El paraíso postergado
—¡Vaya, eres un ladrón! —acusó el hombre, hundiendo un dedo en el pecho del que creía que se había guardado la mercancía.
—¡Habla por ti mismo! —le gritó el otro—. Este mercader te señala a ti, no a mí.
—Y se equivoca. ¡Fuiste tú quien lo cogió!
—¡Eso dice un necio!
El primer hombre retiró el dedo, cerró el puño y lo descargó en la cara del segundo. Sin embargo, el otro estaba preparado y se agachó para evitar el golpe al mismo tiempo que atacaba rápida y vigorosamente al primero en el vientre.
Y no sólo con el puño.
El hombre retrocedió tambaleándose y sujetándose las entrañas, que se le salían por la herida.
—¡Ah, me ha acuchillado! —gritó.
El del cuchillo se enderezó con una mueca salvaje y volvió a herir a su oponente una y otra vez, por si acaso. Aunque se alzaron gritos por todo el mercado de Luskan, lleno de guardias, el atacante se agachó con toda la calma y limpió su cuchillo en la camisa del otro, que estaba doblado de dolor.
—Cae y muere, pues, como un buen tipo —le dijo a su víctima—. Un idiota menos en las calles con el nombre del capitán Suljack en sus labios balbucientes.
—¡Asesino! —le gritó una mujer mientras su víctima caía en la calle, a sus pies.
—¡Bah! ¡El otro golpeó primero! —gritó un hombre en medio cicla multitud.
—¡Sí, pero sólo le dio un puñetazo! —protestó otro de los hombres de Suljack, y el anterior le contestó golpeándolo en la cara.
Como respondiendo a una señal —y realmente así fue, aunque sólo los que trabajaban para Baram y Taerl sabían interpretarla—, el mercado estalló en un violento caos. Se iniciaron peleas en cada quiosco y en cada carreta. Las mujeres gritaban y los niños corrían buscando un lugar desde donde ver mejor el espectáculo.
De todos los puntos acudían los guardias de la ciudad para restablecer la calma. Algunos daban órdenes a gritos, pero otros las contrarrestaban con órdenes opuestas, y la lucha no hacía más que extenderse. Un furioso capitán de la guardia se plantó en medio de un grupo cuyo jefe no había acatado a la orden que había dado a los rufianes para que dejaran de pelear.
—Entonces, ¿tú con quién estás? —le preguntó el jefe al capitán de la guardia.
—Con Luskan, idiota —le replicó.
—¡Bah!, Luskan no existe —contestó el matón—. Luskan está muerto; sólo quedan las Cinco Naves.
—¿Qué necedades se escapan de tus labios? —le recriminó el capitán de la guardia, pero el hombre no se arredró.
—Tú eres un hombre de Suljack, ¿no? —lo acusó.
El capitán, que efectivamente estaba afiliado a la Nave Suljack, lo miró con incredulidad.
El hombre lo golpeó en el pecho, y antes de que pudiera responder otros dos le sujetaron los brazos por detrás para que el matón pudiera seguir atizándolo sin que lo interrumpieran.
El desorden se prolongó un buen rato, hasta que un ruido atronador, una descarga sonora y reverberante de magia explosiva, llamó la atención de todos hacia el límite oriental del mercado. Allí estaban el gobernador Deudermont, y a su lado Robillard, que era quien había lanzado la señal relampagueante. Toda la tripulación del Duende del Mar y lo que quedaba de los hombres de lord Brambleberry venían detrás, formando un cuerpo cerrado.
—¡No tenemos tiempo para esto! —gritó el gobernador—. ¡O hacemos frente al invierno todos juntos o moriremos!
Una piedra voló hacia la cabeza de Deudermont, pero Robillard la detuvo con un conjuro que la apartó sin que causara el menor daño.
Los enfrentamientos se reanudaron.
Desde un balcón del castillo de Taerl, Baram y el propio Taerl lo observaban todo muy divertidos.
—Parece que quiere gobernar, ¿no? —dijo con desprecio Baram, asomado a la barandilla y mirando fijamente al odiado Deudermont—. Llegará a lamentarlo.
—Observa a los guardias —añadió Taerl—. En cuanto se inició la reyerta se reagruparon cada cual con su propia nave. No son leales a Deudermont ni a Luskan, sino a un gran capitán.
—Es nuestra ciudad —insistió Baram—, y ya me he hartado del gobernador Deudermont.
Taerl asintió, manifestando su acuerdo, y contempló la continuación de la revuelta que él y Baram habían propiciado con la intervención de hombres de paja bien pagados, bien alimentados y bien abastecidos de licor.
—El caos —farfulló con una amplia sonrisa.
—¡Ah!, eres tú —dijo Suljack cuando el robusto enano atravesó la puerta y entró en sus aposentos privados—. ¿Qué novedades traes de la Nave Rethnor?
—Una gran reyerta en el mercado —replicó el enano.
Suljack suspiró y se pasó la mano por la cara con gesto de cansancio.
—Necios —dijo—. No van a darle a Deudermont ni una oportunidad. El hombre va a hacer grandes cosas por Luskan y por nuestro comercio.
El enano se encogió de hombros, como si no le importara gran cosa.
—Ahora no es el momento de empezar a pelear entre nosotros —comentó Suljack mientras se paseaba por la habitación con gesto preocupado. Se detuvo y se volvió hacia el enano—. Es como Kensidan lo predijo. Nos han dado un buen mazazo, pero saldremos fortalecidos.
—Unos sí y otros no.
Suljack miró con curiosidad al guardaespaldas de Kensidan al oír eso.
—¿A qué has venido? —le preguntó.
—La pelea en el mercado no fue casual —dijo el enano—. Te vas a encontrar con que unos cuantos de tus chicos están heridos…, tal vez algunos incluso muertos.
—¿Cómo que mis muchachos?
—Eres lento de entendederas, ¿eh? —observó el enano.
Suljack volvió a mirarlo, profundamente intrigado.
—¿Por qué estás aquí? —volvió a preguntar.
—Para mantenerte con vida.
La afirmación puso en guardia al gran capitán.
—¡Soy un gran capitán de Luskan! —protestó—. Tengo mi propia…
—Y necesitarás más ayuda de la que yo pueda aportar si todavía piensas que la trifulca del mercado estalló por casualidad.
—¿Quieres decir que iban contra mis hombres?
—Lo he dicho dos veces, si eres lo bastante listo como para escuchar.
—¿Y Kensidan te envió para protegerme?
La respuesta del enano fue un guiño exagerado.
—¡Absurdo! —exclamó Suljack.
—De nada —dijo el enano, y se dejó caer en una butaca, donde se quedó mirando hacia la única puerta de la habitación sin pestañear.
—Esta mañana encontraron tres cuerpos —informó Robillard a Deudermont al amanecer del día siguiente.
Estaban sentados en la sala de huéspedes de la posada de El Dragón Rojo, que se había convertido en el palacio del gobernador. La habitación tenía ventanas anchas y sólidas, reforzadas con rejas muy elaboradas, que daban por el sur al río Mirar, y a la parte central de Luskan, por el otro lado.
—Hoy sólo han sido tres, de modo que supongo que es una buena noticia. Claro, a menos que el Mirar haya arrastrado diez veces más hasta la bahía.
—Tu sarcasmo no tiene límites.
—Es fácil criticar —respondió Robillard.
—Porque lo que trato de hacer aquí es algo difícil.
—O algo tonto, algo que acabará mal.
Deudermont se levantó de la mesa del desayuno y atravesó la sala.
—¡No estoy dispuesto a discutir esto contigo todas las mañanas!
—Y sin embargo, todas las mañanas serán así…, o todavía peores —replicó el mago, que se dirigió a la ventana y miró a lo lejos, hacia el mercado de Luskan—. ¿Crees que los mercaderes saldrán hoy? ¿O se limitarán a suspender el trabajo de los próximos diez días y a cargar sus carretas para dirigirse hacia Aguas Profundas?
—Todavía tienen mucho que vender.
—O que perder en la próxima pelea, que según creo tendrá lugar dentro de unas horas.
—Hoy habrá muchos guardias por el mercado.
—¿Cuáles? ¿Los de Baram? ¿Los de Suljack?
—¡Los de Luskan!
—Por supuesto, tonto de mí. ¿Cómo puedo haber pensado otra cosa? —dijo Robillard.
—No puedes negar que el gran capitán Suljack estuvo en el estrado —le recordó Deudermont—, ni que sus hombres se unieron a nosotros cuando la reyerta del mercado empezó a declinar.
—Porque les estaban dando una paliza —replicó Robillard con una risita—, lo que podría deberse al hecho de que hubiese estado en ese estrado. ¿No lo has pensado?
Deudermont suspiró e hizo un gesto con la mano a su cínico mago.
—Haz que la tripulación del Duende del Mar también se haga ver por el mercado —fue su instrucción—. Ordénales que permanezcan reunidos, pero que sean una presencia bien visible. La demostración de fuerza ayudará.
—¿Y los hombres de Brambleberry?
—Para mañana —respondió Deudermont.
—Puede que para entonces ya se hayan marchado —dijo Robillard, y el capitán lo miró con sorpresa—. ¿Es que no te has enterado? —preguntó el mago—. Los guerreros veteranos y cultivados de lord Brambleberry ya se han hartado de la tosca Ciudad de los Veleros y tienen intención de volver a su propia Ciudad del Esplendor antes de que el invierno cierre el canal. No sé cuándo partirán, pero he oído decir que la próxima marea favorable tendrá lugar muy pronto.
Deudermont suspiró y se llevó las manos a la cabeza.
—Ofrecerles una gratificación para que se queden todo el invierno —dijo.
—¿Gratificación?
—Sí, una gratificación importante; todo lo que podamos pagar.
—Ya veo. Prefieres gastar todo nuestro oro en esta locura antes que admitir que te has equivocado.
Deudermont volvió de repente la cabeza para poder mirar con rabia al mago.
—¿Cómo que nuestro oro?
—Tu oro, mi capitán —dijo Robillard con una profunda inclinación de cabeza.
—Y yo no me he equivocado —dijo Deudermont—. El tiempo es nuestro aliado.
—Necesitarás algún aliado más tangible que ése.
—Los mirabarranos… —dijo Deudermont.
—Han cerrado sus puertas —replicó Robillard—. Nuestros amigos los mercaderes de Mirabar sufrieron grandes bajas cuando voló por los aires la Torre de Huéspedes. Muchos enanos fueron directos a los Salones de Moradin. No volverás a verlos sobre la muralla junto con la guardia de la ciudad de Luskan en los próximos tiempos.
Deudermont se sentía viejo y lo parecía en esos momentos de grandes tribulaciones. Volvió a suspirar.
—Los grandes capitanes… —balbuceó.
—Vas a necesitarlos —coincidió Robillard.
—Ya tenemos a Suljack.
—El menos respetado por los otros cuatro, por supuesto.
—¡Es un comienzo! —insistió Deudermont.
—Claro, y los demás seguramente se pondrán de nuestro lado, porque ya conoces muy bien a algunos —dijo Robillard con fingido entusiasmo.
Ni siquiera Deudermont pudo evitar reírse ante la ocurrencia. ¡Ah!, sí, los conocía. Había hundido los barcos de al menos dos de los cuatro.
—Mi tripulación nunca me ha abandonado —dijo Deudermont.
—Tu tripulación combate contra los piratas, no contra ciudades —le recordó el mago, echando por tierra cualquier esperanza que el ya apremiado gobernador pudiera haber albergado después de decir eso.
Hasta Robillard reconoció la desesperación del hombre y le mostró algo de simpatía.
—Lo que queda de la Torre de Huéspedes…
Deudermont lo miró con curiosidad.
—Arabeth y los demás —explicó Robillard—. Los pondré rodeando a la multitud en la plaza del mercado, luciendo sus insignias.
—Esas insignias no despiertan ninguna simpatía —le advirtió Deudermont.
—Un riesgo calculado —admitió el mago—. Seguramente habrá muchos en Luskan que querrían ver destruidos a todos los miembros de la Torre de Huéspedes, pero seguramente también habrá muchos que reconozcan el papel que desempeñó Arabeth en la consecución de la victoria, por grande que haya sido el coste. No los enviaré a ella y a sus subordinados solos, por supuesto, sino mezclados con nuestra tripulación. Arabeth y los suyos pueden prestarnos un buen servicio.
—¿Te fías de ella?
—No, pero confío en su juicio, y ahora sabe que su existencia aquí se debe a la victoria del capitán…, del gobernador Deudermont.
Deudermont consideró un momento el razonamiento; luego sonrió, manifestando su acuerdo.
—Ve a por ella.
Arabeth Raurym salió del palacio de Deudermont más tarde, ese mismo día, bien arrebujada en su capote contra la fuerte lluvia. Avanzó por la calle empedrada, reuniendo a sus asistentes en cada esquina y callejón, hasta que todo el contingente de once antiguos magos de la Torre de Huéspedes formó un grupo y siguió la marcha. A ninguno de ellos le convenía ir solo con tantos habitantes de Luskan lamiéndose todavía las heridas que les habían infligido sus antiguos camaradas. Daba la impresión de que no había en todo Luskan nadie que hablara de la Torre de Huéspedes del Arcano sin odio.
Fue repartiendo órdenes mientras caminaban, y tan pronto como se unieron con la tripulación del Duende del Mar, al norte de Illusk, Arabeth se separó del grupo.
Lanzó un encantamiento sobre sí misma para reducir su tamaño al de una niña pequeña, y se internó hacia el sudeste de la ciudad, encaminándose directamente a Diez Robles.
Sintió gran alivio al ver que nadie la reconocía ni la molestaba, y pronto se encontró delante de Kensidan, sentado en su butaca habitual, y reparó en que su nuevo guardaespaldas, cuya fama era la de ser el más fuerte, no aparecía por allí.
—Robillard comprende la situación precaria en que se encuentra Deudermont —informó—. No los cogerán desprevenidos.
—¿Cómo no iban a entenderlo cuando la mitad de la ciudad está revuelta o ardiendo?
—La culpa es de Taerl y de Baram —le recordó Arabeth.
—¿La culpa o el mérito?
—Tú querías que Deudermont fuera una figura decorativa que diera a Luskan credibilidad y fiabilidad —dijo la supermaga.
—Si Baram y Taerl deciden oponerse abiertamente a Deudermont, tanto mejor para quienes son lo bastante listos como para recoger lo que queda —replicó Kensidan—. Sea cual sea la facción que gane.
—No pareces tener ninguna duda.
—No apostaría contra el capitán del Duende del Mar. Por supuesto, el campo de batalla ha cambiado llamativamente.
—Yo no apostaría contra ninguna facción con la que se uniesen las Naves Kurth y Rethnor.
—¿Unirse? —preguntó el hijo de Rethnor.
Arabeth asintió, sonriendo como si supiera algo que Kensidan no hubiese deducido todavía.
—Quieres permanecer neutral en esta pelea y disfrutar de las oportunidades —explicó Arabeth—, pero una parte, que yo supongo que será Deudermont, no se debilitará en el conflicto, sino que se fortalecerá, y peligrosamente.
—He considerado esa posibilidad.
—Y si me lo permites, ¿en qué se diferenciará el reinado de Deudermont del de Arklem Greeth?
—El no es un lich, y eso ya es algo.
Arabeth se cruzó de brazos ante el sarcástico comentario.
—Ya veremos cómo evoluciona la cosa —dijo Kensidan—. Les permitiremos, a los tres, que hagan su juego mientras no interfiera con el mío.
—¿Está tu guardaespaldas con Suljack?
—Aplaudo tu capacidad de deducción.
—Bien —dijo Arabeth—. Taerl y Baram no lo miran con simpatía desde que se sentó detrás de Deudermont en el estrado.
—Ya suponía que no lo harían, por eso…
—¿Tú lo pusiste allí? Sin duda sabías que Baram se volvería loco de rabia ante la idea de Deuder… —Hizo una pausa, y una sonrisa iluminó su bello rostro al entenderlo todo—. Kurth podría amenazarte, pero tú no lo crees probable, al menos no hasta que el resto de la ciudad haya resuelto lo de la nueva jerarquía. Con esa confianza, lo único que amenaza tu avance es el propio Deudermont, que ahora está demasiado ocupado en mantener un principio de orden, y una alianza de los capitanes menores, especialmente Baram y Taerl, que nunca han sido partidarios de la Nave Rethnor.
—Estoy seguro de que Kurth está tan encantado como yo de que Baram y Taerl mostraran tanto enfado con Suljack; pobre Suljack —comentó Kensidan.
—Has dicho que tenías intención de sacar provecho del caos —replicó Arabeth con evidente admiración—. No sabía que te propusieras controlarlo.
—Si yo lo controlara, ya no sería caos, ¿no te parece?
—Encáuzalo entonces, aunque no lo controles.
—¿Qué clase de gran capitán sería si no trabajara para garantizar que la situación se inclinará al menos a favor de la Nave Rethnor?
Arabeth adoptó una pose que era mezcla de seducción y petulancia, con una mano sobre la cadera y una sonrisita irónica en la cara.
—Pero tú no eres un gran capitán —dijo.
—Ya —replicó Kensidan, con aspecto distante e inconmovible—. Asegurémonos de que todos entiendan la verdad de esa afirmación. No soy más que el hijo de la Nave Rethnor.
Arabeth dio un paso adelante y se arrodilló en la silla, a horcajadas sobre las piernas de Kensidan.
Le colocó una mano en cada hombro y lo empujó hacia atrás bajo el peso de su cuerpo.
—Vas a gobernar Luskan incluso simulando que no lo haces —susurró.
Kensidan no respondió, aunque su expresión no desmentía las palabras de la maga.
—Kensidan, el Rey Pirata.
—Eso te resulta excitante —empezó a decir, hasta que Arabeth lo sumió bajo el peso de un beso apasionado.