El viento en sus oídos
Sucedió de una manera imperceptible, una delicada transición que tocó los recuerdos y las almas de los compañeros tan profundamente como reverberó en sus sentidos físicos. Porque cuando el viento incesante y lúgubre del Valle del Viento Helado se introdujo en sus nidos, el aroma de la tundra inundó sus fosas nasales, el gélido aire del norte les erizó la piel y la capa de blanco invernal los cegó; el aura del lugar, aquel salvajismo primario y aquella prístina belleza, invadieron sus pensamientos, y la perspectiva de la catástrofe despertó sus temores encontrados.
Ése era el auténtico poder del valle, ejemplificado por el viento, siempre el viento, el recordatorio constante de la paradoja de la existencia, de que uno está siempre solo pero nunca a solas; que la comunión acababa en el límite de los sentidos y, sin embargo, esa comunión nunca terminaba realmente.
Caminaban codo con codo, sin hablar, pero no en silencio. Iban unidos por el viento del Valle del Viento Helado, estaban en el mismo lugar y en el mismo momento, y fueran cuales fueren los pensamientos a los que cada uno de ellos daba vueltas por separado, no podían «capar del todo del vínculo de conciencia impuesto por el propio Valle a todos los que se aventuraban por esos parajes.
Salieron del paso que atravesaba la Columna del Mundo a la tundra, más amplia, una brillante mañana y descubrieron que las nieves no eran todavía demasiado profundas y que el viento aún no resultaba demasiado frío. En cuestión de días, si el tiempo se mantenía, llegarían a Diez Ciudades, las diez poblaciones en torno a los tres profundos lagos del norte. Allí había encontrado Regis en una época refugio contra la persecución implacable del pacha Pook, su antiguo jefe, a quien le había robado el colgante de rubí mágico que todavía llevaba al cuello. Allí, el asediado y exhausto Drizzt Do’Urden había encontrado, por fin, un lugar al que llamar su hogar, y los amigos a los que todavía seguía profesando el mayor de los afectos.
A lo largo de los días siguientes, continuaron con los ojos llenos de melancolía y con el corazón henchido. Cada noche, sentados junto al fuego de su pequeño campamento, hablaban del pasado, de la pesca en el Maer Dualdon, el mayor de los lagos; de las noches en la cumbre de Kelvin, la solitaria montaña que se elevaba sobre las cuevas donde el clan de Bruenor había vivido su exilio, donde las estrellas parecían tan cercanas que uno tenía la impresión de que podía alcanzarlas con la mano. Allí la cuestión de la inmortalidad parecía meridianamente clara, porque uno no podía estar de pie en la atalaya de Bruenor sobre la cumbre de Kelvin, entre las estrellas, en una de esas noches frías y cortantes del Valle del Viento Helado, sin sentir una profunda conexión con la eternidad.
El camino, conocido simplemente como «la ruta de las caravanas», se dirigía casi directamente hacia el nordeste, a Bryn Shander, la mayor de las diez ciudades, la sede reconocida del poder de la región, donde se celebraba el mercado común. Bryn Shander estaba favorablemente situada, apenas protegida por una serie de colinas y casi equidistante de los tres lagos: Maer Dualdon, al noroeste; Aguas Rojizas, al sudeste, y el lago Dinneshere, el que tenía un emplazamiento más oriental. Siguiendo la misma línea que la ruta de las caravanas, a escasamente medio día de caminata hacia el nordeste de Bryn Shander, se erguía la cumbre de Kelvin, un volcán dormido, y a sus pies, el valle y los túneles que en otro tiempo, y durante más de un siglo, habían dado cobijo al clan Battlehammer.
Aproximadamente diez mil almas animosas vivían en esos diez asentamientos, todos ellos a orillas de uno de los tres lagos, excepto Bryn Shander.
La aproximación de un elfo oscuro y un halfling despertó excitación y alarma en los jóvenes guardias que vigilaban la puerta principal de Bryn Shander. Ver a cualquiera que viniese por la ruta de las caravanas en una fecha tan tardía era de por sí una sorpresa, pero que uno de ellos fuera un elfo de piel tan oscura como la medianoche…
Las puertas se cerraron a cal y canto, y Drizzt rio de buena gana, lo bastante alto como para que lo oyeran, aunque él y Regis todavía estaban a muchos metros de distancia.
—Ya te dije yo que te dejaras la capucha puesta —le recriminó Regis.
—Es mejor que me vean tal cual soy antes de estar al alcance de una ballesta.
Regis se apartó un paso del drow, y Drizzt volvió a reír, ejemplo que siguió el halfling.
—¡Alto y daos a conocer! —les gritó un guardia con voz demasiado temblorosa como para sonar realmente amenazadora.
—Reconóceme, pues, y acaba con toda esta tontería —gritó Drizzt, y se paró en medio del camino a apenas veinte pasos de la empalizada de madera—. ¿Cuánto tiempo tiene que vivir uno entre la gente de Diez Ciudades sin que unos pocos años no lo borren de la memoria de los hombres?
Sobrevino una larga pausa antes de que otro guardia preguntara a voz en cuello.
—¿Cómo te llamas?
—¡Drizzt Do’Urden, imbécil! —respondió Regis, también a gritos—. Y yo soy Regis de Bosque Solitario, que sirve al rey Bruenor de Mithril Hall.
—¿Es posible? —gritó otra voz.
Las puertas de abrieron con tanta rapidez y fuerza como se habían cerrado.
—Al parecer, no tienen tan poca memoria como pensabas —comentó Regis.
—Da gusto estar en casa —replicó el drow.
Unos días después, Regis avanzaba en silencio hacia las orillas del lago parcialmente helado, entre árboles cubiertos de nieve que susurraban la lúgubre canción del viento. El Maer Dualdon se extendía ante él, todo hielo gris, hielo negro y agua azulada. Una embarcación cabeceaba en el muelle más largo de la ciudad de Bosque Solitario, donde el invierno todavía no había llegado con tanta intensidad. De las docenas de pequeñas casas mezcladas con el bosque se elevaban en el aire de la mañana delgadas columnas de humo.
Regis se sentía en paz.
Avanzó hacia la orilla, donde quedaba un área pequeña sin congelar, y arrojó al lago un trozo de hielo. Observó las ondas que originaba el impacto, que lanzó gotas de agua sobre el hielo circundante. Su mente lo proyectó a través de esas ondas hacia el pasado. Pensó en pescar, que había sido su pasatiempo favorito. Se dijo que estaría bien volver un verano y ver otra vez su corcho flotando en las aguas del Maer Dualdon.
Casi sin pensar en lo que hacía, echó mano de un saquito que llevaba atado a su cinto y sacó un trozo de hueso blanco del tamaño de la palma de la mano, el famoso cráneo al que debía su nombre la trucha del Valle del Viento Helado. Del bolsillo que pendía sobre la otra cadera sacó su cuchillo de tallar, y sin mirar siquiera el hueso, con la vista perdida en el lago desierto, se puso a trabajar. Las virutas iban cayendo mientras el halfling se afanaba por liberar la forma que él sabía oculta en el hueso y que era el verdadero secreto de las tallas del valle. Su arte no consistía en tallar el hueso dándole una forma reconocible, sino en liberar la figura que ya estaba en él y que esperaba que unos dedos delicados y expertos la sacaran a la luz.
Regis miró y sonrió al descubrir la forma que estaba liberando, una muy adecuada para él en ese momento de reflexión sobre lo que había sido, sobre los buenos tiempos pasados entre buenos amigos en una tierra tan hermosa y tan mortal al mismo tiempo.
Perdió la noción del tiempo mientras estaba allí recordando y esculpiendo, y empapándose de la belleza y del frío refrescante. Entre adormilado y sumergido en el pasado, a punto estuvo de salirse de sus botas del salto que dio al mirar hacia abajo nuevamente y ver a su lado la cabeza de un felino gigante.
—¡Guenhwyvar! —Su respingo contenido se convirtió en una llamada mientras trataba de recobrar el aliento.
—A ella también le gusta esto —dijo Drizzt desde los árboles que había detrás.
Regis se volvió para observar la llegada de su amigo drow.
—Podrías haberme prevenido —dijo el halfling, y reparó en que con el susto se había cortado el pulgar con la afilada navaja. Alzó la mano para chuparse la herida y comprobó con alivio que su talla no había resultado dañada.
—Lo hice —respondió Drizzt—. Dos veces. Tienes el viento en los oídos.
—Aquí no sopla tanto.
—Entonces, el viento del recuerdo —dijo Drizzt.
Regis sonrió y afirmó con la cabeza.
—Resulta difícil venir aquí y no querer quedarse.
—Es un lugar más difícil que Mithril Hall —replicó Drizzt.
—Pero también más simple —respondió Regis, y esa vez fue Drizzt el que sonrió—. ¿Te has encontrado con el portavoz de Bryn Shander?
Drizzt negó con la cabeza.
—No fue necesario —explicó—. El propietario Faelfaril estaba perfectamente enterado del recorrido que siguió Wulfgar por Diez Ciudades hace cuatro años. Averigüé todo lo que necesitábamos del tabernero.
—Y te ahorraste todo el alboroto que sabías que acompañaría a tu regreso.
—Del mismo modo que te lo evitaste tú metiéndote en una carreta hacia Bosque Solitario —replicó Drizzt.
—Quería volver a verlo. Al fin y al cabo, fue mi hogar, y durante muchos, muchos años. ¿Mencionó el viejo Faelfaril alguna visita posterior de Wulfgar?
Drizzt meneó la cabeza.
—Nuestro amigo estuvo aquí, loado sea Tempus, pero muy brevemente antes de dirigirse a la tundra para reunirse con su pueblo. La gente de Bryn Shander oyó hablar de él una vez más, sólo una, poco después de eso, pero nada definitivo, nada que Faelfaril recuerde bien.
—Entonces, anda por ahí —dijo Regis, señalando con la cabeza hacia el nordeste, las tierras abiertas por las que vagaban los bárbaros—. Apostaría a que a estas alturas ya es su rey.
La expresión de Drizzt demostraba que no estaba de acuerdo.
—Adonde fue, dónde está es algo que no se sabe en Bryn Shander, y tal vez Wulfgar se haya convertido en jefe de la tribu del Alce, su gente. Sin embargo, las tribus ya no están unidas, y llevan así muchos años. Sólo tienen un trato ocasional y muy poco importante con la gente de Diez Ciudades, y Faelfaril me aseguró que de no ser por las hogueras ocasionales que se ven a lo lejos, la gente de Diez Ciudades ni siquiera sabría que está constantemente rodeada por bárbaros nómadas.
Regis frunció el entrecejo, consternado.
—Pero tampoco temen a las tribus como solían —añadió Drizzt—. Coexisten y reina una paz relativa, y eso se lo deben en gran medida a nuestro amigo Wulfgar.
—¿Crees que todavía andará por ahí?
—Sé que sí.
—Y nosotros vamos a encontrarlo —dijo Regis.
—No seríamos amigos de verdad si no lo hiciéramos.
—Está haciendo frío —advirtió el halfling.
—No tanto como en la caverna de hielo de un dragón blanco.
Regis acarició el fuerte cuello de Guenhwyvar y rio por lo bajo.
—También me arrastrarás a una antes de que termine todo esto —dijo—, o yo soy un gnomo imberbe.
—¿Imberbe? —preguntó Drizzt.
—En el caso de Bruenor funciona al revés —respondió el halfling, encogiéndose de hombros.
—Entonces, un gnomo de pies peludos —propuso Drizzt.
—Un halfling hambriento —corrigió Regis—. Si vamos a aventurarnos por ahí, tenemos que abastecernos bien de alimentos. Compra unas alforjas para tu gato o prepara la espalda, elfo.
Riéndose, Drizzt se acercó a su amigo y le pasó el brazo por encima de los hombros al mismo tiempo que le hacía dar la vuelta para marcharse. Regis se resistió y obligó a Drizzt a detenerse y a echar una buena mirada al Maer Dualdon.
Oyó al drow suspirar profundamente y supo que también él había caído en el trance nostálgico, los mismos recuerdos de los años que habían conocido en la sencillez, la hermosura y los abrumadores esplendores del Valle del Viento Helado.
—¿Qué estás tallando? —preguntó Drizzt después de un buen rato.
—Ambos lo sabremos cuando se revele —respondió Regis, y Drizzt aceptó la verdad ineludible con un movimiento de cabeza.
Partieron esa misma tarde, bien cargados de comida y de abrigos. Llegaron a la base de la cumbre de Kelvin al ponerse el sol y encontraron refugio en una cueva poco profunda, una cueva que Drizzt conocía muy bien.
—Voy a subir esta noche —informó Drizzt a Regis después de una cena ligera.
—¿A la atalaya de Bruenor?
—Adonde estaba antes del derrumbe, sí. Antes de irme voy a alimentar bien el fuego, te lo prometo, y dejaré a Guenhwyvar contigo hasta que vuelva.
—Deja sólo el rescoldo, y mantén o despide a la pantera, según sus necesidades —respondió Regis—. Yo voy contigo.
Agradablemente sorprendido, Drizzt asintió. Mantuvo a Guenhwyvar a su lado mientras él y Regis subían en silencio a la cumbre de Kelvin. Era una escalada difícil, con pocas sendas, y éstas por rocas heladas, pero antes de una hora, los compañeros salieron de detrás de un saliente y se encontraron con que habían llegado a la cima. La tundra se extendía ante ellos y las estrellas parpadeaban alrededor.
Los tres permanecieron allí en comunión con el Valle del Viento Helado, en armonía con los ciclos de la vida y de la muerte, en contemplación de la eternidad e identificados con el universo en toda su magnitud. Así estuvieron largo rato, muy reconfortados por sentirse tan integrados en algo que los trascendía.
Y en algún punto, hacia el norte, se encendió una hoguera que parecía una estrella más.
Los dos se preguntaron para sus adentros si Wulfgar estaría sentado junto a ella, frotándose las manos para sacarse el frío.
Un lobo aulló en algún lugar oculto a sus ojos, y otro le respondió. A éstos se sumaron otros, reiterando la canción nocturna del Valle del Viento Helado.
Guenhwyvar emitió un sordo gruñido, no de furia, de excitación o de inquietud, sino de respuesta a los cielos o al viento.
Drizzt se acurrucó a su lado y miró por encima de su lomo hasta encontrar los ojos de Regis.
Ambos sabían lo que el otro estaba pensando, y sintiendo, y recordando, y no hubo necesidad de palabras, de modo que nadie las pronunció.
Fue una noche que ellos, los tres, recordarían el resto de su vida.