Lo mejor de la naturaleza humana
—No era ésta mi intención —les dijo el capitán Deudermont a los luskanos reunidos, y su potente voz resonó bajo la intensa lluvia—. Mi vida era el mar, y tal vez vuelva a serlo, pero por ahora acepto vuestra designación para servir como gobernador de Luskan.
La ovación ahogó el repiqueteo de la lluvia.
—Maravilloso —murmuró Robillard en el fondo del escenario montado para el Carnaval del Prisionero, la cara brutal de la justicia de Luskan.
—He navegado por gran parte del mundo y he visto muchas formas de vida —prosiguió Deudermont, y la mayoría de los presentes impusieron silencio a los demás, pues no querían perderse una sola de sus palabras—. He conocido Aguas Profundas y Puerta de Baldur, Memnon y la lejana Calimport, y todos los puertos intermedios. He visto líderes mucho mejores que Arklem Greeth —dijo, y la simple mención del nombre produjo un largo revuelo entre los miles de personas reunidas—, pero jamás he visto a un pueblo más fuerte en su valor y en su carácter que el que ahora tengo ante mí —añadió el gobernador, provocando una nueva ovación.
—¡Ojalá se callaran para que pudiéramos acabar con esto y refugiarnos de esta maldita lluvia! —refunfuñó Robillard.
—Hoy dicto mi primer decreto —declaró el gobernador—: ¡que este escenario, que esta abominación conocida como el Carnaval del Prisionero, sea erradicado para siempre!
La respuesta —algunos vivas entusiastas, muchas miradas curiosas y unas cuantas expresiones de disgusto— le recordó a Deudermont la enormidad de la tarea que tenía ante sí. El Carnaval del Prisionero era uno de los espectáculos más bárbaros que Deudermont hubiera presenciado jamás, un espectáculo en el que hombres y mujeres, algunos culpables, otros tal vez no, eran torturados y humillados en público, incluso brutalmente asesinados. En Luskan, muchos lo consideraban un entretenimiento.
—Colaboraré con los grandes capitanes, y estoy seguro que ellos olvidarán nuestras batallas de hace tiempo en el mar —continuó Deudermont—. Juntos transformaremos a Luskan en un brillante ejemplo de lo que se puede conseguir cuando el bien mayor y el bien común se convierten en objetivo y las voces de los últimos son escuchadas con igual fuerza que las de los nobles.
Una nueva ovación volvió a imponer silencio a Deudermont.
—Es del tipo optimista —murmuró Robillard.
—¿Y por qué no? —preguntó a su lado Suljack.
Era el único capitán que había aceptado la invitación de sentarse en el estrado detrás de Deudermont y sólo lo había hecho ante la insistencia de Kensidan. Escuchando a Deudermont y oyendo las ovaciones de la multitud de los luskanos, Suljack se había sentado más erguido y se había inclinado a un lado y a otro con algo de entusiasmo.
Robillard hizo caso omiso de él y se inclinó hacia delante.
—Capitán —dijo, llamando la atención de Deudermont—, ¿quieres que la mitad de tus súbditos caiga enferma por semejante exposición al agua y al frío?
Deudermont sonrió ante la nada sutil sugerencia.
—Ahora marchad a casa, y animaos —le dijo Deudermont a la multitud—. Manteneos calientes y llenos de esperanza. Las cosas han cambiado, y aunque Talos, el señor de las tormentas, todavía no se haya enterado, los cielos brillan más sobre Luskan.
Esto provocó la mayor de todas las ovaciones.
—Tres veces me echó a pique —gruñó Baram, observando con Taerl desde un balcón que había al otro lado de la calle—. Tres veces ese perro de Deudermont y su estrafalario Duende del Mar, maldito sea su nombre, hundieron mi barco, y una de esas veces acabé en el Carnaval del Prisionero. —Se levantó la manga y mostró una serie de marcas de quemaduras donde le habían aplicado un hierro candente—. Me gasté más en sobornos para salir de allí que en un nuevo barco.
—Deudermont es un perro, sin duda —reconoció Taerl, que sonrió al terminar.
Dándole un codazo a su socio, señaló el fondo de la plaza, donde la mayor parte de los magistrados de la ciudad estaban reunidos bajo un alero.
—Ninguno de ellos está contento por el anuncio del fin de su diversión.
Baram resopló al contemplar las expresiones sombrías de los torturadores. Disfrutaban de su trabajo. Consideraban que el Carnaval del Prisionero era un mal necesario para la administración de justicia. Pero Baram, que había estado en las celdas de los sótanos de piedra caliza, a quien habían hecho desfilar por aquel escenario, que había pagado generosamente a dos de ellos por conseguir una reducción de sentencia —debería haber sido arrastrado y descuartizado por ser el pirata que era— sabía que todos ellos se habían beneficiado también de las extorsiones.
—Estaba pensando que la lluvia les va muy bien a los acontecimientos del día —comentó Baram—. Va a haber muchas nubes de tormenta en los días que le esperan a Luskan.
—No se te ocurrirá eso al ver a ese necio de Suljack ahí sentado con su risa falsa, escuchando cada palabra de Deudermont —dijo Taerl, y Baram emitió un gruñido sordo.
—Está buscando una manera de subirse al carro de Deudermont —prosiguió Taerl—. Sabe que es el último entre nosotros, y ahora piensa que es el más listo.
—Se pasa de listo —dijo Baram, y en su voz había un tono inequívocamente amenazador.
—Caos —dijo Taerl—. Kensidan quería el caos, y afirmaba que nosotros cinco debíamos de estar a favor, ¿no? Pues bien, yo digo que lo hagamos.
Con la misma suavidad con que un padre levanta en brazos a una hija herida, el lich recogió el cuerpo sin vida de Valindra Shadowmantle. La estrechó entre sus brazos y la meció esa tarde oscura y lluviosa, el mismo día en que Deudermont había pronunciado su discurso de divinización ante el necio populacho de Luskan.
No usó el puente para pasar de la arrasada isla de Cutlass a Closeguard, sino que simplemente se metió en el agua. Al fin y al cabo, no necesitaba aire, ni Valindra tampoco. Entró en una cueva que había debajo de la superficie, junto a Closeguard, y de allí pasó al sistema de alcantarillas, que lo condujo a tierra firme, hasta debajo de su nueva casa: Illusk, donde colocó a Valindra suavemente sobre una cama con dosel de satén y terciopelo.
Cuando poco después le vertió en la garganta un elixir, la mujer tosió y expulsó la lluvia, la sangre y el agua de mar. Todavía atontada, se incorporó y se dio cuenta de que tenía dificultades para respirar. Se esforzó por hacer que el aire entrara y saliera de sus pulmones, y con él muchos olores desconocidos y curiosos. Finalmente, se estabilizó y echó una mirada por una abertura en los cortinajes.
—La Torre de Huéspedes… —dijo con voz ronca. Cada palabra le costaba un esfuerzo—. Hemos sobrevivido. Pensaba que la bruja había matado…
—La Torre de Huéspedes ha desaparecido —le dijo Arklem Greeth.
Valindra lo miró con curiosidad, y luego, dificultosamente, se aproximó al borde de la cama y apartó el dosel, observando en derredor, confundida ante lo que parecía el dormitorio del archimago arcano en la Torre de Huéspedes. Acabó mirando al lich con expresión atónita.
—¡Bum! —le dijo él con una sonrisa—. Ha desaparecido, total y absolutamente destruida, y con ella muchos de los luskanos, malditos sean sus cadáveres putrefactos.
—Pero ésta es tu habitación.
—Que realmente no estuvo nunca en la Torre de Huéspedes, por supuesto —le dijo Arklem Greeth a modo de explicación.
—¡Yo entré en ella mil veces!
—Desplazamiento extradimensional… En el mundo hay magia, ya lo sabes.
Valindra recibió su sarcasmo con una mueca.
—Esperaba que llegara este día —le explicó el lich, riendo entre dientes—. De hecho, lo ansiaba. —Alzó la vista y rompió a reír al ver la expresión atónita de Valindra. Después añadió—: La gente es tan inconstante. Se debe a que viven una vida muy corta y muy triste.
—¿Dónde estamos, entonces?
—Debajo de Illusk, nuestra nueva casa.
Valindra meneaba la cabeza al oír cada palabra.
—Éste no es lugar para mí. Búscame otro destino dentro de la Hermandad Arcana.
Ahora le tocó a Greeth menear la cabeza.
—Éste es tu sitio, del mismo modo que es el mío.
—¿Illusk? —preguntó la elfa de la luna con consternación y desánimo evidentes.
—Todavía no te has dado cuenta de que no respiras, de que el aire sólo te sirve para dar sonido a tu voz —dijo el lich, y Valindra lo miró con curiosidad.
Entonces, bajó la vista y contempló su propio pecho, pálido e inmóvil. A continuación, se volvió hacia él, alarmada.
—¿Qué has hecho? —dijo con voz entrecortada.
—No fui yo, sino Arabeth —replicó el archimago—. Su daga dio en el lugar exacto. Estabas muerta antes de que la Torre de Huéspedes saltara por los aires.
—Pero tú me resucitaste…
Greeth seguía negando con la cabeza.
—No soy ningún maldito sacerdote de los que se humillan ante un dios necio.
—Y entonces, ¿qué? —preguntó Valindra, aunque ya sabía…
El archimago esperaba sin duda la reacción de terror que siguió, porque pocos aceptaban la condición de lich de una manera repentina y espontánea…
Respondió a su horror con una sonrisa. Sabía que su amada Valindra Shadowmantle superaría la conmoción y reconocería la bendición que le había tocado.
—Los acontecimientos se suceden con rapidez —le advirtió Tanally a Deudermont.
El gobernador había invitado a Tanally, uno de los más prestigiosos guardias de Luskan, y a muchos otros soldados y ciudadanos destacados a reunirse con él en su residencia, y les había pedido que hablaran honestamente y sin tapujos.
El gobernador estaba consiguiendo lo que quería, mientras Robillard, sentado en la ventana, en el fondo de la espaciosa sala, no paraba de refunfuñar.
—Más les vale —replicó Deudermont—. El invierno se nos echa encima y hay mucha gente sin hogar. No permitiré que mi gente, nuestra gente, pase hambre y se muera de frío en las calles.
—Por supuesto que no —reconoció Tanally—; no pretendía…
—El se refiere a otros acontecimientos —dijo el magistrado Jerem Boíl, uno de los antiguos jueces del suprimido Carnaval del Prisionero.
—La gente empezará a pensar en saquear y robar —aclaró Tanal y Deudermont asintió.
—Sin duda. Robarán para comer, para no morirse de hambre. ¿Y eso qué? ¿Pretendéis que celebremos el Carnaval del Prisionero para deleite de otros muertos de hambre?
—Te arriesgas a que haya un desorden público —le advirtió el magistrado Jerem Boll.
—El Carnaval del Prisionero es la personificación misma del desorden —replicó Deudermont, elevando la voz por primera vez en la larga y a veces enconada discusión—. No desdeñéis mi observación. Yo he visto impartir justicia en Luskan durante la mayor parte de mi vida adulta y conozco a más de uno que encontró un destino desventurado e inmerecido a manos de los magistrados.
—Y a pesar de todo, la ciudad prosperó —dijo Jerem Boll.
—¿Prosperar? ¿Quiénes prosperaron, magistrado? ¿Los que tenían medios para comprar su exención de vuestro Carnaval del Prisionero? ¿Los que tenían influencia suficiente para que los magistrados no se atrevieran a tocarlos, por atroces que fueran sus delitos?
—Debes tener cuidado con la forma en que te refieres a esa gente —replicó Jerem Boíl con voz ronca—. Estás hablando del núcleo de poder de Luskan, de los hombres que permitieron que sus guardias se incorporaran a tu impetuosa marcha para derribar la estructura más gloriosa que tenía esta ciudad. Pero ¿qué digo? ¡La estructura más gloriosa que haya conocido jamás cualquier ciudad del norte!
—Una estructura gloriosa regida por un lich que dejó que unos monstruos no muertos camparan a sus anchas por las calles —le recodó Deudermont—. Me pregunto si habría habido un lugar en el Carnaval del Prisionero para Arklem Greeth. Y no me refiero a un lugar para presenciar el espectáculo.
Jerem Boíl entornó los ojos, pero no respondió, y con esa nota altisonante se dio por terminada la reunión.
—¿Qué hay? —le preguntó el capitán a Robillard, que lo miraba con expresión hosca—. ¿Es que no estás de acuerdo?
—¿Acaso lo he estado alguna vez?
—Eso es cierto —admitió Deudermont—. Luskan debe empezar de nuevo, y sin pérdida de tiempo. El perdón se impone. ¡Así debe ser! Voy a decretar una amnistía para todos los que no estén directamente involucrados con la Hermandad Arcana y que hayan combatido contra nosotros al lado de la Torre de Huéspedes. Confusión y temor, no malicia, fueron el motor de su resistencia. E incluso en el caso de los que estaban de parte de la Hermandad, actuaremos con ecuanimidad.
Robillard rio entre dientes.
—Dudo de que muchos supiesen la verdad sobre Arklem Greeth, y probablemente, y es comprensible, nos vieran a lord Brambleberry y a mí como invasores.
—En cierto sentido —dijo el mago.
Deudermont meneó la cabeza ante el proverbial sarcasmo y se preguntó una vez más por qué habría tenido a Robillard a su lado durante todos esos años. Conocía la respuesta, por supuesto, y se debía más a esa propensión a disentir que a las formidables dotes del mago para el Arte.
—La vida del luskano típico no era más que una sentencia de prisión —le dijo Deudermont—, a la espera del Carnaval del Prisionero, a menos que se uniera a una de las muchas bandas callejeras.
—¿Bandas, o naves?
Deudermont asintió. Sabía que el sabio tenía razón, y que el matonismo que imperaba en Luskan tenía seis orígenes diferentes. Uno había caído, con Arklem Greeth desaparecido, pero los otros cinco, las naves de los grandes capitanes, seguían en pie.
—Y aunque combatieron contigo, y no contra ti al menos, ¿dudas acaso de que algunos, y se me viene a la mente Baram, todavía no te han perdonado por los… encuentros del pasado?
—Si decide cobrar la antigua deuda, esperemos, como mínimo, que combatiendo en tierra sea tan malo como en el mar —dijo Deudermont, y hasta Robillard sonrió al oírlo.
—¿Entiendes siquiera el riesgo que estás corriendo aquí, y en nombre del pueblo al que dices servir? —preguntó el mago tras una breve pausa—. Estos luskanos sólo han conocido la mano dura durante décadas. Bajo el puño de Arklem Greeth y de los grandes capitanes, sus pequeñas batallas no pasaban de eso; sus delitos, desde los más leves hasta el asesinato, recibían la misma retribución, o bien una espada en un callejón, o, sí, el Carnaval del Prisionero. Siempre había una espada a mano para castigar a todo el que transgrediese los límites de una conducta aceptable, aunque esa conducta no fuera aceptable para ti. Ahora tú retiras esa espada y…
—Y les muestro un camino mejor —insistió Deudermont—. Hemos visto al común de la gente llevar una vida mejor en el ancho mundo, en Aguas Profundas e incluso en las ciudades más violentas del sur. ¿Hay alguna tan mal estructurada como el Luskan de Arklem Greeth?
—Aguas Profundas tiene su propio puño de hierro, capitán —le recordó Robillard—. El poder de los señores, tanto secreto como manifiesto, respaldado por Bastón Negro, es tan abrumador como para brindarles un control prácticamente completo de la vida cotidiana en la Ciudad del Esplendor.
No se pueden comparar las ciudades del sur con Luskan. Este lugar sólo tiene comercio. Toda su existencia se apoya en su capacidad para atraer a los mercaderes, incluso a los más infames, desde Diez Ciudades, en el Valle del Viento Helado, hasta los enanos de Ironspur y Mirabar, y la Marca Argéntea y los barcos que atracan en sus muelles y, sí, también Aguas Profundas. Luskan no es una ciudad de familias nobles, sino de truhanes. No es una ciudad de granjeros, sino de piratas. ¿Realmente necesito explicarte todas estas verdades?
—Estás hablando de la antigua Luskan —replicó el terco Deudermont—. Estos truhanes y piratas han establecido sus hogares, se han casado, han tenido hijos. La transición empezó mucho antes de que Brambleberry y yo partiéramos de Aguas Profundas. Ése es el motivo por el cual la gente se unió tan rápidamente a nosotros contra la espada que los amenazaba y de la que tú hablas. Sus días de oscuridad han tocado a su fin.
—Sólo un gran capitán no rechazó la invitación a acompañarte en tu discurso de aceptación, y él, Suljack, es el que goza de menor consideración entre ellos.
—¿El peor considerado o el más prudente?
Robillard rompió a reír.
—Estoy seguro de que la prudencia no figura entre las cosas de las que se haya acusado alguna vez a Suljack.
—Si ve el futuro de un Luskan unido, entonces es un manto que lucirá más a menudo —insistió Deudermont.
—Si el gobernador lo dice.
—Lo dice —insistió Deudermont—. ¿No tienes fe en el espíritu de humanidad?
La respuesta de Robillard fue un sonoro resoplido.
—He navegado por los mismos mares que tú, capitán. He visto a los mismos asesinos y piratas. ¿El espíritu de humanidad?
—Yo creo en él. ¡Sé optimista, hombre! Sacúdete ese malhumor y ten ánimo y esperanza. El optimismo triunfa sobre el pesimismo, y…
—Y la realidad masacra a uno y justicia al otro. Los problemas no son siempre simplemente una cuestión de percepción.
—Es cierto —reconoció Deudermont—, pero podemos dar forma a esa realidad si tenemos inteligencia y vigor suficientes.
—Y si tenemos una dosis suficiente de optimismo —dijo Robillard con tono seco.
—Así es. —El capitán, el gobernador, sonrió frente al permanente sarcasmo.
—El espíritu de humanidad y de hermandad —fue otro comentario seco.
—¡Así es!
Y el sabio Robillard puso los ojos en blanco.