerzas. Ya no era cuestión de golpes ni de patadas. Tampoco de agilidad.

Era una cuestión de pura fuerza. Eso animó a los goblins, que creían invencible a su jefe verbeeg.

En realidad, el gigante, medio metro más alto y mucho más pesado, parecía ir ganando ventaja, y el hombre comenzaba a ceder bajo su presión. Empezaban a temblarle las piernas.

El gigante no cejaba. Su gruñido iba pasando de la determinación al triunfo a medida que aquel hombre de gran fortaleza iba cediendo terreno poco a poco.

Pero era un hombre de la tundra, del Valle del Viento Helado. Por nacimiento y por herencia. Sus piernas se afirmaron con la fortaleza de los robles jóvenes, y el verbeeg ya no pudo presionarlo más.

—¡Soy… el… hijo… de… —empezó a decir, empujando al gigante hacia atrás, y después de un gruñido y de un nuevo empujón que le hizo ganar más terreno, acabó—, el Valle… del Viento Helado!

Lanzó un rugido y cobró nuevo impulso.

—¡Soy el hijo del Valle del Viento Helado! —gritó, y con un gruñido sordo, impulsó los brazos hacia abajo, obligando al empecinado verbeeg a adoptar una postura más erguida, menos resistente.

—¡Soy el hijo del Valle del Viento Helado! —volvió a gritar, y los goblins, boquiabiertos, huyeron mientras el verbeeg gruñía.

El hombre siguió empujando con más furia y con fuerza sorprendente. Hizo que el verbeeg se doblara con torpeza tratando de desasirse; pero lo tenía bien cogido y no cesó en su presión. Los huesos empezaron a crujir.

—¡Soy el hijo del Valle del Viento Helado! —vociferó, y sus piernas se agitaron mientras retorcía y sometía al gigante.

Cuando lo tuvo de rodillas, con la espalda hacia atrás y los hombros inclinados dio un repentino y violento empujón que puso fin a la resistencia del verbeeg, pues le partió la espina dorsal.

A pesar de todo, el hombre mantuvo su embate.

—¡Soy el hijo del Valle del Viento Helado! —proclamó otra vez.

Dio un paso atrás, y cogiendo al gigante moribundo por la garganta y por la entrepierna, lo levantó por encima de su cabeza con tanta facilidad como si fuera uno de sus súbditos goblins.

—¡Soy el hijo de Beornegar! —gritó el vencedor, y arrojó al verbeeg contra la pared.