Expectativas imposibles
La gran piedra de la luna que Catti-brie llevaba al cuello relució de repente con fiereza y le hizo alzar una mano para asirla.
—¡Demonios! —dijo Drizzt Do’Urden—, de modo que el emisario del marchion Elastul no mentía.
—Ya te lo dije yo —repuso el enano Torgar Hammerstriker, que había pertenecido a la corte de Elastul apenas unos años antes—. Elastul es un grano en el culo de un enano, pero no es un mentiroso y está deseoso de comerciar. Siempre el comercio.
—Han transcurrido más de cinco años desde que pasamos por Mirabar camino de vuelta a casa —añadió Bruenor Battlehammer—. Elastul perdió mucho debido a nuestra marcha, y sus nobles están muy descontentos con él desde hace demasiado tiempo. Nos está pidiendo ayuda.
—Y a él —añadió Drizzt, señalando con la cabeza hacia Obould, el señor del recientemente formado reino de Muchas Flechas.
—El mundo anda entripado —murmuró Bruenor, usando una frase referida a sus guardias más descontrolados y que él se había apropiado como sinónimo de loco.
—Será un mundo mejor, entonces —dijo prestamente Thibbledorf Pwent, jefe de tales guardias.
—Cuando hayamos acabado con esto, vas a volver a Mirabar —le Indicó Bruenor a Torgar. El enano abrió mucho los ojos y empalideció al oírlo—. Como mi emisario personal. Elastul ha actuado bien y es preciso que le digamos que lo ha hecho bien. Y nadie mejor que Torgar Hammerstriker para decírselo.
Sin duda, Torgar parecía mucho menos convencido, pero asintió. Había jurado lealtad al rey Bruenor y estaba dispuesto a seguir sus órdenes sin rechistar.
—Pero pienso que las cuestiones de aquí son lo primero —dijo Bruenor.
El rey enano observó a Catti-brie, que se había vuelto para mirar en la dirección que señalaba la piedra del amuleto. El sol poniente hacía que su silueta se recortara y que se reflejaran los colores rojo y púrpura de su blusa, que en otro tiempo había sido la túnica mágica de un hechicero gnomo.
La hija adoptiva de Bruenor tenía casi cuarenta años, nada para el recuento de un enano, pero rozando la edad mediana para un humano. Y aunque todavía conservaba una belleza que irradiaba desde el interior, el brillo de su pelo castaño y la chispa de la juventud en los grandes ojos azules, a Bruenor no le pasaban desapercibidos los cambios que se habían producido en ella.
Llevaba a Taulmaril, el Buscacorazones, su mortífero arco, colgado de un hombro, aunque últimamente era Drizzt el que usaba el arma. Catti-brie se había convertido en maga, y para ello contaba con una de las mejores tutoras que existían sobre la tierra. La propia Alustriel, señora de Luna Plateada, y una de las afamadas Siete Hermanas, había tomado a Catti-brie como discípula poco después de la paralizada guerra entre los enanos de Bruenor y los orcos del rey Obould. En lugar del arco, Catti-brie llevaba sólo una pequeña daga a la cadera, y la usaba bien poco. En su cinto se alineaba una variedad de varitas mágicas y en los dedos lucía un par de poderosos anillos encantados, uno de los cuales, según ella, era capaz de hacer caer las mismísimas estrellas del cielo sobre sus enemigos.
—Ellos no están lejos —dijo la mujer, cuya voz seguía siendo melódica y llena de curiosidad.
—¿Ellos? —preguntó Drizzt.
—Semejante criatura no viajaría sola, y sobre todo al encuentro de un orco de tan feroz reputación como Obould —le recordó Catti-brie.
—¿Y va escoltada por otros diablos, no por una guardia más corriente?
Catti-brie se encogió de hombros y apretó más el amuleto; se concentró un momento y luego asintió.
—Una jugada atrevida —dijo Drizzt—, incluso cuando se está en tratos con un orco. Muy confiada debe andar la Hermandad Arcana para permitir que los diablos se muevan abiertamente por la tierra.
—Yo sólo sé que menos confiada mañana que hoy —farfulló Bruenor.
El rey enano bajó hasta la ladera de una colina pedregosa, desde donde podía ver mejor el campamento de Obould.
—Es cierto —reconoció Drizzt, guiñándole un ojo a Catti-brie antes de colocarse junto al enano—, pues jamás habrían imaginado que el rey Bruenor Battlehammer acudiría en ayuda de un orco.
—Cierra la boca, elfo —gruñó Bruenor, y Drizzt y Catti-brie intercambiaron una sonrisa.
Regis echó una mirada nerviosa a su alrededor. Lo que habían acordado era que Obould acudiera con un pequeño contingente, pero estaba claro que el orco había modificado el plan unilateralmente.
Había dispuesto a docenas de guerreros y chamanes orcos en torno al campamento principal, ocultos tras las rocas o en grietas, astutamente escondidos y preparados para salir rápidamente.
En cuanto los emisarios de Elastul hicieron saber que la Hermandad Arcana se proponía avanzar sobre la Marca Argéntea, y que su primer cometido sería reclutar a Obould, todas las maniobras del rey orco habían sido agresivas. Lo que se preguntaba Regis era si no habían ido demasiado agresivas.
La dama Alustriel y Bruenor habían pedido ayuda a Obould, pero también el rey orco se la había pedido a ellos. En los cuatro años transcurridos desde el Tratado del Barranco de Garumn, no había habido demasiado contacto entre los dos reinos, enano y orco, y a decir verdad, el contacto se había producido en su mayor parte en forma de escaramuzas a lo largo de las fronteras disputadas.
Sin embargo, habían acudido unidos en su primera misión conjunta desde que Bruenor y sus amigos, Regis entre ellos, habían ido al norte para ayudar a Obould a sofocar un intento de golpe de Estado de una cruel tribu de orcos semiogros.
¿O no era así? Regis seguía dándole vueltas a la cuestión mientras miraba a su alrededor.
Ostensiblemente, habían acordado acudir juntos al encuentro de los emisarios de la Hermandad demostrando su unión, pero una posibilidad inquietante preocupaba al halfling. ¿Y si Obould tuviera pensado más bien usar su superioridad numérica en apoyo del diabólico emisario contra Regis y sus amigos?
—No supondrás que iba a arriesgar las vidas del rey Bruenor y de su princesa Catti-brie, discípula de Alustriel, ¿verdad? —La voz de Obould sonó a su espalda, interrumpiendo la línea de pensamiento del halfling.
Regis se volvió tímidamente a mirar el enorme humanoide, ataviado con una negra armadura de piezas superpuestas e imponentes púas y con aquel enorme espadón sujeto a la espalda.
—N…, no sé a qué te refieres —balbució, sintiéndose desnudo bajo la astuta mirada de aquel orco desusadamente sagaz.
Obould se rio de él y se alejó, dejando al halfling bastante inquieto.
Varios de los centinelas de avanzada empezaron a hacerles señas, anunciando la llegada de los extraños. Regis se adelantó corriendo para echar una mirada, y cuando unos instantes después avistó a los recién llegados, el corazón le dio un vuelco.
Un trío de hermosas mujeres, muy ligeras de ropas, abría la marcha. Una de ellas caminaba orgullosamente delante, flanqueada a derecha e izquierda por su séquito. Eran altas, esculturales, de sedosa piel, y a Regis le parecieron seres casi angélicos, pero de detrás de sus hombros, fuertes y delicados a un tiempo, brotaban un par de alas de plumas blancas relucientes.
En ellas, todo parecía de otro mundo, desde sus encantos naturales —¡o sobrenaturales!—, desde el pelo demasiado lustroso y los ojos demasiado brillantes, hasta adornos tales como hermosas espadas y cuerdas delicadas. Las armas despedían un brillo mágico, con tonalidades del arco iris, e iban sujetas a cinturones en los que se mezclaban brillantes fibras de oro y plata que relucían como por efecto de un encantamiento.
Habría resultado fácil confundir a esas mujeres con bondadosos seres celestiales de no haber sido por su escolta. Detrás de ellas venía una hueste de guerreros bastos y bestiales, los barbezu.
Cada uno iba armado con una espada antigua serrada que relucía bajo la luz, mientras las criaturas encorvadas, de piel verdosa, avanzaban arrastrando los pies detrás de sus jefes. A los barbezu se los conocía también como «demonios barbudos» porque tenían una franja de pelo facial bajo la mandíbula, de oreja a oreja, por debajo de una boca de la que salían unos dientes demasiado grandes para esas caras de aspecto demacrado. Dispersas entre sus filas iban sus mascotas, los lémures, criaturas sudorosas y rechonchas que no tenían una forma más reconocible que un pontón de piedras molidas, y que continuamente rodaban, se desparramaban y se contraían para impulsarse hacia delante.
El grupo, unos cuarenta según contó Regis, avanzaba sin pausa por el camino rocoso hacia Obould, que había trepado a la cima para interceptarlos directamente. A apenas doce pasos de él, el trío que iba delante hizo señas a sus tropas para que se detuviesen y avanzó en grupo, nuevamente con la misma seductora criatura de pelo, ojos y labios demasiado rojos llevando la delantera.
—Estoy segura de que tú eres Obould —ronroneó la erinia.
La mujer se movió hasta colocarse delante del imponente orco, y a pesar de que él la aventajaba en estatura más de quince centímetros y que pesaba el doble que ella, no pareció sentirse disminuida ante él.
—Nyphithys, supongo —replicó Obould.
La diablesa sonrió, mostrando unos dientes de una blancura deslumbrante y peligrosamente afilados.
—Nos honra hablar con el rey Obould Muchas Flechas —dijo la criatura con ojos que relucían tímidamente—. Tu fama se ha extendido por todo Faerun y tu reino trae esperanzas a todos los orcos.
—Y a la Hermandad Arcana, por lo que parece —dijo Obould.
Nyphithys volvió la vista hacia un lado, donde estaba Regis medio oculto tras una gran roca. La erinia sonrió de nuevo, y Regis sintió que se le aflojaban las rodillas antes de que, por fortuna, la criatura mirara otra vez al imponente rey orco.
—No ocultamos nuestros deseos de expandir nuestra influencia —admitió—; no a aquellos con los que queremos aliarnos, por lo menos. Ante otros… —dejó la frase sin acabar mientras miraba nuevamente hacia donde estaba Regis.
—Es un infiltrado útil —comentó Obould—, uno que entrega su lealtad a quien le ofrece más oro. Yo tengo mucho oro.
El gesto de aceptación de Nyphithys no pareció muy convincente.
—Tu ejército es poderoso, sin duda —dijo la diablesa—. Tienes Menos sanadores. En lo que fallas es en el Arte, lo que te hace peligrosamente vulnerable a los magos que prevalecen en Luna Plateada.
—Y eso es lo que ofrece la Hermandad Arcana —conjeturó Obould.
—Podemos superar el poder de Alustriel.
—Y así, respaldado por vosotros, el reino de Muchas Flechas arrasará la Marca Argéntea.
A Regis volvieron a temblarle las piernas ante la proclamación de Obould. La idea de traición bullía en la mente del halfling. ¡Sus amigos se hallarían peligrosamente expuestos… y él mismo estaría condenado sin remedio!
—Sería una hermosa unión —dijo la erinia, y pasó la delicada mano por el enorme pecho de Obould.
—Una unión es una disposición temporal.
—Un matrimonio, entonces —dijo Nyphithys.
—O una esclavitud.
La erinia dio un paso atrás y lo miró con curiosidad.
—Te proporcionaré la carne de cañón para absorber las lanzas y los conjuros de tus enemigos —explicó Obould—. Mis orcos serían para vosotros como esos barbezu.
—Has entendido mal.
—¿Ah, sí, Nyphithys? —inquirió Obould, y esa vez fue él quien sonrió mostrando los dientes.
—La Hermandad pretende aumentar el comercio y la cooperación.
—Entonces, ¿por qué vienes a mí bajo un manto de secreto? Todos los reinos de la Marca Argéntea valoran el comercio.
—Seguramente, tú no te consideras afín y benevolente con los enanos de Mithril Hall ni con Alustriel y sus delicadas criaturas. Eres un dios entre los orcos. Gruumsh te adora. Lo sé porque he hablado con él.
Regis, que estaba recuperando la confianza ante la sólida réplica de Obould, se quedó tan perplejo como el propio Obould cuando Nyphithys hizo esa afirmación.
—Gruumsh ha guiado la visión que es Muchas Flechas —replicó Obould tras un instante que necesitó para recomponerse—. Conozco su voluntad.
Nyphithys resplandeció.
—Eso complacerá a mi señor. Enviaremos…
La risa burlona de Obould la interrumpió y dirigió al orco una mirada curiosa y escéptica.
—La guerra nos trajo a éste, nuestro hogar —explicó Obould—, pero la paz es la que nos sostiene.
—¿Paz con los enanos? —preguntó la diablesa.
Obould se mantuvo firme y no se molestó en contestar.
—Eso no complacerá a mi señor.
—¿Me infligirá un castigo?
—Ten cuidado con lo que deseas, rey de los orcos —lo previno la diablesa—. Tu endeble reino no es adversario para la magia de la Hermandad Arcana.
—¿Que se alía con diablos y envía una horda de barbezu para entretener a mis ejércitos mientras sus magos supremos lanzan sobre nosotros una lluvia de muerte? —preguntó Obould.
Esa vez le tocó a Nyphithys mostrarse firme.
—Entretanto mis verdaderos aliados apoyan a mis filas con flechas elfas, máquinas de guerra enanas y los propios caballeros y magos de la dama Alustriel —dijo el orco y, desenvainando su espadón, le ordenó a la enorme hoja que lanzara fuego al quedar libre de la vaina.
A Nyphithys y a sus dos compañeras erinias, de cuyos rostros se había borrado la sonrisa, les gritó:
—¡Veamos cómo reacciona mi carne de cañón orca contra tus barbezu y tus bestias carnosas!
De todos lados salieron orcos de sus escondites. Blandiendo espadas y lanzas, hachas y látigos, aullaron y se lanzaron al ataque, y los diablos, siempre dispuestos a pelear, se abrieron y aguantaron la carga.
—Orco necio —dijo Nyphithys, que sacó su propia espada, una hoja malvada y recta de color rojo sangre, y también la extraña cuerda del cinturón, al igual que sus hermanas—. ¡La promesa que te hacíamos encerraba más poder del que jamás llegarás a imaginar!
A uno y otro lado de las fisuras principales, orcos y diablos menores chocaron con un repentino torrente de aullidos y alaridos.
Obould se adelantó con aterradora rapidez, dirigiendo su espada al hueco que quedaba entre los pechos de Nyphithys. Rugía victorioso, pensando que daría el golpe mortal.
Pero Nyphithys había desaparecido, desvanecida por medios mágicos, al igual que sus hermanas.
—Orco necio —le gritó desde arriba, y al alzar la vista, Obould vio a las tres diablesas a unos seis metros del suelo, batiendo sin dificultad las alas, que las mantenían a flote contra el viento.
Un demonio barbudo se lanzó contra el rey orco, aparentemente distraído, pero Obould dio la vuelta en el último momento, y su llameante espadón describió un demoledor arco que hizo que la criatura cayera… hecha pedazos.
Sin embargo, cuando se volvió para mirar a Nyphithys, una cuerda lo rodeó. Se dio cuenta de que era una cuerda mágica y constató que se movía por propia iniciativa, de modo que envolvió, con cegadora rapidez y con la fuerza de una gigantesca boa constrictor, su torso y sus miembros. Antes de que pudiera pensar incluso en librarse de ella, una segunda cuerda empezó también a rodearlo, mientras las compañeras de Nyphithys, colocadas a uno y otro lado de la erinia, las asían con sus manos de fuerza mágica.
—¡Acabad con todos! —ordenó Nyphithys a su horda—. ¡No son más que orcos!
—¡Nada más que orcos! —repitió un diablo barbudo, o más bien lo intentó, porque lo que le salió fue «nada más que or-glup» cuando una púa le atravesó la espina dorsal y los pulmones, y de su pecho brotó un chorro de sangre.
—Sí, seguid repitiéndoos eso —dijo Thibbledorf Pwent, que se había lanzado de cabeza, o más bien con la púa de su casco por delante, desde un saliente rocoso sobre la incauta criatura.
Pwent se puso de pie, arrastrando a la criatura moribunda, que agitaba pies y manos por encima de su cabeza. Con una poderosa sacudida, hizo que su víctima saliera volando.
—Hará que os sintáis mejor —dijo a continuación, y con un aullido cargó contra el siguiente adversario que encontró.
—¡Más despacio, maldito cabeza de adoquín! —le gritó sin resultado Bruenor, que bajaba con más cuidado por la pendiente—. ¡Vaya formación! —refunfuñó el rey enano cuando Drizzt pasó a su lado con paso ligero, saltando de piedra en piedra con la misma facilidad que si corriera por la llanura de la tundra.
El drow tocó el suelo sin dejar de correr y como una flecha se lanzó hacia un lado y sorteó con una voltereta lateral una piedra antes de aterrizar firmemente sobre los pies y con las cimitarras trazando ya un dibujo mortal hacia delante. Los sudorosos lémures se hinchaban y estallaban bajo el castigo de aquellas espadas mientras Drizzt iba llegando al paroxismo de su danza. De golpe se detuvo y giró sobre sí mismo justo a tiempo para bloquear el arma de un barbezu. Sin querer parar de lleno la lanza dentada del enemigo, Drizzt la desvió con una serie de golpes cortos y eficaces.
Con las tobilleras mágicas que ampliaban sus zancadas, el drow se colocó velozmente tras la guja consiguiendo con Muerte de Hielo y Centella, sus fieles espadas, una rápida eliminación del demonio barbudo.
—Voy a tener que conseguirme un poni veloz —gruñía Bruenor.
—Un cerdo de guerra —lo corrigió otro de los enanos que bajaban con él, otro Revientabuches.
—Lo que sea —concedió Bruenor—, siempre y cuando me permita llegar al campo de batalla antes de que me priven de toda la diversión.
—¡Venga, chicos! —gritó Pwent como si lo hubiera oído—. ¡Hay sangre que derramar!
Y todos los Revientabuches gritaron, enardecidos, y empezaron a caer como el granizo en torno a Bruenor. Saltaban de las piedras y se daban sus buenos porrazos, pero no les importaba; corrían como un solo enano y con la potencia de un tornado en medio de un mercado.
Bruenor suspiró y miró a Torgar, el único que se había quedado junto a él al pie del saledizo y que no pudo reprimir una risita.
—Lo hacen por amor a su rey —comentó el enano de Mirabar.
—Lo hacen porque quieren dar mamporros —farfulló Bruenor.
Al mirar por encima del hombro, hacia las rocas, el rey enano vio a Catti-brie, que estaba agazapada, usando una piedra para afianzar su puntería.
Ella lo miró a su vez, le hizo un guiño y señaló con la cabeza hacia arriba, guiando la mirada del enano hacia las tres erinias voladoras.
Una docena de proyectiles orcos fueron lanzados contra Nyphithys y sus hermanas mientras Bruenor las miraba, pero ninguno consiguió penetrar la piel de las diablesas, que habían activado escudos mágicos para impedir esos ataques.
Bruenor volvió a mirar a Catti-brie, que le hizo otro guiño, tensó el arco poderosamente encantado y lanzó una flecha que surcó el aire como un rayo.
El escudo mágico de Nyphithys lanzó chispas de protesta cuando el proyectil lo alcanzó, aunque, preciso es reconocerlo, consiguió desviar la flecha de Catti-brie lo suficiente como para que en lugar de alcanzar a la diablesa en el pecho, sólo impactara en las alas. Saltaron plumas blancas por todas partes cuando el proyectil dio de lleno en un ala y luego en la otra. La diablesa, con una mueca de sorpresa y dolor empezó a caer en una espiral descendente.
—Buen disparo —observó Torgar.
—No sé por qué pierde el tiempo con esa sandez de la magia… —respondió Bruenor.
Una cacofonía de ruidos metálicos les hizo volver la vista hacia un lado y vieron que Drizzt retrocedía con furia, saltando de roca en roca ante el asedio de una multitud de agujas que lo atacaban.
—¿Quién está perdiendo el tiempo? —preguntó el elfo oscuro entre bloqueo y bloqueo.
Bruenor y Torgar captaron la indirecta, alzaron sus armas y corrieron a darle apoyo.
Desde lo alto voló otra flecha que le pasó rozando a Drizzt y le partió la cara al diablo barbudo que estaba delante de él.
La vieja hacha mellada de Bruenor se encargó del que asediaba al drow por el otro lado, y Torgar pasó como una exhalación junto al drow para desviar otra guja con su escudo. Drizzt dio un salto por detrás de él y le cortó el gañote al sorprendido demonio.
—Me juego la cerveza de un año y un día a que matamos a más que Pwent y sus chicos —gritó Bruenor, cargando junto con sus compañeros.
—Ellos son diez y nosotros, tres —le recordó Torgar a su rey cuando otra flecha de Taulmaril derribó a un lémur que iba lanzado hacia ellos.
—¡Nosotros somos cuatro! —lo corrigió Bruenor con un guiño a Catti-brie—. ¡Y creo que voy a ganar esa apuesta!
Ya fuera porque no se habían dado cuenta o porque no les importaba la caída de Nyphithys, las otras erinias aumentaron la presión sobre Obould. Sus cuerdas mágicas lo habían envuelto férreamente, y las diablesas aplicaban toda su fuerza sobrenatural en direcciones opuestas para desgarrar al rey orco y levantarlo del suelo.
Sin embargo, no eran las únicas dotadas de fuerza sobrenatural.
Obould permitió que las cuerdas le apretaran la cintura y bloqueó sus músculos abdominales para evitar que pudieran causarle un daño real. Dejó caer el espadón al suelo y asió las cuerdas que partían de él en diagonal, dándoles una vuelta alrededor de las manos para que no se le escaparan.
Mientras que cualquier otro habría tratado de liberarse de las dos diablesas, Obould se alegraba de que lo hubieran cogido. En cuanto hubo comprobado que controlaba la fuerza, con todos sus músculos en acción contra la cuerda y contra el dominio de las erinias, el orco empezó a dar tirones repentinos y brutales hacia abajo.
A pesar de sus poderosas alas, a pesar de su fuerza diabólica, las erinias no podían aguantar la fuerza del magnífico orco, y cada tirón las hacía descender un poco más. Actuando como un pescador, Obould hacía funcionar todos sus músculos sincronizadamente y soltaba un poco de cuerda en el preciso momento para sujetarla desde más arriba.
A su alrededor, la batalla continuaba en todo su apogeo, y Obould se sabía vulnerable, pero su rabia podía más. Incluso cuando un barbezu se le acercó, siguió su lucha con las erinias.
El barbezu lanzó un alarido, creyendo que había encontrado una brecha, y se lanzó hacia delante, pero una serie de pequeños destellos plateados restallaron junto a Obould. El barbezu se sacudió y dio vueltas, tratando de evitar o desviar la andanada de dagas. Obould se las arregló para echar una mirada hacia atrás y vio al halfling amigo de Bruenor que hacía un gesto como disculpándose, mientras lanzaba el último de sus misiles.
Aquel ataque no bastaba para detener a un barbezu, por supuesto, pero retrasó su embestida.
Otra forma, ágil y veloz, pasó junto a Regis y Obould. Drizzt saltó para acercarse al sorprendido diablo barbudo, pero poniéndose fuera del alcance de la aguja con la que la criatura trató de interceptarlo. El elfo se las ingenió para golpear de plano la pesada hoja al descender y esquivó al barbezu dándole un rodillazo en toda la cara, por si acaso, mientras bajaba. El rodillazo era más para frenarlo que para vencerlo, aunque cogió al demonio desprevenido. El auténtico ataque le llegó por detrás, cuando Drizzt giró en redondo y puso en funcionamiento sus letales cimitarras antes de que el barbezu pudiera organizar siquiera un esbozo de defensa.
El demonio herido, manoteando como un loco, miró en derredor en busca de apoyo, pero todos sus camaradas iban cayendo, uno tras otro. Los orcos, los Revientabuches y el pequeño grupo de Bruenor simplemente los superaban.
Obould también se dio cuenta y dio otro enorme tirón para atraer a las erinias hacia el suelo.
Cuando estaban a unos tres metros de tierra, las diablesas reconocieron que estaban condenadas.
Las dos al mismo tiempo aflojaron las cuerdas en un intento de huir, pero antes de que pudieran, pero antes de que pudieran liberarse de aquel enredo, se vieron atacadas por lanzas, piedras, cuchillos y hachas. A continuación, surgió un proyectil devastador contra la diablesa que trataba de mantenerse en el aire a la izquierda de Obould. Un par de enanos, cogiéndose de las manos, improvisaron una plataforma desde la cual salió despedido Thibbledorf Pwent. El enano subió lo suficiente para envolver a la diablesa en un poderoso abrazo, e inmediatamente empezó a dar vueltas de manera frenética, infiriendo dolorosas heridas con las púas de su armadura.
La erinia dio un grito de dolor, y Pwent le atizó con su guantelete de púas en plena cara.
Los dos cayeron como una piedra. Pwent hábilmente se retorció para hacer que la diablesa aterrizara debajo de él.
—No sabes lo que haces, drow —dijo Nyphithys cuando Drizzt se aproximó tras haber matado al barbezu.
Las alas de la diablesa le colgaban a la espalda, ensangrentadas e inútiles. Ella, sin embargo, se mantenía erecta y parecía más furiosa que herida. Sostenía la espada en la mano izquierda, y su cuerda encantada, enroscada como un látigo, en la derecha.
—He combatido y he vencido a una marilith y un balor —respondió Drizzt, pero la erinia se rio de él—. No me das miedo.
—¡Aun cuando me vencieras, te ganarías unos enemigos más peligrosos de lo que jamás podrías imaginar! —le advirtió Nyphithys, y esa vez le tocó reír al drow.
—No conoces mi historia —le dijo con sequedad.
—La Hermandad Arcana…
Drizzt la cortó en seco.
—Sería apenas una casa menor en la ciudad de Menzoberranzan, donde todas las familias ansiaban mi muerte. No tiemblo, Nyphithys de Stygia, que considera a Luskan su hogar.
Los ojos de la diablesa se encendieron.
—Sí, sabemos tu nombre —le aseguró Drizzt—. Y sabemos quién te ha enviado.
—Arabeth —articuló Nyphithys con tono sibilante.
El nombre no significaba nada para Drizzt, aunque si hubiera añadido el apellido de Arabeth, Raurym, la habría relacionado con el marchion Elastul Raurym, que los había informado secretamente.
—Al menos asistiré a tu fin antes de haber desaparecido en los Nueve Infiernos —declaró Nyphithys, y alzó el brazo derecho, liberando varias vueltas de cuerda antes de lanzarla contra Drizzt como si fuera un látigo.
El elfo oscuro se movió incluso antes de que ella avanzara: se volvió de lado para esquivar la cuerda restallante. Le tiró una estocada con Muerte de Hielo, la espada que manejaba con la derecha; giró en redondo para golpearla más arriba con un revés de izquierda con Centella, y volvió a atacar con Muerte de Hielo, esa vez más fuerte.
Dio una vuelta, y otra, y otra, trazando tres círculos que lo apartaban de la cuerda y acortó su extensión a cada poderoso tajo.
Cuando giró por cuarta vez, hizo frente a la espada de Nyphithys con un bloqueo de revés.
Sin embargo, la diablesa lo esperaba preparada, y con fácil movimiento pasó su hoja por encima de la cimitarra y lanzó una estocada al vientre de Drizzt mientras éste seguía girando.
Drizzt estaba preparado para que ella también lo estuviera, y Muerte de Hielo asomó por debajo de la larga espada y la paró con su encorvada hoja. El elfo oscuro completó el movimiento ascendente, rotando el brazo hacia arriba y hacia fuera, lo que hizo que la hoja de Nyphithys describiera un amplio arco hacia arriba y hacia su derecha.
Antes de que la diablesa pudiera liberar la espada, Drizzt hizo un triple movimiento perfectamente coordinado: movió hacia arriba y de través a Centella para reemplazar a su otra espada en el acto de mantener la de la diablesa apartada, dio un paso adelante y lanzó la derecha hacia abajo y al frente, de modo que apoyó estrechamente el filo contra la garganta de la diablesa.
Allí la tenía, indefensa, pero no dejaba de sonreír.
Y de repente, desapareció; así, sin más: desapareció de su vista.
Drizzt giró sobre sí mismo y dio una voltereta defensiva, pero se tranquilizó un poco cuando vio a la diablesa a unos nueve metros de distancia, sobre una isla de roca que estaba un poco por encima de su nivel.
—Drow necio —se burló—. Necios, todos vosotros. ¡Mis señores dejarán vuestra tierra reducida a cenizas y roca molida!
Un movimiento a un lado hizo que se volviera y vio que Obould avanzaba hacia ella a grandes zancadas.
—Y tú, el más necio de todos —le dijo con voz ronca—. Te prometimos un poder superior a todo lo que pudieras haber imaginado.
El orco dio tres zancadas repentinas y furiosas, y luego saltó como sólo Obould podía hacerlo. Fue un salto tan descomunal que ningún orco podría siquiera haberlo intentado, un salto que más bien parecía un vuelo mágico.
Nyphithys no lo había previsto. Drizzt, tampoco. Ni Bruenor o Catti-brie, que estaba preparando una flecha para tratar de acabar con la diablesa. La mujer dedujo rápidamente que no sería necesaria cuando Obould cubrió la distancia restante y fue a aterrizar junto a Nyphithys. El orco le dio la respuesta trasladando todo su impulso a un golpe de su poderoso espadón.
Drizzt hizo una mueca, porque ya había presenciado antes ese juego. Pensó en Tarathiel, su amigo caído, y se imaginó al elfo en el lugar de Nyphithys cuando ésta quedó partida en dos por la feroz espada del orco.
La diablesa cayó sobre la piedra, en dos partes.
—¡Por la jarra de Moradin! —dijo Thibbledorf Pwent, de pie entre Bruenor y Regis—. Ya sé que es un orco, pero ese tío empieza a gustarme.
Bruenor sonrió afectadamente a su escolta batallador, pero en seguida volvió a mirar a Obould, que parecía casi un dios, allí de pie, sobre la roca, con su enemiga, vencida, a sus pies.
Se dio cuenta de que tenía que reaccionar y avanzó hacia el orco.
—Habría sido una buena prisionera —le recordó a Obould.
—Me gusta más como trofeo —le replicó el rey orco, y él y Bruenor cruzaron sus características miradas torvas. Los dos parecían siempre a punto de pelear.
—No olvides que hemos venido a ayudarte —dijo Bruenor.
—Y no olvides que os lo permití —replicó Obould mientras se miraban a los ojos mutuamente.
A un lado, Drizzt se reunió con Catti-brie.
—Llevamos ya cuatro años —se lamentó la mujer, contemplando a los dos rivales y los sempiternos gruñidos con que se obsequiaban—. Me pregunto si viviré lo suficiente para verlos cambiar.
—Se están mirando, no peleando —respondió Drizzt—. Ya lo has hecho.