La consecuencia
No se le escapó a Maimun la ironía de tirar de un maltrecho, pero muy vivo, Deudermont para sacarlo del suelo, cuando tantos otros —los había por todos lados en el devastado campo— pronto serían enterrados en ese mismo suelo por decisión de aquel capitán precisamente.
—Me han dicho que no se debe pegar al caído —musitó Maimun, y tanto Robillard y Arabeth como el apenas consciente Deudermont se volvieron a mirarlo—, pero eres un idiota, buen capitán.
—Sujeta tu lengua, jovencito —le advirtió Robillard.
—Es mejor guardar silencio que decir la verdad y ofender al poderoso, ¿no es así, Robillard? —replicó Maimun con gesto amargo y cómplice.
—Recuérdame la razón por la cual el Duende del Mar no hundió al Triplemente Afortunado en las múltiples ocasiones en que nos cruzamos en el mar —lo amenazó Robillard—. Me parece que la he olvidado.
—Por mi encanto, sin duda.
—Ya basta, los dos —los recriminó Arabeth, cuya voz temblaba en cada sílaba—. ¡Mirad a vuestro alrededor! ¿Gira en torno a vosotros toda esta masacre? ¿Tiene que ver con vuestra mezquina rivalidad? ¿Ser rata de echar la culpa al otro?
—¿Cómo puede no tener que ver con la culpa? —empezó a decir Maimun, pero Arabeth lo cortó en seco con una mirada feroz.
—Tiene que ver con los que han quedado diseminados en este campo, nada más —dijo con tono lapidario—. Con los vivos y con los muertos…, dentro de la Torre de Huéspedes y fuera de ella.
Maimun tragó saliva y miró a Robillard, que pareció igualmente apaciguado. Resultaba difícil rebatir el argumento de Arabeth con la carnicería que se veía por doquier. Acabaron de sacar a Deudermont al mismo tiempo que otro equipo de rescate proclamó que había localizado a lord Brambleberry.
La tierra que lo cubría lo había salvado de la explosión, pero a la vez lo había asfixiado. El joven lord de Aguas Profundas, tan visionario, tan lleno de ambición y de deseos de labrar su propio destino, estaba muerto.
Ese día no habría ovaciones, y aunque las hubiera habido, habrían quedado sofocadas por los gritos de angustia y de dolor.
Los trabajos se prolongaron toda la noche y hasta bien entrado el día siguiente. Se separó a los muertos de los heridos y se atendió a aquellos por los que se podía hacer algo.
Guiados por Robillard, equipos de asalto entraron en cada una de las cuatro torres derruidas y rescataron de los escombros a más de un secuaz de Arklem Greeth. Todos se rindieron sin ofrecer resistencia. No les quedaba espíritu combativo; no después de ver el mal desatado por el hombre al que hasta entonces habían llamado archimago arcano.
El coste había sido terrorífico: más de un tercio de la población de la antes pujante ciudad de Luskan había muerto.
Pero la guerra había terminado.
El capitán Deudermont meneó la cabeza con aire solemne.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Regis con tono exasperado—. ¡No puedes decir así, sin más, que ha desaparecido!
—Muchos han desaparecido así, sin más, amigo mío —explicó Deudermont—. La explosión que hizo volar la Torre de Huéspedes liberó un poder mágico destructivo y transformador. Los hombres murieron quemados o saltaron por los aires; otros fueron transformados, y muchos otros desaparecieron de la faz de la tierra. Según se me ha dicho, algunos fueron pulverizados y hasta sus almas fueron reducidas a la nada.
—¿Y qué le pasó a Drizzt? —insistió Regis.
—No podemos saberlo. No se lo ha encontrado, lo mismo que a tantos otros. Lo siento. Siento esta pérdida tan profundamente como.
—¡Cállate! —le gritó Regis—. ¡No sabes nada! Robillard trató de advertirte. ¡Muchos lo hicieron! ¡Tú no sabes nada! ¡Tú elegiste esta lucha y mira adonde te ha llevado, adonde nos ha llevado a todos!
—¡Ya basta! —le dijo Robillard al halfling con voz ronca mientras se acercaba a él con gesto amenazador.
Deudermont lo contuvo, sin embargo, entendiendo que Regis había hablado movido por un profundo pesar. ¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Cómo podía ser de otro modo? La pérdida de Drizzt Do’Urden no era ninguna tontería, especialmente para el halfling, que había pasado a su lado la mayor parte de las últimas décadas.
—No podíamos calibrar la desesperación de Arklem Greeth, ni imaginar que era capaz de una devastación tan desmedida —dijo Deudermont, en voz baja y con tono de humildad—. Pero el hecho de que fuera capaz de hacerlo, y estuviera dispuesto a ello, sólo prueba que había que acabar con él, por todos los medios que el pueblo de Luskan tuviera a su alcance. Habría sembrado la devastación sobre ellos tarde o temprano, y sin duda, en sus formas más macabras: ya fuese liberando a los no muertos de las ataduras mágicas de Illusk o usando a sus magos para someter lentamente a la ciudad. No era un hombre digno de ser el líder de la ciudad.
—Hablas como si esta ciudad fuera digna de tener un líder —dijo Regis.
—Todos juntos se alzaron contra él —lo reconvino Deudermont, poniéndose nervioso, tanto que el sacerdote que lo atendía lo sujetó por los hombros para recordarle que debía mantener la calma—. Cada familia de Luskan siente un pesar tan hondo como el tuyo. No dudes de ello. Han pagado un precio muy alto por su libertad.
—Es su libertad. Era su lucha —le espetó el halfling.
—Drizzt se unió a mí por su propia voluntad —le recordó Deudermont.
Y ahí se acabó todo, porque el sacerdote obligó al capitán a abandonar la habitación.
—Estás echando el peso de la culpa sobre un hombre ya abatido por su pesar —dijo Robillard.
—Él lo eligió así.
—Lo mismo que tú, y que yo, y que Drizzt. Comprendo tu dolor.
Drizzt Do’Urden también era mi amigo, pero ¿acaso tu enfado con el capitán Deudermont contribuye a aliviar tu pena?
Regis se disponía a responder, a protestar, pero se calló y se dejó caer en la cama. ¿Qué sentido tenía?
Ya nada tenía sentido.
Pensó en Mithril Hall y sintió que ya era hora de volver a casa.
Ni siquiera podía distinguir sus formas físicas, ya que no parecían más que extensiones de las interminables sombras que lo rodeaban. Tampoco podía distinguir las muchas armas naturales que cada una de las criaturas demoníacas parecían poseer, de modo que su lucha era puramente instintiva, basada sólo en sus reacciones.
No había posibilidad de victoria. Seguiría vivo mientras sus reacciones y sus reflejos le permitiesen mantener a raya la nube de monstruos que lo acechaban, mientras sus brazos conservaran la fuerza necesaria para sostener las cimitarras a suficiente altura como para impedir que una cabeza viperina le abriera la garganta, o que un puño como un garrote lo alcanzara en un lado de la cabeza.
Necesitaba un descanso, pero no era posible. Necesitaba evadirse, pero sabía que era igualmente improbable.
Así pues, seguía combatiendo. Las espadas y los gruñidos eran la negación de su propia mortalidad. Drizzt luchaba y corría. Volvía a luchar y corría otro poco, buscando siempre un lugar donde refugiarse.
Y sólo encontraba más batalla.
Una enorme forma negra se alzó ante él. Seis brazos lo atacaron en una embestida arrolladora y con una fuerza imparable. Convencido de que era mejor no hacerle frente, Drizzt se lanzó al suelo lateralmente, con la idea de dar una voltereta y acabar de pie para rodear a la criatura y atacarla desde otro ángulo.
Pero aquella cosa lo tenía todo dispuesto, y cuando dio en el suelo, se encontró con que un charco de mucosidad pegajosa le robaba el impulso.
La criatura se precipitó hacia él, alzándose cuan alta era, el doble de la estatura de un hombre.
Desplegó sus seis imponentes brazos y rugió, anticipándose a la victoria.
Drizzt consiguió liberar un brazo y la apuñaló con fuerza en la pierna, pero no fue suficiente para frenar a la bestia.
Sin embargo, cuando Guenhwyvar chocó contra el costado de la lobuna cabeza, toda idea de acabar con el drow se disipó mientras pantera y demonio salían volando.
Drizzt no perdió el tiempo y salió del charco de mucosidad, mientras le daba las gracias entre dientes a Guenhwyvar una y otra vez. Cómo se le había levantado el ánimo al darse cuenta de la identidad de su primer encuentro en aquel lugar infernal, cuando constató que Guenhwyvar lo había seguido por la puerta de Arklem Greeth. Juntos habían derrotado a todos los enemigos hasta ese momento, y al acercarse Drizzt al behemoth caído, describiendo arcos con sus cimitarras, otro demonio vio sofocados sus gritos prematuros de victoria por su propia sangre.
Drizzt hizo un alto para ponerse en cuclillas junto a Guenhwyvar, por más que sabía que tenían que seguir adelante y sin demora.
Le había dado mucho gusto verla, muchas esperanzas al ser rescatado por su tan querida compañera; pero después había llegado a lamentar que Guenhwyvar lo hubiera seguido hasta allí, pues estaba tan atrapada como él y, seguramente, igualmente condenada.
—Vaya, por fin algo bueno —le dijo Queaser a Skerrit con una boca medio llena de retorcidos dientes amarillos—. Por esto nos darán una buena tajada, lo presiento.
—¿Qué has encontrado, burro viejo? —preguntó Skerrit con una sonrisa igualmente maliciosa, más aún porque estaba dando mordiscos a un trozo de carne pasada que había encontrado en el bolsillo de un soldado muerto.
Queaser le hizo señas de que se acercara. Al fin y al cabo, el campo estaba lleno de matones en busca de botín. Le enseñó una figurita de ónice bellamente tallada con la forma de un gran felino negro.
—Vaya, deberíamos dar las gracias a Deudermont por ponernos delante tamaña oportunidad —dijo Skerrit, satisfecho—. Apuesto a que nos darán una buena bolsa de oro por eso.
Queaser rio y metió la figurita en un bolsillo debajo de su chaleco mugriento y andrajoso, en lugar de guardarla en el saco grande y abultado donde él y Skerrit habían guardado las piezas más vulgares.
—Larguémonos —dijo Queaser—. Si nos llegan a coger con las monedas y los cintos, estamos perdidos. No me gustaría ver este tesoro en el bolsillo de un guardia de Luskan.
—Vamos a venderla —concedió Skerrit—. Mañana por la noche podremos buscar más cosas en el campo, y la noche de pasado mañana, y la siguiente.
Los dos miserables atravesaron el campo oscuro arrastrando los pies. En medio de la noche, una mujer herida que todavía no había sido encontrada por los equipos de rescate, emitió un quejido lastimoso, pero no hicieron el menor caso de ella y siguieron con su provechosa marcha.