Capítulo 16


Pérdidas aceptables

Los ojos verdes de Valindra Shadowmantle se abrieron desorbitadamente al ver la multitud que se acercaba. Se volvió para salir corriendo hacia los aposentos de Arklem Greeth, pero se encontró con el lich de pie, detrás de ella, luciendo una perversa sonrisa.

—Ya vienen —dijo Valindra con voz entrecortada—. Todos.

Arklem Greeth se encogió de hombros, como si le importara poco. Presa del miedo como se hallaba, la reacción desenfadada del mago sólo sirvió para enfurecerla.

—¡Has subestimado a nuestros enemigos en todo momento! —gritó la mujer.

Varios magos menores que andaban por allí contuvieron la respiración y miraron hacia otro lado, tratando de aparentar que no habían oído nada.

Arklem Greeth se rio de ella.

—¿Te parece divertido? —lo increpó.

—Lo encuentro… predecible —respondió Greeth—. Es lamentable, pero, bueno, las cartas se jugaron hace mucho tiempo. Un lord de Aguas Profundas y un héroe de la Costa de la Espada, el héroe de Luskan, unidos contra nosotros. La gente es tan voluble y tan manipulable; no es nada raro que se deje convencer por las promesas vacías de un idiota como el capitán Deudermont.

—Porque tú les echaste encima a los no muertos —lo acusó Valindra.

El lich volvió a reír.

—Nuestras opciones estuvieron limitadas desde el principio. Los grandes capitanes, todos ellos cobardes, poco hicieron por contener la marea creciente de invasión. Ya me temía que no podíamos fiarnos de esos necios, esos ladrones, pero como siempre, se acepta lo que se tiene y se le saca todo el partido posible.

Valindra miró a su superior preguntándose si habría perdido el juicio.

—Toda la ciudad se ha unido contra nosotros —gritó—. ¡Son miles! Se han reunido en Closeguard y combatirán para abrirse camino.

—Contamos con buenos magos para guardar nuestro puente.

—Y también ellos tienen poderosos lanzadores de conjuros en sus filas —dijo Valindra—. Si Deudermont quisiera, enviaría a sus guerreros menos valiosos contra nosotros, y nuestros magos agotarían sus energías mucho antes de que él se quedara sin carne de cañón.

—Será un espectáculo divertido —comentó Arklem Greeth, acentuando su sonrisa.

—Te has vuelto loco —declaró Valindra, y por detrás de Arklem Greeth, varios magos menores se revolvieron, nerviosos, mientras realizaban las tareas que tenían asignadas, o al menos simulaban realizarlas.

—Valindra, amiga mía —dijo Greeth, cogiéndola del brazo y guiándola hacia un lugar más apartado de la Torre de Huéspedes, un lugar desde el cual no se viera el espectáculo desazonador proveniente del este—, si juegas las cartas correctas, encontrarás esto muy entretenido, una buena experiencia con escasas pérdidas —le explicó el archimago cuando estuvieron solos—. Deudermont quiere mi cabeza, no la tuya.

—Esa traidora de Arabeth está con él, y no es precisamente mi aliada.

El lich desechó la idea con un gesto.

—Un contratiempo menor, nada más. Que echen toda la culpa a Arklem Greeth; disfrutaré del prestigio que da esa notoriedad.

—Da la impresión de que en este momento nada te importa mucho, archimago —le replicó la supermaga—. Está en peligro la mismísima Torre de Huéspedes.

—Quedará convertida en escombros —predijo Arklem Greeth con la misma calma.

Valindra abrió las manos en un gesto de perplejidad y empezó a tartamudear, incapaz de articular una respuesta.

—Todo cae y todo puede reconstruirse a partir de las ruinas —explicó el lich—. Sin duda, no van a destruirme…, y tampoco te destruirán a ti si tienes la astucia suficiente. Tengo el despeje mental necesario para sobrevivir a tipos como Deudermont, y disfrutaré mucho observando la reconstrucción de Luskan cuando proclame su victoria.

—¿Por qué hemos permitido que se haya llegado a esta situación?

Arklem Greeth se encogió de hombros.

—Errores —admitió—. Y míos, además. Al parecer, me abalancé sobre la Marca Argéntea en el peor momento, tal vez por coincidencia y mala suerte, o por alguna coordinación inesperada por parte de mis enemigos. No lo sé. Mirabar se volvió contra nosotros, lo mismo que los orcos y su bisoño rey. Deudermont y Brambleberry por sí solos ya son adversarios formidables, sin duda, pero con una alianza de enemigos contra nosotros, no nos conviene quedarnos en Luskan. Aquí estamos inmovilizados y somos un blanco fácil.

—¿Cómo puedes decir semejantes cosas?

—¡No te fastidia! Porque son ciertas. No conozco a todos los conspiradores que están detrás de esta rebelión, pero seguramente hay traidores entre las filas de aquellos a los que consideraba mis aliados.

—Los grandes capitanes.

Otra vez Arklem Greeth se encogió de hombros.

—Al parecer, nuestros enemigos son incontables…, incluso sobrepasan a esos pocos miles reunidos en torno a Deudermont. Éstos no son más que carne de cañón, mientras que el poder real permanece oculto y a la espera. Podríamos combatirlos con contundencia y obstinación, supongo, pero al final eso resultaría aún más peligroso para los que realmente importamos.

—¿Y se supone que debemos salir corriendo, sin más?

—¡Oh, no! Sin más, no. No, amiga mía. Vamos a infligir tamaño sufrimiento al pueblo de Luskan que no podrán olvidarlo durante mucho tiempo, y aunque puedan considerar que mi renuncia es una victoria, esa idea será efímera cuando el viento castigue sin clemencia a las familias que pierdan a un padre o una madre. Y su victoria no les valdrá el bien más codiciado, aunque consigan todo lo demás, porque hace tiempo que he previsto esta eventualidad y estoy preparado para ella.

Valindra se tranquilizó un poco al oír eso.

—Su victoria hará que salgan a la luz los conspiradores —dijo Greeth—, y encontraré la forma de volver. Das demasiado valor a este lugar, Valindra, a esta Torre de Huéspedes del Arcano. ¿No te he enseñado que la Hermandad Arcana es mucho mayor que lo que tú ves en Luskan?

—Sí, señor —replicó la maga elfa.

—¡Anímate, entonces! —exclamó Arklem Greeth, y alzándole la barbilla con los fríos dedos muertos la obligó a mirarlo a esos ojos sin alma—. Vive el momento. ¡Ah! ¡La emoción! ¡Yo voy a hacerlo, sin duda! Usa tus ardides, tu magia, tu astucia para sobrevivir y escapar… o para rendirte.

—¿Rendirme? —repitió—. No lo entiendo.

—Rendirte de modo que quedes tan exonerada como para que no puedan ejecutarte, por supuesto —respondió el lich, riendo—. Cúlpame a mí. ¡Oh, sí! Te ruego que me eches la culpa.

Encuentra una manera de salir de esto o confía en que yo vendré a buscarte. Te aseguro que lo haré. Y desde las cenizas, los dos encontraremos goces y oportunidades. Lo prometo. ¡Y más emoción de la que hemos conocido desde hace décadas!

Valindra se lo quedó mirando un momento y luego asintió.

—Ahora márchate de este objetivo de múltiples miembros —dijo Greeth—. Vete a la costa donde nuestros magos están montando la defensa, y dispara sobre lo que se te ponga por delante. Hazles daño, Valindra, a todos, y mantén la fe en tu corazón y en tu mente magnífica en que éste sólo es un contratiempo que en última instancia te llevará a una victoria suprema y perdurable.

—¿Cuándo?

La simple pregunta hizo vacilar un poco a Arklem Greeth, ya que el tono con que Valindra la había formulado dejaba bien claro que ella entendía que su concepción del tiempo y la que tenía el lich tal vez no fueran la misma.

—Ve —le dijo, señalando la puerta con un gesto—. Haz que les duela.

Un poco aturdida por la confusión, Valindra Shadowmantle, supermaga de la torre septentrional, considerada por muchos como la segunda maga en jerarquía de la gran Torre de Huéspedes del Arcano de Luskan, se dirigió hacia la puerta de la poderosa estructura totalmente convencida de que cuando saliera por ella, sería para no volver a entrar. Esos cambios espectaculares y peligrosos eran demasiado abrumadores.

Cruzaron el puente que unía Closeguard con Cutlass a la carga, con los estandartes ondeando, golpeando los escudos con las espadas y lanzando entusiastas gritos de guerra.

En el otro extremo del puente se alzaba la muralla oriental del patio de armas de la Torre de Huéspedes, un terreno que no habían dañado los bombardeos navales. En lo alto de la muralla esperaban dos veintenas de magos agazapados, acompañados de un centenar de aprendices armados con arcos y lanzas.

Descargaron toda su furia al mismo tiempo, cuando la vanguardia de las fuerzas de Brambleberry estaba apenas a una docena de pasos de la muralla. Hombres y escalas se incendiaron o se desintegraron bajo los rayos relampagueantes. Lanzas y flechas chocaron contra los escudos y las armaduras, o encontraron una brecha y dejaron al enemigo retorciéndose y gritando en el suelo.

Pero lord Brambleberry también había traído a sus magos, que habían protegido a escudos y hombres con custodias y habían invocado a elementales de agua para apagar rápidamente las llamas de los rayos relampagueantes. Por supuesto que hombres y mujeres morían o caían gravemente heridos, pero los efectos no eran todo lo devastadores que la línea de defensa de la Torre de Huéspedes necesitaba y esperaba.

Andanadas de flechas rebotaban en las almenas y descargas eléctricas concentradas sacudían la muralla, de modo que hacían saltar esquirlas de la piedra y abrían grietas en las paredes. Los rayos se dirigían hacia puntos específicos de las murallas, donde hacían su trabajo, debilitando aún más la integridad de la estructura.

—¡Presión sobre la parte alta! —gritó lord Brambleberry.

Entonces, sus arqueros y magos lanzaron una firme andanada de devastación que obligó a los defensores de la Torre de Huéspedes a bajar la cabeza.

—¡Atrás! —gritó un comandante del grupo de maceros.

El grupo se replegó al mismo tiempo que algunos de los magos de Aguas Profundas acudían a la llamada y enviaban tres potentes descargas sobre el lugar indicado. La primera rebotó en la castigada piedra e hizo que el propio comandante saliera despedido al suelo; la segunda se abrió camino e hizo saltar esquirlas de piedra hacia el interior del patio de armas, y la tercera voló la base del paño, desencajó bloques y abrió un hueco por el cual podía pasar un hombre con facilidad.

—¡Atrás! —gritó otro jefe de equipo desde un lugar distinto, y un trío diferente de magos se dispuso a acabar el trabajo del anterior.

Al mismo tiempo, a lo lejos, a izquierda y derecha, se alzaron las escalas contra las murallas. La resistencia inicial de los defensores se transformó rápidamente en llamadas a la retirada.

La primera línea defensiva de la Torre de Huéspedes había matado a uno de cada doce hombres de Brambleberry, pero la muchedumbre de Luskan, que seguía a Brambleberry y a Deudermont, enfurecida por lo de los necrófagos enviados por Arklem Greeth y enardecida por el olor a sangre y por el fragor de la batalla, avanzó de forma arrolladora.

En cuanto se inició la carga a través del puente, los barcos de guerra también entraron en acción rápidamente. Sabiendo que el ataque de la Torre de Huéspedes tenía que concentrarse en la muralla oriental, una docena de navíos levó anclas, desplegó las velas y se enfrentó a la corriente.

Lanzaron andanadas largas, por encima de la muralla occidental y hacia el propio patio de armas de la Torre, o incluso por encima de éste, hacia el patio oriental. Tripulados por un número mínimo de soldados y artilleros, sabían que su papel era el de distraer y aumentar la presión, el de sembrar la confusión y el miedo entre los defensores situados fuera de la Torre de Huéspedes, y tal vez, de paso, matar a unos cuantos de ellos.

Más al sur, otra media docena de barcos encabezados por el Duende del Mar navegaba hacia los castigados alrededores de la Torre del Mar. Acompañando su asalto con brea y flechas, sembraron la destrucción en la costa rocosa por si alguno de los magos de la Torre de Huéspedes aguardaba allí.

Más de uno de esos defensores se hizo notar, lanzando algún que otro rayo relampagueante o tratando de huir hacia el norte.

Robillard y Arabeth presenciaron con regocijo esos momentos, y aunque ambos deseaban reservar sus mayores energías para el enfrentamiento con Arklem Greeth y la torre principal, no pudieron resistir la tentación de replicar a la magia con mayores evocaciones de su cosecha.

—¡Sostenido y más abajo! —ordenó Robillard, que seguía al mando del Duende del Mar mientras Deudermont cabalgaba junto a Brambleberry.

El barco replegó sus velas y el ancla se hundió en las negras aguas mientras otros tripulantes corrían a las embarcaciones menores que llevaban a bordo y las descolgaban por la borda.

Dejándose llevar por lo que se hacía en el Duende del Mar, los otros cinco barcos actuaron en consecuencia.

—¡Velas al sur! —le gritó a Robillard al hombre que ocupaba la torre de vigía.

Con los ojos muy abiertos, el mago corrió a popa y se aferró a la barandilla, inclinándose hacia fuera para ver mejor la embarcación puntera y luego otros dos barcos que avanzaban hacia ellos.

—El Triplemente Afortunado —dijo Arabeth que estaba al lado del mago—. Es el barco de Maimun.

—¿Y de qué lado se pondrá? —se preguntó Robillard.

Repasó entre dientes las palabras de un rápido conjuro y se colocó sobre las sienes los dedos pulgar e índice otorgando a sus ojos la vista de un águila.

Realmente era Maimun el que abría la marcha. El hombre estaba de pie en la proa del Triplemente Afortunado mientras su tripulación preparaba los botes detrás de él. Lo más curioso era que no había ningún hombre a cargo de la catapulta del barco ni se veían arqueros con las armas preparadas.

—El muchacho ha elegido sabiamente —dijo Robillard—. Navega con nosotros.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Arabeth—. ¿Cómo puedes estar tan seguro como para continuar con el desembarco?

—Porque conozco a Maimun.

—¿Su corazón?

—Su bolsa —rectificó Robillard—. Sabe cuáles son las fuerzas desplegadas contra Arklem Greeth y, por tanto, que la Torre de Huéspedes no puede ganar este combate. Sería un necio si se quedara al margen y dejara que la ciudad siguiera sin su ayuda, y Maimun puede ser muchas cosas, pero no un tonto.

—Tres barcos —le advirtió Arabeth, observando el trío que navegaría con pericia en aguas conocidas con las velas plenamente desplegadas y se acercaba a gran velocidad—. Mientras nuestras tripulaciones desembarcan podrían haceros mucho daño. Deberíamos mantener un retén totalmente preparado para hacerles frente si nos atacan.

Robillard negó con la cabeza.

—Maimun ha elegido bien —dijo—. Es un buitre que espera recoger los huesos de los muertos, y sabe perfectamente qué huesos serán los más carnosos esta vez.

Se volvió y desanduvo el camino moviéndose entre los botes, haciendo señas y dando órdenes a su tripulación para que continuara. Lanzó otro conjuro mientras se acercaba a la plancha y con cuidado saltaba al mar, a la superficie y no dentro del agua, porque no se hundió bajo las olas.

Arabeth siguió su ejemplo y cayó de pie junto a él sobre las agitadas aguas. Codo con codo, ambos avanzaron rápidamente hacia la rocosa costa, acompañados de botes repletos de guerreros que cabeceaban a su alrededor.

Dos de los recién llegados arriaron las velas al acercarse a la flota y al Duende del Mar, mientras sus tripulaciones se distribuían en botes más pequeños. Sin embargo, uno, el Triplemente Afortunado, pasó de largo, abriéndose camino por el canal estrecho y rocoso.

—El joven pirata conoce bien su barco —se maravilló Arabeth.

—Aprendió del propio Deudermont —dijo Robillard—. ¡Qué pena que sólo haya aprendido eso!

La muralla había caído muy pronto, pero lord Brambleberry y sus fuerzas pronto se dieron cuenta de que los defensores de la Torre de Huéspedes se habían replegado siguiendo un plan. La defensa de la muralla se había montado sólo para que los magos de la torre tuvieran tiempo para prepararse.

Cuando las feroces gentes de Luskan irrumpieron en el patio de armas, cayó sobre ellos toda la furia de la Torre de Huéspedes del Arcano. Andanadas de fuego, relámpagos, proyectiles mágicos y descargas cónicas de hielo, capaces de congelar la sangre de un hombre, cayeron con tal fuerza sobre los primeros centenares de hombres que atravesaron la muralla que nueve de cada diez murieron en cuestión de segundos.

Sin embargo, entre los supervivientes estaban Deudermont y Brambleberry, protegidos del intenso ataque por poderosos magos de Aguas Profundas. Al ver que los estandartes de sus jefes seguían ondeando, el resto del ejército mantuvo su carga sin amilanarse. La segunda andanada no fue ni tan intensa ni tan larga como la primera, y los guerreros siguieron adelante.

Muertos vivientes se alzaban del suelo delante de ellos: necrófagos, esqueletos y cadáveres corrompidos que eran una tosca imitación de la vida. Y de la torre salían gólems y gárgolas, seres animados por la magia y enviados para detener la marea.

La gente de Luskan no se quedó aterrada, no corrió presa del horror. Los monstruos no muertos sólo sirvieron para recordarles por qué se habían sumado a la lucha. Y aunque lord Brambleberry se mantenía erguido en un gran corcel ruano, dando una imagen espectacular y firme, otras dos figuras los inspiraban aún más.

La primera, Deudermont, que montaba una yegua pinta de ojos azules. Aunque no era un gran jinete, su mera presencia hacía renacer la esperanza en el corazón de todos los habitantes de la ciudad.

Y también estaba el otro, el amigo de Deudermont. Cuando las explosiones aminoraron y las fuerzas variopintas de la Torre de Huéspedes salieron a repeler la carga, llegó el momento de Drizzt.

Con una rapidez que se burlaba tanto de aliados como de enemigos, con la furia alimentada por el recuerdo de su amigo halfling que estaba herido en una cama, el drow se abrió camino entre las primeras filas y se enfrentó directamente a los monstruos enemigos. Giraba y se removía, saltaba y rotaba a través de una fila de necrófagos y esqueletos, y a su paso dejaba montones de carne destrozada y de huesos rotos.

Una gárgola se descolgó desde un balcón. Se lanzó sobre él con las alas coriáceas desplegadas y amenazándolo con sus garras.

El drow dio una voltereta, maniobró hacia un lado cuando la gárgola inclinó las alas para interceptarlo y cayó de pie con tal fuerza que el rebote lo elevó por los aires mientras manejaba sus espadas con golpes cortos y devastadores. Tan completamente superó a la criatura que ésta mordió el polvo, ya muerta, antes de que él llegara a posar los pies en la tierra.

—¡Viva Drizzt Do’Urden! —gritó una voz por encima de las demás, una voz que Drizzt conocía muy bien. Le infundió ánimos que Arumn Gardpeck, el propietario del Cutlass, estuviera entre los combatientes.

Gracias a las tobilleras mágicas que aumentaban su velocidad, Drizzt corrió hacia la torre central de la gran estructura, alternando carreras rápidas con largas volteretas. En esos momentos sólo sostenía en la mano una cimitarra mientras con la otra sujetaba una figurita de ónice.

—Te necesito —le dijo a Guenhwyvar, y la pantera, siempre alerta en su sede del plano astral, lo oyó.

Relámpagos y llamaradas llovieron en torno a Drizzt a lo largo de su desesperada carrera, pero cada una quedaba un poco más rezagada que la anterior.

—Se mueve como si el propio tiempo se hubiera ralentizado a su alrededor —le comentó lord Brambleberry a Deudermont cuando ambos, como todos los presentes en el campo de batalla, repararon en la carga espectacular del elfo.

—Y así es —replicó Deudermont, luciendo una expresión absolutamente satisfecha.

Lord Brambleberry no se había tomado muy bien la noticia de que un drow se fuera a incorporar a sus filas, pero Deudermont tenía esperanzas de que las hazañas de Drizzt le abrirían camino en la poco receptiva ciudad de Aguas Profundas.

En poco tiempo, si los cálculos de Deudermont no le fallaban, también causaría una gran impresión entre los secuaces de Arklem Greeth.

Si no la había causado ya.

Y lo más importante, la carga de Drizzt había envalentonado a sus camaradas, y la línea avanzaba inexorablemente hacia la torre, haciendo frente a las descargas y los asaltos de los magos, destrozando los ávidos brazos de los esqueletos y los necrófagos, disparando tal cantidad de flechas sobre las gárgolas que descendían sobre ellos que el cielo se oscureció.

—Muchos morirán —dijo Brambleberry—, pero la victoria será nuestra.

Observando el avance del ejército insurgente, Deudermont no podía por menos que estar de acuerdo, pero también sabía que se enfrentaban a poderosos magos, y que cualquier proclamación de victoria, sin duda, era prematura.

Drizzt rodeó un lateral de la estructura principal y se paró en seco, con el rostro demudado por el horror, al encontrarse de lleno con un balcón en el que había un trío de magos que hacían movimientos frenéticos y ondulantes con los brazos, en plena formulación de un conjuro.

Drizzt no podía darse la vuelta, no podía esquivarlos y, aparentemente, no tenía la menor posibilidad de defenderse.

La resistencia en la Torre del Mar resultó casi nula, y las fuerzas de Robillard, Arabeth y los marineros se hicieron rápidamente con el extremo meridional de la isla de Cutlass. Al norte resonaban las bolas de fuego y los rayos relampagueantes al mismo tiempo que se oían ovaciones combinadas con gritos de agonía y con el toque de los cuernos.

Valindra Shadowmantle lo observaba todo desde su escondite, en medio de varios bloques caídos de la Torre del Mar.

—Vamos, pues, lich —susurró, porque aunque el despliegue mágico parecía impresionante, no era ni con mucho nada que pudiese parecerse al final explosivo que Arklem Greeth le había prometido.

Eso la llevó a dudar de la otra promesa que le había hecho, que todo se recompondría muy pronto.

Valindra no era ninguna principiante en los modos y profundidades del Arte. Sus rayos relampagueantes no se limitaban a derribar a un hombre al suelo y dejarlo tembloroso, sino que enviaba el alma directamente al plano de fuga y el cuerpo al suelo convertido en un montón de ceniza humeante. Miró hacia la playa, donde los marineros estaban asentando sus botes y preparándose para marchar hacia el norte e incorporarse a la batalla.

Valindra sabía que podía matar a muchos allí mismo, y cuando se dio cuenta de que la miserable de Arabeth Raurym estaba entre ellos, su deseo de hacerlo se multiplicó por mucho, aunque la visión del poderoso Robillard al lado de la maldita mirabarrana atemperó un tanto su deseo.

No obstante, mantuvo sus conjuros bajo control y echó una mirada al norte, donde el estruendo de la batalla —y de los cuernos de Brambleberry y de los insurgentes de Luskan— era cada vez mayor.

¿Sería capaz Arklem Greeth de salvarla si atacaba a Arabeth y a Robillard? ¿Lo intentaría siquiera?

Sus dudas la contuvieron. Valindra se quedó mirando y se figuró a Arabeth muerta en el suelo…

No, muerta no, sino retorciéndose a causa del dolor que le producía una herida ardiente y mortal.

—Me sorprendes —dijo una voz a sus espaldas.

La supermaga se quedó paralizada y con los ojos desorbitados. La cabeza empezó a darle vueltas mientras trataba de identificar al hablante, pues sabía que había oído antes esa voz.

—Quiero decir que me sorprende tu buen juicio —añadió la voz, y Valindra la reconoció.

Al volverse como un rayo se encontró frente al pirata Maimun o, para ser más precisos, con la punta de su espada.

—¿Te has puesto de su lado? —preguntó Valindra con incredulidad—. ¿Del lado del mismísimo Deudermont?

Maimun se encogió de hombros.

—Parecía mejor que la otra alternativa.

—Habría sido preferible que te hubieras quedado en el mar.

—¡Ah, sí!, para acudir luego y declararme aliado del que hubiera ganado la batalla. Así es como lo hubieras hecho tú, ¿no es cierto?

La elfa de la luna entornó los ojos.

—Te reservas tu magia cuando tienes ante ti tantos blancos —añadió Maimun.

—La prudencia no es un defecto.

—Puede que no —dijo el joven pirata, sonriendo—, pero es mejor sumarse a la lucha con el aparente ganador que declararse su aliado cuando la hazaña está consumada. La gente, incluso los que celebran una victoria, miran con malos ojos a los arribistas, ya lo sabes.

—¿Acaso has sido tú otra cosa alguna vez?

—¡Por los mares que ésa es una respuesta cruel! —replicó Maimun con una carcajada—. Cruel y desesperada.

Valindra hizo un movimiento para apartar la espada de su rostro, pero Maimun, hábilmente, esquivó su mano y le apoyó la hoja en la punta de la nariz.

—Cruel, pero ridícula —añadió el pirata—. Hubo una época en que ese rasgo tuyo me resultaba atractivo; ahora sólo me resulta fastidioso.

—Porque tiene un fondo de verdad.

—Vaya, querida, hermosa y malvada Valindra, ahora nadie me puede llamar oportunista. Tengo en mi poder a una supermaga para probar mi valía. Una prisionera a la que sospecho que una tal lady Raurym querrá echarle el guante.

Valindra lo apuñaló con la mirada.

—¿Vas a presentarme como prisionera? —inquirió en voz baja y amenazadora.

—Eso parece —dijo Maimun, encogiéndose de hombros.

La expresión de Valindra se suavizó y esbozó una sonrisa.

—Maimun, tonta criatura, a pesar de tu acero y de tus bravuconadas, sé que no me matarías. —Se hizo a un lado y echó mano a la espada.

El arma saltó de la mano de Valindra, volteó y se le clavó en el pecho con repentina brutalidad. La elfa dio un respingo y gimoteó de dolor. Maimun trató de contener la estocada, pero sus palabras fueron todavía más hirientes.

—Es mithril, no acero —corrigió—. El mithril ha penetrado en tu bonito pecho antes de que tu pequeño corazón haya latido una vez más.

—Has… elegido —le advirtió Valindra.

—Y lo he hecho bien, mi prisionera.

Guenhwyvar se puso de un salto delante de Drizzt para protegerlo de las hondas y las flechas de los enemigos, de las descargas tanto mágicas como mundanas. Rayos relampagueantes partieron del balcón mientras Guenhwyvar corría hacia él, y aunque la alcanzaron, no consiguieron detenerla.

Abajo, sobre el maltratado campo, Drizzt estuvo a punto de caer hacia delante, pero recobró el equilibrio. Miró con admiración y profundo afecto a su amiga más fiel, que, una vez más, le había salvado la vida.

El drow se dio cuenta de que lo había salvado a él y había vencido a sus enemigos. Hizo una mueca de dolor al ver los manoteos y las expresiones horrorizadas que podían distinguirse en medio de aquel amasijo de negra furia.

Pero Drizzt no tenía tiempo para disfrutar de la escena, ya que más criaturas no muertas se acercaban y más gárgolas se lanzaban contra él desde el aire.

Además, resonaban los truenos y sus aliados morían cargando a su espalda; pero seguían viniendo, furiosos contra el lich y sus emisarios necrófagos. Morían cien, doscientos, quinientos, pero la ola se abalanzaba sobre la playa y nada podía detenerla.

En medio de todos, cabalgaban Deudermont y Brambleberry, instándolos a avanzar, presentando batalla codo con codo siempre que tenían ocasión.

Drizzt identificó sus estandartes y, cuando podía hacer un alto, se volvía a mirarlos, sabiendo que en cualquier momento lo conducirían a la presa más codiciada, al lich cuya derrota pondría fin a la carnicería.

Fue, pues, una sorpresa absoluta para Drizzt que Arklem Greeth decidiera acudir al campo de batalla para enfrentarse con sus enemigos, pero no con Deudermont ni con Brambleberry, sino directamente con Drizzt Do’Urden.

Se presentó al principio siendo apenas una delgada línea negra que se fue ensanchando y aplanando hasta convertirse en una imagen bidimensional del archimago arcano, y luego cobró volumen hasta transformarse en el propio Arklem Greeth.

—Siempre cabe la sorpresa —dijo el archimago, estudiando al drow desde una distancia de unos cinco pasos. Con una sonrisa malvada en los labios, alzó las manos e hizo un movimiento ondulante con los dedos.

Drizzt corrió hacia él con velocidad de vértigo, decidido a derribarlo antes de que pudiera completar el conjuro. Se lanzó contra el poderoso mago con las cimitarras por delante, y atravesó directamente la imagen del lich.

No era más que una imagen, una imagen que enmascaraba una puerta mágica a través de la cual se precipitó el sorprendido elfo oscuro.

Trató de detenerse, derrapando sobre el terreno, y cuando quedó claro que estaba cogido, llevado por el instinto y por una combinación de heroica esperanza y de responsabilidad por sus amigos, soltó la bolsa que acarreaba al cinto y la arrojó hacia atrás.

A continuación, se encontró tambaleándose en la oscuridad, mientras un espantoso olor sulfuroso se adensaba a su alrededor y grandes formas oscuras penetraban un vasto y sombrío campo de rocas afiladas y líneas humeantes de lava roja como la sangre.

Gehenna…, o los Nueve Infiernos…, o el Abismo…, o Tarterus.

No sabía cuál, pero era uno de los planos inferiores, una de las guaridas de los diablos y demonios y demás malvadas criaturas, un lugar en el que él no podría sobrevivir mucho tiempo.

Ni siquiera pudo orientarse ni asentar los pies cuando una bestia negra, oscura como las sombras, saltó sobre su espalda.

—Patético —dijo Arklem Greeth, meneando la cabeza, casi decepcionado al ver que el campeón de los señores que habían venido contra él había sido despachado con semejante rapidez.

De pie cerca de la torre central, el archimago arcano avanzó e identificó los estandartes de sus principales enemigos, lord Brambleberry, el invasor venido de tan lejos, y ese tonto de Deudermont, que había puesto a la ciudad en su contra.

Durante un momento estudió el campo, midiendo mentalmente la distancia con precisión sobrenatural. A su alrededor reinaban el tumulto, los gritos y la muerte, y las explosiones parecían distantes y poco notables. Una lanza voló hacia él y golpeó con contundencia, pero sus protecciones mágicas dejaron roma la punta de metal y cayó de manera inofensiva al suelo antes de acercarse siquiera a su carne no muerta.

Ni tan sólo parpadeó. Siguió con la vista fija en sus principales enemigos.

Arklem Greeth se frotó las manos ansiosamente, preparando sus conjuros.

En un destello, desapareció, y cuando pasó al otro lado del portal dimensional en medio del fragor de la batalla, juntó los pulgares delante de sí y produjo un abanico de fuego que arrasó por igual a amigos y enemigos. A continuación, abrió los brazos a ambos lados del cuerpo y de cada uno de ellos salió un poderoso rayo relampagueante en forma de horquilla. Ambos impactaron contra el suelo con tal fuerza que hombres y zombis, enanos y necrófagos salieron despedidos, y el lich se quedó solo en su propio campo de quietud.

Todos repararon en él. Era imposible no hacerlo, ya que su despliegue de poder y de furia sobrepasaba con mucho todo lo que Brambleberry o la Torre de Huéspedes habían hecho aparecer hasta entonces en el campo de batalla.

Brambleberry y Deudermont, que a duras penas controlaron sus monturas en ese momento, se volvieron a mirar a su enemigo.

—¡Matadlo! —gritó Brambleberry, y no había terminado de decirlo cuando llegó la siguiente andanada de Greeth.

En torno a los dos jefes, el terreno se estremeció y, al abrirse, lanzó una lluvia de terrones, de rocas y de raíces destrozadas. Los dos cayeron al suelo, mientras sus caballos se retorcían y quedaban despedazados. Brambleberry aterrizó encima de Deudermont con un espantoso ruido de huesos rotos, y aunque fue el más afortunado al caer a un lado de su aterrorizado caballo, el capitán se encontró, de todos modos, en el fondo de un pozo de tres metros lleno de barro y agua.

Allá arriba, Arklem Greeth no había terminado. Hizo caso omiso del repentino revés que su asalto a Brambleberry y en especial al admirado Deudermont había representado para el ejército reunido en torno a ellos, y cuyo temor se transformó rápidamente en rabia concentrada sólo sobre él. Como el único punto de calma en un mundo enloquecido, Arklem Greeth decidió que a su primer conjuro le siguiera un terremoto que hizo perder pie a cuantos lo tenía alrededor. El frente del temblor de tierra lo dirigió perfectamente a los montículos removidos que quedaban a uno y otro lado de la zanja que había producido. Su intención era enterrar vivos al lord de Aguas Profundas y al buen capitán.

Sin embargo, todos los que lo rodeaban se dieron cuenta y se lanzaron contra el archimago con furia, una arrolladora multitud enardecida que se abalanzó sobre él desde todos los frentes, arrojando lanzas y rocas, e incluso espadas, cualquier cosa que pudiera distraer o herir a ese ser de suprema maldad.

—Necios, todos necios —farfulló entre dientes el archimago arcano.

Con un último estallido de poder que abrió uno de los lados del profundo agujero, Greeth recuperó su forma espectral y volvió a las dos dimensiones. Se transformó en una estrecha línea negra y se introdujo en el suelo; colándose rápidamente a través de estrechas grietas, llegó hasta su propia cámara de la Torre de Huéspedes del Arcano.

Estaba exhausto, ya que no había empleado un despliegue tan repentino y potente de magia desde hacía muchos, muchos años. Oyó el clamor incesante al otro lado de su ventana y no tuvo necesidad de acercarse para comprobar que todo avance que pudiera haber conseguido no podía por menos que ser pasajero.

Derribar a los líderes no bastaba para disuadir a la multitud. Por el contrario, sólo había conseguido enardecerla aún más.

Simplemente eran demasiados. Demasiados tontos…, demasiada carne de cañón.

—Todos tontos —volvió a decir, y pensó en Valindra allí fuera, en las rocas meridionales de la isla de Cutlass. Confiaba en que ya estuviera muerta.

Con un hondo suspiro que hizo crepitar la capa de mucosidad endurecida que recubría los pulmones de Arklem Greeth, que ya no respiraban, el lich se dirigió a su colección privada de potentes bebidas —brebajes que él mismo había creado, cuyos ingredientes principales eran la sangre y las cosas vivas—; bebidas que, al igual que el propio lich, trascendían a la muerte. Tomó un buen trago de uno de esos potentes mejunjes.

Pensó en las décadas pasadas en la Torre de Huéspedes, un lugar al que durante tanto tiempo había considerado su hogar. Sabía que se había terminado, al menos por el momento, pero podía esperar.

Y podía hacer que fuera doloroso.

Sus aposentos se irían con él. Los había construido con magia por si se hacía necesario un traslado así de repentino y violento. Desde que había alcanzado la categoría de lich sabía que llegaría un día en que tendría que abandonar su hogar en la Torre, pero tanto él como las cosas que más apreciaba se salvarían.

El resto se perdería.

Arklem Greeth pasó por una pequeña trampilla y bajó por una escalera hasta una habitación secreta, donde guardaba una de sus posesiones más preciadas: un bastón de increíble poder. Con ese bastón, un Arklem Greeth más joven, todavía vivo, había librado grandes batallas, y sus bolas de fuego y rayos relampagueantes habían crecido en número e intensidad. Con ese bastón, repleto de un poder propio para probar el Tejido de Mystra, había escapado muchas veces a una perdición segura en las ocasiones en que sus propias reservas mágicas habían quedado agotadas.

Pasó una mano por la madera pulida; lo consideraba un viejo amigo.

Estaba colocado en un extraño artefacto de su propia creación. El bastón en sí mismo estaba apoyado sobre una piedra en forma de pirámide, de modo que el centro de la larga vara, de algo menos de dos metros, coincidiera con la punta más estrecha del gran bloque. Coleando de cadenas en ambos extremos del bastón había dos grandes cuencos de metal. Encima del artefacto coincidiendo cada uno con un cuenco, había dos depósitos de un denso líquido plateado sobre gruesos soportes de hierro.

Con otro suspiro, Greeth estiró la mano y tiró de un cordón central que retiraba los tapones de los depósitos llenos de mercurio, de modo que parte del líquido se vertiera en los cuencos correspondientes.

El pesado líquido metálico empezó a fluir lentamente hacia los cuencos, como la arena de un reloj que contase el tiempo que faltaba para el fin del mundo.

Un bastón como ése, tan lleno de energía mágica, no podía romperse sin provocar un cataclismo.

Arklem Greeth regresó a su cámara, segura pero móvil, confiando en que la explosión lo transportara exactamente a donde quería ir.

Estaban ganando la batalla, pero ni los luskanos ni sus aliados de Aguas Profundas se sentían victoriosos. ¡No cuando sus líderes, Brambleberry y Deudermont, estaban enterrados! Establecieron un perímetro defensivo en torno al área devastada, y muchos se lanzaron sobre la tierra removida, cavando con la daga, con la espada o con sus propias manos. Una uña rota sólo provocaba una mueca de disgusto en el grupo de gente decidida, frenética. Un hombre, sin querer, se clavó la daga en la mano, pero se limitó a lanzar un gruñido y siguió adelante, cavando para recuperar a su querido capitán Deudermont.

Todo el campo era un hervidero de furia: fuego y relámpagos, monstruos no muertos y creados por medios mágicos. Los luskanos respondían con igual furia. Luchaban por sus vidas, por sus familias.

No podían retirarse, no podían retroceder, y hasta el último hombre y mujer estaban convencidos de ello.

Así pues, seguían combatiendo, y disparaban sus flechas contra los magos situados en los balcones, y aunque por cada mago que moría, morían diez de ellos, tal vez más, parecía que su avance era imparable.

Sin embargo, todo se detuvo al partirse un bastón mágico.

Alguien tiró fuertemente de su brazo, y Deudermont tragó la primera bocanada de aire cuando otra mano le quitó la tierra que le tapaba la cara.

Aunque borrosamente, vio a sus rescatadores: una mujer le limpiaba la cara y un hombre fuerte lo cogía por el brazo con tanta fuerza que el capitán temió que le fuera a dislocar el hombro.

Inmediatamente pensó en Brambleberry, que había caído junto con él, y se animó al ver a tanta gente cavando, conmocionada por rescatar también al lord de Aguas Profundas. Aunque todavía estaba muy enterrado en el suelo, de donde sólo sobresalía el brazo que había que dado extendido, Deudermont se las ingenió para hacer un gesto con la cabeza e incluso sonreír a la mujer que le estaba limpiando la cara.

Y de repente, todo desapareció… Una ola de energía multicolor se extendió como si una piedra hubiera caído en un estanque y pasó por encima de Deudermont con el estruendo de un ciclón.

La manga que le cubría el brazo se quemó, sintió un calor ardiente en la cara y todo pareció durar muchos, muchísimos segundos, hasta que llegó un ruido como de árboles caídos. Deudermont sintió que la tierra se estremecía tres o cuatro veces…, demasiado seguidas como para poder llevar la cuenta.

Su brazo cayó al suelo, inerte. Cuando recuperó la sensibilidad, vio las botas del hombre que había estado tirando de él. El capitán no pudo volver la cabeza lo suficiente como para que la vista siguiera por las piernas hacia arriba, pero sabía que el hombre estaba muerto.

Sabía que el campo también lo estaba.

Había demasiada quietud.

Demasiado silencio, tan de repente, como si el mundo entero se hubiera acabado.

Robillard mantuvo a sus fuerzas compactas y organizadas mientras avanzaban hacia el norte siguiendo la isla de Cutlass. Estaba casi seguro de que no encontrarían resistencia hasta llegar al recinto de la Torre de Huéspedes, pero quería que la primera respuesta de los suyos fuera coordinada y devastadora. Les aseguró a los que tenía alrededor que despejarían todas las ventanas, todos los balcones y todas las puertas de la torre norte con la primera andanada.

Detrás de Robillard iba Valindra, con los brazos fuertemente atados, a la espalda, flanqueada por Maimun y Arabeth.

—El archimago arcano caerá este día —comentó Robillard en voz baja, de modo que sólo lo oyeran los que estaban próximos a él.

—Arklem Greeth te espera más que preparado —replicó Valindra.

Arabeth reaccionó con una violencia que sorprendió a los demás y lanzó un gancho de izquierda a la cara de la elfa cautiva. La cabeza de Valindra rebotó hacia atrás, y al recuperar su posición, salía sangre de su preciosa y afilada nariz.

—Vas a pagar por… —la amenazó Valindra, o empezó a hacerlo, antes de que Arabeth volviera a golpearla con la misma crueldad.

Robillard y Maimun se miraron, incrédulos, y se limitaron a sonreír ante la iniciativa de Arabeth.

Estaba claro que había años de enemistad detrás de ese gesto, y cada uno por su lado pensó que la mayor estatura y la belleza clásica de Valindra a menudo debían haber sido una piedra en el zapato para Arabeth.

Los dos tomaron buena nota de no enfadar a lady Raurym.

Valindra pareció haber captado también el mensaje, porque no dijo nada más.

Robillard los condujo hasta un montón de piedras desde donde se podía ver por encima de la muralla. Se luchaba encarnizadamente en todo el contorno de la torre de cinco agujas. El mago del barco planeó rápidamente la aproximación, y se disponía a comunicarla a los que tenía a su mando cuando el bastón se quebró.

Fue como si el mundo se abriera.

Ese día, Maimun le salvó la vida a Robillard. El joven pirata reaccionó con sorprendente agilidad y tiró del mago hacia la parte posterior de las rocas. Lo mismo hizo Arabeth con Valindra, aunque involuntariamente, porque al lanzarse hacia atrás rozó a la cautiva e hizo que ella también cayera a su lado.

La onda de energía les pasó por encima. Salieron rocas volando y varios de los hombres de Robillard cayeron, algunos gravemente heridos. Estaban en el borde exterior de la explosión, de modo que pasó rápidamente. Robillard, Maimun y Arabeth se pusieron de pie al instante para atisbar por encima de la roca la caída de la propia Torre de Huéspedes. La columna central, la más grande, precisamente la de Greeth, se había desvanecido, como si se hubiera transformado en polvo o simplemente hubiera desaparecido, y lo cierto era que había un poco de las dos cosas. Las cuatro agujas en forma de brazos, antes esbeltos y gráciles, se habían desmoronado y componían montones humeantes y nubes rugientes de polvo gris y amenazador.

Los guerreros del campo de batalla, tanto hombres como monstruos, habían caído en filas prolijas, como madera cortada, y aunque por los gemidos y los gritos Robillard y los demás supieron que había supervivientes, por un instante ninguno de los tres pensó que pudieran ser muchos.

—Por los dioses, Greeth, ¿qué has hecho? —preguntó Robillard en medio de aquella mañana repentinamente vacía y silenciosa.

Arabeth dio un súbito grito de desánimo y retrocedió, y ni Maimun ni Robillard reaccionaron a tiempo para detenerla cuando saltó sobre la vapuleada Valindra, que estaba boca abajo, y le clavó una daga en la espalda.

—¡No! —le gritó Robillard cuando reparó en lo que había hecho—. Necesitamos… —Cerró la boca e hizo una mueca cuando Arabeth retiró la daga y volvió a clavarla una y otra vez y los gritos de Valindra quedaron ahogados por la sangre.

Maimun, finalmente, corrió hacia ella y la sujetó mientras Robillard clamaba por un sacerdote.

No obstante, despidió al primer clérigo que se acercó, sabiendo que era demasiado tarde y que habría otros más necesitados de sus plegarias sanadoras.

—¿Qué has hecho? —le recriminó Robillard a Arabeth, que sollozaba, pero mirando al campo devastado, no a lo que ella había hecho.

—Se merecía algo mucho peor —fue la respuesta de Arabeth.

Al mirar por encima del hombro la destrucción de la Torre de Huéspedes del Arcano, y a los hombres y mujeres que habían marchado contra ella, Robillard no encontró argumentos para rebatirla.