Ascensión y salvación
—Te estás recuperando bien —le dijo Robillard a Deudermont.
—Y no, me temo que la traición de Arklem Greeth ha supuesto el final de nuestro amigo drow —añadió el mago—. No hemos encontrado ni siquiera un dedo de piel oscura. Estaba cerca de la torre cuando explotó. Eso me dijeron.
—Entonces, fue rápido e indoloro —dijo Deudermont—. Eso es algo que todos deseamos. —Asintió y se acercó a la ventana con paso cansino.
—Supongo que Drizzt esperaba que eso sucediera dentro de varios siglos —señaló Robillard mientras seguía a su amigo.
Movido tanto por la rabia como por la determinación, Deudermont asió la pesada cortina y la corrió del todo. Valiéndose sólo del brazo sano, abrió la ventana y salió a donde pudiera verlo la multitud allí reunida.
Abajo, en la calle, el pueblo de Luskan, tan vapuleado y maltratado, tan cansado de la batalla, de la opresión, de los ladrones y de todo lo demás, lanzó una tremenda ovación. Más de uno sufrió un desmayo, vencido por la emoción.
—¡Deudermont está vivo! —gritó alguien.
—Ha muerto una tercera parte de ellos y me ovacionan a mí —dijo Deudermont por encima del hombro con expresión sombría.
—Supongo que es la expresión de lo mucho que odiaban a Arklem Greeth —replicó Robillard—. Pero mira al otro lado de la plaza, más allá de las caras esperanzadas, y verás que no tenemos tiempo que perder.
Deudermont obedeció y vio las ruinas de la isla de Cutlass. Tampoco Closeguard se había librado del azote de la explosión, y muchas de las casas del lado occidental de la isla estaban arrasadas y humeantes. Más allá de Closeguard, en el puerto, un cuarteto de mástiles sobresalía de las oscuras aguas. Cuatro barcos habían resultado muy dañados, y otros dos se habían perdido.
Por toda la ciudad se veían signos de devastación: el puente derruido, los edificios quemados, la pesada nube de humo.
—Caras esperanzadas —comentó Deudermont, mirando a la multitud—. No victoriosas ni satisfechas; sólo esperanzadas.
—La esperanza es el reverso de la moneda del odio —le advirtió Robillard.
El capitán asintió, demasiado consciente de que ya era hora más que sobrada de que abandonara el lecho y se pusiera a trabajar.
Saludó con la mano a la multitud y volvió a su habitación, seguido por los frenéticos vítores de la gente desesperada.
—Tanto puede valer mil piezas de oro como un cobre —sostuvo Queaser, sacudiendo la figurita en las narices de Rodrick Fenn, el prestamista más famoso de Luskan, que lo miraba imperturbable.
Rodrick, que hasta entonces había languidecido junto a los muchos otros que trataban con los truhanes y piratas de poca monta de la ciudad, hacía poco que había empezado a destacar, sobre todo por la gran variedad de productos exóticos de que había conseguido rodearse. Ahora se le ofrecía un gran botín según la información, de la nueva fuente del prestamista.
—Os daré tres piezas de oro, y podéis daros por contentos —dijo Rodrick.
Queaser y Skerrit intercambiaron miradas contrariadas mientras negaban con la cabeza.
—Todavía deberías pagarle por quedarse con ella —dijo dentro de la tienda alguien con aspecto de cliente sin pretensiones.
En realidad, Rodrick lo había invitado a entrar para esa transacción, ya que Skerrit había prevenido a Rodrick la noche antes sobre lo de la figurita de ónice.
—¿Qué sabes de ella? —preguntó Skerrit.
—Sé que pertenecía a Drizzt Do’Urden —replicó Morik el Rufián—. Sé que tenéis en vuestro poder un objeto drow, un objeto que el elfo oscuro querrá recuperar. Sin duda, yo no querría estar en la piel de alguien a quien cogieran con él.
Queaser y Skerrit se miraron otra vez, y después Queaser resopló e hizo un gesto desdeñoso al Rufián.
—Pensad, necios —dijo Morik—. Pensad quién…, más bien qué…, acompañó a Drizzt a la última batalla. —Morik rio por lo bajo—. Os las habéis ingeniado para colocaros entre las legiones de los drows y el capitán Deudermont… ¡Oh!, y además el rey Bruenor de Mithril Hall, que sin duda buscará esa figurita. Merecéis una felicitación. —Acabó la sarcástica parrafada con una risa sarcástica y se dirigió hacia la puerta.
—Veinte piezas de oro, y conformaos —dijo Rodrick—. Y se la entregaré a Deudermont, no tengáis dudas, esperando recuperar lo que os pago por ella… Y si estoy de buenas, tal vez le diga que vosotros dos me la trajisteis para que pudiera devolvérsela.
Queaser pareció a punto de decir algo, pero no encontró las palabras.
—O iré directamente a Deudermont y le facilitaré la búsqueda, y os daréis con un canto en los dientes porque haya acudido a él y no a algún elfo oscuro.
—Te estás tirando un farol —insistió Skerrit.
—Llámalo como quieras —dijo Rodrick con una sonrisa aviesa.
Skerrit se volvió a Queaser, pero el hombre, que había palidecido de repente, ya estaba entregando la figurita.
Los dos salieron a toda prisa, pasando por delante de Morik, que estaba fuera, apoyado contra la pared, junto a la puerta.
—Habéis elegido bien —les aseguró el Rufián.
A Skerrit le fastidió.
—Cierra la boca, y como se te ocurra decirle a alguien una cosa distinta de lo que diga Rodrick, ya te puedes ir despidiendo.
Morik se encogió de hombros, un gesto exagerado que ocultó a la perfección el movimiento de su mano. Volvió a entrar en la tienda de Rodrick cuando los otros dos se marcharon.
—Quiero que me devuelvas mi oro —lo saludó Rodrick, pero Morik, sonriente, ya le estaba lanzando su bolsa. Después se acercó al mostrador y Rodrick le entregó la estatuilla.
—Vale más de mil —le dijo Rodrick en un susurro cuando Morik la cogió.
—Si hace felices a los amos, vale tanto como nuestra propia vida —replicó el Rufián, y llevándose la mano al sombrero, se marchó.
—Gobernador —dijo Baram con disgusto—. Quieren que sea gobernador, y seguro que él va a aceptar.
—Y hará bien —replicó Kensidan.
—¿Y eso no te molesta? —preguntó Baram—. Dijiste que íbamos a tener poder cuando Greeth se hubiera ido, y ahora Greeth se ha ido y no encuentro más que viudas y mocosos que necesitan comida. Tendré que vaciar la mitad de mis cofres para mantener a raya a la gente (lila Nave Baram.
—Considéralo la mejor inversión de tu vida —le respondió el gran capitán Kurth antes de que pudiera hacerlo Kensidan—. Ninguna nave ha perdido más que la mía.
—He perdido a la mayor parte de mis guardias —intervino Taerl—. Tú has perdido a un centenar de villanos y una veintena de casas, pero en mi caso se trata de luchadores. ¿Cuántos de los tuyos marcharon con Deudermont?
Pero la bravata no le sirvió de nada, ya que Kurth le echó una de esas miradas que matan.
—El ascenso de Deudermont al poder era predecible y deseable —dijo Kensidan, dirigiéndose a todos para volver la reunión a su cauce—. Hemos sobrevivido a la guerra. Nuestras naves permanecen intactas, aunque han sido tan vapuleadas como la propia Luskan. Eso se remediará, y esta vez no tendremos la asfixiante presencia de la Torre de Huéspedes para controlarnos a cada paso. Mantened la calma, amigos míos. Esto ha salido de maravilla. Es cierto que no hemos podido prever la devastación provocada por Greeth, y también es cierto que hemos tenido muchos más muertos de los que esperábamos, pero por fortuna la guerra ha sido corta y se ha cerrado satisfactoriamente. No podríamos pedir una comparsa mejor que el capitán Deudermont como gobernador marioneta de Luskan.
—No lo subestimes —le advirtió Kurth—. Es un héroe para el pueblo, incluso para los que combaten en nuestras filas.
—Entonces, debemos asegurarnos de que los próximos días arrojen sobre él una luz diferente —dijo Kensidan.
Cuando acabó miró a su aliado más próximo, Suljack, y vio que el hombre tenía una expresión ceñuda y meneaba la cabeza. Kensidan no supo interpretar muy bien ese gesto porque, a decir verdad, Suljack había sido el que más soldados había perdido. La mayor parte de su nave se había unido a Deudermont y muchos de sus hombres habían muerto en la Torre de Huéspedes.
—Yo diría que ya va siendo hora de dejar la cama —le dijo a Regis una voz. Estaba en el lecho, medio dormido, sintiéndose totalmente hundido tanto emocional como físicamente. Sus heridas no lo afligían tanto como la pérdida de Drizzt. ¿Cómo iba a volver a Mithril Hall y enfrentarse a Bruenor? ¡Y a Catti-brie!
—Me encuentro mejor —mintió.
—Entonces, incorpórate, pequeño —replicó la voz.
Eso dejó a Regis pensativo, pues no reconocía al hablante, y cuando recorrió la habitación con la vista, no vio a nadie allí. Se apresuró a incorporarse y de inmediato reparó en un rincón oscurecido de la estancia.
Sabía que era una oscuridad mágica.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Un viejo amigo.
Regis meneó la cabeza.
—Que tengas un buen viaje… —dijo la voz, y las últimas notas de la frase se perdieron llevándose consigo la oscuridad mágica.
La revelación dejó a Regis boquiabierto, lleno de sorpresa y de inquietud.
Sabía que se acercaba el fin, y que no había salida. También Guenhwyvar perecería, y Drizzt sólo podía rogar que su muerte en aquel plano extraño, lejos de la figurita, no fuera permanente, que simplemente volviera, tal como había hecho al primer plano material, a su casa astral.
El drow se maldijo por no haber llevado consigo la estatuilla.
Y siguió combatiendo, no por sí mismo, pues sabía que estaba condenado, sino por Guenhwyvar, su querida amiga. Tal vez ella pudiera encontrar el camino de regreso por puro agotamiento, siempre y cuando él fuera capaz de mantenerla viva el tiempo suficiente.
No sabía cuántas horas, días, habrían pasado. Había encontrado sustento en los champiñones gigantes y en la carne de algunas de las extrañas bestias que lo habían atacado, pero seguía sintiéndose enfermo y débil.
Sabía que se acercaba al fin, pero no así la lucha.
Se enfrentó a un monstruo de seis brazos que a cada manotazo amenazaba con decapitarlo.
Drizzt era demasiado rápido para aquellos intentos, por supuesto, y de haber estado menos agotado, su enemigo habría sido una presa fácil, pero el drow apenas podía sostener las cimitarras y se le empezaba a nublar la vista. Varias veces consiguió esquivar los golpes justo a tiempo para salvarse.
—Ánimo, Guen —susurró con un hilo de voz, tras haber impedido con un golpe de través mantener a la bestia apartada de la posición que ocupaba la pantera en un rocoso promontorio situado a la derecha.
Drizzt oyó un gruñido y sonrió, esperando que Guenhwyvar se lanzase para asestar el golpe mortal.
Pero en lugar de eso, Drizzt recibió un buen porrazo, un placaje que lo apartó de la bestia y lo hizo rodar enredado con otra poderosa criatura.
No lo entendía. No podía hacer otra cosa que aferrarse a sus cimitarras. Era incapaz de asestar un solo golpe.
De repente, el terreno cenagoso que había bajo sus pies se volvió más sólido, una luz hiriente lo cegó, y aunque sus ojos no podían adaptarse a ver nada, se dio cuenta por otro gruñido familiar de que había sido Guenhwyvar quien lo había sujetado.
Oyó una voz amiga, una voz que le infundió esperanza, un grito de alegría.
Algo volvió a caerle encima en cuanto se desasió del abrazo de Guen.
—¿Cómo es posible? —le preguntó a Regis.
—¡No lo sé ni me importa! —respondió el halfling, estrechando al drow aún con más fuerza.
—Kurth tiene razón —le advirtió a su hijo el gran capitán Rethnor—. Si subestimamos al capitán Deudermont…, al gobernador Deudermont, corremos un grave peligro. El es un hombre de acción, no de palabras. Tú nunca has estado en el mar, y por lo tanto, no entiendes el horror que reflejaban los ojos de los hombres cuando se avistaban las velas del Duende del Mar.
—He oído esas historias, pero esto no es el mar —replicó Kensidan.
—Tú lo tienes todo previsto —dijo Rethnor con tono inconfundiblemente burlón.
—Tengo una buena capacidad de adaptación a lo que surja, sea lo que sea.
—Pero ¿por ahora?
—Por ahora dejo que Kurth campe por sus respetos en Closeguard y en Cutlass, e incluso en la zona del mercado. Él y yo dominaremos las calles sin dificultad, con Suljack como mi bufón.
—Deudermont puede anular el Carnaval del Prisionero, pero reunirá una poderosa milicia para que se apliquen las leyes.
—Sus leyes —replicó Kensidan—, no las de Luskan.
—Ahora son la misma cosa.
—No, todavía no, y no lo serán nunca si presionamos debidamente en la calle —dijo Kensidan—. El desorden es el enemigo de Deudermont, y la falta de orden tarde o temprano volverá a la gente en su contra. Si va demasiado lejos, se encontrará a todo Luskan contra él, tal como le sucedió a Arklem Greeth.
—¿Y te interesa esa lucha? —dijo Rethnor tras una pausa contemplativa.
—Es una lucha en la que insisto —respondió su cómplice hijo—. Por ahora, Deudermont es un buen blanco para la ira de los demás, mientras la Nave Kurth y la Nave Rethnor mandan en las calles. Cuando lleguemos al punto de ruptura, se desatará en Luskan una nueva guerra, y cuando haya acabado…
—Un puerto franco —dijo Rethnor—. Un santuario para… los barcos mercantes.
—Comercio fácil con productos exóticos que tendrán buena acogida entre los de Aguas Profundas y llegarán a las tiendas de Puerta de Baldur —dijo Kensidan—. Eso bastará para impedir que Aguas Profundas organice una invasión de la nueva Luskan, ya que esos nobles bastardos y egoístas no amenazarán a la fuente de satisfacción de sus caprichos. Tenemos nuestro puerto, nuestra ciudad, y al cuerno con todas las pretensiones de ley y de sumisión a los señores de Aguas Profundas.
—Una gran ambición —dijo Rethnor.
—Padre mío, sólo quiero que te sientas orgulloso —dijo Kensidan, cuyo sarcasmo fue tan obvio que el viejo Rethnor no pudo por menos que reír, y con ganas.
—Me incomoda esa voz incorpórea que llega en la oscuridad —dijo Deudermont—, pero me complace, más que nada, ver que estás vivo y bien.
—Bien es un término relativo —replicó el drow—, pero me estoy recuperando…, aunque si alguna vez viajas al plano donde estuve prisionero, te aconsejo que evites los champiñones.
Deudermont y Robillard se rieron al oír eso, lo mismo que Regis, que estaba de pie al lado de Drizzt. Ambos tenían preparado el petate para salir de viaje.
—La gente me conoce en las calles de Luskan —comentó Drizzt—. Algunos no sé siquiera quiénes son, pero son amigos de un amigo.
—Wulfgar —dijo Deudermont—. Tal vez haya sido Morik, ese personaje compañero de sus correrías…, aunque se supone que no debe estar en Luskan, so pena de muerte.
Drizzt se encogió de hombros.
—Sea cual sea la suerte que hizo llegar la estatuilla de Guenhwyvar a manos de Regis, es una suerte que estoy dispuesto a aceptar.
—Es cierto —dijo el capitán—. Y ahora partes hacia el Valle del Viento Helado. ¿Estás seguro de que no puedes quedarte a pasar aquí el invierno? Yo tengo mucho que hacer y me prestarías muy buen servicio.
—Si nos damos prisa, podremos llegar a Diez Ciudades antes de que empiece a nevar —dijo Drizzt.
—¿Y volverás a Luskan en primavera?
—¿Qué clase de amigos seríamos si no lo hiciéramos? —respondió Regis.
—Volveremos —prometió el drow.
Los dos amigos se despidieron estrechando manos y haciendo reverencias, y dejaron el Duende del Mar, que haría las veces de palacio del gobernador hasta que pudiera ponerse remedio a la devastación de la ciudad y se habilitara la nueva sede, la antigua taberna de El Dragón Rojo, en la ribera norte del Mirar.
La magnitud de las tareas de reconstrucción no se les ocultó a Drizzt ni a Regis mientras recorrían las calles. Gran parte de la ciudad había sido presa de las llamas y había muerto mucha gente. Sólo se veía una estructura vacía tras otra. Muchas de las casas y tabernas más grandes habían sido confiscadas por orden del gobernador Deudermont para montar hospitales para los innumerables heridos, y algunas también como morgues para depositar los cadáveres hasta que pudieran ser debidamente identificados y enterrados.
—Los luskanos dedicarán la mayor parte del invierto a buscar comida y calor —observó Regis mientras pasaban junto a un grupo de mujeres famélicas refugiadas en un portal.
—Será un largo camino —coincidió Drizzt.
—¿Ha valido la pena? —preguntó el halfling.
—Todavía no podemos saberlo.
—Mucha gente no estaría de acuerdo contigo —observó Regis, señalando con la cabeza el nuevo cementerio al norte de la ciudad.
—Arklem Greeth era algo que no se podía tolerar —le recordó Drizzt a su amigo—. Si la ciudad consigue aguantar unos meses, tal vez un año, y estar reconstruida en el verano, entonces Deudermont hará una buena labor, no lo dudes. Se cobrará todos los favores que le deban los señores de Aguas Profundas, y aflorarán a Luskan rápidamente bienes y suministros.
—Pero ¿bastará con eso? —preguntó Regis—. Habiendo muerto tantos adultos acaudalados, ¿cuántas familias permanecerán aquí?
Drizzt se encogió de hombros, impotente.
—Tal vez deberíamos quedarnos y ayudar durante el invierno —dijo Regis, pero Drizzt negó con la cabeza.
—En Luskan no todos me aceptan, sea o no amigo de Deudermont —replicó el drow—. No hemos instigado su lucha, pero hemos ayudado al bando bueno a ganar. Además, quiero ver a Wulfgar y el Valle del Viento Helado. Hace demasiado tiempo que tengo abandonado al que fue mi primer hogar verdadero.
—Pero Luskan… —empezó Regis.
Drizzt lo paró, alzando una mano.
—¿Realmente ha valido la pena? —insistió Regis de todos modos.
—No tengo respuesta para eso, y tú tampoco.
Salieron de la ciudad por la puerta norte, acompañados por ovaciones no demasiado entusiastas de los pocos guardias que guardaban la muralla y las torres.
—Tal vez podríamos hacer que todos ellos marcharan hacia Longsaddle a continuación —comentó Regis, y Drizzt se rio con la misma impotencia con que antes se había encogido de hombros.